La romería del Carmen/I

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La romería del Carmen: Esta novela forma parte del libro Tipos y paisajes (1871)
de José María de Pereda
I
II

I

Yo deploro ese espíritu inquieto y ambicioso que viene, años hace, apoderándose del hombre; yo abomino ese monstruo de pulmones de hierro que, devorando distancias y taladrando el corazón de las montañas, ha arrojado de nuestros pacíficos solares las tradiciones risueñas y el inocente bienestar de los patriarcas.

Me apresuro a advertir que esto no lo digo yo. Quien lo dice, y mucho más, a todas las horas del día, es mi respetable amigo el señor don Anacleto Remanso.

Necesito decir a ustedes quién es y de dónde viene este apreciable sujeto.

Don Anacleto era allá por el año 15 un mozo perfectamente reputado en el comercio de esta plaza. Tenía excelente letra y manejaba los libros con rara inteligencia. Merced a estas cualidades, su principal le aumentó el modestísimo sueldo que había estado ganando durante doce años, y cuando hubieron pasado seis más, le interesó en los negocios de la casa. Con este pie de fortuna, y gracias a no sé qué plaga que llovió sobre los trigos extranjeros tiempo andando, don Anacleto se encontró de la noche a la mañana con un capital neto de veinte mil duros. Entonces se plantó, contrajo matrimonio con una honesta doncella, su contemporánea; y libre de las penas y zozobras que torturan el alma de los que fían su bienestar en el acrecentamiento de la fortuna, comenzó a gustar las delicias de la paz del hogar, tras una sabrosísima luna de miel.

No hace a mi propósito seguir a este buen señor paso a paso en todos los de su vida hasta el año 48, época en que yo le conocí.

Era entonces don Anacleto un tanto obeso, calvo de occipucio, y sufría de vez en cuando dolores reumáticos, ya en las cuerdas, como él decía, del brazo derecho, ya en la paletilla. Su señora doña Escolástica, aún más gruesa que él, aseguraba que esa dolencia no acababa de curársele radicalmente porque no podía la buena señora conseguir que su marido conservara puesta durante el verano la almilla de bayeta que gastaba sobre la carne durante el invierno. A este remedio debía ella, según decía, la modificación que notaba últimamente en sus periódicos accesos histéricos. Pero esto no nos importa gran cosa, y vuelvo al asunto. Don Anacleto y doña Escolástica tenían una hija y un hijo. La primera gozaba en la vecindad fama, bien adquirida por cierto, de «guapa muchacha»; y aquí, en confianza, debo decir que no tenía otra cualidad que digna de notar fuese. El segundo, más joven y más feo que su hermana, se prometía un buen porvenir en la casa de comercio en que se hallaba colocado, seis años hacía, por amistad de su principal con don Anacleto.

Esta familia vivía en un piso segundo de la calle de Atarazanas, y tenía en la sala sillería de cerezo con asiento de tejido de cerda negra sobre mullido de pelote; alfombras catalanas junto al sofá y la consola; sobre ésta, dos floreros, cuyos ramilletes eran de obleas y hechos por «la chica»; un espejito sobre ellos, de vara en cuadro, con marco dorado; un estuche con incrustaciones de nácar, debajo del espejo; delante de los fanales de los floreros, dos candeleros de planta sobre redondeles de estambre azul y rojo, de la misma procedencia que los ramilletes de obleas; y por último, en las paredes, media docena de cuadros bordados en seda, representando uno de ellos un perro de lanas, trasquilado de medio atrás, con una cestita llena de flores colgada de la boca. Todos estos cuadros tenían en el fondo el siguiente letrero, bordado también en seda:

«Lo hizo en Santander, en la enseñanza de doña Sempronia Dobladillo, Joaquina Remanso y Resconorio. Año de 1845».

Tenía para su servicio (hablo siempre de la familia de don Anacleto) criada y aguadora, comía principio todos los días, y asistía al teatro tres veces al año: el día de los Inocentes, el de Año Nuevo y el de los Santos Reyes.

Don Anacleto se levantaba poco después de amanecer, se arreglaba, tomaba chocolate, cogía su caña de roten y se iba a oír la misa de nueve a San Francisco. Se daba una vuelta por las calles, leía El Eco del Comercio en el café Español, y se volvía a su casa para comer a la una en punto. Por la tarde salía a dar un largo paseo con sus amigos; a la vuelta, después de ponerse unas zapatillas de cintos en los pies y un gorro de terciopelo azul en la cabeza, tomaba chocolate y agua de naranja, y ya no salía a la calle hasta el día siguiente. En los de fiesta, si no llovía, después de oír la misa primera en San Francisco, se iba con un par de amigos a cazar pajaritos, disponiendo de tal suerte la campaña, que al dar las doce llegaban a la venta de Rocandial, donde les esperaba un puchero bien provisto, media azumbre de chacolí y una buena tajada de queso pasiego para dejar boca. Tomado este refrigerio, se echaban poco a poco camino de Santander, disparaban de vez en cuando sobre tal cual gorrión o calandria que se les metiese por el cañón de la escopeta, y llegaban a casa, en paz y en gracia de Dios, al anochecer. Si en los días festivos llovía, en lugar de irse a Rocandial tomaban dos horas de movimiento en los Mercados del Muelle o en los claustros de la Catedral.

De higos a brevas don Anacleto dejaba la sociedad de sus amigos para acompañar a su familia a comer una empanadita o unas tajadas frías de merluza, sobre las brañas de la Magdalena o detrás de un bardal de Pronillo.

Tal era ordinariamente el personaje que nos ocupa, tales sus aficiones y placeres, sin otro misterio, ni otro repliegue, ni otra solapa; tal era, digo, ordinariamente, porque este hombre, que bien pudiera tomarse por la personificación de la clase media de Santander en la época citada, tenía una semana cada año en que se transfiguraba física y moralmente hasta el extremo de que él mismo se desconocía.

Ocho días antes del domingo siguiente al 16 de julio, comenzaba a salir de casa a horas inusitadas; el sombrero, que siempre llevaba a plomo sobre su cabeza, se le retiraba poco a poco de la frente, y como si huyera de la ebullición que debajo de ella notase, se echaba hacia la coronilla. Sus ojos, siempre fruncidos y dormilones, se abrían desmesuradamente y brillaban como ascuas en la oscuridad; los ángulos de su boca se iban arrimando más y más a las orejas, y el arco de las cejas se elevaba, frente arriba, como si éstas quisieran alargar el pelo que les sobraba a la cabeza que no le tenía; daba, al andar, grandes golpes de regatón con el de su caña sobre las losas de la calle; se detenía delante de todas las tiendas donde se vendían cintajos, cascabeles, plumas de color o corbatas de fantasía; examinaba con afán estos artículos, compraba algunos y dejaba con pena los demás; miraba a las chicas guapas con ojos tiernos; detenía a todos los amigos que encontraba, y echándoles las manos sobre los hombros, les decía: «Supongo que no faltarás; cuento allá contigo»; a lo cual el interpelado, si no tenía un luto reciente o no le esperaba de un momento a otro, contestaba con el tono más solemne que podía: «Eso no se pregunta a ninguna persona de gusto: primero faltaría la ermita que yo». A los jóvenes, aunque solo los conociera de vista, los detenía también para encargarles que fuesen bien animados y que, a ser posible, llevaran su cachito de orquesta. Pero a los que no dejaba sosegar era a los marinos. «¿Cree usted que estamos seguros? ¿Traerá malicia este airecillo? ¿Lloverá el domingo?». A las cuales preguntas, los marinos, que deseaban tanto como el interpelante la llegada del día cuyo recuerdo traía a éste desconcertado, contestaban prometiéndole un sol africano. Nada le quemaba tanto como que, al preguntar si llovería el domingo, le contestaran: «El lunes se lo diré a usted». «Parece mentira -replicaba don Anacleto, bufando de indignación-, que en un asunto tan serio se permita usted semejantes bromas».

Cada nube que se formaba en el horizonte le costaba un disgusto, y la seguía en todas sus formas y colores sin perderla un minuto de vista, hasta que anochecía. Desde entonces hasta que se acostaba, salía al balcón doscientas veces para ver si corría el nublado del vendaval o del nordeste, y si tenía cerco la luna. Ya acostado, tenía el oído siempre atento a la voz del sereno. Si éste cantaba... «y nublado», se apenaba; pero si decía... «y lloviendo», echaba con furia su cabeza sobre la almohada y le faltaba muy poco para llorar; lo mismo que le sucedía si el reúma le amagaba o le dolían los callos.

Mientras don Anacleto corría estos temporales, que, como he dicho, te sacaban de quicio, su mujer, doña Escolástica tampoco vivía un momento de reposo. Encargaba pollos bien gordos a la lechera; solemnizaba contratos en la plaza del pescado y en los Mercados para que no le faltasen el sábado al mediodía seis libras de merluza y cuatro de ternera; encargaba en la mejor confitería una colineta de almendra, y rebuscaba las tiendas de comestibles hasta dar con un jamón de Liébana «que le llenara el ojo».

Entre tanto, la joven Joaquina revolvía el ropero y el colgador, y aviaba los trajes de hilo de su padre y de su hermano, y repasaba, fruncía y planchaba los vestidos de indiana y los pañuelos de seda que ella y su madre habían de ponerse en el anhelado día.

Y, para que todos los miembros de la familia tuvieran su faena correspondiente, el aprendiz de comerciante corría la ceca y la meca para hallar un carro del país que estuviera al amanecer del domingo a las órdenes de don Anacleto.

En medio de tantas y tales fatigas, llegaba la noche del sábado... ¡y entonces sí que tenía que ver la casa de don Anacleto!

Doña Escolástica, recogida la falda de su vestido sobre la atadura del delantal, descubiertos hasta el codo sus brazos, luciendo unas enaguas de muletón bajo las cuales asomaban un par de rollizas pantorrillas envueltas en unas medias caseras de mezclilla de algodón; abierta, a guisa de pantalla, delante de la cara, la mano izquierda, y con una cuchara de palo en la derecha, se hallaba en la cocina delante del fogón. Ora daba una voltereta a un par de pollos en la tartera en que se asaban; ora revolvía, dentro de una enorme cazuela, un trozo de carne mechada, porque se le antojaba que olía a chamusquina; ora sacaba de la sartén, cuyo mango sostenía la criada, una tajada de merluza rebozada y ponía en su lugar otra chorreando huevo batido; ora destapaba la cacerola en que se sazonaba la menestra; ora pateaba porque presumía que «se pegaba» el asado; ora gritaba a la muchacha para que añadiera el guisado que le estaba dando en las narices, y a la vez reía, canturriaba, bufaba, iba, venía y sudaba la gota gorda.

Cerca de la cocina, en el gabinete del comedor y a la luz de una vela de sebo, daba Joaquinita la última mano a los trajes de campo y colocaba sobre dos enormes sombreros de paja sendas cintas que había planchado poco antes, de color verde esmeralda.

Don Anacleto y su hijo andaban como autómatas, de la sala al comedor y del comedor a la cocina: se probaban los sombreros, pellizcaban la merluza y levantaban las coberteras, olían los guisotes y examinaban las piezas de sus respectivos trajes de campaña.

A las diez se cenaba mal y sin orden un poco de lo mucho que se guisaba en la cocina. Pero ni las ratas se retiraban a descansar mientras no estuviesen perfectamente colocados en sus respectivas cacerolas de latón y cazuelas de barro los diversos guisotes que había preparado con una pulcritud admirable la señora doña Escolástica.

Por supuesto que al acostarse la familia había la de Dios es Cristo sobre quién había de despertar a quién antes de amanecer, pues nadie tenía en sí mismo bastante confianza para comprometerse a desempeñar lucidamente un cargo tan delicado.

Pero este afán era excusado, porque ni entonces ni en tiempos anteriores hubo necesidad de despertadores en la noche que precede al día del Carmen, porque durante ella se encargaban de ahuyentar el sueño de la población las cuadrillas de romeros que recorrían las calles desde el sábado por la tarde.

Pues señor, que llegaba el anhelado día tras una noche de parranderas, de trompadas y de toda clase de expansiones populares. Y aquí vamos a seguir paso a paso a la familia de don Anacleto en una de las expediciones que hizo a la famosa romería; y por aquello de ab uno disce omnes, yo me ahorraré algunas digresiones y ustedes se fastidiarán menos asistiendo a la fiesta popular que les describo.