La religión del porvenir/1
I. Evolución o innovación
Quizá no haya existido época más irreligiosa que la nuestra, y no obstante, difícilmente se hallará otra a la cual hayan agitado más las cuestiones religiosas. Acabamos de salir de un período en que la indiferencia se aliaba a una adhesión rutinaria a la costumbre, en que el terror religioso no quería percibir incompatibilidad entre las formas religiosas tradicionales y el espíritu de los tiempos modernos. Nuestros padres eran en realidad bastante conservadores para ver en la práctica del culto una cosa conveniente, y suficiente ilustrados para reírse del que les hubiese dicho que llegaría un día en que las cuestiones religiosas recobrasen su imperio sobre el pueblo, le inflamasen y le extraviasen todavía; mas en esta conducta de dos caras, no veían ninguna contradicción.
Al mismo tiempo la crítica teológica, histórica y filosófica proseguía su obra sin darse punto de reposo (basta tener presente a Schopenhauer, Strauss y Feuerbach), y el espíritu moderno se desenvolvía con un vuelo que casi pudiéramos decir arrebatado; estas dos potencias coaligadas arraigaban cada vez más la convicción de que en los puntos más esenciales, las formas religiosas de la tradición se compadecían muy mal con la idea que nosotros nos formamos del conjunto de las cosas. Por otra parte, dos hechos demostraban el error que había cometido el indiferentismo ilustrado al imaginar, ora que la religión ha perdido su poder sobre el pueblo, ora que éste puede vivir sin ella. Por un lado la Iglesia católica se levantaba con una vitalidad que inspiraba temor y espanto, demostrando la fuerza que aún tiene para fanatizar a las masas cuando persigue este objeto con energía y constancia; por el otro y como diametral oposición a esto, la vergonzosa brutalidad alardeada por la democracia social al saludar con júbilo los horrores de la commune parisien, señalaba hasta qué punto de depravación desciende el pueblo cuando ha perdido con la religión, la sola forma bajo la que le puede ser accesible el idealismo.
Después de tan vivas demostraciones, es imposible para el que aspire dar al pueblo una cultura más elevada, dejar de comprender que la religión le es indispensable como principal resorte educador para desarrollar en él el sentido de lo ideal, que, si el progreso pretende abandonar este factor, no hace más que favorecer tendencias hostiles a la civilización, y que, en fin, a pesar de esto, las confesiones tradicionales de la religión no pueden servir de sostén a una era de desenvolvimiento intelectual, con la cual sus principios fundamentales la colocan en abierta contradicción.
En situación semejante, el problema religioso no puede menos de imponerse, y se explican perfectamente los esfuerzos que por todas partes se hacen para producir una religión que, armonizándose con el espíritu moderno y los fines de nuestra civilización, esté a la altura de su misión, que no es otra que la de procurar la educación ideal del pueblo. Es muy natural que estos esfuerzos se dirijan a las religiones tradicionales, ya porque el comenzarlo todo nuevamente parezca empresa temeraria o imposible, ya porque la continuidad histórica se haya impuesto a la conciencia moderna como un bien inapreciable, imposible de reemplazar, y para conseguir el cual ninguna concesión admisible debe parecer excesiva.
Sin embargo, por muy dignos que sean de nuestra estimación particular los hombres que consagran su vida a una obra de interés tan capital, cabe bien el preguntarse seriamente si el sostenimiento de la continuidad en un sentido estricto es posible todavía en nuestra situación histórica, o si, después de todo, es uno de esos momentos de la historia en que una gran idea ha recorrido todas las fases de su evolución y se ve irrevocablemente condenada a dejar la escena para ser reemplazada por otras ideas madres, no sin que deje de trasmitir a la fase de la nueva evolución algunos de sus elementos más importantes y de formar engranaje en las otras para la nueva vida que comienza a apuntar. Si se adoptase el segundo término de esta alternativa, la continuidad histórica, en su sentido amplio, se salvaría, aún cuando se verificase la ruptura con los principios directores del período anterior y la admisión de gérmenes fecundos importados de lejos.
No obstante, como todas las reformas, como todas las nuevas fases de una evolución en el interior de un mismo ciclo, proceden más o menos de la introducción de nuevos gérmenes de ideas, y por otra parte también, al terminar un antiguo ciclo y al comenzar uno nuevo, las nuevas ideas fecundantes no caen del cielo sino que se remontan a la evolución de la cultura anterior, se ve que en definitiva los dos casos no difieren más que en el grado, esto es, que su diferencia descansa esencialmente en la medida de la importancia relativa que pretenden por un lado los elementos conservados de la evolución anterior, y por otro los nuevamente importados. Que bajo este punto de vista se compare el nacimiento del Budhismo en el seno del Brahamanismo con la aparición del Cristianismo dentro del Judaísmo, y se comprenderá mi pensamiento.
Sería un error el creer, sin embargo, que la diferencia de grado o cuantitativa nada tiene que ver con la diferencia cualitativa. No acontece esto en la naturaleza; las diferencias de grado cuando traspasan cierta medida aparecen como diferencias cualitativas (considérese por ejemplo la diferencia entre el alma de la bestia y el alma humana) y llegan a producir, según las circunstancias, un cambio brusco de cualidad (recuérdese la modificación del estado de cohesión que acompaña al ascenso o descenso de la temperatura). Así es que la introducción de nuevos gérmenes de ideas y la expulsión de los antiguos principios llevados hasta cierto punto, dejan a salvo la continuidad histórica en su sentido estricto, mientras que, traspasando ciertos límites, se observa claramente la ruptura con el estado anterior y el advenimiento de una nueva dirección.
Apliquemos estas consideraciones a la marcha que sigue la evolución de la idea cristiana, y he aquí la cuestión que se presenta: ¿se ha hecho sentir la necesidad de debilitar tanto la tradición, que lo que resta no sea capaz de producir el entusiasmo religioso? Después, estas supresiones que han llegado a ser indispensables, ¿no constituyen verdaderas piedras fundamentales de la fe cristiana y no han quitado deseo de habitar un edificio privado de sus cimientos, en tanto que no hayan sido reemplazadas por nuevas piedras las que se lo han arrancado? Las reflexiones que hemos expuesto sobre la necesidad general de una religión y la imposibilidad de conservar una, hostil al desenvolvimiento de la cultura moderna, pueden sumir a muchos espíritus sinceramente deseosos del bien de la humanidad en tales angustias, que sin dejar de hallarse convencidos de que los pilares arrancados son irreemplazables, se mezan en la dulce ilusión de que una casa de tal modo probada, conserva todavía bastante solidez para invitar a los pasajeros a entrar en ella. Como ya hemos dicho, tal ilusión nada debilitará nuestro respeto personal hacia las dignas aspiraciones de estas personas, mas la probidad científica obliga a aquel, cuya inteligencia no sufre la acción perturbadora de la voluntad, le obliga, decimos, a preservarse de semejante ilusión y a reconocer con franqueza las condiciones insostenibles del edificio religioso falseado y derruido en todas sus partes por el espíritu crítico de nuestra época, abrigando la esperanza de que la insuficiencia, una vez afirmada, y la miseria cruel que esto producirá, llegarán a ser el estimulante más enérgico de la investigación y descubrimiento de nuevas ideas religiosas que vengan a sustituir con ventaja a las que ya están gastadas.
Cuando un negociante rico se declara en quiebra, hará muy mal en abusar de aquello que ha podido salvar del fracaso; pero, ¿cuál será el mejor partido que podrá sacar de su lamentable posición? Aceptarla cual es en realidad, y desplegar para levantarse pronto la mayor actividad posible. Del mismo modo urge, en nuestro sentir, que examinemos de más cerca nuestro gran libro para que sepamos cómo nos hallamos en punto a creencias religiosas y hacernos cargo de la relación que existe: por una parte, entre nuestro haber actual y la opulencia de otros tiempos, y por otra, entre este haber y las necesidades religiosas que piden ser satisfechas.
A fin de prevenir todo error, hago constar expresamente que no es mi intención el entrar aquí en polémica con los dogmas fundamentales del cristianismo positivo. Me dirijo tan sólo a los lectores que ya tienen detrás la crítica de estos dogmas, para celebrar consejo con ellos e indagar si el protestantismo liberal es capaz, como él lo afirma, de indemnizarnos de nuestras pérdidas, o en qué dirección hemos de buscar el equivalente de los bienes extinguidos.