La princesa y el granuja/VIII

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VIII

El granuja vio al cabo una gran sala iluminada y llena de preciosidades, cuya forma no pudo precisar bien en el primer momento. Al poco rato, comenzó a percibir con claridad mil figurillas diversas, como las que poblaban la tienda donde había conocido a su adorada. Lo que más llamó su atención fue ver que salieron a recibirles, luciendo sus flamantes vestidos, todas las damas que acompañaban en el escaparate a la gran señora.

La cual contestó con una grave y ceremoniosa cortesía a los saludos de todas ellas. Parecía ser de superior condición, algo como princesa, reina o emperatriz. Su gesto soberano y su gallardo continente sin altanería, revelaban dominio sobre las demás. Al instante presentó a Pacorrito. Éste se quedó todo turbado y más rojo que una amapola cuando la Princesa, tomándolo de la mano, dijo:

«Presento a ustedes al Sr. D. Pacorro de las Migajas, que viene a honrarnos esta noche.

Al pobre chico se le cayeron las alas del corazón cuando observó el desmedido lujo que allí reinaba, comparándolo con su pobreza, sus pies desnudos, sus calzones sujetos con un tirante y su chaqueta cortada por los codos.

«Ya adivino lo que piensas -manifestó la Princesa con disimulo.- Tu traje no es el más conveniente para una fiesta como la de esta noche. En rigor de verdad, no estás presentable.»

-Señora, mi pícaro sastre -murmuró Pacorrito, creyendo que una mentirilla pondría a salvo su decoro,- no me ha acabado la condenada ropa.

-Aquí te vestiremos -indicó la noble dama.

Los lacayos de aquella extraña mansión eran monos pequeños y graciosísimos. De pajes hacían unos loros diminutos, de esos que llaman Pericos, y varias pajaritas de papel. Éstas no se apartaban un momento de la señora.

La servidumbre se ocupó al punto de arreglar un poco la desgraciada figura del buen Migajas. Con unas fosforeras doradas y muy monas en forma de zapatos le calzaron al momento. Por gorguera le pusieron medio farolillo de papel encarnado, y de una jardinera de mimbres hiciéronle una especie de sombrerete, pastoril, con graciosas flores adornado. Al cuello le colgaron a modo de condecoraciones, la chapa de un kepis elegantísimo, una fosforera redonda que parecía reloj y el tapón de cristal de un frasquito de esencias. Las pajaritas tuvieron la buena ocurrencia de ponerle en la cintura, a guisa de espada o daga, una lujosa plegadera de marfil. Con estas y otras invenciones para ocultar sus haraposos vestidos, el vendedor de periódicos quedó tan guapo que no parecía el mismo. Mucho se vanaglorió de su persona cuando le pusieron ante el espejo de un estuche de costura para que se mirase. Estaba el chico deslumbrador.