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La religión del porvenir/3

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La religión del porvenir (1877)
de Karl Robert Eduard von Hartmann
traducción de Armando Palacio Valdés
III. El cristianismo y la civilización moderna

III. El cristianismo y la civilización moderna


Ninguna religión muestra, como tal, amor a la ciencia, y el cristianismo no es solamente hostil a la ciencia, sino a toda cultura. La religión brota del sentimiento; cuando no le es posible pasar sin ideas que la den alguna consistencia, echa mano de las menos abstractas, las menos teóricas, las menos complejas posibles; la idea con la que se aspire a conmover fuertemente el sentimiento religioso debe ser intuitiva, figurada, fantástica, confusa. Así que, allí donde nada comprime todavía la llama del sentimiento religioso, la ciencia se encuentra envilecida, porque hace la luz sobre aquello adonde no pueden llegar las representaciones de la imaginación. En tanto que la religión viva dentro de la historia, se verá expuesta a ser destruida por la ciencia, porque en todos los desarrollos religiosos la fantasía es la que ha prestado sus alas a estos movimientos, sin que la ciencia haya intervenido en ellos para nada: la crítica histórica científica no puede abstenerse de señalar el carácter vacilante y la incoherencia de las bases históricas que la religión ha considerado sólidas. Mientras el círculo de las ideas religiosas pretenda invadir el dominio de la metafísica y de la filosofía y viva estrechamente unida a la fantasía, como la crítica ha dejado que se establezca esta confusión entre la imagen y la idea, a la ciencia corresponde el mostrar la incompatibilidad de los elementos contradictorios.

Por todos estos motivos, el sentimiento religioso auténtico y verdadero, como ve en la religión la sola cosa importante de la vida y juzga todo lo demás indiferente, veda con todas sus fuerzas a la ciencia la entrada en los dominios que ha hecho suyos, porque constituiría un ataque y un peligro. Prescinde por completo de la crítica histórica de los hechos sobre los cuales descansa su fe; le repugna escuchar la crítica filosófica de sus conceptos metafísicos; no puede permitir que se extinga el fervor de la vida interna al soplo glacial de la abstracción, sino que se encierra en sí mismo como lo único que es importante y esencial, y modela los elementos intelectuales en relación con sus necesidades, no atendiendo a consideraciones racionales como hace la ciencia. Mientras es la religión un sentimiento seguro de sí mismo y no la turba ningún escrúpulo científico, puede aceptar cómodamente lo que hay de más monstruoso en materia de contradicciones: «certum quia imponibile,» como dice Tertuliano; pero en el instante en que concede algún acceso a la ciencia, se ve obligada a resolver las contradicciones por medio de sofismas, lo cual tarde o temprano produce quebrantos.

Si a despecho de la aversión profunda que existe entre la religión y la ciencia, la primera no ha dejado de celebrar consorcio con la segunda; si hasta ha engendrado una hija que es la teología, esta unión para la parte femenina, o sea para la religión es forzada y violenta, un lazo al que no puede escapar, y una vez convencida de su inexorable necesidad, ha tratado de sacar el mayor provecho posible, haciendo de su marido (la ciencia) su abogado y su procurador contra los enemigos de fuera. Lo que presta a la ciencia una ventaja sobre la religión es que no todos los hombres son religiosos, que la ciencia existe, quiéralo o no la religión, y que amenaza el sentimiento religioso con mayores peligros todavía, si este no se resuelve a tomar de ella algunas armas para rechazar sus asaltos. La sola aparición de una polémica científica anti-religiosa obliga a la religión a tomar a la ciencia a su servicio bajo el nombre de apologética.

No se tarda mucho en percibir que el arma tiene dos filos, porque la ciencia, introducida en la religión como teología, comienza a perseguir sus propios fines (científicos) con sus propios medios científicos, sin pensar en que, lejos de trabajar de este modo por los intereses de la religión, los pone en grave peligro. No hay duda que en un principio la teología es sincera al afirmar la convergencia de las vías por donde marchan la teología y la religión; pero al fin de ciertos períodos teológicos, la antítesis se manifiesta claramente, y entonces se hacen grandes esfuerzos por tapar el agujero, lo cual se logra por algún tiempo, debido a una relajación del sentimiento religioso, o gracias al perfeccionamiento de la sofística teológica; mas al espirar este período, torna a pronunciarse con mayor claridad el antagonismo. La teología católica, desde Santo Tomás de Aquino próximamente, es una especie de lengua muerta, un cadáver embalsamado con esmero, lo mismo que la religión a quien sirve. Comparada con lo que antes era, la teología protestante ha progresado mucho; pero cuanto más rápidos han sido estos progresos, con mayor rapidez se han sucedido esas crisis en que el sentimiento religioso tiembla aterrado ante su propia teología. En el punto a que hoy hemos llegado, los escritos apologéticos más acabados de la ortodoxia no pueden menos de excitar un sentimiento de repugnancia en el lector ilustrado, que se encuentra en presencia de un grado de desarrollo adaptado a la profesión, unido al aplomo del ignorante o del ilustrado a medias que trata de cubrirse con la máscara del sabio, cuando es bien sabido que las orejas del asno son demasiado largas para la piel del león; y por otra parte, los trabajos de especulación y de crítica de los teólogos liberales no producen otro efecto que el de admirar el trabajo y el talento empleados en la tarea de despojar de todo su contenido esencial a los dogmas corrientes, prestándoles, sin embargo, un sentido que, comparado con la letra que se respeta y se conserva todavía, causa verdadera maravilla.

Consiste esto en que el valor estable y científico de la teología protestante vive dentro de la crítica y de la negación. Entre todas las publicaciones teológicas de treinta o cuarenta años a esta parte, ¿cuáles son las que por su valor científico sobresalen un poco? Aquellas que destruyen, con el arma de la critica, los supuestos históricos o metafísicos del dogma. Todos los ensayos de conservación, de restitución o de conciliación, por mucho talento que se les consagre, prueban por la efímera atención que se les presta, que la obra de destrucción del sistema dogmático cristiano, emprendida por el protestantismo, avanza con decisión hacia su término.

Sí la religión en general abriga con respecto a la ciencia antipatía y temor, el cristianismo en particular es el adversario declarado de toda civilización que tenga por objeto aprovechar los recursos de la vida terrestre y hacer que el espíritu descienda hasta las condiciones de esta vida. El cristianismo tiene del mundo una noción absolutamente trascendente; el alma que está saturada de él elige domicilio en otra parte, y los negocios de ultra-tumba la absorben tan por completo, que permanece indiferente a los del siglo. Este aserto no puede parecer paradójico sino a aquel a quien han falseado desde la infancia sistemáticamente la inteligencia de los documentos universalmente conocidos, de suerte que no puede leerlos más que con parcialidad y prevención. El protestantismo, que constituye el consorcio manifiesto de los derechos del mundo invisible con los derechos que arrancan de la tierra, o, en otros términos, un orden híbrido que participa a un mismo tiempo de la Edad Media cristiana y del Renacimiento pagano, se ha secularizado y despojado en tal forma del cristianismo, que andamos cerca de no creer en nuestros propios ojos cuando se nos muestra la verdadera forma del cristianismo (desde el Nuevo Testamento hasta Tomás de Aquino) sin la interposición de cristales protestantes. El siglo se ha identificado de tal suerte con el aire que respiramos, que hemos perdido el sentido de esta frase: ser religioso, ser cristiano.

Pongamos un ejemplo. Nosotros nos maravillamos de que la adhesión a la Iglesia que representa la religión signifique el extrañamiento de la patria terrestre, y no pensamos en la que tal sorpresa tiene de irreligioso bajo el sentido cristiano. ¿Cómo puede un cristiano comparar siquiera los intereses patrióticos y políticos que rigen el corto período de su peregrinación terrestre, y los intereses que guardan relación con la salud eterna de su alma? La opinión corriente de que el patriotismo es antes que la religiosidad, y que las leyes del Estado deben prevalecer sobre las de la Iglesia, es la prueba más clara de que la apreciación cristiana de los dos mundos se alteró profundamente en nuestra alma, de que la preocupación de los éxitos mundanos y de las condiciones necesarias para obtenerlos ocupan más lugar en nuestro pensamiento que la consecución de la bienandanza eterna; y esta situación de espíritu supone a su vez la pérdida de la fe en las promesas y en las amenazas hechas por el cristianismo al alma inmortal, y cuyo cumplimiento se extiende por toda una eternidad después de separada del cuerpo, y también la pérdida de la fe en los medios de gracia dispensados por la Iglesia. Admitamos que no hemos roto enteramente con la Iglesia o la religión; no se nos podrá negar, sin embargo, que el papel que la asignamos es el de Cenicienta, precisada a sufrir la situación privilegiada de sus mundanas hermanas.

Que el cristianismo debe ser el enemigo de la ciencia, no es cosa cuya demostración exija grandes desarrollos. Si la teología le hace ya sombra como hemos visto más arriba, la ciencia, que se declara independiente de la teología y de la religión, será más peligrosa todavía. Mientras se compadece con la religión no es más que una confirmación superflua de lo que no tiene necesidad de confirmarse; cuando contradice la religión es funesta; cuando no mantiene ningún contacto con la religión, responde a una curiosidad frívola aplicada sobre objetos terrestres que, bajo el punto de vista mundano, puede ofrecer interés, pero que no tiene valor alguno bajo el punto de vista cristiano. Ya se sabe que el incendio que consumió la biblioteca de Alejandría fue encendido por cristianos fanáticos, que atemperaron su conducta a la sentencia que la tradición pone en boca del califa Omar.

El interés de la civilización, cuando se aparta del interés apologético, no es más que un interés mundano al lado del cristianismo; sin provecho ninguno aleja al alma de la sola cosa necesaria, y repartiendo la atención de que un ser humano puede disponer, perjudica gravemente al cristianismo. Así es que con toda seguridad podemos formular de este modo nuestra conclusión: en tanto cuanto los representantes de la religión representan intereses que arrancan de la cultura, en esa misma proporción están mundanizados, quizá sin darse cuenta de ello; después, cuando manifiestan la pretensión de representar tales intereses, o se toman la libertad de afirmar que el cristianismo, como tal, guarda relaciones con la civilización moderna, el solo móvil que les guía en la mayor parte de los casos es la esperanza de que un cristianismo exornado con las plumas de la cultura moderna parecerá más aceptable a los hijos de nuestro siglo mundanizado.

El cristianismo debe la entrada de la ciencia en la religión a la necesidad de la apologética. Después que la gnosis que removía todos los fundamentos de la fe cristiana hubo sido felizmente rechazada, no sin dejar algunas huellas, Clemente de Alejandría, y sobre todo Orígenes, para dar una base más sólida a la nueva religión en el imperio romano impregnado por completo de la ciencia griega, ensayaron la fusión de esta ciencia con el cristianismo, y con este intento prestaron a los filósofos griegos casi la misma autoridad que a los documentos de la fe. Sin embargo, el mismo Orígenes envidia a los fieles sencillos e ignorantes (άπλούστεροι), afirmando que los más felices son los que no tienen ninguna necesidad de la apologética, porque ninguna duda se levanta en su espíritu creyente. Esta amalgama con la ciencia fue ciertamente el punto de partida para querellas interminables, y apenas el cristianismo hubo adquirido alguna seguridad en lo que se refiere a su vida exterior, condenó y maldijo como los más funestos herejes a aquellos padres de la Iglesia cuyos servicios ya era demasiado tarde para rechazar.

Un hecho es innegable, y es que el cristianismo, a pesar de sus primeras ilusiones de formar una teología puramente apologética, no ha firmado, sino con muchas reservas, pacto con la ciencia, y no se ha provisto de una teología más que «cuando ha querido hacerse posible en un mundo cuyo fondo es la negación (4).» Y no obstante, no era una civilización joven llena de savia y movimiento como la de hoy la que encontraba en el Imperio romano, sino una civilización que había llegado a su límite, había declinado y se sentía morir: una civilización de este género era la única que podía asimilarse sin peligro. ¿Pero cómo le fue posible incorporarse los restos de una cultura que había tocado a su término? Llevó su mano a las últimas pulsaciones vitales que guardaban todavía, y las conservó para nuestra época como un preparado anatómico sumergido en alcohol, mas no descubrió en sí mismo ninguna tendencia a desenvolverlas en cualquiera dirección.

Por otra parte, si a la caída del Imperio romano el cristianismo se interesó de alguna suerte por la antigua civilización, e impidió que pereciese en el naufragio, esta conducta, no respondió de ningún modo a un interés religioso cristiano, sino a un interés mundano y jerárquico. Así como la jerarquía romana conservó el latín convertido en lengua muerta como un emblema de la unidad de dirección y de gobierno en la Iglesia, del mismo modo no cultivó la literatura clásica más que por la razón de que era la sola escuela en que fuera posible en aquella época proveerse de alguna cultura literaria, necesaria entonces para asegurar a la jerarquía y al clero una posición elevada e imponente en el seno de los pueblos bárbaros de la Edad Media. Esta conducta alcanzó éxito, principalmente entre las tribus germánicas que traían a las tierras romanas un temor supersticioso y una humilde veneración hacia la «ciencia de los runas.» Si el cristianismo de la Edad Media mostró, pues, algún cuidado por los autores clásicos, la explicación de tal hecho no está en su afición o simpatía por la cultura que de ello podría sacar, sino en la persecución de fines completamente exteriores y jerárquicos: las obras de la antigüedad pagana estaban consideradas como un mal necesario que debía soportarse con el objeto de formar un clero ilustrado, pero continuaban siendo producciones diabólicas cuyas hojas no se tocaban sin hacer la señal de la cruz y temblando por su salvación.

Este punto de vista respondía a la concepción cristiana trascendente del mundo; y si la Reforma se alió con el Renacimiento, fue rompiendo a medias con el menosprecio del mundo y el apartamiento de sus placeres, que lleva en sí la profesión del cristianismo, para sentirse de nuevo penetrado de simpatía por el mundo. La marcha de la historia ha demostrado hasta qué punto eran justificados los temores del verdadero cristianismo con respecto a los clásicos paganos, pues que realmente el renacimiento del paganismo clásico precipitó considerablemente la ruptura entre las creencias cristianas y el espíritu de los pueblos europeos.

Estas indicaciones bastan para desvanecer cualquier esperanza de sacar algún provecho de la asimilación de la cultura antigua, llevada a cabo por el cristianismo en favor de una fusión del mismo cristianismo con la civilización moderna. Si el cristianismo temía la resurrección de la antigua cultura confinada a los monasterios, los cuales tenían buen cuidado de no difundirla, con mayor razón debe temer la cultura moderna que ha salido de la antigua, pero rejuvenecida, recreada, por decirlo así, y aumentada con muchos e importantes elementos ignorados por la antigüedad. Los antiguos no poseían una ciencia de la historia y una ciencia de la naturaleza en el sentido que hoy se las da, y la noción moderna del cosmos que se funda sobre estas ciencias, bastaría por sí sola (aunque no se tuvieran en cuenta los progresos de la filosofía) para disipar toda incertidumbre acerca de la suerte que espera a las teorías cósmicas del cristianismo. Ahora bien: una religión no es un apéndice mecánico que se superpone a cualquier doctrina cósmica, de tal suerte que esta pueda cambiarse por otra completamente opuesta, sino que se ha desenvuelto orgánicamente sobre la concepción del universo que la sirve de sostén, y su separación constituiría una verdadera violencia hecha a su naturaleza. Si se la arranca de este suelo, ya no se tiene en las manos un organismo viviente, sino un miembro amputado de un organismo muerto, como sería un árbol cortado al nivel del suelo.

Este argumento me parece que tiene tal fuerza, que bastaría por sí para decidir en el sentido del segundo término de la alternativa la cuestión de si nos basta la reforma de la religión tradicional o si se ha hecho necesaria una nueva. Notemos bien el hecho capital de que los reformadores se hallaban esencialmente de acuerdo con la cosmología bíblica, y que por lo tanto habrían podido decidir la cuestión en un sentido opuesto al nuestro. La indignada protesta de Melanchthon contra el sistema de Copérnico nos parece respetable; pero cuando actualmente sobre esta misma cuestión del movimiento del sol, colocados en la alternativa de elegir entre la Biblia y la ciencia por la contradicción de los dos sistemas, que ningún sofisma puede ocultar, los ortodoxos luteranos se deciden por la Biblia, ya no los encontramos mas que ridículos. ¿Qué prueba esta diversidad de impresiones sino que el efecto forzoso de la civilización moderna, en aquellos que la han aceptado, es la imposibilidad de continuar siendo cristianos creyentes en la plena y entera acepción de la palabra?

Lo que es verdad en las relaciones del cristianismo con la creencia, lo es igualmente en la relación del cristianismo con el arte. Los iconoclastas y los destructores de órganos han estado en todas las épocas dentro de la idea cristiana pura, y la admisión del arte en el culto religioso no ha sido jamás otra cosa que un incentivo mundano para la gran masa de aquellos en quienes el sentimiento religioso por sí solo no era bastante intenso para producir el recogimiento y la edificación, siendo necesario despertarlo y reducirlo por medio de estos procedimientos exotéricos. Nada más contradictorio y falto de sentido que la transacción con que terminaron las grandes luchas eclesiásticas del imperio romano de Oriente, desterrando las estatuas de las iglesias, y tolerando al mismo tiempo los cuadros en el culto. Si esta solución del conflicto produjo grandes resultados para los destinos de la pintura, debemos cuidarnos muy bien de no atribuir este horror a la idea cristiana, porque no significa más que una concesión de ésta a los gustos artísticos mundanos de los fieles. Sea de esto lo que quiera, y aún cuando las artes hubiesen sacado algún provecho indirecto de la acción del cristianismo sobre el alma, es bien seguro que nuestra época no posee un arte cristiano vivo, sino que en las artes plásticas, lo mismo que en la música, no se producen ya bajo este nombre más que estudios académicos, semejando el estilo de las obras cristianas que han desaparecido. En donde quiera que el arte hace brotar todavía retoños vigorosos, se presenta absolutamente secular, es decir, anticristiano; nueva prueba del divorcio entre el hombre moderno y el cristianismo, teniendo en cuenta que tal fenómeno sería completamente imposible, si verdaderamente la cultura de nuestra época fuese cristiana, como los teólogos de nuestra edad nos aseguran.

Si las opiniones que acabamos de señalar entre el cristianismo y la civilización proceden esencialmente de que el primero concibe el mundo bajo el punto de vista de la trascendencia, y la segunda bajo el punto de vista de la inmanencia, se deduce de aquí la incompatibilidad del carácter fundamentalmente teísta de la metafísica cristiana con el espíritu moderno. Esta incompatibilidad presenta dos fases según que se la coloque sobre el terreno teórico o sobre el terreno ético-práctico. Bajo el aspecto teórico, la conciencia moderna se subleva contra el antropomorfismo inseparable de todo teísmo. Mientras el teísmo contenga lo que le distingue del panteísmo, esto es, la personalidad de Dios, no podrá desprenderse del antropomorfismo, y permanecerá inconciliable con la civilización moderna, la cual no quiere aceptar ya más que un Dios inmanente o el Dios de las leyes eternas, de la razón, y protesta contra todo Dios que se oponga al mundo creado y le gobierne desde fuera. Mientras el cristianismo mantenga el teísmo como base metafísica, será de temer una reacción y correrá el peligro de que la repulsión provocada por un Dios trascendente antropopático traiga como consecuencia el que la verdad se presente en compañía del error y se considere como absurda toda especie de creencia en Dios, lo mismo que la creencia en la sola noción de Dios declarada posible por el cristianismo, y sean presa los espíritus del ateísmo bajo la forma del naturalismo materialista. El solo Dios adecuado a la noción trascendente del mundo, que es la del cristianismo, es el Dios trascendente que gobierna el universo por medio de milagros, del mismo modo que la concepción científica propia de la conciencia moderna no permite que exista más que un Dios inmanente que rige este universo por leyes inmutables. El conflicto se perpetuará, pues, en tanto que no nos decidamos a romper con la idea cristiana en su esencia; y todos los esfuerzos hechos por los teólogos que quieran hacer filosofía y por los profesores de filosofía iniciados en la teología con el objeto de conciliar esta antinomia, no son más que sofismas impotentes de personas que pretenden sostenerse entre dos campos y mostrar disimulo en una materia que exige con urgencia una decisión pura y clara para los hombres de esta época.

Esta diferencia, puramente teórica en apariencia, adquiere mayor importancia por el hecho de que produce en la práctica resultados de gran trascendencia. Mientras yo crea en un Dios teístico que me ha creado con el mundo, y con el cual sostengo las mismas relaciones que el vaso con el alfarero; mientras no sea para él más que un pedazo de barro, y mi moralidad no pueda consistir en otra cosa que en la sumisión ciega y estricta a la voluntad santa y todopoderosa de este Dios trascendente, el mandamiento exterior permanece como la base necesaria de la moralidad, o, en otros términos, la moral y la heteronomía se confunden. Pero la verdadera moralidad no comienza sino con la autonomía moral, y la moral de la heteronomía, por mucha utilidad que ofrezca como medio de educación, se convierte en enemiga de la verdadera y única moral si se la quiere sustituir a aquella con deliberado propósito. Mas como el teísmo no puede tolerar ningún principio moral por encima ni al nivel de la voluntad divina, la consecuencia a la que no puede escapar es que toda moral teísta ejerce una acción desmoralizadora desde el momento en que el estado de la cultura permite que el espíritu posea la madurez necesaria para la autonomía moral. Ahora bien, la conciencia moral moderna ha puesto bien en claro este punto: que una conducta que se ajusta a una voluntad extraña no tiene valor moral en el verdadero sentido de la palabra, y que, antes por el contrario, la cuestión de calificación moral sólo tiene sentido bajo el supuesto de una voluntad que se determina a sí misma dándose leyes; así es que esta conciencia se encuentra en el campo de la ética en abierta oposición con la conciencia cristiana, porque es imposible separar a esta del teísmo y de las nociones que descansan sobre este fundamento.

Concluyamos. En cualquier punto de vista que nos coloquemos a fin de considerar las ideas capitales del cristianismo y las de la civilización moderna, se las contempla en una irresoluble contradicción, por lo que no es extraño que la misma contradicción se eche de ver más tarde, en mayor o menor grado, en todas las cuestiones de un orden secundario.

Casualmente se puede hallar acuerdo en las consecuencias de estas ideas, a la manera que en la aritmética una marcha equivocada puede conducir a la solución verdadera, merced a una compensación de errores. Aparte de esto, es muy posible que sobre ciertos puntos, no señalados hasta ahora, de la idea cristiana, del mundo y de la idea moderna, puntos indispensables para las dos doctrinas, sin ser, no obstante, de una importancia específica, como son, por ejemplo, el realismo histórico y el pesimismo, es posible que sobre estos puntos exista acuerdo entre ambas concepciones. Mas puede decirse que apenas tenemos conciencia del realismo histórico, teniendo en cuenta que la opinión que lo niega se halla débilmente representada entre nosotros, y los círculos que representan la cultura comienzan tan sólo a abrirse para los campeones del pesimismo: este detalle, pues, no podría desautorizar nuestro juicio sobre el conjunto, el cual consiste en afirmar que entre los principios fundamentales del cristianismo y los de la civilización moderna existe un conflicto inevitable; conflicto que debe terminar necesariamente por una reacción victoriosa del cristianismo, o por su destrucción completa, cediendo el campo a la civilización moderna anti-cristiana; por la muerte de toda clase de libertad en las naciones precisadas a doblegarse ante los furiosos asaltos del ultramontanismo, o por la supresión del cristianismo (si no de nombre al menos de hecho).

Antes de las jornadas de Koniggätz y Sedan sólo podía sostener la confianza en la victoria de la civilización moderna una fe enérgica en la lógica que preside al desenvolvimiento de las ideas en la historia. Únicamente desde que la Prusia ha fundado el Imperio alemán, roto con el crypto-catolicismo de Federico-Guillermo IV y del ministro Mühler que seguía sus huellas; desde que ha reconocido su principal misión histórica en el firme designio de emprender nuevamente la lucha de hace mil años contra Roma; en una palabra, sólo ahora existe un punto sólido susceptible de ser el centro de cristalización para todas las aspiraciones que convergen hacia la civilización moderna en la lucha por su existencia que el cristianismo amenaza. Realmente la lucha entre el Estado y la Iglesia presenta el carácter de una guerra de exterminio. La Iglesia quiere hacer del Estado un gendarme, y el Estado a su vez pretende rebajar la Iglesia hasta el nivel de una asociación cuya tutela le corresponde; mas el último y más profundo sentido de esta lucha se encuentra en la resolución de este problema: para la conciencia de la humanidad actual, ¿corresponde la preeminencia al mundo invisible o al mundo visible, al cielo o a la tierra, a la eternidad o al siglo? ¿Es el interés religioso o el interés mundano, el interés cristiano o el interés de la civilización el que levanta el platillo de la balanza? Si se quiere formar juicio exacto acerca de lo que el protestantismo conserva todavía de verdadero sentido cristiano, véase hasta qué punto se declaran enemigas del Estado las sectas protestantes y reconocen la solidaridad de los intereses del cristianismo con los del catolicismo. A cualquier ventaja adquirida por el ultramontanismo, seguiría inmediatamente una victoria de estas tendencias ortodoxas o evangélicas en el protestantismo; el triunfo del Estado sobre el catolicismo extirparía a estos microscópicos adversarios como se limpia con un soplo un pedazo de papel.

Hay muchos que escriben sobre la lucha por la civilización, en cuyas peripecias nos hallamos envueltos, pero sólo un número muy reducido de escritores se han dado cuenta de esto; la lucha actual es la última, es el esfuerzo desesperado de la idea cristiana que va a dejar la escena de la historia; para la cultura moderna es cuestión de ser o no ser, y para defender sus grandes conquistas hace falta la completa disposición y el empleo enérgico de todas sus fuerzas.

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(4) Overbeck (profesar ordinario de teología en Bale). «Ueber die christlichkeit unsever heutingen Theologie.» (Sobre el cristianismo de nuestra teología actual), Leipzig. Fritzsch, 1873. Este interesante trabajo que manifiesta una sinceridad y una ausencia de preocupación muy sorprendente en un teólogo, debe compararse en general con todo este capítulo, y en particular con los números I y II.