La reina y la campesina
—Debe de estar V. muy fatigada, dijo la viuda; descanse V. un ratito.
Y dirigiéndose á sus hijas les mandó traer una silla.
Levantáronse las dos, pero Colorada anduvo más lista que su hermana, y trajo la silla.
—¿Quiere V. refrescar ó tomar un bocadito? añadió la madre.
—De mil amores, contestó la pobre vieja.
La viuda mandó á Blanca que fuese al instante á coger ciruelas de un ciruelo que la misma niña habia plantado. Blanca obedeció refunfuñando, y ofreció las ciruelas de muy mala gana.
—Y tú, Colorada, dijo la viuda, ¿nada tienes que ofrecerle á esa buena señora?
—Las uvas no están en sazon, contestó la muchacha; pero calla, que oigo cacarear mi gallina, y sin duda ha puesto un huevo.
Y sin decir mas palabra fué corriendo por el huevo; pero al tiempo de ofrecérselo á la vieja, vió en su lugar á una hermosa dama, que dijo á la madre:
—Soy el hada Dadivosa y quiero premiar á tus hijas segun sus merecimientos. La mayor será una gran reina, y la menor una labradora.
En seguida tocó con su varilla la casa, y quedó trasformada en una deliciosa granja.
—Hé aquí tu parte, dijo á Colorada. A cada una de vosotras concedo lo que ha de ser más de su agrado.
Así dijo, y desapareció.
La viuda y sus hijas entraron en la granja y quedaron encantadas de todo cuanto se les presentó á la vista. Las sillas eran de palo, pero limpias como una plata. Las camas blancas como la nieve. Encontraron en los establos veinte carneros y otras tantas ovejas, cuatro bueyes y cuatro vacas. El patio parecia el arca de Noé; allí de gallinas, de patos, de pichones, de todo cuanto Dios crió. Vieron luego un hermoso jardin cargado de flores y de frutas.
Blanca miraba sin envidia el regalo que le habia tocado á su hermana, saboreando interiormente el placer que habia de causarle el verse reina. De repente oyó grande estruendo y vocería de cazadores, y como saliese á la puerta para verlos, pareció tan linda á los ojos del rey, que se casó con ella.
Blanca, luego que se vió reina, dijo á su hermana Colorada:
—No quiero que seas labradora, ven conmigo, hermanita, y te casaré con un gran señor.
—Mil gracias, querida hermana; estoy acostumbrada á vivir en el campo, y no quiero mudar de vida.
La reina Blanca partió á la córte, y estaba tan loca de alegría, que pasó noches enteras sin pegar los ojos. Los primeros meses estaba tan ocupada en sus trajes, en saraos y teatros, que de nada más se acordaba. Pero al poco tiempo, acostumbrada ya á todo, ninguna de estas cosas podia distraerla; y tenia por el contrario grandes motivos de desazon y disgusto.
Las damas de la córte, envidiosas de ver convertida en reina á una simple campesina, no podian verla ni en pintura. Desquitábanse de los actos de respeto que estaban obligadas á tributarle, murmurando y diciendo de ella cuantas picardías podian. Las murmuraciones y chismes llegaron á oídos del rey, y en verdad, en verdad que no le hicieron buen estómago. Empezó desde entónces á mirar con malos ojos á la reina; porque su majestad era por otra parte algun tanto veleidoso y casquivano. No bien se apercibieron los cortesanos de que el amor del rey á la reina se habia enfriado, empezaron á descararse con ella y á faltarle al respeto. La pobre Blanca no tardó mucho en sentir todo el rigor de su mala estrella. Conoció que en la córte era moneda corriente vender á los amigos por el interés, poner cara de pascua á los enemigos, y mentir á trochemoche.
Tenia que estar siempre muy séria y muy estirada, porque, segun decian, convenia á la majestad real un continente grave y severo.
Tuvo hijos, y en todo el tiempo que estaba en cinta, nunca se apartaba de su lado un médico encargado de examinar la comida, y que precisamente le vedaba comer de todo lo que más le apetecia.
Dábanle el caldo sin sal, y no le permitian pasear cuando más ganas tenia de paseo; en una palabra, desde que se levantaba hasta que se acostaba se veia contrariada da en todos sus gustos. Dieron á sus hijos ayos que los educaran, y á pesar de conocer que les educaban mal, no tenia mas remedio que aguantarse y callar. La pobre Blanca, consumida de pena, se quedó tan delgada y macilenta, que á todo el mundo daba lástima.
En los tres años que llevaba de reina no habia tenido el gusto de ver á su hermana; pero al sentirse presa de la más negra melancolía, determinó pasar una temporada en el campo para distraerse.
Pidió permiso al rey, que por cierto no hizo un gran sacrificio en otorgárselo, pues le venía de perlas el librarse por algun tiempo de la pejiguera de la mujer.
A la caida de la tarde llegó Blanca á la granja de Colorada, y vió desde léjos un enjambre de pastores y pastoras que delante la puerta se estaban solazando y bailaban con mucha bulla y algazara.
—¡Ay! exclamó la reina, despidiendo un suspiro. ¿Dónde habeis ido, oh tiempos felices, en que yo me alegraba y divertia como esas pobres gentes?
Semejante reflexion no tenia vuelta de hoja.
Desde el momento que vió Colorada á su hermana, precipitóse corriendo á sus brazos. Resplandecia en su rostro tan dulce satisfaccion y tan dichosa calma, que Blanca no pudo ménos de llorar amargamente al considerar su propia suerte. Vió á su hermana rodeada de hermosos hijos, pues se habia casado, de criados que la idolatraban y bendecian, de amigos fieles y sencillos; al paso que ella en la córte estaba cercada de envidiosos y traidores.
—¡Ay de mí! exclamó la reina. ¡Lindo regalo me hizo á fe mia la buena de la Hada con otorgarme una corona! ¡Cuán cierto es que no en magníficos palacios, sino en las inocentes ocupaciones de la vida campestre tiene su asiento y morada la alegria!
Apénas habia pronunciado estas palabras, se apareció la Hada, y le dijo:
—Si te concedí una corona, no lo hice en verdad para darte un premio, sino para imponerte el castigo que merecias por haberme ofrecido las ciruelas con tan mala voluntad. Para ser dichosa, buen ejemplo es tu hermana, es preciso contentarse con lo necesario y no desear lo supérfluo.
—¡Ah, señora! exclamó Blanca; bastante os habeis vengado; poued fin á mi desgracia.
—Enhorabuena, respondió la Hada: el rey, que maldito lo que se acuerda de tí, acaba de entrgear la mano de esposo á otra mujer, y mañana vendrán á decirte de su parte que no te atrevas á parecer jamás por palacio.
Y el vaticinio del Hada tuvo cumplido efecto. Blanca pasó el resto de su vida en compañía de su hermana Colorada rodeada de felicidad y de alegría; y nunca más se acordó de la córte, sino para dar gracias á el Hada por haberle permitido volver á su pobre aldea.