La princesa y el granuja/X

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X

El comedor era precioso y la mesa magnífica; las vajillas y toda la loza de lo mejor que se ha fabricado para muñecas, y multitud de ramilletes esparcían su fragancia y mostraban sus colores en pequeños búcaros, en hueveras, y algunos en dedales.

Pacorrito ocupó el asiento a la derecha de la Princesa. Empezaron a comer. Servían los pericos y las pajaritas tan bien y con tanta precisión como los soldados que maniobran en una parada a la orden de su general. Los platos eran exquisitos, y todos crudos o fiambres. Si la comida no disgustó a Migajas al comenzar, pronto empezó a producirle cierto empacho, aun antes de haber tragado como un buitre. Componían el festín pedacitos de mazapán, pavos más chicos que pájaros y que se engullían de un solo bocado, filetes y besugos como almendras, un rico principio de cañamones y un pastel de alpiste a la canaria, albóndigas de miga de pan a la perdigona, fricasé de ojos de faisán en salsa de moras silvestres, ensalada de musgo, dulces riquísimos y frutas de todas clases, que los pericos habían cosechado en un tapiz donde estaban bordadas, siendo los melones como uvas y las uvas como lentejas.

Durante la comida, todos charlaban por los codos, excepto Pacorrito, que por ser muy corto de genio no desplegaba sus labios. La presencia de aquellos personajes de uniforme y entorchados le tenía perplejo, y se asombraba mucho de ver tan charlatanes y retozones a los que en el escaparate estaban tiesos y mudos cual si fuesen de barro.

Principalmente el llamado Bismarck no paraba. Decía mil chirigotas, daba manotadas sobre la mesa, y arrojaba a la Princesa bolitas de pan. Movía sus brazos como atolondrado, cual si los goznes de éstos tuviese un hilo, y oculta mano tirase de él por debajo de la mesa.

«¡Cómo me estoy divirtiendo! -decía el canciller. -Querida Princesa, cuando uno se pasa la vida adornando una chimenea, entre un reloj, una figura de bronce y un tiesto de begonia, estas fiestas le rejuvenecen y le dan alegría para todo el año».

-¡Ay! dichosos mil veces -dijo la señora con melancólico acento- los que no tienen otro oficio que adornar chimeneas y entredoses. Ésos se aburren, pero no padecen como nosotras, que vivimos en continuo martirio, destinadas a servir de juguete a los hombres chicos. No podré pintar a usted, señor de Bismarck, lo que se sufre cuando uno nos tira del brazo derecho, otro del izquierdo, cuando éste nos rompe la cabeza y aquél nos descuartiza, o nos pone de remojo, o nos abre en canal para ver lo que tenemos dentro del cuerpo.

-Ya lo supongo -contestó el canciller abriendo los brazos y cerrándolos repetidas veces.

¡Oh, desgraciados, desgraciados! -exclamaron en coro los Emperadores, Espartero y demás personajes.

Y menos desgraciada yo -añadió la dama-, que encontré un protector y amigo en el valeroso y constante Migajas, que supo librarme del bárbaro suplicio.

Pacorro se puso colorado hasta la raíz del pelo.

-Valeroso y constante- repitieron a una las muñecas todas, en tono de admiración.

-Por eso -continuó la Princesa- esta noche, en que nuestro Genio Creador nos permite reunirnos para celebrar el primer día del año, he querido obsequiarlo, trayéndole conmigo, y dándole mi mano de esposa, en señal de alianza y reconciliación entre el linaje muñequil y los niños juiciosos y compasivos.