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La sirena negra: 18

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La sirena negra
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

Tadeo se presentó a los tres minutos. Venía azorado: sin duda había oído desde abajo gritos roncos, ruidos de lucha.

-¿Quiere algo el señor? Me parecía...

-Nada... Váyase usted...

Se fue, sin convencerse. Las caras diplomáticas de los criados ¡qué expresivas son! Me acosté y no pude dormir. Un devaneo de insensatez se apodero de mí. Me sentía envuelto en lodo, hecho de lodo, y lo peor era que el lodo que me formaba discurría y se juzgaba a sí mismo, y se encontraba doblemente lodo, no tanto por el delito perpetrado, como por lo instintivo, lo vulgar del delito -mero impulso-, y por haberlo cometido en perjuicio propio. ¡Escoger para la inicua barbaridad la misma noche en que, del mar apacible y desembrujado, de los setos y matorrales enflorecidos, de la risa de un niño, de la ternura maternal de una mujer, había nacido para mí el porvenir, la aceptación de mi suerte, mi reconciliación con el mundo! Las hieles del mal me tiñeron de negro el corazón; la roezón del gusano infatigable que me devora desde la niñez se hizo insufrible; creía ver su cuerpo anillado, blanducho y sus mandíbulas córneas, en movimiento. Al levantarme, en la luna de mi armario, me encontré caduco, deshecho, agobiado, maduro para morir.

Morir, sí... ¿Quién ha pensado en otra cosa? Es lo único que puede realizar mi destino, lo único que colmará de una vez mis afanes infinitos, mis nostalgias sin forma y sin nombre. Ayer era casi dichoso. ¡Ah! ¡Una sola noche sin dormir, cómo modifica nuestro concepto de la existencia! Por un sueño tranquilo, total, cambiaríamos todo el oropel, toda la farsa, todo lo que es más sueño que el sueño... ¡Y pensar que tenemos el sueño dulce, constante, igual, eterno, en nuestras manos, y que titubeamos en cerrar los ojos, en revolvernos preparándonos al delicioso letargo; en extendernos cómodamente antes de perder de un modo insensible, sin notar el momento de la transición, la amarga conciencia de nuestro existir! Dada la media vuelta, adiós contrariedades... ¿Miedo? ¿Aprensión del dolor? Si tengo frialdad para prepararlo todo bien, lograré lo que en el sueño fisiológico: no me daré cuenta del paso de esto a aquello... Apenas un estremecimiento, una convulsión instantánea, un gemido, un esguince... y después... la nada... Sí; incrustese bien en mi cerebro lancinado la idea: nada. En la sima, únicamente hallaré tinieblas, limbos, lo vago, lo caótico de la desintegración de mis elementos, asociados para sufrir...

Me levanto pensando en lo que me he propuesto. No tengas celos tú, mi antigua amada; te he sido infiel, pero ya vuelvo a ti. Espérame, que tardaré poco.

Tadeo entra a servirme el desayuno. Viene inquieto, enigmático. Su cara acartonada de criado de alta sociedad y alto salario le vende un instante, cuando distingue, al pie de la butaca que yo había brindado a Annie, una horquilla de celuloide con chispas de estrás. La recoge y, respetuoso, la coloca sobre mi mesa de tocador.

-¿Se ha levantado ya miss Annie? -pregunto, dominando la ronquera que producen las emociones.

-¡Miss Annie! Señorito, ¡cuánto hará que se ha levantado, que hizo su baúl y salió hacia el pueblo! Dice que se marcha a Vigo en el primer coche, el de mediodía. Y la acompañó don Desiderio; ella le aviso; le mandó recado, tempranito. El señor dirá cómo se ha de hacer con el niño y quién le va a cuidar.

¡El niño!... Mi hijo... el hijo de mi voluntad, de mi aspiración, de mi cariño espiritualizado, superior al instinto... ¡Y yo que no pensaba en él!

-Allá voy ahora mismo -dije, precipitando el cepillado de mi pelo y rechazando el chocolate.

Al niño -cuenta mía es- hay que dejarle bien acomodado, bien seguro en la tierra... No se lo legaré a Camila, sino a Trini, ya que un momento ha parecido tener entrañas para él... Si es preciso, me uniré a Trini en matrimonio, y al regresar de la iglesia... Quizá esto sea lo mejor. ¡Ea!, a poner en práctica lo decidido... Cuanto antes. Hoy mismo iré al balneario. Si Trini accediese, antes de una semana... Fingiré impaciencias de hombre súbitamente entusiasmado y que quiere lograr pronto su deseo, temeroso de que, al correr el tiempo, el deseo se gaste... Engañaré a Camila, que me ayudará ignorando mis verdaderos fines... ¿Serán estos planes el disfraz de una cobardía ante el acto supremo? No; es lo contrario; es que el acto no será en mí fruto de un arrebato, sino cristalización de aspiraciones y tendencias continuas, contra las cuales ya no tengo defensa. Bien me he resistido... Ya no batallo. Seca mía, venciste. Te llevo en la masa de la sangre. Abre tu tálamo frío...

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Han transcurrido pocas horas desde que así pensaba... y en ellas cupo el suceso más espantoso... No sé cómo decírmelo a mí mismo, en mi autoconfesión... Y el suceso es lo de menos; nunca un suceso vale nada... Los efectos del suceso en mí... Soy otro, y de esta vez, soy otro para siempre.

¿Cómo se ha inmutado mi ser? He aquí lo que no comprendo, lo que me confunde, y al mismo tiempo me inunda de dolor y de felicidad... No acierto, ni quiero, con el análisis de este sentir. Dos fuentes son mis ojos, y el manantial está tan adentro..., tan adentro... y se encontraba tan cerrado, tan intacto... que de fijo no lo agotaré nunca...

Reconstruyo la escena a esta hora avanzada de la noche, entre la majestad del silencio, con la ventana abierta, el chisporroteo de las velas encendidas, hallándome libre de la sociedad humana, solo y acompañado... ¡Basta! Tengo que escucharme a mi propio, tengo que intimar conmigo..., tengo que persuadirme de esta maravilla que en mi resplandece. ¡En mí! ¿Y qué puede importarme sino lo que es en mí? En mí mismo es donde todo sucede para mí, aunque lo produzca algo que no soy yo...

¿A ver?... Las once de la mañana serían cuando Solís regresé de Portodor, habiendo dejado a Annie en el coche de Vigo. Desde la estrecha terraza que sombrea el emparrado, y en que yo estaba sentado madurando mis proyectos, con el niño -¡el niño!- jugando a mis pies, vi distintamente al profesor asomar y esconderse reiteradamente, según le cubría o no el follaje de los robles o el matorral de zarzales. Aun cuando su faz, a causa de la distancia, no era sino una mancha blanquecina, se advertía en esa mancha algo desusado, y en el andar, lo mismo. Sin embargo, no venía lo que suele entenderse por descompuesto, y era doblemente aterrador notar cómo la resolución comunicaba no sé qué de automático a su andar, y, cuando se hubo aproximado, cómo su rostro, del color enfermizo de la arcilla blanca y seca, se había crispado y metalizado. Sus ojos, sangrientos, despedían un brillo de piedra preciosa, como el de las pupilas de los felinos. Era la salvajina que ventea el momento de saltar y destruir.

Llegó ante mí, se paró en seco, sin hacer, ni por cortesía, la indicación de saludarme, y deslizó la mano derecha en el bolsillo de su cazadora. Los artificiosos convencionalismos del respeto, la mentira social, habían desaparecido. Ni él era el asalariado, ni yo el protector. Nos igualaba una situación dramática, anterior, en la historia de la humanidad, a salarios, contratos y servidumbres.

-Ya supondrá usted a lo que vengo -profirió, apretando los dientes.

-Sí, me lo figuro -respondí desdeñoso-. Ha hablado usted con Annie y trae el propósito de matarme. Falta -añadí, cediendo a mi espíritu de altivez sentimental- que tenga usted valor para ello.

-Valor me sobra; pero... no soy un asesino. Vaya usted por su revólver y véngase conmigo ahí, al bosque, detrás de la piedra de la Moura, a que arreglemos este asunto.

-Lo puede usted arreglar más fácilmente sin eso. No pienso defenderme -contesté con la mayor sinceridad; era, en efecto, mi propósito: ella venía a mí... y yo, cansado y anheloso a la vez, abría los brazos para recibirla y para estrecharla...

-Se defenderá usted, cobarde, mal caballero, villano -gritó Solís, añadiendo algunas de esas interjecciones y calificaciones lupanarias con las cuales la estupidez cree reforzar el alcance y sentido de la injuria-. Se defenderá usted, porque le voy a dar un bofetón en el otro carrillo, en el que no tiene usted hinchado de mano de mujer.

Y su puño se tendió como una palanca de hierro, y me hirió brutalmente, en pleno rostro. Asomaron a mi nariz gotas de sangre, que salpicaron mi pechera, y entonces oí el llanto desconsolado de Rafaelín, que chillaba:

-Father! Father!

No hice caso de la aflicción de aquel cariño inocente... No hice caso. El negro velo en que ella se envuelve flotaba ante mis ojos. Lo había olvidado todo, todo, menos que iba a encontrarme con la maga de mis ensueños; que iba a dormir, saturado de láudano, en su fresco regazo de sombra. Sacudí la cabeza; hice un gesto de indiferencia y perdón, y mirando a Solís, cuya cara era la de un precito revolviéndose entre el fuego que le calcina, exclamé:

-No me defiendo. Haga usted lo que quiera. Pago mi deuda... Le agradeceré que despache pronto.

-Lo que quiera, ¿eh? -repitió él con atroz ironía-. Pues ya que se empeña usted... -y enviando otra vez la mano al bolsillo, sacó el revólver. Vi el reflejo del sol en el cañón y, al mismo tiempo, sentí que me besaban ardientemente unos labios suaves. Solís disparó dos veces... ¿Cómo sucedió lo que sucedió? Hay acontecimientos sin fácil explicación para quien en ellos figura. Hay un instante en que las cosas pasan como quieren pasar, sin que, arrastrados por el torrente de los hechos, podamos intervenir, ni comprender siquiera. Preciso es suponer que, al apuntar Solís, o yo me desvié involuntariamente, rehuyendo lo que deseaba, temiendo el instinto lo que buscaba la mente, o el pulso del homicida vaciló, haciéndole torcer la puntería la misma furia de su alma. Ello es que, después de las dos detonaciones, yo me sentí ileso y vi a Solís hacer un gesto y lanzar una exclamación de horror, correr un instante como si le persiguiesen, volverse, meterse el cañón del arma dentro de la boca y caer hacia adelante, extendido, como un pelele que se sale fuera de la manta. Y, a mis pies, yacía el niño -un niño distinto de Rafaelín, porque era de cera, un niño como el que yo había visto en mi sueño macabro la última noche que velé a la madre...

-Hijo mío -grité desde el fondo de mi espíritu-. ¡Hijo, nene, mi tesoro! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Tadeo!, ¡Tadeo! Vengan, acudan... Muerto, muerto mi niño...

Y le estrechaba, y le besaba, y las lágrimas -para mí desconocidas- afluyeron, como afluyen ahora, ahora que velo al santito, tendido sobre una colcha de seda azul, cubierto de flores y más céreo, más blanco que nunca... ¡Dispararon sobre mí, y cayó Rafael! No tiene sino una explicación el caso horrible... La criatura, al ver que me hería en la cara el puño de Solís, corrió hacia mí llorando; y no pudiendo alcanzarme para besarme, hizo lo que otras veces: subió medio a gatas por el declive de la rampa de piedra que orilla la terraza, rampa en que yo estaba apoyado, y se puso a mi altura, hasta llegar a mi rostro. Los dos proyectiles fueron para él: uno le alcanzó en el brazo que levantaba; otro, por el sobaco, penetró en el pulmón, abrasándolo instantáneamente...

He conservado a la víctima todo el día en mis brazos. No me saciaba de mirarle. Apenas he respondido a los interrogatorios, a las chinchorrerías de la justicia humana, que empiezan a caer sobre mí. He dado dinero, he sembrado billetes, para que se me deje en libertad provisional y con el cuerpo de Rafael. En mis declaraciones he tratado de salvar a todos; a miss Annie, la instigadora, para que no se la persiga; a Solís, para que no se infame su recuerdo. He ordenado que se le hagan toda especie de honores póstumos y no he querido ver su cadáver, que se han llevado para las necesarias diligencias. A mí, que me permitan estar con mi niño, el que dio por mí su vida, sellando el sacrificio con un beso celeste...

¿Qué me dices, niño de mejillas blancas? ¿Qué me sugieren tus labios de rosa tronchada, y tus ojos vidriados, y tu sonrisa graciosa, y tu aspecto de Jesús durmiente sobre la cruz de su martirio? ¿Qué efluvios me vienen de ti? ¿Qué siento, qué pienso, qué quiero, en esta velada en que no reposaré, por hacerte compañía hasta el último momento en que tu frágil forma vuelva a la tierra?

He aquí lo que me murmuró tu boca helada; el aire que me trajeron tus alas invisibles:

Se me figura que mi corazón, aquel corazón hastiado, recocido en todos los amargores de mi siglo, curtido en egoísmo, me lo han sacado del pecho. Fuiste tú quien me lo arrancaste de allí, con tus deditos hoyosos, cortos, menudos; me lo quitaste como se quita un insecto venenoso de la ropa de un ser querido, para que no le muerda, ni le dé grima, y lo sacudiste y lo aplastaste, y en el sitio de aquel corazón de cordobán, me pusiste uno de carne humana, reblandecido en llanto, confitado en humildad, transverberado por la herida del arrepentimiento...

¿Será verdad? Corazón, respóndeme. ¿Eres tú el desesperado que andaba perdido de amor romántico por la Seca, y corría tras ella, con perversión de potencias y sentidos?

No; aquél no eres. Aquél era viejo, y se habrá deshecho en ceniza. He aquí que tengo un corazón virgen, joven, sangrante, limpio como una hostia. Un corazón que se ha curado de las aberraciones de la muerte y también de las concupiscencias de la vida. Un corazón resignado, apiadado, leal, que sólo desea expiar y arrodillarse para que lo levanten del suelo, o, si no merece tanto, lo dejen en él...

He aquí que me complazco en postrarme, quebrantada la dura cerviz de mi soberbia, asqueando de mi sensualidad, avergonzado de mi dureza, fuera del laberinto de complicaciones miserables en que se perdió mi espíritu... He aquí que me siento sencillo, pequeño, bienaventurado.

En esta noche decisiva, me veo claramente, veo el horror de lo que fui; veo mi gangrena y mi lacería, ocultas bajo apariencias de elegancia moral; veo en mí, en el yo de antes, al loco satánico, perverso, al sembrador de odio, al jardinero que cultiva dolores, al vaniloquio que se alzaba más arriba de sus hermanos y compañeros en el breve tránsito... Y me pesa, me pesa, me pesa tres veces, y mis lágrimas lo repiten, cayendo como perlas de mansedumbre, sobre la ropa y el cuerpo del Niño que hizo el milagro en mí.

A cada lágrima, la Seca se aleja un paso: sus canillas suenan más apagadamente en los peldaños de la escalera... La Negra se marcha escoltada por su paje rojo, el Pecado; derrotada, destronada... impotente...

¡Oh Tú, a quien he ofendido tanto! Dispón de mí: viviré como ordenes, y me llamarás cuando te plazca... ¡Pero no me abandones! Tu presencia es ya Tu perdón...