La reina de los caribes/XIV
Capítulo XIV: La laguna de Tamihaua
A las once de la noche, El Rayo, después de haber bordeado por alta mar, arribaba sin ser observado a la punta meridional de la laguna, poniéndose al pairo a quinientos metros de la costa.
Ninguna luz había sido señalada durante la noche, siendo, por lo tanto, de esperar que no hubiese ninguna nave en crucero por aquellas aguas y que aquellas playas no estuviesen vigiladas.
Después de haber mirado en todas direcciones, el Corsario Negro bajó a la toldilla, donde los marineros estaban preparando, para botarla al agua, una esbelta ballenera cargada con algunas cajas conteniendo víveres. Carmaux, Moko y Van Stiller estaban ya allí.
Llevaban amplios sombreros de paja muy altos y que ocultaban parte de su rostro.
Hasta el Corsario había cambiado sus negras vestiduras por un traje casi igual al de sus hombres, pero sin abandonar su espada, con la que contaba clavar en cualquier pared al asesino de sus hermanos.
-¿Todo listo? -preguntó a Morgan, que ya había hecho botar la chalupa.
-Sí, señor -repuso el lugarteniente.
-¿Y Yara?
-¡Aquí estoy, señor! -repuso la joven.
Lo mismo que sus compañeros, se había envuelto en un gran manto, en un sarape franjeado, y ocultaba sus espléndidos cabellos bajo un sombrero de amplias alas.
-¿Vuestras últimas instrucciones, capitán? -dijo Morgan.
-Reuníos pronto con la flota y dirigíos a Veracruz.
-Sabéis, señor, que Grammont ha decidido desembarcar al sur de la ciudad.
-Sí, a dos leguas. Si puedo, estaré esperándoos allí.
-¿Conocéis pues, el lugar en que se efectuará el desembarco?
-Sí; Grammont y Laurent me lo han dicho. ¡Adiós, Morgan; nos veremos pronto!
-Deseo, señor, que esta vez vuestro enemigo no se os escape.
-Haré lo posible por matarle, Morgan.
-Sed, sin embargo, prudente.
-Una vez vengado, ¿qué me importa la vida?
-Tenéis otra misión que cumplir.
-¡Ah, sí; buscar a la flamenca! -dijo el Corsario suspirando.
Calló un momento, miró distraídamente a la laguna, y bajó con rapidez la escala, diciendo con voz bronca:
-¡Adiós!
Se sentó a popa de la chalupa al lado de la joven india, e hizo a sus hombres ademán de que bogaran.
Carmaux, Van Stiller y el negro cogieron los remos, y la esbelta ballenera emprendió la marcha, mientras El Rayo viraba de bordo para salir de nuevo al mar.
Una ligera niebla ondeaba sobre las negras aguas de la laguna, haciendo más obscura la noche; niebla peligrosa, por estar cargada de emanaciones pestíferas debidas a la putrefacción de las plantas de la fiebre.
Estos vegetales se encuentran en gran número en las lagunas de México y en las orillas de los ríos creciendo en el agua,, y marchitándose poco a poco corrompen el aire. Ellos son los que producen el vómito negro, o sea la fiebre amarilla, que tantas vidas humanas devora durante los meses cálidos.
Ninguna luz brillaba en la amplia extensión del agua ni en las dos penínsulas que cierran la laguna por la parte del mar.
-¡Qué mal lugar! -dijo Carmaux sin dejar el remo-. ¡Parece la morada de Belcebú!
-En efecto; Belcebú se oculta entre esas ondas de niebla que avanzan hacia nosotros -dijo Van Stiller.
-La fiebre; ¿verdad, Moko?
-¡Amarilla! -repuso el negro-. ¡Si os coge, os habéis lucido!
-¡Bah! ¡Tenemos la piel muy dura! -repuso Carmaux.
-Entonces, remad fuerte, amigos. ¡Mi piel, por ahora, me es muy cara!
La chalupa, bajo el vigoroso impulso de los tres remeros, corría rápidamente.
El Corsario Negro, en el timón, regulaba la marcha.
La chalupa había ya atravesado más de media laguna, cuando Carmaux, al volver la cabeza hacia la punta septentrional de la península interior, vio chispear un punto luminoso.
-¡Oh! -exclamó-. Parece que esta laguna no está del todo desierta. ¿Habéis visto, capitán?
-Sí, -replicó el Corsario que se había puesto en pie para observar mejor.
-¿Será alguna carabela?
-A mí me parece una luz fija -dijo Van Stiller.
-No -dijo Moko, que tenía la mirada más penetrante-; es un fuego movedizo.
-Acaso alguna carabela que va a Pueblo Viejo -murmuró el Corsario.
-¿Debemos seguir bogando, señor? -preguntó Carmaux.
-Sí, y alejarnos antes de que la bruma maléfica nos alcance.
Los tres marineros se inclinaron sobre los remos, e hicieron que la ballenera volase por las aguas.
El punto luminoso se alejaba entonces hacia el Norte describiendo breves bordadas.
-Pasaremos a mucha distancia dijo el Corsario a Carmaux.
La ballenera seguía su rápida marcha, cortando las aguas con leve murmullo.
En torno de la pequeña embarcación reinaba un profundo silencio.
A las dos de la mañana Carmaux, que iba a proa, notó que el agua empezaba a faltar.
-La playa no debe estar lejana -dijo volviéndose hacia el Corsario.
-Me parece distinguirla -repuso éste poniéndose en pie-. Ante nosotros se delinea una masa obscura que parece indicar un bosque.
Poco después la chalupa navegaba por entre un laberinto de plantas acuáticas y bancos de arena. Grupos de mangles que surgían por doquier extendían sus tortuosas ramas en todas direcciones exhalando pestíferos miasmas.
-¿Estamos acaso en un pantano? -preguntó el Corsario.
-En las costas mexicanas abundan -repuso Carmaux.
-Como los caimanes -añadió Van Stiller.
-¿Has visto alguno? -preguntó Carmaux.
-Sí; uno que miraba con tales ojos a la chalupa, que supuse que tenía grandes deseos de destrozarla de un coletazo.
-¿Caimanes? ¡Malos bichos! -dijo Moko.
Por un canal abierto entre los bancos y los mangles pasó la chalupa, avanzando lentamente para no embarrancar.
Ninguno sabía dónde estaban, ya que aquellas tierras les eran desconocidas, a Yara inclusive.
Al cabo de media hora de camino se encontraron frente a varios islotes que formaban infinidad de canalillos. Grandes árboles que habían arraigado en aquellas porciones de tierra proyectaban sobre las aguas una sombra siniestra.
-¿Adónde vamos, señor? -preguntó Carmaux.
-Aproximémonos a uno de esos islotes, y esperemos al alba -repuso el Corsario.
-¡Me parece haber cegado de repente! -dijo el hamburgués.
Aproximaron la ballenera al islote más cerca, que estaba cubierto de altísimos árboles, y desembarcaron para estirar un poco las piernas.
La evaporación de los canales formaba una neblina que se condensaba rápidamente, saturada de fiebre y de miasmas.
Los filibusteros se habían acostado al pie de uno de aquellos árboles, bien envueltos en sus tabardos para defenderse de la humedad de la noche. Al lado habían colocado los fusiles, pues no estaban muy tranquilos. Y, en efecto, pocos minutos habían transcurrido cuando se oyó a pocos pasos un grito agudo, que terminó en un mugido espantoso.
Otro grito semejante contestó algo más lejos, y luego un tercero, y un cuarto.
-¡Son caimanes! -dijo Carmaux palideciendo.
Un intenso olor almizclado que procedía del canal era signo evidente de que en aquel lugar abundaban aquellos saurios.
Después de los primeros aullidos hubo un breve silencio, y de pronto estallaron gritos agudísimos, no ya en el agua, sino entre las ramas de los árboles.
Se oían mugidos, rugidos, notas agudas parecidas a las de instrumentos metálicos, y aullidos de inaudita intensidad.
Carmaux y Van Stiller se habían puesto en pie, creyéndose rodeados por batallones de bestias feroces: el negro, Yara y el Corsario se habían limitado a levantar la cabeza y mirar a los árboles.
-¡Truenos de Hamburgo! -exclamó Van Stiller-. ¿Qué ocurre?
-Una cosa sencillísima -repuso Moko riendo-: son los micos aulladores que se divierten dándonos un concierto.
-¿Micos? -exclamó con incredulidad Carmaux-. ¡Compadre Saco de carbón, te estás burlando de mí!
-No, Carmaux -dijo el Corsario.
-¿Me diréis, entonces, señor, qué son esos gimoteos?
Precisamente encima de ellos, en medio de la fronda, se oían gritos lamentosos que parecían lanzados por una turba de niños.
-También son simios, Carmaux -repuso el Corsario
-¡Pues diríase que entre esas ramas hay una legión de chicos!
-Sí; pero sólo son micos.
El filibustero no mentía. Los gritos de los simios rojos y de los llorones alcanzaban tal intensidad, que era para desesperar al más paciente.
-Debe de haber aquí millones de cuadrumanos -dijo el hamburgués.
-Te engañas, compadre blanco -replicó Moko-. Acaso tan sólo haya siete u ocho.
-Entonces, deben de tener la garganta forrada de bronce. -Tienen algo mejor.
-¿El qué?
-Una doble laringe que centuplica la intensidad de su voz -dijo el Corsario.
-Sí, capitán -añadió el negro.
-¡Formidables cantores! -exclamó Carmaux-. Sería mejor no obstante, que reservaran sus facultades para mejor ocasión.
-¿Quieres hacerlos callar enseguida? -preguntó el negro. -¡Ojalá!
-Descarga tu fusil, y todos esos simios huirán; y si logras matar uno, haremos una excelente colación.
-¡ P u a h ! -exclamó con asco Carmaux-. ¿Comer mico? ¿Por quién me tomas, compadre Saco de carbón?
-Te aseguro que son excelentes. Todos los negros y los indios los comen.
-Me parece tan repugnante como comerme un niño asado.
-¿Quieres probar?
-¡Dejad a los simios, y reservad vuestros tiros para otros animales! -dijo el Corsario, que se había puesto bruscamente en pie.
-¿Qué nos amenaza, capitán? -preguntó Carmaux.
-Los caimanes.
-¡Ah! ¿Se deciden a venir? -Veo dos o tres -añadió Moko. -¡Veamos si pueden con nosotros! -dijo Carmaux.
Se había disipado la niebla y comenzaba a alborear, habiéndose, por tanto, atenuado la obscuridad lo bastante para distinguir lo que ocurría en el canal.
Un gran saurio, lo menos de seis metros de largo, había salido de un compacto grupo de mangles y avanzaba lentamente hacia el islote ocupado por los filibusteros.
El tal reptil llevaba sobre el dorso un verdadero jardín; entre las óseas escamas, llenas de fango, habían crecido muchas hierbas palustres.
Contando con engañar a sus enemigos, mantenía la cabeza bajo el agua, y asomaba tan sólo de cuando en cuando la extremidad del hocico para aspirar el aire. También tenía la cola sumergida; pero al agitarla levantaba una estela de burbujas que hacía fácil descubrirle.
-Ese animal trata de sorprendernos -dijo Carmaux-. No seremos bastante estúpidos para confundirle, sin embargo, con un tronco de árbol. ¿Qué opinas, compadre Saco de carbón?
-¡Deja que se acerque, y verás como lo trato! -contestó el negro.
-¿Emplearemos los fusiles?
-¡Es inútil, compadre blanco! Tanto más, cuanto que las balas se aplastarían contra las escamas.
-¿Nos dejaremos devorar? -preguntó Carmaux.
-¡Déjame hacer a mí, te he dicho! -dijo el negro.
El gigante cortó una rama gruesa de árbol; con algunos navajazos la despojó de las hojas, y se escondió entre los mangles que crecían en la orilla.
Carmaux y Van Stiller también se escondieron entre las torcidas ramas de las plantas acuáticas, mientras el Corsario ocultaba a Yara detrás del tronco de un árbol.
El caimán seguía avanzando con lentitud, dejándose llevar por la débil corriente.
Ya sólo distaban algunos pasos del islote, cuando otro caimán apareció de improviso. Salía de un grupo de plantas acuáticas que crecían en un banco medio sumergido.
Un momento después un tercer caimán salía bruscamente de las aguas y se colocaba furiosamente entre los dos.
-¡To! -exclamó sorprendido Carmaux-; ¿Qué va a pasar? Diríase que estos reptiles no vienen contra nosotros precisamente.
-Es cierto, compadre blanco -dijo el negro.
Dos aullidos estridentes estallaron a breve distancia, y otros dos caimanes se lanzaron al medio del canal golpeando furiosamente el agua con la cola.
Uno de los saurios, el más pequeño, se había colocado aparte apoyándose en los mangles que coronaban la orilla; los otros cuatro se habían precipitado unos contra otros con espantosa furia, mostrando sus quijadas monstruosas armadas de formidables dientes.
Mugían como toros enfurecidos y agitaban la cola, levantando espumantes ondas.
-¡Eh, compadre! ¿Qué les ocurre a estos bribones? -preguntó Carmaux-. ¿Quieren devorarse recíprocamente?
-¡Están enamorados! -contestó riendo el negro.
-¿De las blancas carnes de Yara? -preguntó Van Stiller.
-No, compadre blanco, de la hembra que se ha refugiado entre los mangles.
-¡Ah! -exclamó Carmaux-. ¿La señora se dejaba cortejar por cuatro galanes?
-¡Nunca hubiera creído que tales brutos pudieran tener celos!
-¿Y la señora?
-Asistirá tranquilamente a la batalla, y luego se irá con el vencedor.
Los cuatro saurios, entretanto, habían caído furiosos los unos sobre los otros. Mugían de un modo tan espantoso, que hicieron callar a los simios rojos y a los llorones, y trataban de triturarse mutuamente las mandíbulas.
Los cuatro monstruos se asaltaban con encarnizado furor, decididos a destrozarse mutuamente antes que dejar el campo.
La hembra, echada en medio de las plantas acuáticas, asistía tranquilamente a la lucha.
Poco después uno de los cuatro saurios, acaso el más débil, estaba fuera de combate: su rival con un terrible hocicazo le había partido la cola primero, y luego, la extremidad del hocico.
El pobre mutilado, cubierto de sangre, se debatía desesperadamente entre los mangles enrojeciendo las aguas.
Algunos minutos más tarde, el segundo se iba a pique: asaltado por los otros dos, que momentáneamente se habían aliado, quedó completamente destrozado.
Los vencedores, sin embargo, se hallaban en un estado lamentable: el uno tenía rota la quijada, y el otro había perdido una de las extremidades anteriores.
Sin embargo, desembarazados de sus dos adversarios, habían caído el uno sobre el otro con furor y mugiendo ferozmente.
El que tenía la quijada rota, al recibir los primeros mordiscos había iniciado la huida hacia el islote ocupado por los filibusteros: la horrible herida no le permitía asaltar ventajosamente a su rival, y para defenderse ya sólo tenía la cola.
Viéndole acercarse, Moko había empuñado la rama, dispuesto a descargarle un golpe mortal.
Era una precaución inútil, porque el adversario le había seguido dispuesto a darle el golpe do gracia.
Una nueva lucha se empeñó a pocos pasos del islote, casi junto a la chalupa.
Los dos saurios, a pesar de que debían de estar exhaustos por la copiosa pérdida de sangre, se asaltaron de nuevo con un arranque desesperado.
Menudeaban los coletazos y las dentelladas contra las cuales las escamas óseas defendían a los contendientes.
-¡Moko! -exclamó de pronto Carmaux- ¡Nuestra chalupa!
También el Corsario había advertido el peligro que corría la embarcación, ya que se había lanzado hacia la orilla gritando:
-¡A mí, filibusteros!
Los dos saurios se habían apoyado en el islote y amenazaban los costados de la ligera embarcación.
Moko se había lanzado por entre los mangles, seguido por Carmaux y el hamburgués.
Iba a precipitarse hacia la orilla, cuando resonó un golpe seco. Destrozada por un formidable coletazo, la ballenera se había volcado, desapareciendo rápidamente bajo las aguas.
-¡Truenos de Hamburgo! -gritó Van Stiller.
-¡Ah, ladrones! -exclamó furioso el negro.
Sin cuidarse del peligro se precipitó sobre los dos saurios, que, ciegos de rabia, no habían notado la presencia de los hombres.
El hercúleo negro alzó la rama, y descargó sobre el más cercano un golpe que le partió la espina dorsal.
El otro se volvió ante aquella acometida. Era el de la quijada rota; pero en vez de huir, saltó a la orilla y embistió furiosamente al negro, que apenas tuvo tiempo para dar un salto de costado.
Temiendo por Yara, que se hallaba a pocos pasos, el Corsario Negro, se había adelantado espada en mano. Rápido como el rayo cortó el paso al monstruo, y bajándose bruscamente, le hundió la espada en la garganta.
Aquella nueva herida acaso no hubiera bastado para detener al monstruo, a no mediar la intervención del negro.
El valeroso africano, esquivando la formidable cola, que levantaba oleadas de agua y fango, había recogido su arma y gritaba al Corsario:
-¡Atrás, señor!
Se oyó un crujido comparable al de un árbol que se tronchaba. Las escamas óseas del reptil, aplastadas por el terrible golpe, habían cedido.
El saurio quedó un momento como atontado, pero enseguida, reuniendo sus últimos alientos, desapareció bajo las aguas entre un nimbo sanguinolento.
-¡Ahora, ve a buscar a la hembra! -gritó Carmaux.
-Pero nosotros hemos perdido la ballenera -dijo Moko.