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La reina de los caribes/XIII

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Capítulo XIII: La rendición de la fragata

Pocos minutos después dos columnas de veinte hombres cada una, elegidos de entre los mejores tiradores de la tripulación, bajaban en silencio al cuadro y a la cámara común, atrincherándose atrás de los muebles y las cajas que habían sido amontonados en ella.

Como fácilmente se comprende, el Corsario Negro no tenía ninguna idea de sacrificarse en un nuevo ataque.

Debían hacer una simple demostración para atraer la atención de los españoles. El golpe maestro debía darse en el escotillón, en cuyo alrededor se habían detenido todos los restantes filibusteros.

-¡Sobre todo, haced mucho ruido! -había dicho el Corsario.

Y en efecto; el estrépito había comenzado con un crescendo formidable, ensordecedor. Los dos destacamentos, apenas colocados, habían abierto el fuego contra las barricadas españolas prorrumpiendo en alaridos generales para hacer creer que se preparaban a un asalto general.

Los españoles habían contestado haciendo tronar las piezas colocadas en el entrepuente. El efecto de aquellas descargas a tan breve distancia había sido desastroso, si no para los filibusteros, para la nave.

Los filibusteros, tendidos en el suelo, aunque sentían caer sobre ellos todos aquellos destrozos, no se movían. Ya invadía la cámara un humo denso y sofocante.

El Corsario Negro, en pie junto al escotillón, aún cerrado, escuchaba con cierta ansiedad los gritos feroces que repercutían en el interior de la nave.

Al cabo de un rato cuando ya el humo comenzaba a salir por las fisuras del puente, se volvió hacia sus hombres, impacientes por tomar parte en la batalla, diciendo:

-¡Preparad las granadas! -¡Ya están, señor! -contestó un contramaestre.

-¡Levantad el escotillón, y no economicéis proyectiles! ¡Dentro de pocos minutos esos hombres estarán en nuestras manos!

Cuatro marineros levantaron las dos barras de hierro, y el escotillón quedó abierto. Una densa nube de humo blanco que se escapó de él se elevó en los aires por entre los gallardetes del palo mayor.

Debajo de aquella humareda se veían cruzar los relámpagos, y se oían atronadoras detonaciones; eran las piezas de artillería que destrozaban la nave enemiga.

Sin esperar a que el humo se disipase, los marineros dedicáronse a lanzar granadas al entrepuente, y especialmente hacia donde veían el resplandor de las piezas de artillería. Los españoles no se enteraron al principio de la abertura del escotillón, a causa de la humareda que invadía el entrepuente; pero cuando oyeron el estallido de las granadas, vieron caer al suelo a sus camaradas fulminados por los cascos de aquellos proyectiles, abandonaron la batería.

Aquel inesperado ataque había producido inmenso pánico entre sus filas: hasta los más animosos habían abandonado su puesto, a pesar de los gritos de los pocos oficiales que se libraron de la muerte, y de los juramentos de los contramaestres y de los suboficiales.

Los filibusteros, entretanto, no se habían detenido. Mientras los dos destacamentos del cuadro y de la cámara común continuaban sus descargas esparciendo a cada instante mayor terror y confusión, los de cubierta lanzaban granadas en todas direcciones, con peligro de provocar un desastroso incendio.

Astillas y fragmentos de hierro candente volaban por doquier. Muchas lenguas de fuego serpenteaban amenazadoramente aquí y allá.

En medio de los alaridos de los combatientes, los lamentos de los heridos y el estallar de las granadas se elevó la poderosa voz del Corsario Negro, diciendo:

-¡Rendíos, u os exterminaremos a todos!

-¡Basta! ¡Basta! -gritaron cincuenta voces.

-¡Matémoslos a todos! -gritó un contramaestre preparándose a volcar en el entrepuente una caja llena de granadas.

El Corsario se volvió hacia aquel hombre, alzando sobre él su espada.

-¡Si no obedeces, te mato! -le dijo-. ¡Vete!

El Corsario se inclinó por el escotillón, repitiendo:

-¡Rendíos, u os exterminaremos a todos!

Una voz se elevó a través del humo que llenaba el entrepuente:

-¡Deponemos las armas!

-¡Que se me envíe un parlamentario!

Pocos instantes después un hombre subía al puente. Era un oficial, el único superviviente de todo el estado mayor de la nave. Aquel desgraciado estaba pálido y sumamente conmovido; tenía el uniforme hecho jirones, y un brazo destrozado por un casco de granada.

Entregó su espada al Corsario Negro, diciéndole con trémula voz:

-¡Hemos sido vencidos!

El señor de Ventimiglia rechazó el arma que le tendía, diciéndole noblemente:

Conservad vuestra espada para mejor ocasión, señor oficial. ¡Sois un valiente!

-¡Gracias caballero! repuso el español-. No esperaba tal cortesía del Corsario Negro.

-Soy un gentilhombre.

-Lo sé, caballero. Y ahora, ¿qué haréis de nosotros?

-Permaneceréis prisioneros en mi nave hasta el término de nuestra expedición.

-¿Vais a emprender una expedición contra nuestra ciudad de México? -preguntó el oficial con doloroso estupor.

-A esa pregunta no os puedo responder -repuso el Corsario-; es un secreto que no me pertenece a mí solo.

Y cogiéndole por un brazo y llevándole hacia popa, le preguntó con sordo acento:

-Conocéis al duque Wan Guld, ¿no es cierto?

-Sí, caballero.

-¿Está en Veracruz?

El español no contestó.

-Os he dado la vida, cuando por derecho de guerra hubiera podido sepultaros en el mar con todos vuestros compañeros y vuestra nave. Podéis, por consiguiente, prestar a un gentilhombre tal leve favor.

-Pues bien, sí; el duque está en Veracruz -dijo el español tras breve vacilación.

-¡Gracias, señor! -replicó el Corsario-. ¡Estoy satisfecho de haber sido generoso con vos!

El oficial volvió hacia el escotillón, y gritó:

-¡Deponed las armas! ¡El caballero de Ventimiglia os concede a todos la vida!

Los dos destacamentos de filibusteros, guiados por Morgan, habían pasado al entrepuente para recibir las armas.

¡Qué horrible espectáculo ofrecía el interior de la fragata!

Por todas partes maderos humeantes, tablones hundidos, viguetas rotas, cañones desmontados y hombres horrendamente mutilados por las granadas. Algunos heridos se arrastraban por el suelo.

En medio de aquella confusión cincuenta españoles, mudos, pálidos y con el traje destrozado, esperaban a los filibusteros. Todos los demás habían caído bajo la tremenda lluvia de granadas.

Morgan recibió las armas, mandó a algunos de los suyos a encargarse de los heridos, y condujo a los otros a bordo de El Rayo, haciéndolos encerrar en la estiba, y poniendo algunos centinelas en las puertas.

Visitada la nave, se convenció de que ya no se podía sacar ningún partido de ella.

-Señor -dijo presentándose al Corsario-, la fragata está perdida. Al primer golpe de viento, su arboladura caerá sobre cubierta y, además, el incendio adelanta rápidamente.

-Haced llevar a bordo de nuestra nave cuanto pueda sernos útil y abandonémosla a su suerte- repuso el Corsario.

El saqueo de la nave no dio gran fruto, ya que la artillería estaba inservible. Armas y municiones fueron, sin embargo, embarcadas en gran cantidad a bordo de El Rayo, así como la caja del capitán conteniendo veinte mil piastras, que fueron repartidas entre la tripulación filibustera.

A mediodía El Rayo izaba sus velas deseoso de alcanzar las costas del golfo de México.

La fragata ardía ya con increíble rapidez.

-¡Lástima que tan bella nave se pierda! -dijo el Corsario, que miraba a la fragata desde la cubierta de El Rayo-. Hubiera podido rendir soberanos servicios a la filibustería.

-¿Se irá a pique? -preguntó detrás de él una voz con acento terrible.

El Corsario se volvió a la joven india.

-¿Tú, Yara? -le dijo.

-Sí, mi señor.

-¡Cuánto odio implacable veo brillar en tus ojos! -dijo sonriendo el Corsario.

-Pero tú no odias a esos españoles, señor.

-Es cierto, Yara.

-Ya tienen demasiados enemigos, Yara -replicó el Corsario.

-¡Sí; pero el hombre que ha destruido mi tribu vive aún!

-Ese hombre es ya un moribundo -dijo con aire sombrío el Corsario-. ¡El Destino le ha condenado ya!

-¿Y hasta cuándo vivirá todavía?

-Sus días están contados; ya te lo he dicho.

-¡Tengo prisa por verle morir!

-Las costas de México no están lejanas, Yara. Esta noche arribaremos.

-¿A Veracruz?

-No; no cometeré semejante imprudencia. Nosotros entraremos antes de que llegue la flota de los filibusteros, para impedir a Wan Guld que huya. Si tuviese el Duque tan sólo una sospecha de lo que están tramando los corsarios, no nos esperaría, sino que huiría a Panamá.

-¿Luego, te teme?

-Sí, porque sabe que le busco para matarle.

-¿Y si huyese? ¿Te acuerdas de Maracaibo?

El Corsario no contestó. Se había apoyado en la borda y miraba a la fragata, que ardía como un haz de leña seca.

Las gigantescas llamas se elevaban hasta los masteleros de juanetes. Todo lo habían envuelto de popa a proa.

Aunque El Rayo estuviese ya lejano, aún se oía el sordo crujir de los palos al caer sobre cubierta.

Los maderos y duelas, ya consumidos por el fuego que todo lo destruía en el interior de la nave, se abrían, dejando salir al alquitrán líquido.

Pero los minutos estaban contados para la fragata: ya los palos habían caído todos, y el bauprés habíase hundido en el mar.

De repente resonó una sorda detonación. Un torbellino de chispas, de leños ardiendo y de fragmentos carbonizados se elevó sobre la nave silbando en el aire y cayendo en el mar a gran distancia.

Algún depósito de granadas no encontrado en las pesquisas de los filibusteros debía de haber estallado en el fondo de la estiba.

-¡Ya acabó! -dijo el Corsario volviéndose a Yara.

La fragata se hundía con un gran balanceo: el agua y el fuego combatían en torno del leño haciendo hervir el mar.

El navío, entretanto, continuaba sumergiéndose, inclinándose cada vez más a proa, mientras la popa se elevaba.

De improviso la proa del navío, ya llena de agua, se sumergió. La popa enseñaba ya la quilla. La enorme masa, casi vertical, se hundía rápidamente y, por fin, la masa entera, lanzando al aire una última nube de vapor y un postrero haz de chispas.

Todo había terminado: el poderoso navío de guerra, mutilado primero por las balas, semidevorado después por el fuego y, finalmente, deshecho por la explosión, se sepultó en las límpidas aguas del golfo.

El Corsario Negro se había vuelto hacia Yara, la cual parecía que aún trataba de distinguir la nave hundida.

-¿No es terrible todo esto? -le preguntó.

-Sí, mi señor -repuso la joven-. ¡Pero aún no estoy vengada!

-Lo estarás pronto -contestó el Corsario.

El lugarteniente, que estaba cómodamente sentado en el puente viendo al Corsario, se puso en pie, y enseñándole un mapa del golfo.

-¿Dónde debo desembarcaros? -preguntó-. Esta misma noche daremos vista a las costas de México.

-¿Conocéis Veracruz?

-Sí, capitán.

-¿Hay cruceros?

-Me han dicho que toda la costa hasta Tuxpan está vigilada para evitar una posible sorpresa en Jalapa.

-Entonces, ¿un desembarco tendría pocas probabilidades de éxito?

-Decid ninguna, señor. Apenas desembarcado, os prenderían.

-¿Qué me aconsejáis, pues?

-Elegir un lugar desierto, aunque sea lejos de Veracruz, y avanzar después en pequeñas etapas, vestidos de muleteros o de cazadores.

-¿Conocéis algún sitio donde el desembarco pueda realizarse sin peligro de que nos descubran? Me interesa que todos ignoren mi presencia en estos parajes.

-Os comprendo, señor, Wan Guld no os esperaría.

-Es cierto.

-Entonces, os aconsejo que desembarquéis al sur de Tampico, en la vasta laguna de Tamiahua. Allí no habrá ningún puesto de guarda, porque en esta época reina la fiebre amarilla.

-¿Está lejos la laguna de Veracruz?

-En cuatro o cinco jornadas de marcha podéis llegar sin gran esfuerzo.

-Es cierto; tanto más cuanto que la escuadra no llegará a Veracruz hasta dentro de unos diez días.

-¿Así que?...

-Iremos a la laguna -dijo el Corsario después de algunos instantes.

-Cuidad de que no es descubran, señor. Los españoles vigilan acaso más de lo que creéis.

Cuatro horas después de aquel coloquio, El Rayo, que había conservado su ruta hacia el Norte, para pasar muy a lo largo de Veracruz, se orientaba hacia Occidente para acercarse a las playas mexicanas.

Siendo la noche muy obscura, había muchas probabilidades de eludir la vigilancia.

El Corsario no abandonó ni un momento el puente, queriendo cerciorarse por sus propios ojos de que ningún peligro amenazaba a su nave.

Afortunadamente, durante aquella carrera hacia Occidente ningún punto luminoso anunciando la vecindad de alguna nave enemiga fue señalado en el horizonte.

Al día siguiente El Rayo avistaba la larguísima península que sirve de barrera a la gran laguna de Tamiahua.

No siendo prudente acercarse en pleno día, El Rayo volvió a tomar el largo y remontó la península en dirección a Tampico.

Para mejor engañar a las naves españolas que pudieran encontrar, el Corsario había hecho retirar parte de los cañones, esconder más de la mitad de la tripulación y desplegar a popa el estandarte de Castilla.

La playa aparecía desierta, pero no árida.

-Diríase que esta costa ha padecido alguna súbita inmersión -dijo Morgan, que la examinaba con un catalejo-. Nunca he visto palmeras salir del mar como las algas.

-Estas playas están sujetas a bruscas modificaciones -dijo el Corsario-. Los terremotos sumergen con frecuencia trozos considerables de la costa.

-¿Queréis decir que sufren depresiones?

-Y a veces elevaciones, Morgan.

-La cosa me parece extraña. Depresiones si es posible, pero elevaciones...

-¿Os asombra?

-Sí capitán.

-Pues no es sólo aquí donde tales cosas ocurren, Morgan. En muchísimas costas de Europa, sin sufrir las sacudidas de los terremotos, y aunque alejadas de los volcanes, padecen alteraciones considerables en su nivel.

-Debe de ser cierto, capitán, porque yo he oído decir que las costas del Perú y de Chile van lentamente levantándose.

-Y entre nosotros, especialmente en Sicilia y en Calabria, las costas tienden a alzarse, mientras que en el Vesubio descienden.

-Deben de ser, sin embargo, muy lentos esos desniveles.

-Lo bastante para no temerles, Morgan. Nuestras tierras del Vesubio por ejemplo, han descendido a razón de tres o cuatro centímetros por año, mientras que las costas de Sicilia han empleado la bagatela de mil doscientos años para alcanzar una elevación de cuatro a seis metros.

-Entonces, no hay peligro de que ciertas regiones se sumerjan del todo.

-Inmediato, no, Morgan; pero si el rebajamiento de ciertas tierras continuase, lo cierto sería que antes de transcurrir muchos siglos estarían bajo el agua.

-¿Y de qué proceden esas elevaciones y depresiones? -preguntó el lugarteniente.

-Los levantamientos son producidos por terremotos regionales, y las depresiones parece que deben ser atribuidas a mutaciones sísmicas o moleculares de las masas rocosas. Morgan, dad orden de remontar más hacia alta mar y de preparar mi ballenera.

-¿Quién irá con vos, señor? -Carmaux, Van Stiller, Moko y la joven india.

-¿Yara también? -exclamó Morgan sorprendido.

-Me será más útil que los otros -repuso sonriendo el Corsario-. ¡Sabe muchas cosas que mis hombres ignoran!

-¿El lugar donde se oculta vuestro mortal enemigo?

-¡Sí, Morgan; el lugar donde le mataré! -repuso con sombrío acento el Corsario.