La reina de los caribes/XVI
Capítulo XVI: La caza del Lamantino
Hacia la noche la almadía, que aún no había logrado alcanzar tierra firme, arribaba junto a un islote cubierto de abundante vegetación.
Muchísimas palmeras de varias especies elevaban su esbelto tronco entre los mangles.
Los filibusteros, que habían remado todo el día bajo un sol implacable, estaban rendidos, y sobre todo sedientos, pues no habían logrado encontrar ni una sola gota de agua dulce.
Probada varias veces la de la laguna, la habían encontrado salobre, denotando que se hacía sentir en los canales el flujo y reflujo del mar.
-¡Un vaso de agua a cambio de mi pipa! -decía Carmaux-. ¡Ya no puedo más!
-¡Una gota, y doy cuantas piastras tengo! -añadía el hamburgués.
-Temo, valientes, que tendremos que pasar la noche sin humedecernos la boca -decía el Corsario-. Hasta que lleguemos a algún río, no encontraremos agua potable.
-¡Esperad, señor! -dijo de repente Moko, que hacía ya algunos instantes miraba atentamente las plantas del islote, aún iluminadas por un último rayo de sol.
-¿Qué esperas hallar? ¿Algún manantial? -dijo el Corsario-. ¡No los hay en estas tierras fangosas!
-Me parece haber visto una planta que nos quitará la sed, señor.
-¿Un árbol fuente? -exclamó Carmaux riendo.
-Algo parecido, compadre blanco.
-¡Si nos diese vino!.. .
-Contentémonos con agua por ahora -dijo el negro-. ¡Seguidme!
Los tres filibusteros y Yara desembarcaron y siguieron al negro, que ya se había abierto paso por entre las plantas y las ramas.
Después de haber recorrido cerca de' doscientos pasos, Moko se había detenido ante una bellísima planta que crecía solitaria en un pequeño claro.
Era una especie de sauce de más de sesenta pies de alto, con la cima semejante a una inmensa cúpula formada por hojas oblongas y largas, pero no tanto como las de las palmeras.
De las ramas y del tronco de aquella extraña planta trasudaba el agua en tan gran cantidad, que formaba al pie un gran charco. Era una lluvia continua, incesante, que caía con monótono rumor.
-¡Una verdadera planta fuente! -exclamó asombrado Carmaux-. ¡Nunca he visto cosa semejante!
-¡Es realmente curiosísima! -dijo el Corsario-. ¿Qué planta es ésta?
-Un tamal caspi, señor -dijo Moko.
-¿Y de dónde proviene toda esta agua? -preguntó el hamburgués.
-Probablemente, este árbol absorbe y condensa la humedad de la atmósfera por medio de órganos especiales -dijo el Corsario-. En Canarias hay también plantas que manan abundante agua.
-¡Aprovechemos la ocasión de refrescarnos! -añadió Carmaux-. ¡A pesar de que Moko nos asegure que este árbol mana siempre, tengo miedo de que cese de un momento a otro!
Sin embargo, Carmaux no estaba sólo sediento: tenía un horrible apetito; y como las provisiones se habían agotado en la jornada y no habían sido renovadas por la absoluta prohibición de hacer uso de las armas de fuego, se volvió hacia el negro y le dijo:
-El agua es una buena bebida; pero he notado que las lágrimas de este tamal caspi sólo sirven para lavar los intestinos. Si tú, Moko, eres realmente una persona decente, debes encontrarnos algún otro árbol que suministre algo más sólido. ¿Qué os parece capitán?
-Que siempre tienes razón -repuso el Corsario sonriendo.
-Entonces, querido Moko, busca otro tamal caspi, que llore pollos asados, por ejemplo.
-¡Te vuelves exigente, compadre blanco! -dijo el negro-. ¡Ni aun en África he visto plantas que den pollos asados!
-Entonces, busquemos otra cosa.
En aquel momento se oyó hacia la laguna un grito extraño que parecía lanzado por algún animal bastante grande.
-¿Qué es eso! -preguntó Carmaux.
El negro y Yara se habían vuelto, y miraban a través de los árboles.
-¡Un manatí! -exclamó la joven mirando a Moko.
-Sí -dijo éste-. Es el grito de una vaca marina.
-O sea un lamantino? -preguntó el Corsario.
-Sí, capitán: una exquisita presa. -Pero difícil de capturar.
- ¡La cogeremos, capitán!
-¿Sin hacer uso de los fusiles? -Bastará un arpón.
-No lo tenemos.
-¡Se hace! Compadre blanco, ¿tienes una cuerda?
-Y diez, si quieres -contestó Carmaux-. Un marinero no está nunca desprovisto de cuerdas.
-Entonces, el manatí es nuestro.
-¿A qué raza pertenece ese señor manatí?-Ya lo verás, compadre.
Un segundo grito se oyó más cerca: el animal debía de estar cerca de la orilla del islote.
El negro cortó una larga rama casi recta, la despojó de sus hojas, y en una de las extremidades amarró sólidamente su navaja, formando así una especie de lanza de unos tres metros de largo.
-Venid -dijo después- y procurad no hacer ruido.
Moko se dirigió hacia el lugar donde estaba la almadía. Llegado junto a los mangles que bordeaban el islote, se detuvo observando atentamente el agua del canal.
Las tinieblas envolvían ya la tierra; pero, no habiendo niebla, se podía distinguir perfectamente cuanto hubiese en la laguna.
A breve distancia de la almadía las plantas acuáticas se agitaban como si algún animal tratara de abrirse paso.
-¡Ahí está! -dijo el negro volviéndose a sus camaradas- ¡Está comiendo!
-¿Quién? -preguntó Carmaux,
-El manatí.
-¿No le veremos?
-Espera un poco, y verás cómo sale, compadre.
-¿Permaneceremos ocultos aquí? -Por ahora, sí -repuso Moko-. ¡Ah! ¡Helo aquí!
El Corsario Negro, y sus compañeros se inclinaron hacia adelante. Entre las hierbas acuáticas había aparecido un animal enorme, algo semejante a una foca, pero de hocico alargado, no redondo.
-¡No os mováis! -repuso el negro.
Empuñó la lanza y avanzó cautelosamente por entre las ramas de los mangles sin producir ruido.
El lamantino estaba casi sumergido; pero de cuando en cuando alzaba la cabeza como si tratase de inquirir la procedencia de algún rumor.
De improviso se vio a Moko alzarse en el extremo de los mangles.
La lanza atravesó el espacio y cayó sobre el dorso del lamantino, hundiéndose profundamente en sus carnes.
-¡A la almadía! -gritó el negro.
Los tres filibusteros se habían precipitado hacia ella, y también Yara. Moko los precedía empuñando su hacha.
El lamantino, acaso herido de muerte, se debatía furiosamente entre las plantas acuáticas, lanzando gruñidos que se atenuaban rápidamente.
Brincaba entre las cañas, rompiéndolas.
A pesar de sus desesperados esfuerzos la lanza seguía clavada: con sus bruscas sacudidas se la clavaba más y más, aumentando la pérdida de sangre.
-¡A él! ¡A él! -gritaba el Corsario con la espada en la mano.
La almadía, vigorosamente empujada por Carmaux y el hamburgués, atravesó rápidamente el canal y alcanzó al desgraciado mamífero, que se había enredado entre las raíces de los mangles.
Moko alzó su hacha. Se oyó un sordo golpe seguido de un largo gruñido.
-¡Es muerto! -gritó.
El lamantino, con la cabeza destrozada por un hachazo, había caído sobre un banco de arena, exhalando en él el último suspiro.
-¡He aquí la cena! -dijo Moko preparándose a partir en trozos la presa.
-¡Y qué cena! -exclamó Carmaux-. ¡Necesitaríamos ser más de ciento para dar cuenta de ella!
El Corsario, inclinado sobre el mamífero, le observaba con curiosidad.
Aquel habitante de los ríos y lagunas de la América Central y Meridional medía cinco metros de largo, y no era de los mayores, pues que alcanzan hasta siete u ocho metros.
Tenía el aspecto de una foca; pero su hocico era largo y algo aplastado, en vez de dedos tenía dos especies de palmetas, y la cola era muy larga. En el pecho tenía dos ubres repletas de leche.
Estos mamíferos son bastante raros; hoy día se encuentran, sin embargo, algunos en el Orinoco, en el Amazonas, cerca de las bocas de los ríos de Guinea, y rara vez en México.
Son absolutamente inofensivos, y se nutren de plantas acuáticas.
Con algunos hachazos Moko había partido la parte inferior del lamantino. Era un magnífico trozo, de unas sesenta libras de peso, más que suficiente para que se alimentaran abundantemente durante algunos días los filibusteros.
El resto quedó abandonado para pasto de los caimanes.
Vueltos al islote, los filibusteros encendieron un buen fuego y asaron un trozo de lamantino ensartada en la baqueta de un fusil. La cena fue exquisita.
Al día siguiente los filibusteros reembarcaron con la esperanza de arribar a tierra firme antes de la puesta del sol.
A mediodía, después de haber dejado atrás muchos canales e islotes, el Corsario, que estaba sentado en el tejadillo para dominar la laguna, descubrió una columna de humo que se elevaba sobre los árboles que cubrían la tierra firme.
-¡Hay gente acampada en el bosque! -dijo Carmaux, que también había visto el humo.
-Sí -repuso el Corsario.
-¿Debemos huir, o acercarnos?
-¿Tú qué opinas, Moko? -preguntó el Corsario.
-No deben de ser españoles -dijo el gigante-. Por estos contornos no hay, que yo sepa, ninguna ciudad.
-¿Y tú, Yara, qué me aconsejas?
-Acerquémonos a ese campamento, señor -repuso la jovencita-. De los indios no tenemos nada que temer, y pueden darnos preciosas indicaciones.
-Vamos, pues, a la costa –dijo el Corsario tras una breve indecisión.
La almadía había embocado un largo canal que parecía dirigirse hacia la columna de humo.
El viento era muy favorable y la almadía avanzaba con cierta velocidad.
Islas e islotes seguían extendiéndose a diestro y siniestro del canal.
En sus orillas, de cuando en cuando, se veían familias de caimanes tomando el sol.
Aquellos peligrosos saurios no se cuidaban de los viajeros.
A las dos tan sólo medio kilómetro les separaba de tierra firme.
La playa, muy baja, estaba cubierta de plantas.
La columna de humo ya no se veía; pero, a pesar de ello, el Corsario esperaba llegar al campo indio, ya que había cuidado de anotar su posición.
-¡Un último esfuerzo, amigos! -dijo a Carmaux y a sus dos compañeros, que remaban fatigosamente, porque el viento era contrario-. ¡Pronto reposaréis!
El agua disminuía poco. El fondo, cubierto de plantas, detenía frecuentemente a la almadía.
Pero al fin la última dificultad fue superada, y a las cuatro los filibusteros y Yara desembarcaban en el lindero del bosque.
-¿Vamos al campamento? -preguntó Carmaux.
-Tú preferirías descansar, ¿verdad, valiente? preguntó el Corsario.
-Mejor aún, preparar la cena, capitán -contestó riendo el filibustero-. Todavía nos queda un buen trozo de vaca marina para un asado.
-¡Vaya por la cena! -dijo el Corsario-. Más tarde nos dirigiremos al campamento.
-Compadre Saco de carbón, puedes recorrer la selva. Debe de haber árboles frutales por aquí.
-Y miel -repuso el negro, que miraba atentamente entre los árboles.
-¿Miel has dicho? ¡Vientre de ballena! ¡Has descubierto hasta colmenas!
-No; hormigueros, compadre blanco.
¿Hormigueros? -exclamó Carmaux mirando al negro con estupor-. ¿Y qué tienen qué ver las hormigas con la miel que nos prometes?
-Sígueme, compadre, y lo verás.
-¡O este hombre está loco de remate, o es el mayor pillo que hay bajo la capa del cielo! -dijo Carmaux-. ¿No tendrás intenciones de burlarte de mí?
-Cuando Moko promete, cumple.
-Sigámosle -dijo el Corsario, no menos asombrado que Carmaux.
El negro se internó en el césped, y se detuvo ante un pequeño montículo como de un metro de largo y ocho o diez centímetros de alto que se extendía al pie del tronco de una palmera.
-¿Qué es eso? -preguntó Carmaux.
-Un hormiguero -dijo el negro-. ¡Ahora salen: miradlas!
Por un agujero en forma de embudo, abierto en el centro del montículo, salían en aquel momento unas hormigas mayores que las nuestras y con el vientre bastante abultado, a modo de un grano de uva.
Moko cogió una, la aplastó entre los dedos, y acercándosela a los labios succionó con avidez.
-¡Puah! -dijo Carmaux.
-Está llena de miel -repuso Moko.
Con la navaja hendió el montículo y puso al descubierto una serie de galerías divididas por pequeños muros formados de briznas, y fango.
Excavando en la dirección de las galerías repletas de hormigas, levantó un pedazo de tierra y enseñó a los asombrados filibusteros ocho celdillas de forma ovalada, de unas cinco o seis pulgadas de diámetro por cuatro de altura. Los tales depósitos estaban llenos de una materia oscura que exhalaba un ligero olor acidulado.
-¿Qué es? -preguntó Carmaux.
-Meta el dedo el compadre blanco, y lléveselo a los labios -dijo Moko.
-¡No me fío! -repuso el marinero.
-Yo probaré -dijo el Corsario. Hundió un dedo en aquella materia y se lo llevó a la boca.
-Es miel dulcísima -dijo. -¿De verdad es miel, capitán? -preguntó Carmaux.
-Y muy rica. Tan sólo algo ácida, a causa del ácido fórmico que tienen estos animales.
-¡Quién creyera que en este país las hormigas elaboran miel como las abejas! Si me lo hubiesen contado, no lo hubiera creído nunca.
-Pruébalo, Carmaux -dijo Van Stiller-. Es verdadera miel.
-Recojámosla, y nos servirá de postre para después del asado -dijo el Corsario.
Moko cogió una hoja de palma muy larga e hizo una especie de cartucho, que llenó de miel.
-Lo menos tenemos cuatro libras -dijo.
-¡Lástima no tener bizcochos! -dijo Carmaux.
-Los sustituiremos con plátanos -dijo el negro-. Espero encontrarlos.
Vaciadas todas las celdillas, los filibusteros tornaron a su campamento.
Los pobres insectos, arrojados de su nido, huían en todas direcciones como un ejército vencido.
Probablemente, esperaban la partida de los saqueadores para volver a las galerías y reparar los destrozos causados por el negro.
Esas laboriosísimas hormigas abundan en la América Central, particularmente en México y en el Colorado.
La miel que almacenan en las celdillas se diferencia poco de las de las abejas y tienen un sabor agradable, pero sin perfume.
La materia prima la extraen de la goma azucarada de la nuez gálica, y se calcula que son necesarias más de novecientas hormigas para elaborar una libra.
Los mexicanos, y sobre todo los indios, hacen gran consumo de ella, y fabrican con la misma un licor muy alcohólico bastante agradable.