La reina de los caribes/XV
Capítulo XV: La almadía
Moko había dicho la verdad.
Además de haber perdido la ballenera, los filibusteros habían perdido los víveres encerrados en las cajas, y una buena parte de sus municiones.
Por fortuna para ellos, no se habían desprendido de los fusiles, y tenían un centenar de cargas y algunas mantas.
No obstante, su situación no era muy halagüeña.
-¡Estamos lucidos! -dijo Carmaux-. ¡Sin chalupas y sin víveres!
-Víveres podemos tenerlos -dijo Moko-. Aquí no faltarán pájaros, simios y caimanes.
-¿Querrás decir que hasta los caimanes pueden servirnos de almuerzo? -preguntó con asco Carmaux.
-Su cola no es mala, compadre blanco: la he comido más de una vez. Tiene un sabor agradable, compadre, al que es fácil acostumbrarse.
-¿Y cómo remediar lo de la chalupa? -preguntó Van Stiller.
-La madera no falta -dijo el Corsario-. ¿Acaso mis marineros no saben construir una almadía?
-¡Soy un animal, señor! -dijo el hamburgués-. ¡No había pensado en esos árboles!
-¡Pues son bien visibles! -dijo riendo Carmaux.
-Moko, ¿tienes tu hacha?
-Sí, capitán -repuso el aludido. -Ya que clarea el día, ve a derribar algunos árboles.
-Y nosotros iremos a buscar bejucos -dijo Carmaux.
-¿Y el almuerzo? -dijo el Corsario Negro. -Ya sé que no puedes trabajar con el estómago vacío.
-¡Ya lo pensaba yo, capitán!.
-Mientras Moko derriba algunos árboles, tú y Van Stiller recorreréis la isla.
-¿Habrá caza aquí?
-En su defecto, nos contentaremos con un asado de simio.
-¡Ah! -exclamó Carmaux haciendo una mueca.
-En los bosques de Gibraltar has comido cosas peores -dijo el Corsario-. Recuerdo que mirabas con deseo hasta las serpientes. Pues aquí no nadamos precisamente en abundancia. ¡Daos prisa! Entretanto, Yara prepara el fuego.
-Vamos, pues, a registrar nuestra selva -dijo Carmaux.
Mientras el africano y el Corsario recorrían la orilla a fin de elegir las plantas necesarias para la construcción de la almadía, Carmaux y el hamburgués se metieron por entre los árboles para buscar el almuerzo.
Aquel islote era mucho mayor de lo que creían y estaba muy poblado de árboles.
Después de haber prestado atención algunos minutos sin oír los gritos de los simios, Carmaux y Van Stiller, se metieron resueltamente por entre el altísimo césped y avanzaron con precaución.
El sol había ya salido, e infinidad de volátiles piaban en las más altas cimas de los árboles, y entre las plantas acuáticas se alzaban bandadas de airones que lanzaban ensordecedores aullidos. En medio de las grandes hojas de las palmeras reales y de caoba, muchos simios se divertían brincando y vociferando.
Estos cuadrumanos, dotados de una agilidad prodigiosa, eran muy abundantes en México.
-Antes que apelar a los simios, veamos si hay algún asado mejor -dijo Carmaux a Van Stiller-. Este islote no debe de estar desprovisto de caza.
-Hay bandadas de airones -repuso el hamburgués-. Nos alimentaremos con ellos.
-¡Eh! ¡Mil ballenas!
-¿Qué te ocurre Carmaux?
-He visto escapar una bestia entre la hierba.
-¿Grande?
-Como un conejo.
-¡Si fuese un conejo! ¡Ah; qué asado, Carmaux!
Los dos filibusteros, que ya preveían un apetitoso asado, se habían lanzado entre las hierbas, en las que veían moverse algo.
Un animalito que no podían distinguir bien huía ante ellos, pero sin darse mucha prisa. Llegado a un árbol viejo, le vieron meterse rápidamente por un hueco del tronco, sin dejar fuera más que una cola larga y escamosa.
-¡Ah, bribón! -exclamó Carmaux agarrándole por aquel apéndice-. ¡Ya eres nuestro!
Dio un tirón, y, con gran sorpresa suya, no logró hacer salir al animalito.
-¡Mil ballenas! -exclamó-. ¿Es posible que sea más fuerte que yo?
-Veamos de qué se trata -dijo Van Stiller acercándose al agujero y mirando.
Como el agujero era bastante ancho, vio que aquel animalito tenía el dorso cubierto con una especie de coraza formada por placas óseas, al parecer muy resistentes y de forma irregular.
-No sé con qué clase de bicho nos las habemos -dijo-; pero puedo decirte que no es muy grande y que, a juzgar por su tamaño, no debe de poder resistirte.
-¿Habré perdido la fuerza? -se preguntó Carmaux.
-Déjame que yo pruebe -dijo Van Stiller.
El hamburgués cogió con ambas manos la cola, apoyó un pie en el árbol y tiró con toda su fuerza. Fue en vano: el animalito resistía tenazmente.
-¡Truenos de Hamburgo! -exclamó-. ¡Es increíble!
Carmaux había contestado con una sonora carcajada.
-¡Tira, tira! -repuso Carmaux, presa de creciente hilaridad.
-¡Te digo que este condenado animal está atornillado al árbol!
-No, Van Stiller; ha clavado en él las uñas.
-Entonces, tú conoces esta clase de... no sé qué.
-Sí; es un tatuejo.
-¿Qué dices?
-Un armadillo.
-No sé lo que es.
-Ya lo verás -dijo Carmaux. -¿Tienes algún remedio para obligarle a salir?
-Sí.
-¿A tirones?
-No. Le arrancarías el rabo sin que se decidiera a soltarse. Tiene uñas de tal robustez, que desafían al acero.
-Entonces, será muy peligroso.
-¡Nada de eso, querido hamburgués!
-¿Es comestible?
-¡Delicioso; como un lechoncillo!
-¡Entonces, hazle salir pronto!
-La cosa es fácil. ¡Mira!
Con una mano agarró la cola del armadillo, con la otra pasó la navaja por el agujero del árbol, y le pinchó fuertemente
El animalito intentó primero replegarse sobre sí mismo, y luego abandonó su refugio y cayó al suelo.
Van Stiller, sabiendo que no era peligroso, se había inclinado y miraba con curiosidad.
Era del tamaño de un conejo grande, tenía las patas muy cortas y el dorso cubierto por una coraza de placas óseas amarillentas, muy resistentes y que le bajaban hasta los costados.
Su cabeza, muy pequeña y con un hociquito acabado en punta, estaba protegida por una especie de visera escamosa.
Sus patas, como queda dicho, eran muy cortas y estaban provistas de robustísimas y largas uñas.
Apenas en tierra, el animalito se había arrollado extendiendo las escamas, que parecían dotadas de cierta movilidad y recogiendo la cola. En tal forma se presentaba como una bola.
-¡Muy extraño! -exclamó el hamburgués-. ¡Se ha encerrado a maravillas en su coraza!
-La cual no le protegerá contra nosotros -dijo Carmaux golpeándole violentamente con la culata del fusil.
El pobre animal lanzó un grito y cayó sin vida.
-¡He aquí el asado! -exclamó Carmaux cogiéndole por la cola.
-Pero ¿qué raza de bestia es está? preguntó Van Stiller.
-Es un animal absolutamente inofensivo, de hábitos nocturnos y que no molesta a nadie -dijo Carmaux.
-¿Y de qué se mantiene? ¿Acaso de hierba?
-No: son carnívoros; y como les es muy difícil proporcionarse caza, por su poca ligereza y su escasa acometividad, viven generalmente de gusanos. Se cuenta que los armadillos, cuando encuentran muerto un animal de gran tamaño, se introducen en él y lo devoran poco a poco, dejando, no obstante, intacta la piel.
-¿Y me aseguras que son buenos de comer?
-¡Riquísimos! Amigo Stiller, continuemos la cacería.
-¿Qué más esperas encontrar? -Haremos algunas descargas contra los airones.
Convencidos de que en aquel islote no encontrarían nada, retrocedieron hacia la orilla.
En efecto: llegados a los mangles vieron revolotear en torno de aquellas plantas bandadas de gaviotas y espléndidos airones de verde plumaje.
Con dos descargas mataron buen número de ellos.
Cuando llegaron, Moko había cortado varios árboles jóvenes y algunos bejucos, que debían servir de cuerdas.
Mientras Yara se ocupaba en desplumar los airones, los filibusteros, después de haberse cerciorado de que no había caimanes en la orilla, comenzaron la construcción de la almadía.
Siendo todos ellos habilísimos, bastó una hora para construirla lo suficientemente amplia para todos.
Como medida de precaución circundaron el borde con gruesas ramas para impedir que los caimanes saltasen sobre ella, y en el centro construyeron una especie de cabaña formada por bambúes y grandes hojas de palmera.
A las ocho de la mañana, después de haber devorado el almuerzo, los filibusteros y la joven se embarcaron y remaron vigorosamente.
Pasado ya el islote, se encontraron ante una segunda laguna, cubierta de plantas palustres e interrumpida aquí y allá por bancos de arena sobre los cuales se veían no pocos caimanes.
El Corsario, que se había subido al techo de la cabaña para abarcar mayor horizonte, vio en lontananza una línea oscura y no interrumpida que parecía indicar alguna floresta.
-La tierra firme está allí -dijo-; pero nos costará mucho trabajo alcanzarla.
-¡Eh, Carmaux! -exclamó. -¡Señor! -repuso el marinero. -Lleva la almadía siempre hacia el Oeste.
-Sí, capitán, con tal que los canales nos permitan conservar esa dirección. Me parece que dan vueltas muy caprichosas.
-Es cierto, Carmaux; pero desde aquí he visto algunos que me parecen cortados por derecho.
-Haremos lo posible por llegar a ellos, capitán.
La almadía avanzaba lentamente.
El hamburgués, Moko, y hasta el Corsario empujaban con fuerza, pero casi sin provecho.
Algunos caimanes, viendo avanzar aquella masa flotante, atraídos por la curiosidad iban de cuando en cuando a rodear a los navegantes. No eran agresivos, y se alejaban a los primeros palos que el hamburgués y Moko repartían enérgicamente.
A mediodía la almadía arribaba a un nuevo canal, que, en vez de dirigirse hacia la línea oscura indicadora de la tierra firme, doblada hacia el Sur.
Entre aquellas plantas se alzaban verdaderas nubes de volátiles que huían ante la almadía.
Se veían gran número de pyrocephalus, con las plumas de la cabeza de color de fuego y las patas cortísimas; bandadas de coclarnis, parecidos a nuestros jilgueros, y selvícolas con espléndidas plumas de color de oro.
Alineados indolentemente en los bancos de arena veíanse muchos zopilotes.
Son pájaros domesticables, que se encargan de la limpieza de la ciudad devorando ansiosamente cuantas inmundicias encuentran por las calles. Dotados de una voracidad extraordinaria, lo engullen todo sin molestia.
-¡Es el verdadero paraíso de los cazadores! -dijo Carmaux-. ¡Si no tuviéramos prisa, sería cosa de hacer una buena cacería! ¿Qué te parece, amigo Stiller?
-¡Que se me hace la boca agua! -repuso el hamburgués-. ¡Mira aquella espléndida ave!
-¡Bocado de rey, amigo!
-Y ese pajarraco de aspecto guerrero, ¿qué será? ¿Lo ves, Carmaux?
¿Ése que va por el cañaveral?
-Sí. ¿Le ves? ¡Parece un guerrero alado!
-Es un kamiki -dijo Moko.
-¡No sé más que antes, querido Saco de carbón! -dijo Van Stiller.
-Presta atención, y verás qué clase de pájaro es ése. ¡Mira! Se prepara a dar batalla.
-¿A quién?
-Mira, compadre blanco, y espera.
El pájaro aludido era un bello volátil, esbelto, vivaz, armado con una especie de cuerno que se elevaba sobre su cabeza, con alas muy robustas, cubiertas de largas plumas rígidas y terminadas en espolones asaz agudos.
Aquel pájaro, un superviviente de edades más remotas, se había precipitado sobre un plantel de cañas ahuecando las plumas y lanzando un grito agudo, un grito de guerra, sin duda.
-El kamiki se prepara al asalto -dijo la joven india-. Es un pájaro valiente que no teme a ningún enemigo.
-¿A quién va a asaltar? -preguntó el Corsario.
-A una serpiente que se esconde en el cañaveral.
¿Es un serpentario ese pájaro?
-Sí, señor. Ya le veréis trabajando.
El kamiki se había precipitado de nuevo entre las cañas, batiendo las alas y echando hacia adelante su armada cabeza. Parecía decidido a levantar al adversario, que se mantenía obstinadamente oculto, sabiendo ya con qué peligroso enemigo tenía que habérselas.
De pronto, sin embargo, entre las cañas se vio desenroscarse una serpiente negra como el ébano, gruesa como el puño y con la cabeza bastante aplastada.
Era una serpiente alligator, reptil muy común en los pantanos de la América Central.
Viendo al kamiki resuelto a presentarle batalla, se había preparado con desesperado valor, intentando sorprenderle y morderle.
El pájaro ya avezado a tales luchas, se había protegido bajo sus alas, que agitaba furiosamente.
Su adversario silbaba con su lengua bífida, hacía contorsiones, se enroscaba y desenroscaba alternativamente y daba saltos prodigiosos.
-¡Por Baco! ¡Qué lucha! -exclamó Carmaux, que seguía atentamente los movimientos de los dos adversarios-. ¿Cómo acabará?
-Con el peor de los reptiles -repuso Yara.
-¿Es posible que ese volátil venza? ¿Y si le muerde?
-No; no se dejará atrapar.
El kamiki, dotado de extraordinaria agilidad, no se estaba quieto ni un momento. Saltaba, amenazando al reptil con el cuerno, y luego retrocedía vivamente escudándose con las alas, para volver a atacar.
La serpiente perdía ya la calma. A cada instante saltaba, con peligro de clavarse ella misma en las aceradas puntas que guarnecían las alas del volátil.
La lucha duraba ya algunos minutos, cuando el kamiki, juzgando a su adversario suficientemente cansado y desorientado, se lanzó resueltamente hacia adelante.
Agarrar con el robusto pico a la serpiente, aturdirla con dos aletazos y elevarla en alto, fue cuestión de un instante.
Se remontó a diez o doce metros, la dejó caer bruscamente al suelo y, volviendo de nuevo sobre ella, de un picotazo le destrozó el cráneo.
Hecho esto empezó tranquilamente a comérsela como si se hubiera tratado de una inocente anguila.
-¡Buen apetito! -gritó Carmaux.