La princesa y el granuja/XI

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XI

Cuando esto decía, el señor de Bismarck miraba a Pacorrito con expresión de burla tan picante y maligna, que nuestro insigne héroe se llenó de coraje. En el mismo instante, el tuno del canciller disparó una bolita de pan con tanta puntería que por poco deja ciego a Migajas. Pero éste, como era tan prudente y el prototipo de la circunspección, calló y disimuló.

La Princesa le dirigía miradas de amor y gratitud.

«¡Cómo me estoy divirtiendo! -repitió Bismarck dando palmadas con sus manos de madera.- Mientras llega la hora de volver junto al reloj y de oír su incesante tic-tac, divirtámonos, embriaguémonos, seamos felices. Si el caballero Pacorrito quisiera pregonar La Correspondencia, nos reiríamos un rato.»

-El señor de Migajas- dijo la Princesa mirándole con benevolencia-, no ha venido aquí a divertirnos. Eso no quita que lo oigamos con gusto pregonar La Correspondencia y los fósforos, si quiere hacerlo.

Hallaba el granuja esta proposición tan contraria a su dignidad y decoro, que se llenó de aflicción y no supo qué contestar a su adorada.

-¡Que baile! -gritó el canciller con desparpajo-, que baile encima de la mesa. Y si no lo quiere hacer, pido que se le quiten los adornos que se le han puesto, dejándole cubierto de andrajos y descalzo, como cuando entró aquí.

Migajas sintió que afluía toda su sangre al corazón. Su cólera impetuosa no le permitió pronunciar una sola sílaba.

No seáis cruel, mi querido Príncipe, -dijo la señora sonriendo.- Por lo demás, yo espero quitarle al buen Migajas esos humos que está echando.

Una carcajada general acogió estas palabras, y allí eran de ver todas las muñecas, y los más célebres generales y emperadores del mundo, dándose simultáneamente cachiporrazos en la cabeza como las figuras de Guignol.

«¡Que baile! ¡Que pregone La Correspondencia! -clamaron todos.»

Migajas se sintió desfallecer. Era en él tan poderoso el sentimiento de la dignidad, que antes muriera que pasar por la degradación que se le proponía. Iba a contestar, cuando el maligno canciller tomó una paja larga y fina, sacada al parecer de una cestilla de labores, y mojando la punta en saliva se la metió por una oreja a Pacorrito con tanta presteza, que éste no se enteró de la grosera familiaridad hasta que hubo experimentado la sacudida nerviosa que tales chanzas ocasionan.

Ciego de furor, echó mano al cinto y blandió la plegadera. Las damas prorrumpieron en gritos y la Princesa se desmayó. Pero no aplacado con esto el fiero Migajas, sino, por el contrario, más rabioso, arremetió contra los insolentes, y empezó a repartir estacazos a diestra y siniestra, rompiendo cabezas que era un primor. Oíanse alaridos, ternos, amenazas: hasta los pericos graznaban, y las pajaritas movían sus colas de papel en señal de pánico.

Un momento después, nadie se burlaba del bravo Migajas. El canciller andaba recogiendo del suelo sus dos brazos y sus dos piernas (caso raro que no puede explicarse), y todos los emperadores se hablan quedado sin nariz. Poco a poco, con saliva y cierta destreza ingénita se iban curando todos los desperfectos; que esta ventaja tiene la cirugía muñequil. La Princesa, repuesta de su desmayo con las esencias que en un casco de avellana la trajeron sus pajes, llamó aparte al granuja, y llevándole a su camarín reservado, le habló a solas de esta manera: