La segunda parte de Lazarillo de Tormes/III
Capítulo III
Cómo Lázaro de Tormes hecho atún salió de la cueva, y cómo le tomaron las centinelas de los atunes y lo llevaron ante el general.
En saliendo, señor, que salí de la roca, quise luego probar la lengua y comencé a grandes voces a decir: «¡Muera, muera!», aunque apenas había acabado estas palabras, cuando acudieron las centinelas que sobre el pecador de Lázaro estaban, y llegados a mí, me preguntan quién viva. «Señor -dixe yo-, ¡viva el pece y los ilustríssimos atunes!»; «Pues, ¿por qué das las voces? -me dixeron-, ¿qué has visto o sentido en nuestro adversario que assí nos alteras? ¿De qué capitanía eres?»
Señor, yo les dixe me pusiessen ante el señor de los capitanes y que allí sabrían lo que preguntaban. Luego, el uno destos atunes mandó a diez dellos me llevassen al general, y él se quedó haciendo la guarda con más de diez mil atunes.
Holgaba infinito de verme entender con ellos, y dixe entre mí: «El que me hizo esta gran merced, ninguna hizo coxa». Assí caminamos y llegamos, ya que amanecía, al gran exército, do había juntos tan gran número de atunes, que me pusieron espanto. Como conocieron a los que me llevaban, dexáronnos passar; y llegados al aposento del general, uno de mis guías, haciendo su acatamiento, contó en qué manera y en el lugar do me habían hallado, y que siéndome preguntado por su capitán Licio quién yo era, había respondido que me pusiessen ante el general, y por esta causa me traían ante su grandeza.
El capitán general era un atún aventajado de los otros en cuerpo y grandeza, el cual me preguntó quién era y cómo me llamaban, y en qué capitanía estaba y qué era lo que pedía, pues pedí ser ante él traído. A esta sazón yo me hallaba confuso y ni sabía decir mi nombre, aunque había sido bien baptizado, excepto si dixera ser Lázaro de Tormes. Pues decir de dónde ni de qué capitanía, tampoco lo sabía, por ser tan nuevamente transformado y no tener noticia de las mares ni conocimiento de aquellas grandes compañas ni de sus particulares nombres, por manera que, dissimulando algunas de las preguntas que el general me hizo, respondí yo y dixe: «Señor, siendo tu grandeza tan valerosa, como por todo el mar se sabe, gran poquedad me parece que un miserable hombre se defienda de tan gran valer y poderoso exército, y sería menoscabar mucho su estado y el gran poder de los atunes». Y digo: «Pues yo soy tu súbdito y estoy a tu mandado y de tu bandera, profiero a ponerte en poder de sus armas y despojo, y si no lo hiciere, que mandes hacer justicia cruel de mí».
Aunque por sí o por no, no me ofrecí a darle a Lázaro por no ser tomado en mal latín. Y este punto no fue de latín, sino de letrado moço de ciego. Hubo desto el general gran placer por ofrecerme a lo que me ofrecí, y no quiso saber de mí más particularidades; mas luego respondió y dixo: «Verdad es que por escusar muertes de los míos, está determinado tener cercado aquel traidor y tomalle por hombre; mas si tú te atreves a entralle como dices, serte ha muy bien pagado, aunque me pesaría si, por hacer tú por nuestro señor el rey y mí, tomasses muerte en la entrada como otros han hecho; porque yo precio mucho a los mis esforçados atunes, y a los que con mayor ánimo veo querría guardar más, como buen capitán debe hacer».
«Señor -respondí yo-, no tema tu ilustríssima excelencia mi peligro, que yo piénsolo efectuar sin perder gota de sangre».
«Pues si assí es, el servicio es grande, y te lo pienso bien gratificar. Y pues el día se viene, yo quiero ver cómo cumples lo que has prometido».
Mandó luego a los que tenían cargos que moviessen contra el lugar donde el enemigo estaba; y esto fue admirable cosa de ver mover un campo pujante y caudaloso, que cierto nadie lo viera a quien no pusiesse espanto. El capitán me puso a su lado, preguntándome la manera que pensaba tener para entralle. Yo se la decía fingiendo grandes maneras y ardides, y hablando llegamos a las centinelas que algo cerca de la cueva o roca estaban.
Y Licio, el capitán el cual me había enviado al general, estaba con toda su compañía bien a punto, teniendo de todas partes cercada la cueva; mas no por esso que ninguno se osasse llegar a la boca della, porque el general lo había enviado a mandar por evitar el daño que Lázaro hacía, y porque al tiempo que yo fui convertido en atún, quedóse la espada puesta a la puerta de la cueva de aquella manera que la tenía cuando era hombre, la cual los atunes veían, temiendo que el rebelado la tenía y estaba tras la puerta. Y como llegamos, yo dixe al general mandasse retraer los que el sitio tenían, y que assí él como todos se apartassen de la cueva, lo cual fue hecho luego. Y esto hice yo porque no viessen lo poco que había que hacer en la entrada. Yo me fui solo, y dando muy grandes y prestas vueltas en el agua, y lançando por la boca grandes espadañadas della.
En tanto que yo esto hacía, andaba entre ellos, de hocico en hocico, la nueva cómo yo me había ofrecido de entrar al negocio, y oía decir: «Él morirá como otros tan buenos y osados han hecho». «Dexadle, que presto veremos su argullo perdido».
Yo fingía que dentro había defensa y me echaban estocadas como aquel que las había echado, y fuía el cuerpo a una y otra parte. Y como el exército estaba desmayado, no tenían lugar de ver que no había que ver. Tornaba otras veces a llegarme a la cueva y acometella con gran ímpetu y a desviarme como antes. Y assí anduve un rato fingiendo pelea: todo por encarecer la cura. Después que esto hice algunas veces, algo desviado de la cueva, comienço a dar grandes voces porque el general y exército me oyessen, y a decir: «¡Oh mezquino hombre! ¿Piensas que te puedes defender del gran poder de nuestro gran rey y señor, y de su gran capitán, y de los de su pujante exército? ¿Piensas passar sin castigo de tu gran osadía y de las muchas muertes que por tu causa se han hecho en nuestros amigos y deudos? ¡Date, date a prisión al insigne y gran caudillo! Por ventura habrá de ti merced. ¡Rinde, rinde las armas que te han valido! Sal del lugar fuerte do estás, que poco te ha de aprovechar, y métete en poder del que ningún poder en el gran mar le iguala».
Yo que estaba, como digo, dando estas voces, todo para almohaçar los oídos al mandón, como hacerse suele por ser cosa de que ellos toman gusto, llega a mí un atún, el cual me venía a llamar de parte del general. Yo me vine para él, al cual y a todos los más del exército hallé finados de risa; y era tanto el estruendo y ronquidos que en el reír hacían, que no se oían unos a otros. Como yo llegué espantado de tan gran novedad, mandó el capitán general que todos callassen, y assí hubo algún silencio, aunque a los más les tornaba a arrebatar la risa, y al fin con mucha pena oí al general que me dixo: «Compañero, si otra forma no tenéis en entrar la fuerça a nuestro enemigo que la de hasta aquí, ni tú cumplirás tu promessa, ni yo soy cuerdo en estarte esperando; y más que solamente te he visto acometer la entrada, y no has osado entrar, mas de verte poner con eficacia en persuadir a nuestro adversario, lo que debe de hacer cualquiera. Y esto, al parecer mío y de todos estos, tenías bien escusado de hacer, y nos parece tiempo muy mal gastado y palabras muy dichas a la llana, porque ni lo que pides ni lo que has dicho en mil años lo podrás cumplir, y desto nos reímos; y es muy justa nuestra risa, ver que parece que estás con él platicando como si fuesse otro tú».
Y en esto tornaron a su gran reír; y yo caí en mi gran necedad, y dixe entre mí: «Si Dios no me tuviesse guardado para más bien, de ver estos necios lo poco y malo que yo sé usar de atún, caerían en que sí tengo el ser, no el natural». Con todo, quise remediar mi yerro, y dixe: «Cuando hombre, señor, tiene gana de efectuar lo que piensa, acaécele lo que a mí». Alça el capitán, y todos, otra mayor risa, y díxome: «Luego hombre eres tú». Estuve por responder: «Tú dixiste». Y cabía bien, mas hube miedo que en lugar de rasgar su vestidura, se rasgara mi cuerpo. Y con esto dexé las gracias para otro tiempo más conveniente.
Yo, viendo que a cada passo decía mi necedad, y pareciéndome que a pocos de aquellos xaques podría ser mate, comencéme a reír con ellos, y sabe Dios que regañaba con muy fino miedo que a aquella sazón tenía. Y díxele: «Gran capitán, no es tan grande mi miedo como algunos lo hacen, que como yo tenga contienda con hombre, vase la lengua a lo que piensa el coraçón; mas ya me parece que tardo en cumplir mi promesa y en darte vengança de nuestro contrario. Contando con tu licencia, quiero volver a dar fin a mi hecho.
«Tú la tienes», me dixo. Y luego, muy corrido y temeroso de tales acaecimientos, me volví a la peña pensando cómo me convenía estar más sobre el aviso en mis hablas. Y llegando a la cueva acaecióme un acaecimiento, y tornándome a retraer muy de presto, me junté del todo a la puerta y tomé en la boca la que otras veces en la mano tomaba, y estuve pensando qué haría: si entraría en la cueva o iría a dar las armas a quien las prometí. En fin, pensé si entrara, por ventura sería acusado de ladronicio, diciendo habella yo comido, pues no había de ser hallado, el cual era caso feo y digno de castigo. En fin, vuelvo al exército, el cual ya movía en mi socorro, porque me había visto cobrar la espada; y aun por mostrar yo más ánimo, cuando la cobré de sobre la pared que a la boca de la cueva estaba, esgremí torciendo el hocico, y a cada lado hice con ella casi como un revés.
Llegando al general, humillando la cabeça ante él, teniendo, como pude, el espada por la empuñadura en mi boca, le dixe: «Gran señor, veis aquí las armas de nuestro enemigo: de hoy no hay más que temer la entrada, pues no tiene con qué defenderla. Vos lo habéis hecho como valiente atún, y seréis gualardonado de tan gran servicio. Y, pues, con tanto esfuerço y osadía ganastes la espada, y me parece os sabréis aprovechar della mejor que otro, tenedla hasta que tengamos en poder este malvado».
Y luego llegaron infinitos atunes a la boca de la cueva, mas ninguno fue osado de entrar dentro, porque temían no le quedasse puñal. Yo me preferí a ser el primero de la escala, con tal que luego me siguiessen y diessen favor; y esto pedía porque hubiesse testigos de mi inocencia; mas tanto era el miedo que a Lázaro habían, que nadie quería seguirme, aunque el general prometía grandes dádivas al que comigo segundasse. Pues estando assí, díxome el gran capitán qué me parecía que hiciesse, pues ninguno me quería ser compañero en aquella peligrosa entrada. Y yo respondí que por su servicio me atrevería a entrarla solo si me assegurassen la puerta, que no temiessen de ser comigo. Él dixo que assí se haría, y que cuando los que allí estuviessen no osassen, que él me prometía seguirme. Entonces llegó el capitán Licio y dixo que entraría tras mí. Luego comienço a esgremir mi espada a un cabo y a otro de la cueva y a echar con ella muy fieras estocadas, y lánçome dentro diciendo a grandes voces: «¡Victoria, victoria! ¡Viva el gran mar y los grandes moradores dél, y mueran los que habitan la tierra!»
Con estas voces, aunque mal formadas, el capitán Licio, que ya dixe me siguió y entró luego tras mí, el cual aquel día estrañamente se señaló y cobró comigo mucho crédito en velle tan animoso y aventajado de los otros; y a mí parecióme que un testigo no suele dar fe, y no quitándome de la entrada, comienço a pedir socorro. Mas por demás era mi llamar, que maldito el que se osaba aun allegar. Y no es de tener a mucho, porque en mi conciencia lo mismo hiciera yo si pensara lo que ellos: para qué es si no decir la verdad. Mas entrábame como por mi casa, sabiendo que un caracol dentro no estaba. Comencé a animallos diciéndoles: «¡Oh poderosos, grandes y valerosos atunes!, ¿dó está vuestro esfuerço y osadía el día de hoy? ¿Qué cosa se os ofrecerá en que ganéis tanta honra? ¡Vergüença, vergüença! Mirad que vuestros enemigos os ternán en poco siendo sabidores de vuestra poca osadía».
Con estas y otras cosas que les dixe, aquel gran capitán, más con vergüença que gana, bien espaciosamente entró dando muy grandes voces: «¡Paz, paz!», en lo cual bien conocí que no las traía todas consigo, pues en tiempo de tanta guerra pregonaba paz. Desque fue entrado, mandó a los de fuera que entrassen, los cuales pienso yo que entraron con harto poco esfuerço; mas como no vieron al pobre Lázaro, ni defensa alguna, aunque hartos golpes de espada daba yo por aquellas peñas, quedaron confusos, y el general corrido de lo poco que acorrió al socorro mío y de Licio.