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La segunda parte de Lazarillo de Tormes/II

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Capítulo II

Cómo Lázaro, por importunación de amigos, se fue a embarcar para la guerra de Argel, y lo que allá le acaeció.


Sepa Vuestra Merced que estando el triste Lázaro de Tormes en esta gustosa vida, usando su oficio y ganando él muy bien de comer y de beber, porque Dios no crió tal oficio, y vale más para esto que la mejor veinteycuatría de Toledo; estando assí mismo muy contento y pagado con mi mujer y alegre con la nueva hija, sobreponiendo cada día en mi casa alhaja sobre alhaja, mi persona muy bien tratada, con dos pares de vestidos, unos para las fiestas y otros para de contino, y mi mujer lo mismo, mis dos docenas de reales en el arca, vino a esta ciudad, que venir no debiera, la nueva para mí, y aún para otros muchos de la ida de Argel. Y començáronse de alterar unos, no sé cuántos vecinos míos, diciendo: «Vamos allá, que de oro hemos de venir cargados.» Y començáronme con esto a poner codicia; díxelo a mi mujer, y ella, con gana de volverse con mi señor el Arcipreste, me dixo: «Haced lo que quisiéredes, mas si allá vais y buena dicha tenéis, una esclava querría que me truxéssedes que me sirviesse, que estoy harta de servir toda mi vida. Y también para casar a esta niña no serían malas aquellas tripolinas y doblas zahenas, de que tan proveídos dicen que están aquellos perros moros».

Con esto y con la codicia que yo me tenía, determiné (que no debiera) ir a este viaje. Y bien me lo desviaba mi señor el Arcipreste, mas yo no lo quería creer: al fin habían de passar por mí más fortunas de las passadas. Y assí, con un caballero de aquí, de la Orden de San Juan, con quien tenía conocimiento, me concerté de le acompañar y servir en esta jornada, y que él me hiciesse la costa, con tal que lo que allá ganasse fuesse para mí. Y assí fue que gané, y fue para mí mucha malaventura, de la cual, aunque se repartió por muchos, yo truxe harta parte.

Partimos desta ciudad aquel caballero y yo, y otros y mucha gente, muy alegres y muy ufanos como a la ida todos van; y por evitar prolixidad, de todo lo acaecido en este camino no hago relación, por no hacer nada a mi propósito. Mas de que nos embarcamos en Cartagena y entramos en una nao bien llena de gente y vituallas, y dimos con nosotros donde los otros, y levantóse en el mar la cruel y porfiada fortuna que habrían contado a Vuestra Merced, la cual fue causa de tantas muertes y pérdida, cual en el mar gran tiempo ha no se perdió; y no fue tanto el daño que la mar nos hizo, como el que unos a otros nos hecimos; porque como fue de noche, y aun de día el tiempo recio de las bravas ondas y olas del tempestuoso mar tan furiosas ningún saber había que lo remediasse, que las mismas naos se hacían pedaços unas con otras, y se anegaban con todos los que en ellas iban. Mas pues sé que de todo lo que en ella passó y se vio Vuestra Merced estará, como he dicho, informado de muchos que lo vieron y passaron, y quiso Dios que escaparon, y de otros a quien aquellos lo han contado, no me quiero detener en ello, sino dar cuenta de lo que nadie sino yo la puede dar, por ser yo solo el que lo vio, y el que de todos los otros juntos que allí estuvieron ninguno mejor que yo lo vi. En lo cual me hizo Dios grandes mercedes, según Vuestra Merced oirá.

De moro ni de mora no doy cuenta, porque encomiendo al diablo el que yo vi. Mas vi la nuestra nao hecha pedaços por muchas partes, vila hacer por otras tantas, no viendo en ella mástil ni entena, todas las obras muertas derribadas y el caxco tan hecho caxcos, y tal cual he dicho.

Los capitanes y gente granada que en ella iban saltaron en el barco y procuraron de se mejorar en otras naos, aunque en aquella sazón pocas había que pudiessen dar favor. Quedamos los ruines en la ruin y triste nao, porque la justicia y cuaresma diz que es más para estos que para otros. Encomendámosnos a Dios y començámosnos a confessar unos a otros, porque dos clérigos que en nuestra compañía iban, como se decían ser caballeros de Jesucristo, fuéronse en compañía de los otros y dexáronnos por ruines. Mas yo nunca vi ni oí tan admirable confessión: que confessarse un cuerpo antes que se muera acaecedera cosa es, mas aquella hora entre nosotros no hubo ninguno que no estuviesse muerto. Y muchos que cada ola que la brava mar en la mansa nao embestía, gustaban la muerte, por manera que pueden decir que estaban cien veces muertos, y assí, a la verdad, las confessiones eran de cuerpos sin almas. A muchos dellos confessé, pero maldita la palabra me decían sino sospirar y dar tragos en seco, que es común a los turbados, y otro tanto hice yo a ellos, pues estándonos anegando en nuestra triste nao, sin esperança de ningún remedio que para evadir la muerte se nos mostrasse, después de llorada por mí mi muerte y arrepentido de mis pecados, y más de mi venida allí, después de haber rezado ciertas devotas oraciones que del ciego mi primero amo aprendí aprobadas para aquel menester, con el temor de la muerte vínome una mortal y grandíssima sed, y considerando cómo se había de satisfacer con aquella salada, mal sabrosa agua del mar, parecióme inhumanidad usar de poca caridad comigo mismo, y determiné que en lo que la mala agua había de ocupar era bien engullirlo de vino excelentíssimo que en la nao había, el cual aquella hora estaba tan sin dueño como yo sin alma, y con mucha priessa comencé a beber. Y allende de la gran sed que el temor de la muerte y la angustia della me puso, y también no ser yo de aquel oficio mal maestro, el desatino que yo tenía, sin casi saber lo que hacía, me ayudó de tal manera, que yo bebí tanto, y de tal suerte me atesté, descansando y tornando a beber, que sentí de la cabeça a los pies no quedar en mi triste cuerpo rincón ni cosa que de vino no quedasse llena, y acabando de hacer esto y la nao hecha pedaços, de sumirse con todos nosotros todo fue uno. Esto sería dos horas después de amanecido; quiso Dios que con el gran desatino que hube de me sentir del todo en el mar, sin saber lo que hacía, eché mano a mi espada, que en la cinta tenía, y comencé a baxar por mí mar abaxo.

Aquella hora vi acudir allí gran número de pescados grandes y menores, de diversas hechuras, los cuales, ligeramente saliendo, con sus dientes de aquellos mis compañeros despedaçaban y los talaban. Lo cual viendo, temí que lo mismo harían a mí que a ellos si me estuviesse con ellos en palabras; y con esto dexé el bracear que los que se anegan hacen, pensando con aquello escapar de la muerte, de más y allende que yo no sabía nadar, aunque nadé por el agua para abaxo, y caminaba cuanto podía mi pesado cuerpo, y començóme a apartar de aquella ruin conversación priessa y ruido y muchedumbre de pescados que al traquido que la nao dio acudieron; pues yendo yo assí baxando por aquel muy hondo piélago, sentí y vi venir tras mí grande furia de un crecido y gruesso exército de otros peces, y según pienso venían ganosos de saber a qué yo sabía; y con muy grandes silbos y estruendo se llegaron a quererme asir con sus dientes. Yo, que tan cercano a la muerte me vi, con la rabia de la muerte, sin saber lo que hacía, comienço a esgremir mi espada, que en la diestra mano llevaba desnuda, que aún no la había desamparado, y quiso Dios me sucediesse de tal manera, que en un pequeño rato hice tal riça dellos dando a diestro y a siniestro, que tomaron por partido apartarse de mí algún tanto; y, dándome lugar, se començaron a ocupar en se cebar de aquellos de su misma nación a quien yo defendiéndome había dado la muerte, lo cual yo sin mucha pena hacía, porque como estos animales tengan poca defensa, y sus cuberturas menos, en mi mano era matar cuantos quería, y a cabo de un gran rato que dellos me aparté, yéndome siempre baxando, y tan derecho como si llevara mi cuerpo y pies fixados sobre alguna cosa, llegué a una gran roca que en medio del hondo mar estaba, y como me vi en ella de pies, holguéme algún tanto y comencé a descansar del gran trabajo y fatiga passada, la cual entonces sentí, que hasta allí con la alteración y temor de la muerte no había tenido lugar de sentir.

Y como sea común cosa a los afligidos y cansados respirar, estando sentado sobre la peña di un gran sospiro, y caro me costó, porque me descuidé y abrí la boca, que hasta entonces cerrada llevaba, y como había ya el vino hecho alguna evacuación por haber más de tres horas que se había embasado lo que dél faltaba, tragué de aquella salada y desaborida agua, la cual me dio infinita pena rifando dentro de mí con su contrario. Entonces conocí cómo el vino me había conservado la vida, pues por estar lleno dél hasta la boca no tuvo tiempo el agua de me ofender; entonces vi verdaderamente la filosofía que cerca desto había profetizado mi ciego, cuando en Escalona me dixo que si a hombre el vino había de dar vida había de ser a mí. Entonces tuve gran lástima de mis compañeros que en el mar padecieron, porque no me acompañaron en el beber, que, si lo hicieran, estuvieran allí comigo, con los cuales yo recibiera alguna alegría. Entonces entre mí lloré todos cuantos en el mar se habían anegado, y tornaba a pensar: «quiçá, aunque bebieran, no tuvieran el tesón conveniente, porque no son todos Lázaro de Tormes, que deprendió el arte en aquella insigne escuela y bodegones toledanos con aquellos señores de otra tierra».

Pues estando assí passando por la memoria estas y otras cosas, vi que venían do yo estaba un gran golpe de pescados, los unos que subían de lo baxo y los otros que baxaban de lo alto, y todos se juntaron y me cercaron la peña. Conocí que venían con mala intención, y con más temor que gana me levanté con mucha pena y me puse en pie para ponerme en defensa; mas en vano trabajaba, porque a esta sazón yo estaba perdido y encallado de aquella mala agua que en el cuerpo se me entró. Estaba tan mareado, que en pies no me podía tener, ni alçar la espada para defenderme. Y como me vi tan cercano a la muerte, miré si vería algún remedio, pues buscallo en la defensa de mi espada no había lugar, por lo que dicho tengo; y andando por la peña como pude, quiso Dios hallé en ella una abertura pequeña y por ella me metí; y de que dentro me vi, vi que era una cueva que en la mesma roca estaba, y aunque la entrada tenía angosta, dentro había harta anchura y en ella no había otra puerta. Parecióme que el Señor me había traído allí para que cobrasse alguna fuerça de la que en mí estaba perdida; y cobrando algún ánimo vuelvo el rostro a los enemigos, y puse a la entrada de la cueva la punta de mi espada. Y assímismo comienço con muy fieras estocadas a defender mi homenaje.

En este tiempo toda la muchedumbre de los pescados me cercaron, y daban muy grandes vueltas y arremetidas en el agua, y llegábanse junto a la boca de la cueva; mas algunos que de más atrevidos presumían, procurando de me entrar, no les iba dello bien; y como yo tuviesse puesta la espada lo más recio que podía con ambas manos a la puerta, se metían por ella y perdían las vidas; y otros que con furia llegaban heríanse malamente, mas no por esto levantaban el cerco. En esto sobrevino la noche, y fue causa que el combate algo más se afloxó, aunque no dexaron de acometerme muchas veces por ver si me dormía o si hallaban en mí flaqueza.

Pues estando el pobre Lázaro en esta angustia, viéndome cercado de tantos males en lugar tan estraño y sin remedio, considerando cómo mi buen conservador el vino poco a poco me iba faltando, por cuya falta la salada agua se atrevía y cada vez se iba comigo desvergonçando, y que no era possible poderme sustentar siendo mi ser tan contrario de los que allí lo tienen, y que assí mismo cada hora las fuerças se me iban más faltando, assí por haber gran rato que a mi atribulado cuerpo no se había dado refeción sino trabajo, como porque el agua digiere y gasta mucho, ya no esperaba más de cuando el espada se me cayesse de mis flacas y tremulentas manos, lo cual luego que mis contrarios viessen, executarían en mí muy amarga muerte haciendo sus cuerpos sepultura. Pues todas estas cosas considerando, y ningún remedio habiendo, acudí a quien todo buen cristiano debe acudir, encomendándome al que da remedio a los que no le tienen, que es el misericordioso Dios nuestro señor. Allí de nuevo comencé a gimir y llorar mis pecados, y a pedir dellos perdón y a encomendarme a Él de todo mi coraçón y voluntad, suplicándole me quisiesse librar de aquella rabiosa muerte, prometiéndole grande enmienda en mi vivir, si de dármela fuesse servido. Después torné mis plegarias a la gloriosa Santa María madre suya y señora nuestra, prometiendole visitalla en las sus casas de Monserrat y Guadalupe, y la Peña de Francia. Después vuelvo mis ruegos a todos los santos y santas, especialmente a San Telmo y al señor Sant Amador, que también passó fortunas en la mar cuajada. Y esto hecho, no dexé oración de cuantas sabía que del ciego había deprendido, que no recé con mucha devoción: la del Conde, la de la emparedada, el Justo Juez y otras muchas que tienen virtud contra los peligros del agua.

Finalmente, el Señor, por virtud de su passión y por los ruegos de los dichos y por lo demás que ante mis ojos tenía, con obrar en mí un maravilloso milagro, aunque a su poder pequeño, y fue que estando yo assí sin alma, mareado y medio ahogado de mucha agua que, como he dicho, se me había entrado a mi pesar, y assí mismo encallado y muerto de frío de la frialdad, que mientras mi conservador en sus trece estuvo, nunca había sentido, trabajado y hecho pedaços mi triste cuerpo de la congoxa y continua persecución, y desfallecido del no comer, a deshora sentí mudarse mi ser de hombre, quiera no me cate, cuando me vi hecho pez, ni más ni menos, y de aquella propia hechura y forma que eran los que cerrado me habían tenido y tenían. A los cuales, luego que en su figura fui tornado, conocí que eran atunes, entendí cómo entendían en buscar mi muerte, y decían: «Este es el traidor, de nuestras sabrosas y sagradas aguas enemigo. Este es nuestro adversario y de todas las naciones de pescados que tan executivamente se ha habido con nosotros desde ayer acá, hiriendo y matando tantos de los nuestros; no es possible que de aquí vaya; mas venido el día, tomaremos dél vengança».

Assí oía yo la sentencia que los señores estaban dando contra el que ya hecho atún como ellos estaba. Después que un poco estuve descansado y refrescando en el agua, tomando aliento y hallándome tan sin pena y passión como cuando más sin ella estuve, lavando mi cuerpo de dentro y de fuera en aquella agua que al presente, y dende en adelante, muy dulce y sabrosa hallé, mirándome a una parte y a otra por ver si vería en mí alguna cosa que no estuviesse convertido en atún. Estándome en la cueva muy a mi placer, pensé si sería bien estarme allí hasta que el día viniesse, mas hube miedo me conociessen y les fuesse manifiesta mi conversión. Por otro cabo, temía la salida por no tener confiança de mí si me entendería con ellos y les sabría responder a lo que me interrogassen, y fuesse esto causa de descubrirse mi secreto; que aunque los entendía y me veía de su hechura, tenía gran miedo de verme entre ellos. Finalmente, acordé que lo más seguro era no me hallassen allí, porque ya que no me tuviessen por dellos, como no fuesse hallado Lázaro de Tormes, pensarían yo haber sido en salvalle y me pedirían cuenta dél, por lo cual me pareció que saliendo antes del día y mezclándome con ellos, con ser tantos, por ventura no me echarían de ver ni me hallarían estraño; y como lo pensé, assí lo puse por obra.