La romería del Carmen/III
III
No hablemos del aspecto que presentaba la romería en el acto de entrar en ella la familia de don Anacleto; ni de la misa que se dijo en la capilla de la Virgen; ni del sermón que se predicó desde un púlpito al aire libre; ni de los ofrecidos que llegaron al santuario descalzos unos, de rodillas otros y extenuados de fatiga y achicharrados por el sol todos; ni de que a las doce de la mañana se pusieron nuestros amigos a comer en el santo suelo, a la escasa sombra que proyectaba el carro; prescindamos, en obsequio a la brevedad, de todos estos pormenores, y examinemos el cuadro en que don Anacleto y sus adjuntos entraban como figuras de primer orden, a las cuatro de la tarde.
Imagínense ustedes todos los colores conocidos en la química, y todos los instrumentos músicos portátiles asequibles a toda clase de aficionados y ciegos de profesión, y todos los sonidos que pueden aturdir al humano oído, y todos los olores de figón que pueden aspirarse sin llorar... y llorando, y todos los brincos y contracciones de que es susceptible la musculatura del hombre, y todos los caracteres que caben en una chispa, y todas las chispas que caben en una agrupación de quince mil personas de ambos sexos y de todas edades y condiciones, de quince mil personas entregadas a una alegría carnavalesca; imagínense ustedes estas pequeñeces, más algunos centenares de escuálidas caballerías, de parejas de bueyes, de carros del país y coches de varias formas; imagínense, repito, todo esto, revuélvanlo a su antojo, bátanlo, agítenlo y sacúdanlo a placer; viertan en seguida «a la volea» el potaje que resulte sobre una pradera extensísima interrumpida a trechos por peñascos y bardales, y tendrán una ligera idea de la romería del Carmen en la época a que me refiero.
De las quince mil almas que, como he indicado, concurrían a ella, las tres cuartas partes procedían de Santander, que por esta razón aquel día tenía sus calles desiertas y silenciosas, y más se asemejaba a una fúnebre necrópolis, que a lo que era ordinariamente, una ciudad laboriosa, llena de movimiento y de vida.
La romería del Carmen era entonces el punto de mira de todos los hijos de esta capital: los que viajaban por placer o por negocios... hasta los marinos arreglaban sus expediciones de manera que éstas pudieran emprenderse después del Carmen o terminarse antes del Carmen: lo esencial era encontrarse en la capital en el famoso día.
Jamás he podido comprender este entusiasmo.
La Montaña tiene casi tantas romerías como festividades; el sitio más malo donde se celebra la más insignificante de las primeras, es mucho más pintoresco y más cómodo que el de la del Carmen de Revilla de Camargo, y, no obstante, ninguna se ha captado tanta popularidad ni tantas simpatías en toda la provincia...
Cuestión de gustos, y volvamos a don Anacleto, que es lo que más nos importa.
Este señor, después que acabó de comer y de beber, y cuando se encontró un tantico avispado, ya por los vapores del añejo, ya por la impresión que le causaba la efervescencia de la romería, dejando al cuidado de su chico, que ya estaba rendido de correr por la pradera, las mujeres, y prometiendo a éstas volver a la media hora, marchó en busca de su amigo íntimo y su contemporáneo, y casi su retrato físico y moral, don Timoteo Morcajo, a quien había guipado a lo lejos momentos antes.
Pues, señor, reuniéronse los dos veteranos camaradas, cogiéronse del brazo, aflojáronse el leve nudo de la corbata, echáronse el sombrero hacia atrás, miráronse con una sonrisita muy expresiva, y dijo don Anacleto a don Timoteo:
-Amigo, estoy atroz: esta tarde la voy a armar.
-Anacleto, no seas temerario, y considera que tienes a Escolástica a dos pasos de ti.
-Timoteo, en un día como hoy a cualquiera se le permite un resbaloncillo... Y no te me hagas el santo, que ya te he visto yo en otras más gordas.
-Concedido; pero... en fin, chico, cuenta conmigo para cuanto se te ocurra.
-Pues vamos a aquel rincón, que allí creo que se trabaja por lo fino.
Y en esto, se dirigieron los dos amigos apresuradamente a un corro donde se bailaba a lo largo al son de dos guitarras y una flauta.
-Aquí va a ser, Timoteo... y con esa resaladísima morena que baila enfrente de nosotros con un macarenito que me carga -exclamó don Anacleto, piafando de inquietud.
-Mira lo que haces, Anacleto, que hay en el baile gente conocida...
-Nada, Timoteo, no te canses... yo la hago... y va a ser ahora mismo; verás qué luego echo fuera a ese mocoso...
Y al decir esto don Anacleto, se quitó la tuina, se la echó sobre la espalda amarrando las mangas al pescuezo, dejó caer hacia la oreja derecha el sombrero, en cuya copa se levantaba erguida una rama de laurel, aprovechó la ocasión en que la moza morena daba una vuelta, metióse por debajo de los enarcados brazos del mozo que la acompañaba, y diciéndole «perdone, hermano», comenzó a jalearse de lo lindo aguantando resignado dos cales que le pegó el desalojado mancebo.
Al ver esto don Timoteo, sintió que la boca se le hacía agua; largóle al mismo tiempo su amigo un «¡anímate, muchacho!», y ya no pudo contenerse.
«Echó fuera» al bailador inmediato a don Anacleto, y se lanzó, como éste, en medio del furor del jaleo.
Y no se rían ustedes de la calaverada de estos dos rancios camaradas; que a dos varas de ellos bailaban otros de su misma edad y de su propio carácter, y más allá dos señoritas de lo más encopetado de Santander, y lo mismo sucedía en cada corro de baile de los infinitos de la romería. Entonces era esto una costumbre y como tal se respetaba.
No me parece necesario seguir a don Anacleto y a su amigo en cada lance de los que tuvo el baile a que tan furiosamente se lanzaron. Dejémoslos entregarse con toda libertad a esa calaveradilla, ya que para cometerla han logrado burlar la vigilancia de sus respectivas familias.
Cuando los dos amigos se encontraron satisfechos de la danza, y, más que satisfechos, rendidos, compusieron el traje lo mejor que les fue posible, se dieron aire con los sombreros para refrescarse la cara que les relucía de puro encendida, y se separaron. No sé lo que hizo después don Timoteo; pero me consta que don Anacleto fue a reunirse con su familia y la acompañó a dar la quincuagésima vuelta por la pradera, y compraron escapularios y fruta, y la comieron sin gana, y bostezaron de hartura, de dolor de cabeza y de cansancio (que tal es, en sustancia, lo que se saca de las romerías), y volvieron a presenciar las escenas de todo el día y que yo no debo detallar aquí. Porque que se peguen de linternazos cuatro borrachos acá; que dos docenas de señoritos, porque tienen gorro de terciopelo con borla de oro en la cabeza y manchas de vino tinto en la camisa, pantalón sin tirantes y levita al hombro, se crean más allá unos calaveras irresistibles; que un señor cura de aldea más o menos gordo marche más o menos recto; que aquí se vendan cerezas y allí manzanas, y cazuelas de bacalao en este figón; que bailen mazourkas en un lado las costuderas y en otro coman callos las señoritas, cosas son a la verdad que con citarlas simplemente se les hace todo el favor que merecen.
Bastante más digno de consideración es el episodio que hizo desternillarse de risa a don Anacleto y a su familia cuando se retiraban en busca del carro para volverse a casa; episodio que voy a referir yo con todos sus pormenores, no porque espere que a ustedes le haga la misma gracia que a aquellos señores, sino porque omitirle sería lo mismo que robar al Carmen de entonces una de las galas con que más se honraba la célebre romería.
Entre un corrillo de aldeanos se hallaba subido encima de una mesa un hombre alto, delgado, rubio, con las puntas de su largo bigote caídas a la chinesca. Este hombre estaba en pelo, en mangas de camisa, sin chaleco ni corbata, y vestía de medio abajo un ligero pantalón de lienzo, mal sujeto a la cintura.
-Ea, muchachos -decía gesticulando como un energúmeno-; llegó la ocasión en que se van a ver aquí cosas tremendas. Yo, por la gracia de aquél que resuella debajo de siete estados de tierra y de donde vienen por línea recta todas las poligamias de la preposición y los círculos viciosos del raquis y el peroné, Micifuz, Juan Callejo y la Sandalia; yo, digo, pudiera dejaros ahora mismo en cueros vivos si me diera la gana, sólo con echar un rezo que yo sé; pero no tembléis, que no lo haré porque no se resienta la moral y todo el aquel de la jerigonza pirotécnica del espolique encefálico: me contentaré por hoy, gandules y marimachos, con algunos excesos híspidos que os dejarán estúpidos y contrahechos de pura satisfacción y congruencia.
A la cual parrafada se quedó el auditorio como aquel que ve visiones, no tanto por lo que le marearon los conceptos, cuanto por la boca que los escupía; porque aquel hombre era el pasmo de los aldeanos montañeses, tan conocido en las romerías como sus santuarios mismos. Concurría a todas, y no se presentaba en dos de ellas del mismo modo y como la demás gente. Aparecía por el camino más desusado, ya cabalgando al revés sobre una burra, ya a lomos de un novillo; ora vestido de muerte en cueros, ora con tres brazos o dos cabezas.
Se le conocía igualmente en Santander, de donde era y donde se le veía de continuo tan pronto vestido con elegancia y paseando con los más elegantes, como bailando en Cajo al uso de la tierra con las aldeanas de Peñacastillo. Era hasta pueril en su tenacidad para chasquear a los sencillos campesinos que llegaban a la capital; y tan benéfico al mismo tiempo, que muchas veces terminaba una broma dando de comer al embromado, o vistiéndole, o socorriéndole con dinero si lo necesitaba. Conservó su carácter alegre aprueba de adversidades hasta el último instante de su vida, que se extinguió muy poco tiempo ha.
Este hombre, en fin, cuya memoria me complazco en evocar aquí, porque cuento que con ello no la ofendo, pues si no no la evocara, era Almiñaque.
Pasmados, repito, escucharon los aldeanos el discurso que éste les espetó como introducción a las maravillas que se proponía hacer.
-Aquí tenemos tres perojos -continuó Almiñaque sacándolos del bolsillo del pantalón-, y voy a hacérselos comer por el cogote al primero que se presente.
En esto se le acercó un peine, que así era parte del inocente público, como chino. Almiñaque le aceptó como si le viera entonces por primera vez, le hizo subir a su lado, enseñó al público uno de los tres perojos, púsole sobre el cogote del recién llegado, hizo luego como que le apretaba con la mano, y retirándola en seguida dijo a aquél:
-Abre la boca.
Y el hombre la abrió, dejando ver en ella un perojo que se apresuró a comer.
La concurrencia prorrumpió en una tempestad de admiraciones.
-Pero ¿cómo mil diaños será esto? -decía una pobre mujer aldeana a un su convecino.
-Pues esto -replicó dándose importancia el aldeano-, tien too el aquel en los mengues que lleva Almiñaque en un anfilitero.
-¿Y qué son los mengues?
-Pus aticuenta que a manera de ujanos: unos ujanos que se cogen debajo de los jalechos en lo alto de un monte, a mea-noche, cuando haiga güena luna. Y paece ser que a estos ujanos hay que darles dos libras de carne toos los días, sopena de que coman al que los tiene, porque resulta que estos ujanos son los enemigos malos.
-¡Jesús y el Señor nos valgan!
-Con estos mengues se puen hacer los imposibles que se quieran, menos delante del que tenga rézpede de culiebra; porque paece ser que con éste no tienen ellos poder.
-De modo y manera es -dijo pasmada la aldeana-, que si ese hombre quiere ahora mismo mil onzas, enseguida se le van al bolsillo.
-Te diré: lo que icen que pasa es que con los mengues se beldan los ojos a los demás y se les hace ver lo que no hay. Y contaréte al auto de esto lo que le pasó en Vitoria a Roque el mi hijo que, como sabes, venu la semana pasá de servir al rey. Iba un día a la comedia onde estaba un comediante hiciendo de estas demoniuras, y va y dícele un compañero: «Roque, si vas a la comedia y quieres ver la cosa en toa regla, échate esto en la faldriquera». Y va y le da un papelucu. Va Roque y le abre, y va y encuentra engüelto en el papel un rézpede de culiebra. Pos, amiga de Dios, que le quiero, que no le quiero, guarda el papelucu y vase a la comedia, que diz que estaba cuajá de señorío prencipal. Y évate que sale un gallo andando, andando por la comedia, y da en decir a la gente que el gallo llevaba una viga en la boca. «¡Cómo que viga!» diz el mi hijo, muy arrecio; «si lo que lleva el gallo en el pico es una paja». Amiga, óyelo el comediante, manda a buscar al mi hijo, y le ice estas palabras- «Melitar, usté tien rézpede, y yo le doy a usté too el dinero que quiera porque se marche de aquí». Y, amiga de Dios, dempués de muchas güeltas y pedriques, se ajustaron en dos reales y medio y se golvió el mi muchacho al cuartel. Con que ¿te paez que la cosa tien que ver?
Mientras éstos y otros comentarios se hacían entre los sencillos espectadores, Almiñaque siguió obrando prodigios como los del perojo. De todos ellos sólo citaré el último. Tomó entre sus manos una manzana muy gorda, levantóla en alto y dijo:
-¿Veis este conejo?
-Hombre, así de pronto paez una manzana -murmuraban en el corro-; pero, mirándola bien, no deja de darse un aire...
-¿Veis este conejo, gaznápiros?
-¡Sí! -contestaron todos a coro, con la mayor fe, pues la influencia que en sus ánimos ejercía Almiñaque era capaz de obligarles a confesar, si éste se empeñaba, que andaban en cuatro pies.
Pues bueno... pero veo que algunos dudan todavía. ¡Eh, paisano! -añadió Almiñaque dirigiéndose a un sujeto que pasaba cerca del corro, como por casualidad- ¿Qué es esto que yo tengo en la mano?
-Un conejo de Indias -respondió el interpelado, siguiendo muy serio su camino.
-Ya lo habéis oído. Pues bueno: este conejo se va a convertir en un becerro de dos años y medio, que voy a regalar al que me ayude en la suerte.
En seguida salieron al frente varias personas. Escogió Almiñaque entre ellas a un mocetón como un trinquete, y le dijo:
-Túmbate en el suelo, boca abajo.
El mozo obedeció.
-Más pegado al suelo, más: mete bien los morros en la yerba: así. Ahora berra todo lo que puedas hasta que el becerro te conteste... ¡Vamos, hombre!... ¡Ajajá!... Otra vez... ¡Más fuerte!... Bueno. Ustedes, todos, miren hacia el Oriente, que está allí, y levanten los brazos al cielo, porque el becerro va a venir por Occidente. Muy bien: así vamos a estar dos minutos; yo avisaré.
Y cuando Almiñaque tuvo el cuadro a su gusto, y cuando estaba berrando a más y mejor y sorbiendo polvo el mocetón, escapóse de puntillas y se escondió entre la gente de otro corro inmediato para reír la broma con sus camaradas.