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La princesa y el granuja/XIII

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XIII

Discurrieron por los salones en parejas. Migajas daba el brazo a su consorte.

-¡Es lástima -dijo ésta-, que nuestras horas de placer sean tan breves! Pronto tendremos que volver a nuestros puestos.

El Serenísimo Migajas experimentaba, desde el instante de su trasformación, sensaciones peregrinas. La más extraña era haber perdido por completo el sentido del paladar y la noción del alimento. Todo lo que había comido era para él como si su estómago fuese una cesta o una caja y hubiera encerrado en ella mil manjares de cartón que ni se digerían, ni alimentaban, ni tenían peso, sustancia, ni gusto.

Además, no se sentía dueño de sus movimientos, y tenía que andar con cierto compás difícil. Notaba en su cuerpo una gran dureza, como si todo en él fuese hueso, madera o barro. Al tentarse, su persona sonaba a porcelana. Hasta la ropa era dura, y nada diferente del cuerpo.

Cuando, solo ya con su mujercita, la estrechó entre sus brazos, no experimentó sensación alguna de placer divino ni humano, sino el choque áspero de dos cuerpos duros y fríos. Besola en las mejillas y las encontró heladas. En vano su espíritu, sediento de goces, llamaba con furor a la naturaleza. La naturaleza en él era cosa de cacharrería. Sintió palpitar su corazón como una máquina de reloj. Sus pensamientos subsistían, pero todo lo restante era insensible materia.

La Princesa se mostraba muy complacida.

«¿Qué tienes, amor mío? -preguntó a Pacorrito viendo su expresión de desconsuelo.»

-Me aburro soberanamente, chica -dijo el galán, adquiriendo confianza.

-Ya te irás acostumbrando. ¡Oh, deliciosos instantes! Si durarais mucho, no podríamos vivir.

-¡A esto llama delicioso tu Alteza! -exclamó Migajas. -¡Dios mío, qué frialdad, qué dureza, qué vacío, qué rigidez!

Tienes aún los resabios humanos, y el vicio de los estragados sentidos del hombre. Pacorrito, modera tus arrebatos o trastornarás con tu mal ejemplo a todo el muñequismo viviente.

¡Vida, vida, sangre, calor, pellejo! -gritó Migajas con desesperación, agitándose como un insensato. -¿Qué es esto que pasa en mí?

La Princesa le estrechó en sus brazos, y besándolo con sus rojos labios de cora, exclamó:

«Eres mío, mío por los siglos de los siglos.

En aquel instante oyose gran bulla y muchas voces que decían: «¡La hora, la hora!»

Doce campanadas saludaron la entrada del Año Nuevo. Todo desapareció de súbito a los ojos de Pacorrito: Princesa, palacio, muñecos, emperadores, y se quedó solo.