La religión del porvenir/2

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La religión del porvenir (1877)
de Karl Robert Eduard von Hartmann
traducción de Armando Palacio Valdés
II. Misión histórica del protestantismo

II. Misión histórica del protestantismo


El que no quiera detenerse en la superficie y sí penetrar en la esencia íntima del protestantismo liberal, debe ante todo persuadirse de una cosa, y es que esta tendencia no es una simple fantasía individual que ha tenido la suerte de encontrar algunos adeptos, sino la consecuencia necesaria del principio protestante que halló franca salida en la Reforma, como la infalibilidad papal representa el término más extremado de las pretensiones contenidas en germen en el principio católico.

El catolicismo declara indispensable la unidad de fe en todos los artículos esenciales; pero ¿qué artículos son los esenciales y cuáles los que no lo son? Esto es lo que se reserva determinar en su calidad de Iglesia, sin que en ningún caso abandone esta elección al criterio individual, lo cual no haría más que abrir la puerta a todas las divergencias de opinión en lo que a la fe se refiere. Para él, como para la Iglesia evangélica, los libros canónicos infalibles son el fundamento de la fe; pero como el sentido que se asigna a estos escritos puede dar lugar a controversia, es necesario, si se aspira a que la unidad de fe sea una verdad, que un supremo tribunal fije la interpretación de los textos. Si este tribunal no tuviera por guía más que la recta razón humana, sería una exigencia infundada el pedir el «sacrificio de la inteligencia», pero la Iglesia católica estima, y en esto razona muy bien, que el Espíritu Santo no debe intervenir menos en la inspiración de los intérpretes supremos de los escritos canónicos que en la de los mismos autores, y que una Iglesia desamparada por el Espíritu Santo, que no hubiera poseído confesores inspirados más que una sola vez hace más de mil años, causaría verdaderamente lástima. Admitida la inspiración del tribunal supremo, no sólo es superfluo e indiscreto esperar del Espíritu Santo la inspiración de todo un Concilio con preferencia a un individuo, sino que aún se encuentra dificultad en explicar por qué esta gracia abandona a la minoría del Concilio; así que, es completamente lógica la idea de que en cada momento, el jefe de la Iglesia es el tribunal supremo de interpretación, porque, ¿qué medio mejor de asegurar la unidad de la fe que hacer que todas las decisiones concernientes a la fe procedan de una sola cabeza? Siendo el Papa sucesor de San Pedro, no hay razón para que sus bulas no sean inspiradas e infalibles como lo son las Epístolas de San Pedro, por más que éste sólo fuera un pescador ignorante. La infalibilidad papal, es, pues, el coronamiento, largo tiempo esperado, de la unidad de fe en el catolicismo, y todas las declaraciones con las que se ha creído conjurar este dogma o combatirlo, no tienen ningún sentido en boca del que reconoce al Papa como sucesor de San Pedro, y a éste como autor de epístolas inspiradas e infalibles.

Por el contrario, el hombre que niega la infalibilidad de la Iglesia y la posibilidad de una inspiración divina e infalible, que rehusa ofrecer el sacrificio de su inteligencia, esto es, subordinar a las decisiones doctrinales de la Iglesia una convicción personal que ha comprobado en el crisol de la reflexión y que se le impone por la fuerza de la evidencia, que protesta, en una palabra, contra la autoridad absoluta de la Iglesia en materia de dogma, y se reserva el derecho de la libre investigación y la libertad de su conciencia religiosa; este hombre, decimos, difícilmente podrá creer en la inspiración y en la infalibilidad de los escritores canónicos. De toda suerte, es colocarse en una posición extravagante en la cuestión referente a la posibilidad del milagro el distinguir de tiempos y negar el milagro actual, afirmando el que aconteció hace 1.800 años.

Los reformadores no comprendieron que su fe en la infalibilidad de los escritos canónicos, en la que habían sido amamantados, no tenía otro apoyo ni otra garantía que la creencia en la infalibilidad de la Iglesia y de la tradición eclesiástica. Como la fe en la infalibilidad de la Escritura había penetrado, por decirlo así, en su carne y en su sangre, no sospecharon siquiera que con su protesta contra la infalibilidad de la Iglesia y de la tradición minaban el suelo que soportaba la fe en la otra infalibilidad, que atacaban el sólido edificio de la jerarquía, cuya ruina, después de arrancar esta piedra, ya no podía ser más que cuestión de tiempo. Por una parte, habían grabado sobre su escudo el principio protestante de la libre investigación y de la libertad de conciencia; por otra, pretendían oponerse a la desorganización del dogma que sus manos habían comenzado, y prohibir al río de las negaciones el que tocase a ciertas riberas, promulgando, bajo el nombre de formularios, decisiones doctrinales dictadas a su capricho, mostrando gran respeto a los dogmas que por medio de su ingenio habían salvado y entregándose a la ilusión de creer que los hombres permanecerían en el recinto trazado por sus determinaciones arbitrarias, que persistieron en tomar por barreras infranqueables, aún después de haber visto derrocada la autoridad infalible de la Iglesia, esa autoridad que se fundaba en una inspiración actual e incesante (1).

Lutero no podía meditar sobre su vida sin que le asaltase cierta inquietud con respecto a la reforma que había inaugurado. Conservamos un testimonio de esto en una declaración que hizo en sus últimos días. «Cosa extraña es, dice, y verdaderamente triste, que después que la pura doctrina del Evangelio ha reaparecido a la luz del día, el mundo no ha cesado de reinar. Todos toman la libertad cristiana en el sentido que les dicta su malicia carnal. Si yo fuera responsable de esto ante mi conciencia, aconsejaría y coadyuvaría para que el Papa, con todas sus abominaciones, volviese a ser nuestro amo, porque el mundo no puede ser gobernado más que por leyes severas y por la superstición.» (2)

El principio cristiano se ha agotado en la Iglesia primitiva y en la Edad Media. Ser cristiano en aquellos tiempos, era oponer al siglo la vida futura; colocar el centro de gravedad de las almas fuera de las cosas visibles; aborrecer, en fin, al mundo como una máquina del diablo que tiene por objeto precipitar las almas en la perdición eterna, seduciéndolas con el atractivo de efímeros placeres. Mas convirtiéndose en iglesia nacional, y por lo tanto en poder secular, el cristianismo había comenzado a alterarse. El fenómeno que había ofrecido primero al budhismo se reprodujo entonces y se presentó al lado del cristianismo esotérico, un cristianismo secular exotérico que venía a representar un grado de santidad inferior. A medida que gana en extensión y preponderancia el cristianismo esotérico [sic por exotérico], el esotérico se refugia en el asilo de las órdenes y de los claustros para conservarse puro de toda mancha mundana. Pero al declinar la Edad Media pudo verse la decadencia de las órdenes y monasterios; los múltiples esfuerzos que se hicieron para resucitar el cristianismo esotérico (Hun [sic por Huss], Savonarola), fracasaron ante el alejamiento, cada vez mayor, de la idea cristiana que la época ofrecía, hasta que al fin la Reforma, con la abolición de las órdenes religiosas, echó al suelo el templo vacío que por largo tiempo diera abrigo al cristianismo esotérico, y se atuvo al cristianismo secular esotérico [sic por exotérico], que aún secularizó más.

Aunque por su alianza con el renacimiento del antiguo paganismo, el principio protestante haya dado un impulso enérgico a la secularización de la Edad Media cristiana atacada ya por su base, no se emplearía una expresión muy exacta llamándole el matador del cristianismo. En realidad no ha sido más que el sepulturero. El protestantismo desgarró un organismo privado de vida, y el esfuerzo que hizo el catolicismo para volver a su trono y luchar contra el adversario, tan de súbito robustecido, no fue más que la galvanización de un cadáver. De hecho, desde la Reforma, el catolicismo no tiene más que una apariencia de vida; los pueblos católicos habrían muerto para la vida del espíritu si no hubiesen brotado en medio de ellos corrientes anticatólicas y anti-cristianas. El progreso de la cultura moderna es, bajo el punto de vista espiritual, la obra exclusiva del protestantismo y de las tendencias que en el seno de los pueblos católicos, de una manera más o menos consciente, sacan partido de las conquistas del protestantismo. Los pueblos católicos serían un caput mortuum en la historia, casi como los fieles thibetanos del Dalailama, si su situación geográfica fuera otra; pero la multiplicidad de los puntos de contacto con los pueblos protestantes pone a éstos y a su desenvolvimiento constantemente en peligro y les obliga, por consecuencia, a emplear todos los recursos de su actividad.

Cuando después de varios siglos de opresión, de tormentos y de verdugos se abrió paso el principio protestante, halló la idea cristiana, en el sentido verdadero de la palabra, convertida en un cadáver; mas en tanto que el catolicismo trataba de momificar estos despojos para que se conservasen las apariencias de la vida, la misión histórica que le cupo en suerte al protestantismo fue el hacer la autopsia del cadáver, consignar de un modo oficial que la vida había cesado después de hacerle solemnes exequias, a fin de cerrar definitivamente el cielo de evolución de la idea cristiana. Su obra dogmática no fue otra cosa que una negación, una destrucción, una demolición. Si acentuó y desarrolló ciertos dogmas, es porque quería compensar las sustracciones que verificaba, y estas compensaciones bien pronto desaparecieron por el trabajo de disolución que se llevaba a cabo bajo la acción de la crítica, porque en una materia como esta dos o tres siglos no son un período muy largo.

Si en lo que se refiere a la teoría el principio protestante del libre examen, dirigido por la razón, se manifiesta así puramente destructor, en el dominio práctico, ofrece por el contrario, una eficacia positiva: sólo que esta eficacia positiva no es cristiana. Estudiemos esto. ¿Cuál es en moral el principio del cristianismo, principio que no admite ninguna transacción? El principio de la obediencia a la voluntad divina expresada en la Sagrada Escritura; lo demás es accesorio, como, por ejemplo, la cuestión de saber qué móviles psicológicos (la esperanza de la recompensa y el temor al castigo, el amor, la acción misteriosa de la gracia o cualquiera otra cosa) son los que intervienen para procurar la observancia del mandamiento heterónomo, emanado de la divina autoridad. En el catolicismo, la Iglesia interponía su mediación entre Dios y el hombre, y por conducto del Papa o del confesor daba la solución divina de los problemas morales; el principio protestante suprime el intermediario, y coloca frente a frente al hombre y a Dios, manifestando su voluntad en las Sagradas Escrituras. De este modo la dogmática evangélica no abriga la intención de romper con el principio de la heteronomía, y no es con respeto a Dios, sino con respeto a los intermediarios sin misión, por lo que reivindica la libertad de conciencia. Mas el resultado realmente es muy distinto, porque el protestante ya no puede estar seguro directamente de la voluntad divina, sino que se ve precisado a acudir a las Escrituras, y dentro de estas a la luz de su conciencia autónoma, distinguir entre las declaraciones que expresan genuinamente la voluntad divina y las que no tienen la importancia de una revelación. Esto es decir, que, de hecho, la conciencia del protestante queda erigida en tribunal supremo y único sobre las cuestiones morales, que a la heteronomía ha sucedido la autonomía. Si se abandona o no de este modo el terreno cristiano, no es cosa que ofrezca dificultad; pero al prevenir la transición de la heteronomía, de la sumisión a la ley, significada y personificada exteriormente por el confesor a la autonomía de la conciencia moral de la persona, el protestantismo es para el pueblo el más grande de los bienhechores; cumple una especie de función propedéutica haciendo que suceda al estado de servidumbre bajo la ley, la situación en que el individuo regula su vida en conformidad con sus propias inspiraciones; en una palabra, es el educador que prepara al pueblo para el uso ordenado de la libertad. Los pueblos a quienes ha faltado esta enseñanza, cuando llega la hora de la emancipación son presa de un radicalismo que ignora todo deber y no reconoce más que derechos. El protestantismo, pues, al mostrarse subversivo con respecto a lo que es específicamente cristiano (la obligación de hacer la voluntad de Dios) en la esfera práctica, como lo es en la esfera teórica, suscita a la vez una cosa nueva y positiva, y esta novedad tiene más valor que lo que destruye; desgraciadamente no se le pueden prodigar los mismos elogios por sus trabajos sobre el terreno teórico, en el cual su talento termina en la pura negación.

Apenas es necesario añadir que el protestantismo realizó la obra de que hablamos de un modo completamente inconsciente, y que en cada una de sus fases imagina poseer intacto todavía el cristianismo específico, verdadero y depurado. Esto se concibe muy bien: para poder darse cuenta del término de esta evolución, es indispensable no estar envuelto en ella y seguir con ojos despreocupados el curso de la historia en sus diversas fases. Mas, que el último grado alcanzado hasta el día, el protestantismo liberal moderno, sea por una parte la consecuencia legítima del principio protestante, y que, por otra, haya llegado con su trabajo de zapa hasta un punto en el cual lo que él llama cristianismo no puede ocultar su vacío interior y su indigencia religiosa, es un hecho sobre el que han cesado muchos de hacerse ilusiones, y que no puede menos de ser reconocido por todos con el tiempo: ahora bien, concedidos estos dos puntos, la misión histórica del protestantismo está demostrada ipso facto.

Una aparición histórica de la importancia de la idea cristiana, aunque muerta anteriormente, no desaparece de un día para otro de la escena de la historia; la desaparición debe efectuarse por partes, y a consecuencia de una disolución gradual. Una oposición tan radical como la que existe entre la edad media cristiana y la cultura moderna, no se presenta como un salto brusco, sino más bien como una transición insensible de momentos sucesivos en la que los elementos constitutivos que luchan se mezclan en proporciones distintas, fenómeno que recuerda aquel otro con que de dos cuadros pintados sobre el mismo lienzo, el uno se destaca siempre con mayor pureza, mientras el otro se disipa cada vez más. El protestantismo no es más que la estación de descanso en la travesía del cristianismo auténtico, muerto decididamente para las ideas modernas, que son el fruto de la civilización, y que sobre los puntos más capitales se hallan en completo desacuerdo con las ideas cristianas; es un tejido de contradicciones desde su nacimiento a su muerte, porque en cada fase de su vida se tortura por conciliar lo inconciliable. El catolicismo que aún hoy, después de un prolongado letargo, se acuerda de lo que constituye su íntima creencia, y con el mérito del valor y de la consecuencia declara en el Syllabus y la Encíclica una guerra de exterminio a todo lo que constituye a nuestros ojos las más bellas conquistas del espíritu; el catolicismo ha visto con claridad la posición insostenible y las mortales contradicciones del protestantismo: en los círculos católicos se enseñaba que el principio protestante debía terminar forzosamente con la disolución del protestantismo, y se esperaba sin impaciencia, pero con cierta satisfacción maligna, el acontecimiento inevitable. Hay más seguramente que una fortuita coincidencia en que el catolicismo haga sus últimos esfuerzos por el afianzamiento y la concentración de su poder, en el momento mismo en que el protestantismo se halla ocupado en sacar las últimas consecuencias de su principio y en la tarea de desnaturalizar el cristianismo ha llegado al último extremo, mientras que por el hecho mismo de su contradicción, cada vez más patente en el principio protestante, las tendencias conservadoras del protestantismo se esfuerzan en perder el poco crédito que les queda (3).

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(1) Véase T. A. Muller. «Cartas sobre la religión cristiana.» Stutsgent, 1870. Primera carta. «El espíritu de la reforma.»

(2) «Es istein Wunder und sehr aegeriich Ding, dass, nachdem die reine Lehre des Evangeliums wieder an den Tag gekommen ist, die welt nur inamer aerger geworden ist. Jedermann zieht die choisfliche Freiheit auf fleischlichen Muthwillen. Wenn ich es vor meinem Gewissen Könnte verantworten, so würde ich lieber dasn rothien und helfen, dass dev Papst mit allen seinen Groneln wieder über uns Kommen möchte, denn so will die Welt regiert sein: mit strengen Gesetzen un mit Rechten und mit Aberglauben.»

(3) Véase sobre esta materia a Paul de Lagarde, doctor en teología y profesor ordinario en Gottinga. (Sobre las relaciones del estado alemán con la teología, la iglesia y la religión.) Gottinga, Dieterich, 1873, en particular lib. 23 y 41.