La tristeza voluptuosa: 01

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La tristeza voluptuosa de Pedro César Dominici
Primera parte
Capítulo I

Primera parte

Capítulo I

Era una gran Ciudad
que transformaba los
seres y dejaba en las almas
refinadas sensaciones extrañas



La Gare Saint Lazare estaba como siempre llena de viajeros, que accionaban nerviosamente, dando carreras en busca de algo olvidado a última hora, o disputándose con los cargadores de equipajes, mientras las locomotoras silbaban de rato en rato, y los trenes entraban y salían pavoneándose como grandes señores. Besos y risas, y abrazos y lágrimas, todo se veía a la vez, en una enorme confusión; en tanto que las agujas del reloj marcaban fríamente el tiempo, y los pasajeros, desde el andén, se hacían promesas y formaban planes para el próximo regreso. De uno de los trenes de la «Llegada» descendió un viejo muy afeitado, delgado, vestido desportman, con un gran carriel en la mano, guantes de piel de Suecia, y un sombrero de paja algo fuera de moda, y detrás un joven de diez y ocho a veinte años, que lo seguía con aire azorado, y displicente.

Al salir de la estación el viejo llamó un fiacre, hizo entrar al joven, y le dijo: «Yo iré a verlo mañana. Ya sabe, yo estoy en el Grand Hotel. Cúbrase bien para que no atrape un frío». El coche trotó por la Rue Auber, y perdióse poco apoco entre la multitud de carruajes que van y vienen, rondando como cuervos hambrientos los sitios populosos.

No obstante haber entrado ya la primavera, esa tarde, un frío intenso se había apoderado de París, y esa lluvia fina, persistente, que cae durante días enteros sin dejar ver un solo rayo de sol, convertía la Gran Ciudad en un pueblo lloroso y triste, con sus calles llenas de lodo y el fastidioso gotear de sus árboles. Las terrazas de los Cafés, en donde días anteriores no cabía la gente, estaban desiertas, y los garçones del exterior agitaban nerviosamente las servilletas, contrariados de ver sus mesas solitarias mientras adentro los clientes charlaban indiferentes entre el ruido de los platos y el humo de los cigarros. Algunos pesados fiacres de invierno habían vuelto a aparecer, que los transeúntes miraban con cierta irritación acusándolos en silencio de prolongar el mal tiempo, y el cielo color de plomo, cubierto de nubes tormentosas que se arrastraban pesadamente en el espacio como grandes cuerpos macizos, no daba esperanzas de que el tiempo cambiase.

Los ómnibus corrían más aprisa que nunca, repletos de pasajeros, mientras en los imperiales alguno que otro, por necesidad, soportaba la intemperie, hastiado de no encontrar sitio en el interior. Los agentes de Orden público tenían que hacer mayores esfuerzos para ser obedecidos y evitar la aglomeración de los vehículos, mientras los cocheros burlaban y se insultaban sin doble intención, más bien por costumbre que por cólera, y los caballos marchaban pacientes, trotando cada vez que se creían amenazados por el látigo, resbalando cadenciosamente sobre el mojado pavimento.

Pero ante los ojos espantados del joven forastero comenzaron a pasar, mientras el coche marchaba algo de prisa, algunos edificios de una majestad imponente, de una belleza sugestiva que él nunca había soñado, la gran Opera, el palacio del Louvre, el Instituto; y su cabeza le daba vueltas, aturdido de mirar tanta gente, de oír tanto ruido. Después, no se atrevió a volver a ver por las ventanillas, y permaneció triste, pensativo, temeroso del misterio, de todo lo que había de sucederle en aquella ciudad que los viejos de su tierra decían era para la juventud, más peligrosa que la guerra, más traidora que el mar. Y su alma meditaba en cosas lejanas, en cosas vagas y melancólicas, como con cierto presentimiento de extrañas transformaciones, de acontecimientos reveladores.

El carruaje había llegado ya al barrio Latino y se detenía en una de sus calles más solitarias. Atontado, sin poder darse cuenta de nada, el viajero entró en la casa, subió una larga escalera y tocó el timbre. Desde el día anterior lo esperaban. Don Fermín Doria, un rico comerciante de Sud América, hombre bonachón, que años atrás había pasado unos meses en la misma casa, había advertido al propietario.

Una vieja criada, gorda y pequeña, de cara insinuante, después de hacerle mil cortesías, hízolo entrar a un cuarto, elegante y sencillo, pero que pareció al forastero de un lujo extremado como nunca había visto en los mejores hoteles de su pueblo. La criada descendió para ayudar a montar el equipaje: un baúl algo averiado y un saco de noche que comenzaba a resentirse de las muchas travesías que había hecho; y el joven quedó solo, tratando de darse cuenta de su situación, sobrecogido de un temor inexplicable, y con ganas de regresar a su país. «Y pensar que tendré que quedarme aquí dos o tres años—se decía.—Pero no, dentro de tres meses yo fingiré que estoy enfermo, y regresaré, aunque mis compañeros se burlen de mí. Es tan triste estar tan lejos de los suyos...» De repente se le vinieron las lágrimas a los ojos y encontróse infortunado, como en una prisión, porque él no se atrevería nunca a caminar solo por esas calles, con tanta gente y tanto ruido y en medio a tanto peligro. Y pensaba en su madre viejecita, a quien tanto amaba, que tan triste había quedado con su ausencia. Recordaba perfectamente sus últimos consejos, cuando acostados los dos en una hamaca, en el largo corredor que daba al mar, y en donde se mecía ya desde la tarde con orgullo de cetáceo invencible el vapor de la línea francesa en que debía embarcarse doce horas después; ella, con sus manos entre las suyas, acariciándole con una voz suave y reposada, le decía: «¡Ten cuidado, hijo mío! París es una ciudad llena de atractivos para la juventud, y hay que ser fuerte y juicioso para no dejarse engañar con esos placeres pasajeros. Acuérdate de tu pobre amigo Vicente Cruz, a quien el Gobierno pensionó para que estudiase la música, y que ha venido a morir aquí después de seis años, tísico, y con grandes sufrimientos». Y él se defendía, y aún se creía interiormente un poco ofendido de verse comparado con su amigo. Todo el mundo en el pueblo estaba al corriente de que Vicente Cruz era un muchacho sin seriedad, que no dormía todas las noches en casa, y a quien vieron muchas veces entrar al «Club». Mientras que él era insospechable, y modelo de buena conducta, tanto, que el tío Fermín no había vacilado en hacerle venir a Europa a continuar sus estudios de medicina. Pero su pobre madre continuaba aconsejándole, como en un loco deseo de salvar a su hijo, y de llegar a verlo admirado y respetado en toda la comarca. Y ahora sonreía tristemente al ver los temores infundados de su viejecita. «¿Cómo imaginarse que él podría soportar la vida en esa gran ciudad por mucho tiempo?». Al contrario, al encontrar un pretexto se iría otra vez a su aldea inolvidable, calurosa y tranquila, en donde los naranjos florecen todo el año y son tan bellos los crepúsculos. Y al pensar así, el joven se volvía a ver en aquella última noche, cuando habiendo quedado solo en el largo corredor; la hamaca se movía monótona, y el chirrido estridente de las alcayatas producía un sonido lúgubre, mientras en el mar el buque igualmente se balanceaba, y las luces fijas de sus mástiles se le antojaban los enormes ojos de un monstruo que lo llamaba para devorarlo y que, como en los cuentos de los niños desobedientes, fatalmente se cumpliría el castigo del cielo.

El equipaje había sido colocado en un pasadizo que estaba a la entrada del departamento, cerca a la cocina, y la criada ordenaba toda la ropa en un armario de espejo, limpio y coquetón como para una recién casada. La vieja charlaba nerviosamente, sin detenerse un instante, dándole noticias de los americanos que habían vivido en la casa, y contándole sobre cada cual una historia llena de peripecias, de la que el huésped apenas se daba cuenta, por las pocas palabras de francés que comprendía. «Supongo que el señor va a comer hoy en casa, dijo de repente, con un tono amable y socarrón... ¿Y no hará como esos señores que desde la primera noche se van al D' Harcourt y a Bullier, y al mes ni abren un libro ni se acuerdan de la pobre familia. El señor estudia medicina, no...? Pues yo voy a presentarle un locatario, que habla español, y que ya tiene en la casa como un año. Va todas las mañanas al Hospital de niños. Es seguro que vendrá esta noche, porque desde antes de ayer está de pleitos con su amiga, y se recoge muy temprano. Muy simpático muchacho, aunque algo brusco, y no tiene mucha fuerza de voluntad para evitarse disgustos...» ¡Oh! ¡Los jóvenes, los jóvenes...! Y la vieja criada salió murmurando, para aparecer después con un mantel que tendió en la mesa redonda del cuarto, unos platos, un cubierto y una botella de vino. Ya era de noche y apenas se escuchaba como un trueno muy lejos, el ruido que venía de la calle en donde los estudiantes, a pesar de la lluvia casi imperceptible que seguía cayendo, cantaban canciones y reían alegremente como en un día de fiesta.

El recién llegado, después de haber comido con bastante apetito se sintió de nuevo dominado por la tristeza del país ausente, y el temor al peligro de la gran capital se hacía más fuerte en todo su ser, tan extrañas le habían parecido las historias que acababa de escuchar de los labios de la vieja criada... «¿Será verdad que es París la perdición para los hombres y que su belleza es como la belleza del pecado?... ¿Y entonces, por qué lo felicitaban todos en el pueblo y los que ya habían vivido en la Roma Moderna lo envidiaban, y al despedirlo en el muelle suspiraban y ponían los ojos blancos, como recordando delicias desconocidas y placeres que nunca han de volver?... No es posible, se pierde el que quiere perderse; él no iba a cambiar sus sentimientos y sus ideas por el simple hecho de venir a una ciudad muy grande, que al fin y al cabo sería como todas, llena de vicios para el vicioso, sana e instructiva para el hombre honrado, educado en la religión y en los santos principios».

Y fatigado de tantas emociones, con una extraña inquietud en todo su ser buscó en el sueño el descanso para su espíritu, acostándose en su gran cama de tres colchones, bella y limpia como un tálamo de novios, olvidando por primera vez a ser las oraciones que su buena madre le había enseñado en su infancia, y recordando, casi dormido, como iban desapareciendo las costas de su pueblo, mientras en el muelle la familia agitaba los pañuelos, y el buque insensible, marchaba a toda prisa mar adentro.