La segunda parte de Lazarillo de Tormes/VII
Capítulo VII
Cómo, sabido por Lázaro la prisión de su amigo Licio, lo lloró mucho él y los demás, y lo que sobre ello se hizo.
Estas tristes y dolorosas nuevas nos truxeron algunos de los que con él ido habían, dándonos esta relación a todos, y cómo le habían hecho cargo de lo que he dicho, y la manera que en el oílle y estar con él a derecho se tenía; porque todos los jueces que en ello entendían tenía sobornados el general, y que según pensaban, y la cosa tan de rota iba, no podría escapar de breve y rabiosa muerte.
A esta hora me acordé y dixe entre mí aquel dicho del conde Claros antiguo, que dice:
¿Cuándo acabarás, ventura?
¿Cuándo tienes de acabar?
En la tierra mil desastres,
y en las mares mucho más.
Començóse entre nosotros un llanto y alaridos, y en mí doblado, porque lloraba al amigo y lloraba a mí, que faltando él no esperaba vivir, quedando en medio del mar y de mis enemigos, del todo solo y desamparado. Parecióme que aquella compañía se quexaba de mí, y con justa causa y razón, pues yo era causante que lo perdiessen al que bien querían. No sin causa decía su atuna: «Vos, mi señor, tan triste de mí os partistes, sin quererme dar parte de vuestra tristeza; bien pronosticábades vos mi grande pérdida». «Sin duda -decía yo-, este es el sueño que vos, mi buen amigo, soñastes; esta es la tristeza con que vos de mí os partistes, alexándonos con ella». Y assí, cada uno decía y lamentaba. Dixe delante de todos: «Señora, y señores y amigos, lo que con las tristes nuevas hemos hecho ha sido muy justo, pues cada uno de nosotros muestra lo que siente; mas, ya que este primer movimiento, que en mano de nadie es passado, justo será, mis señores, que pues con lloro nuestra pérdida no se cobra, que demos orden brevemente en pensar el mejor remedio que nos convenga». Y esto pensando y visto, ponello luego en execución, pues, según dicen estos señores, la demasiada priessa que nos dan los que nos desaman lo requiere.
La hermosa y casta atuna, que derramando muchas lágrimas de sus graciosos ojos estaba, me respondía: «Todos vemos, esforçado señor, ser gran verdad lo que decís, y assí mismo la demasiada necessidad que de nuevo tenemos; por lo cual, si estos señores y amigos de mi parecer son, debemos todos de remitirnos a vos como a quien Dios ha puesto claro y señalado seso, y pues Licio, mi señor, siendo tan cuerdo y sabio, sus arduos y pesados negocios de vos confiaba y vuestro parecer seguía, no pienso errar, aunque soy una flaca hembra, en suplicaros lo toméis a cargo de proveer y ordenar lo que convenga a la salvación del que de un verdadero amor os ama, y al consuelo desta triste que siempre os quedará en gran deuda».
Y esto dicho, tomó a su gran llanto, y todos hecimos lo mesmo. Melo y otros atunes con la señora capitana estaban, y con ella se hallaron a su parecer conformes, los cuales me dieron cargo desta empresa, ofreciéndose a seguirme y hacer todo lo que yo les mandasse. Pues viendo que yo era obligado a hacerlo, de ponerme en todo cuidado y trabajo por el que por mí en tanto estrecho estaba, comedidamente lo acepté diciéndoles conocer yo que cada cual de sus mercedes lo hiciera mejor; mas, pues eran servidos que yo lo hiciesse, a mí me placía. Diéronme las gracias, y luego allí acordamos se hiciesse saber a todo el exército, lo cual luego fue hecho, y dentro en tres días fueron todos juntos. Yo escogí para mi consejo doce dellos, los más ricos, y no tuve respeto a más sabios si eran pobres, porque assí lo había visto hacer cuando era hombre en los ayuntamientos do se trataban negocios de calidad; y assí vi hartas veces dar con la carga en el suelo, porque, como digo, no miran sino que anden vestidos de seda, no de saber. Y estos apartados, fue el uno dellos Melo y la señora capitana, que era muy sesuda hembra, cosa por cierto muy clara en tierra y en mar. Y esto hecho, mandamos a toda la compañía se fuessen a comer y viniessen luego a punto de guerra: los armados con sus armas, los otros con sus cuerpos.
Venidos que fueron, hice contallos, y hallamos por número diez mil y ciento y nueve atunes, todos estos de pelea, sin hembras, pequeños y viejos; los cinco mil dellos armados, cuál de espada o puñal, lança y cuchillo. Todos estos hicieron juramento en mi cola, que sobre su cabeça pusieron a usança de allá (y aun reíme, en cuanto hombre, entre mí de la donosa cerimonia), que harían lo que yo les mandasse, y pornían sus armas, y los que no las tuviessen, sus dientes, en quien yo les dixesse, procurando con todas sus fuerças librar a su capitán, guardando la debida lealtad a su rey.
Acordamos en el consejo de guerra que la señora capitana fuesse con nosotros, muy bien acompañada de otras cien atunas, entre las cuales llevó una hermana suya, doncella muy hermosa y apuesta. Y hecimos tres escuadrones: el uno de todos los atunes desarmados y los dos de los que llevaban armas. En la vanguardia iba yo con dos mil y quinientos armados, y en la retaguardia iba Melo con otros tantos. Los desarmados y carruaje iban en medio, y llevando assímismo con nosotros nuestros pajes ya dichos, que las espadas nos llevaban.