La romería del Carmen/II
II
Aún no habían asomado por encima de San Martín los primeros rayos del sol, cuando paró a la puerta de don Anacleto un mal carro del país, arrastrado por dos bueyes remolones. Este carro llevaba, fijo en su armadura, el esqueleto de un toldo, y sobre las tablas de la pértiga, yerba desparramada. Antes que el carretero enrabase a la puerta, bajó al portal la criada de don Anacleto con un par de colchones arrollados sobre la cabeza y plegada al hombro una colcha de indiana con grandes ramos verdes, amarillos y encarnados. Extendió los primeros sobre la yerba de la pértiga y la segunda sobre los arcos del toldo, sujetándola bien a éstos con tiras de hiladillo azul. En seguida volvió a la habitación, y bajó de ella dos grandes cestas que colocó con mucho cuidado en la parte delantera del carro. De estas cestas, la una contenía guisados y frituras, y la otra, pan, cubiertos, vino, cacharros y una colineta.
Arreglados ya todos estos preliminares, bajó la familia. Iba delante don Anacleto con tuina, pantalón y chaleco de hilo crudo, zapato descotado, de castor amarillo con lazos encarnados, corbata clara, sin armadura, y sombrero de paja con anchas alas y cinta verde esmeralda.
El chico vestía un traje casi igual al de su padre, con la sola diferencia de que no llevaba chaleco y se había arrollado a la cintura una faja de seda púrpura, entre la cual y la camisa se perdía el extremo de una cadena de similor, que no sujetaba, como el mozalbete quería aparentar, el anillo de su reloj, sino el de la roñosa llave de su baúl.
Doña Escolástica y su hija llevaban vestidos de percal rayado, pañoletas de espumilla a la garganta y pañuelos de seda cruda con grandes lunares sobre la cabeza y anudados bajo la barbilla.
Entraron estas señoras y la criada en el carro, y se colocaron a la rabera don Anacleto y su hijo, que, para ir más en carácter, se sentaron de espaldas a los bueyes, dejando colgar las piernas fuera de la pértiga.
-Cuando quieras -dijo el marido de doña Escolástica al carretero.
Y éste, con un ¡arre! y dos castañeteos de lengua, puso en movimiento a las dos entumecidas bestias.
Sobábase las manos don Anacleto y se revolvía en su asiento a cada tumbo que daba el carro, como si tales bamboleos fueran lo más sabroso del viaje que empezaba.
-¡Esto es magnífico! -exclamaba el buen señor al recibir un golpe que a otra persona más imparcial le hubiera arrancado lágrimas de dolor.
Y tras esto, volvía a sobarse las manos y saludaba risueño a cuanta gente pasaba junto al carro con el mismo rumbo que él, y se despedía de los barrenderos y polizontes, a quienes compadecía porque quizá eran las únicas personas sanas de la población que no iban al Carmen aquel día.
Ya en el camino real, sacaba a cada instante la cabeza por encima del toldo y buscaba con la vista algo que no le gustaba encontrar.
-Ya sé lo que busca usted, señor don Cleto -le dijo en una de estas ocasiones el carretero acercándosele con la aguijada bajo el brazo, un papelillo pegado por un ángulo al labio inferior y picando entre los dedos de la mano izquierda, parte de dos cigarros de a cuarto con una navaja que empuñaba en su derecha-; pero también este año hay quien ha madrugado más que nosotros.
-Amigo -respondió don Anacleto-, yo no sé cómo se me componen las cosas, que ningún año logro ser el primero... Mira, mira, allá por la cuesta de San Justo... Uno, dos, cinco, siete. ¡Ave María Purísima!
Lo que don Anacleto contaba eran carros entoldados que precedían al suyo.
-Pero es lo más raro -añadió este buen señor-, que no hay nadie que se atreva a decir «yo llegué el primero»: aunque vaya a amanecer a la romería, se encuentra con dos docenas de carros que están ya cansados de descansar en ella. Pero todo tiene su compensación: si yo cogiera la delantera a los demás, no podría ir gozando, como voy ahora, en la contemplación del cuadro que presenta la carretera. ¡Vaya una animación! ¡Uf! ahí viene esa gavilla de locos galopando... ¡Agur, caballeros!... Sí, échales un galgo. Mira esos cuatro pobres marineros, descalzos y con los remos al hombro: irán a cumplir la promesa que harían a la Virgen del Carmen durante alguna borrasca. Me gusta esa fe. No tendrán tanta esos botarates que van delante de nosotros retozando con las mozas que los acompañan... Arrima un poco a la derecha, Antón, que viene un coche echando demonios sobre nosotros... ¡Tengo un miedo a estas máquinas diabólicas!... Se me figura que va dentro la familia de don Geroncio... La misma es. Beso a usted la mano... saludo a ustedes, señoras... ¡hasta luego!... Como si callaras. Sospecho que ni siquiera me han visto... ¡Pero si pasó el coche como un rayo!... ¡Magnífico está esto hoy, caramba! Lástima que no se pudiera ver de una sola ojeada, con la gente que va por la carretera, otro tanto que va por el atajo de las Presas y embarcada por la bahía... ¡Y que haya mentecatos que se atrevan a decir que a la romería del Carmen le quedan pocos años de vida!
-¿Quien dice eso, don Cleto?
-Hazte cuenta que nadie, hombre: cuatro peleles que se la echan de gente a la moderna.
-¿Pero al auto de qué creen eso?
-Dicen que después que se construya el ferrocarril de cuyo proyecto empieza a hablarse ahora, la ida y la vuelta de la romería serán un soplo, y por consiguiente ésta no tendrá chiste y acabaremos por ir abandonándola.
-¿Y usté cree, señor don Cleto, que ese ferril se hará?
-Como ahora llueven tocinos. Mas aunque, por un momento, conceda que el proyecto se realice, y lleguemos a ver un rosario de coches penetrar por las aguas de la bahía, pues por ella dicen que ha de ir el camino, ¿cómo es posible que ese infernal invento mate nunca entre nosotros al carro de bueyes para todo lo que sea comodidad?
-Y ello, don Cleto, ¿a manera de qué es ese demonches de laberiento? Dicen que es tou fierro po acá y fierro po allá, y que rueda po encima del carril como si el diablo le llevara.
-Como no soy competente en la materia, no puedo decirte lo que es el ferrocarril detalladamente; pero sí me atrevo a asegurar que no ha de tardar en convertirse esta invención en castigo providencial de la soberbia del hombre. Parecíanos molesto un viaje en carromato que tardaba quince días a Madrid desde Santander, y le sustituyeron en seguida las galeras aceleradas, que echaban semana y media en recorrer la misma distancia. íbamos en estos carruajes como en nuestra propia casa, pues en ellos dormía usted, comía, se mudaba la camisa, se quedaba en zapatillas, bajaba usted, se estiraba las piernas, se deleitaba en la contemplación de los paisajes que recorría; y llegó todo esto a parecernos poco, y se inventaron las diligencias que van en tres días a Madrid, poniendo en constante peligro de muerte la vida de los viajeros. Parecía mentira que se pudiera correr más en menos tiempo; que hubiera un vehículo más veloz que las diligencias, que sólo de verlas devorar distancias sobre la carretera me mareo yo, y el orgullo del hombre ha querido más y ha inventado el ferrocarril, que marcha con la velocidad del pensamiento.
-Pero ¿tanto corre, don Cleto?
-Hombre, lo que yo puedo decirte, por lo que me ha contado mi amigo don Jorge Pedregales, que ha visto un ferrocarril que hay en Barcelona, es que si, cuando va marchando un tren, dejas caer una manzana desde la ventanilla de un coche, antes que la manzana llegue al suelo ha corrido el tren media legua.
-¡María Santísima! Pero ¿tan alta está la ventana?
-No, señor; tanto es lo que corre el tren... ¡Toma! como que si sacas la cabeza por la ventanilla, te mareas y apenas alcanzas respiración.
-¡Buenos caballos llevarán los coches!
-¡Qué caballos, bolonio, si toda aquella batahola la mueve el vapor!...
-¡Ah, ya! conque el vapor...
-Pero no es la velocidad lo más espantoso: figúrate que, a lo mejor, se encuentra el tren con una montaña. Lo natural era que la faldeara poco a poco y con mucho tiento para no despeñarse: pues no, señor; como esta precaución exige tiempo, arremete con la montaña, y ¡plaf! la pasa de parte a parte en un decir Jesús...
-¡Santísima misericordia de Dios!
-Te dije que eso es atroz. Pues bien: yo tengo para mí que en el ferrocarril hay algo de amenaza a la omnipotencia de Dios, que el mejor día va a hacer una que sea sonada, ofendido de tanta temeridad.
-¿Y to esto es lo que nos van a traer a Santander?
-Eso de traer tendrá sus más y sus menos; pero de traerlo es la intención.
-¿Y tendrá buen aquel ese demonches de diablura en esta tierra? ¿Servirá pa algo?
-Te diré: para la materialidad de las mercancías, podrá ser útil el ferrocarril en este país; mas no para la población, que no se mete en un tren a tres tirones... ¡Bah!, ¡pues no faltaba más! Y esto tratándose de viajes de urgencia; porque en cuanto a expediciones de placer, a baños y otras por el estilo, desengáñate, Antón, siempre dirá el carro de bueyes: «aquí estoy yo para in sécula seculorum».
-¿Y cuánto tiempo cree usté que se tardará en hacer el ferril en Santander, caso que se haga?
-Pues hombre, por de pronto, para resolver si ha de ir por aquí o por allá, échate un par de años; después otro tanto para ventilar dimes y diretes, deslindes y otras dificultades de cajón... cuatro años hasta empezar las obras.
-¿Y para acabarla?
-¿Para acabarla?... No me atrevo a decírtelo; pero si encuentras quien te fíe medio millón de reales a pagar en esa fecha, tómale sin reparo...
-¡Y a Cachorru! ¡que te duermes, condenao!
-No los apresures, que a tiempo llegamos.
-Es que va calentando el sol, y además no me gusta que se me duerma el ganao. Ello es cierto que las probes bestias están toa la semana jalando en el Muelle.
-Pues tanto más para que no las hostigues... Mira, ponte a tu derecha, que va a pasar otro coche... y cuidado que no atropelles a alguna persona, porque está el camino real cuajadito de gente.
Y en ésta y otras pláticas llegaron nuestros conocidos a Peñacastillo, donde se hallaron con un preludio de romería en la famosa taberna de Gómez, y siguieron andando, andando hasta la Venta de Cacicedo. Allí se detuvieron un instante para confortar el estómago con un bocadillo y un trago de las provisiones que llevaban, y de otro tirón se plantaron en Revilla de Camargo, sitio de la romería, a las tres horas de haber salido de casa, tiempo que hubiera podido reducirse a la mitad si entonces hubiera estado hecha la rectificación de la carretera de Burgos por Muriedas, que se hizo años después.