La princesa y el granuja/IX

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IX

En seguida principió el baile. Varios canarios cantaban en sus jaulas «walses» y habaneras, y las cajas de música tocaban solas, así como los clarinetes y cornetines, que se movían a sí mismos sus llaves con gran destreza. Los violines también se las componían de un modo extraño para pulsarse a sí propios sus cuerdas, y las trompetas se soplaban unas a otras. La música era un poco discordante; pero Migajas, en la exaltación de su espíritu, la hallaba encantadora.

No es necesario decir que la Princesa bailó con nuestro héroe. Las otras damas tenían por pareja a militares de alta graduación, o a soberanos que habían dejado sus caballos a la puerta. Entre aquellas figuras interesantísimas se veía a Bismarck, al Emperador de Alemania, a Napoleón y a otros grandes hombres. Migajas no cabía en su pellejo de puro orgulloso.

Pintar las emociones de su alma cuando se lanzaba a las vertiginosas curvas del «wals» con su amada en brazos, fuera imposible. La dulce respiración de la Princesa, y sus cabellos de oro acariciaban blandamente la cara de Pacorrito, haciéndole cosquillas y causándole cierta embriaguez. La mirada amorosa de la gentil dama o un suave quejido de cansancio acababan de enloquecerle.

En lo mejor del baile, los monos anunciaron que la cena estaba servida, y al punto se desconcertó el cotarro. Ya nadie pensó más que en comer, y al bueno de Migajas se le alegraron los espíritus, porque, sin perjuicio de la espiritualidad de su amor, tenía un hambre de mil demonios.