La tristeza voluptuosa: 02
Capítulo II
«...Adelante...» Don Diego Hernández empujó la puerta y entró al cuarto. Correctamente vestido, con un largo sobretodo marrón, sombrero de copa, y guantes, el compañero de viaje de Eduardo Doria tenía el aspecto de un viejo parisiense acostumbrado a las comodidades y a la vida de gentilhombre. En efecto, era la décima vez que visitaba París, y ya se había habituado a venir todos los años a pasar los meses de la primavera, y a tomar, como él decía, fuerzas para gastarlas en América. Había pasado su juventud trabajando en el comercio, y a los cincuenta años se había retirado de los negocios, dejando a su yerno encargado de la casa, que, como siempre, tenía buenas entradas. Su firma era de las más respetadas en la Bolsa, y una vez el Gobierno de su país, para salir de una crisis económica, le ofreció la cartera de Hacienda. Hombre práctico y perspicaz, comprendió muy pronto el juego del Gobierno, que quería abrirse créditos e inspirar confianza con semejante nombramiento, y renunció el cargo un mes después, sin pedir ni dar explicaciones. Sin embargo, desde entonces tenía un poco la manía de la política, e interiormente, aunque él no se lo dejaba adivinar, deseaba volver a ser Ministro, Gobernador o algo de importancia. Esperando que llegase el momento, se había hecho escribir un opúsculo: Estudio comparativo de nuestras finanzas, en donde, entre otras cosas, sostenía que el tesoro debía manejarse en arca de cristal, y que la bancarrota de los Gobiernos de América provenía del abuso de no limitarse a pagar el presupuesto y del deseo de lucro de algunos altos empleados. El folleto produjo buena impresión entre los comerciantes, que en cada cambio de Gabinete corrían la voz de que don Diego iba a la Hacienda, cosa que los del Poder no pensaban ni por asomo. Pero él repetía después a sus íntimos, con aires de misterio, «que sí, que le habían insinuado el asunto, pero que no aceptaba, porque él no quería meterse en esos embrollos de la política».
Amigo de muchos años de D. Fermín Doria, compañero de negocios, y de ideas muy semejantes en la manera de comprender las cosas, éste esperaba el viaje de su amigo para entregarle a su sobrino, recomendándole su instalación, y de distraerlo un poco al principio, para que el muchacho no echase de menos a la familia y al pueblo, evitando, por supuesto, hacerle conocer aquellos lugares soeces de Montmartre adonde lo había llevado D. Diego una noche y que tan fatal impresión había producido en su espíritu. Hombre circunspecto y amigo del orden, D. Fermín había asignado a su sobrino cuatrocientos francos de pensión, advirtiendo a su comisionista que en los casos de gran apuro en que el muchacho se atreviera a pedirle algo más, se lo diera, pero diciéndole que le estaba prohibido hacerlo, y reprendiéndolo un poco para que esto no se repitiese con frecuencia.
—¡Cómo!... ¡Está usted todavía en la cama! ...
—¡Ah!... Es usted D. Diego. Le pido mil perdones; pero estaba fatigadísimo, y he dormido, sin recordar que usted podría venir...
Y Eduardo no se atrevía a saltar del lecho, pensando que sería irrespetuoso vestirse delante del Sr. Hernández, y que un joven como él no debía permitirse semejante acto delante de un hombre mayor... D. Diego lo sacó de estas vacilaciones, diciéndole:
—Bueno. Mientras usted se viste yo voy a charlar con «Monsieur Jean». Almorzaremos juntos, y verá usted algo de París... Pero no se distraiga, porque son ya las diez.
«Monsieur Jean», el propietario, era un hombre viejo, obeso, casi redondo, con un cuello grueso de apoplético, piernas muy cortas y pies demasiado grandes, que pasaba horas enteras echado en la cocina en un gran sillón, sin preocuparse por nadie, y dejando a la criada, que era la verdadera dueña de la casa, que dispusiera a su antojo de todo. Es verdad que ella lo acompañaba desde doce años atrás, y que tenía entera confianza en su honradez y en sus conocimientos del negocio. Esto no impedía que la criada lo regañase de tiempo en tiempo, cuando perdía en las carreras de caballos, su única pasión, o refunfuñase cuando ganaba. Aparte Le Petit Journal, «Monsieur Jean» no leía sino La Cote des Courses, Le Jockey, Le Sport, periódicos de carreras, y pasaba el día tomando notas para los caballos que debían ganar el día siguiente, y enterándose de los que estaban en toda forma, de las caballerías y de los jinetes. Generalmente él no iba sino una vez por semana a Longchamps, su pista favorita, o en un caso extraordinario, cuando alguien de mucho saber le revelaba como gran secreto, untuyau, que debía dar mucho dinero.
—¿Y el Sr. Doria está siempre bien? —preguntó el propietario con su voz cavernosa, casi sin timbre, después de haber hecho muchas cortesías a D. Diego.
—Si señor. Por allá no se enferma nadie. Nosotros poseemos un clima maravilloso, una primavera perpetua, y en cuanto a salubridad, la América es el primer país del mundo. Sin que le quepa a usted la menor duda. ¡Oh!, si ustedes tuvieran nuestra naturaleza y la riqueza de nuestro suelo! Y D. Diego continuó alabando sin medida al Nuevo Continente.
—Ese es el país de la verdadera libertad, el único, tal vez, en donde la democracia existe sin reparos de ninguna especie y en donde no es posible que vivan los anarquistas. La igualdad completa, comprende usted, completa.
Siempre le sucedía lo mismo. Él tan enemigo de las cosas de su país, en cuanto hablaba con los extranjeros, se deshacía en alabanzas y en exageraciones, defendiéndolo todo, como en un deseo desesperante de convertir su desorganizada República en un país a la altura del más civilizado; y hablaba sin darse cuenta de lo que decía, moviendo los brazos y la cabeza, de nuestra armada, que estaba, como el ángel del castigo, custodiando la frontera para impedir que ningún soldado extranjero manchase con su planta usurpadora el suelo nacional; de nuestra marina, pequeña en cuanto al número, pero con buenos acorazados y, sobre todo, muy buena tropa; del servicio militar obligatorio, de las elecciones para Presidente, por el voto directo, el sufragio universal, no como en Francia que lo nombra el Parlamento. Parecía más bien que relataba los sueños que los buenos patriotas tenían por allá; pero con cierta buena fe, sin que su corazón de hombre honrado le criticase ese lirismo que se permitía a tantos centenares de leguas de la patria.
—Pero no, qué ha de haber allí fiebres— continuaba. —Es decir, hay como en todas partes; pero no epidémicas. Esas son cosas de los periodistas que no hallan qué inventar para hacernos mal.
—Pero ustedes tienen siempre guerras civiles —se atrevió a agregar Monsieur Jean— lo que impide que los europeos vayan a establecerse por que no tienen seguridad para trabajar...
—¡Oh! Eso es falso, falsísimo. Los europeos ignoran enteramente lo que pasa en América, y eso a mi modo de ver, es a causa del idioma español, que nadie habla hoy, y de la decadencia de España que ha perdido su antiguo poderío, y que ya ni tiene literatura, ni bellas artes, ni ciencia.
—Perdón, pero no comprendo qué tienen ustedes que ver con España, ni con el idioma español, puesto que en América no hablan sino inglés.
—¡No, amigo mío!...
Y D. Diego comenzó a explicar, con cierta cólera contenida, al desorientado propietario, que estaba medio arrepentido de haberse metido en ese terreno, como Centro y Sud América no era lo mismo que la América del Norte, en donde si hablan inglés porque perteneció anteriormente a la Inglaterra, y exagerando siempre la extensión de nuestros territorios, la belleza de nuestros cielos, nuestra infinita variedad de frutas, flores y pájaros, la riqueza incalculable de nuestras minas de oro.
—Ve usted. Hay lugares en que no hay sino bajar hasta el río, y usted encuentra en sus arenas piedrecitas de oro...
«Monsieur Jean» lo escuchaba con gran atención, pero de repente recordó que era domingo y que debía almorzar temprano para vestirse e ir a Auteuil, en donde había una gran carrera de obstáculos, en que jugaba más de cien francos, siempre con la esperanza de ganar con los caballos que no eran favoritos. Ya se veía de regreso, en uno de los grandes carros, tirado por seis caballos, escuchando los gritos de los conductores que se abrían paso entre tanta gente, trayendo en el bolsillo dos mil francos de beneficio; y sonreía con malicia creyendo su triunfo seguro, y pesando en la cara que pondría la criada cuando él le mostrase los billetes de banco.
—¿Y tienen ustedes por allá buenos caballos de carrera?...
—¡Oh!... Nuestros caballos no tienen igual—replicó don Diego.
Mientra el viejo propietario sentía como un intenso calofrío de emoción, pensando en lo que iba a suceder a eso de las cuatro en la bella pista de Auteuil, donde la hierba recién cortada despide un olor agradable a campo y hace renacer en su alma los recuerdos de su niñez, cuando corría como un loco sobre la verde pelousse de Saint —Quen.
El sol, que había estado vacilante y tembloroso toda la mañana, se había decidido por fin a aparecer, y lo había hecho con todo esplendor, en un cielo muy azul, sin ninguna sombra, en plena primavera. En las calles, los gorriones saltaban alegremente, con la seguridad de que nadie se atrevería a contrariarlos. Sólo aquel que ha pasado los tres meses del invierno en París, cuando los jardines semejan grandes campos de algodoneros, y la nieve cae días enteros, silenciosa y triste, en tanto que la gente va de carrera por las calles, con pesados sobretodos y guantes gruesos de lana, huyéndole al viento frío que corta la cara y quema la nariz y las orejas, entrando a los hogares a acurrucarse cerca de la chimenea, sin poder respirar libremente, rodeados de crepúsculos melancólicos y de horas de infinita nostalgia, como asistiendo a una lenta e interminable agonía, puede imaginarse como la alegría lo invade todo cuando comienza a brotar de las entrañas de la tierra nueva vida, y los árboles se cubren de hojas y los pájaros cantan. Es como un renacimiento para cada alma. Una fiebre de locura se apodera de los seres, y se siente la sangre que corre caliente por las venas, clamando a gritos por la juventud, y un himno sagrado vibra en el aire, entonado al amor y a la voluptuosidad.
Una brisa agradable que traía fragancias lejanas de lilas y miosotis, soplaba sobre los boulevares, en donde la gente dominguera, vestida de nuevo, se había apoderado de las aceras y subía el boulevard Saint Michel hasta llegar a la plaza del Chatélet. Eran las obreras de toda la semana: cajeras de almacenes aprendices de modistas, confeccionadoras de sombreros, señoritas semiburguesas que han sabido conservarse honestas entre tantas tentaciones, vigiladas de cerca por las mamás, y que solamente pueden gozar de los placeres de la calle en los días de fiesta, terminando estas correrías en las Tullerías o en el Luxemburgo, para escuchar la música, alegres y satisfechas de haber aprovechado el tiempo y de poder respirar al aire libre, gozando de la belleza externa de la ciudad.
Don Diego Hernández y Eduardo Doria entraron al Café Vachette, uno de los más elegantes del barrio Latino y cuya clientela era en su mayoría extranjera, preferido desde muchos años por los estudiantes americanos. Después del almuerzo todos venían al salón del primer piso a tomar café, que el gerente decía ser legítimo de la América, traído expresamente para ellos. Y allí echaban sus partidas de billar, sin haber sacudido enteramente la indolencia del trópico, charlando y discutiendo sobre cualquier cosa, entre risas, chascarrillos e indirectas. Habían convertido el salón en un pedazo de la América Latina, donde reinaba la fraternidad que sueñan por allá nuestros hombres de Estado, la generosidad propia de nuestra raza, y cierto desdén por el dinero, gastando cada cual más de lo que poseía, y ayudándose todos para llegar con algunos francos hasta fines del mes. La mayor parte eran estudiantes de Medicina, que visitaban con bastante regularidad las clínicas y los hospitales, algunos, médicos ya, para perfeccionar sus conocimientos, otros, para llevar a sus países el tan deseado diploma de la Facultad de París. Con menos frecuencia venían algunos jóvenes pintores, músicos y escultores, que tenían sus estudios un poco más lejos del barrio, y que, apasionados con sus obras de arte o por cierto espíritu de bohemismo, preferían estar distantes del centro y aislarse de los compañeros. A las dos de la tarde y a las nueve de la noche estaba allí toda la banda leyendo los últimos cablegramas y comentando los acontecimientos del día, acalorándose y defendiendo sus opiniones como en un Congreso del cual se esperase el voto para resolver la dudas e invenciones de los periodistas, y generalmente esto terminaba con chistes y farsas que alguien prudentemente deslizaba para traer la paz, en tanto que el patrón, enormemente gordo, cuyas comidas pantagruélicas terminaban con una bien sazonada ensalada de diferentes clases de hojas y yerbas, se había quedado dormido delante de la mesa de sus amores, roncando como un cerdo, y cuyo gruñido inarmonioso se esparcía por toda la sala produciendo una consiguiente onda de hilaridad y de malos deseos. De cuando en cuando venían del otro lado del Sena personajes importantes de nuestra política, banqueros y ricos hacendados, a pasar una hora con los estudiantes, y esa noche se hablaba de cosas serias y se tomaba CHAMPAGNE brindando por la prosperidad y el porvenir de cada país, pero quedando después todos silenciosos recordando los aires de la patria y los afectos sinceros y solícitos de la familia ausente.
Después del almuerzo, don Diego condujo a su joven compañero al primer piso, a fin de tomar el café arriba, con los compatriotas. Habían llegado ya unos diez o doce, a quienes fue presentado sin cortesías ni fórmulas, y fue recibido como un hermano que venía a vivir la misma vida de estudiante y a identificarse con ellos en los mismos sentimientos y bajo el gran cielo de la Francia, que amaban como un segundo cielo de la libre América. Eduardo Doria encontróse menos solo, y se entregó lleno de alegría a conversar con todos como si los conociese desde muchos años. Su alegría aumentó al saber que uno de sus grandes amigos de la infancia, Carlos Lagrange, confidente de sus primeras tristezas y a quién no veía hacía tres años, se había venido de Londres y estudiaba Filosofía y Literatura en la Sorbona. Algo como un gran alivio inundó su alma, y por algunos momentos a la sola idea de volver a ver a su amigo, vivió en el pasado, en la época en que estudiaban Latín y Griego y redactaba un periodiquillo revolucionario en el colegio contra uno de los profesores, de quien querían vengarse, y en donde Langrange publicó sus primeros ensayos literarios.
—¡Cómo! ¡Tú aquí! —gritó su amigo al entrar.— ¿Y desde cuándo? No te perdono que no me hayas avisado tu viaje. ¡Cuánto gusto hubiera tenido en ir a esperarte a la estación!
A Eduardo Doria se le humedecieron los ojos, y apenas pudo articular, dándole un estrecho abrazo, con muchas ganas de llorar.
—¡Si yo te creía todavía en Inglaterra!...
Y mientras don Diego hablaba de política y finanzas con el tono de indiferencia que lo era peculiar al tratar de estas cosas, y decía horrores de su país y de nuestros gobiernos, asegurando que allí estaba todo por hacer, y que tocaba a los jóvenes moralizar y regenerar la patria, los dos amigos, retirados en un rincón, después de una pausa sugestiva en que sus espíritus volaron tras los recuerdos en el mar de la vida, como esas tristes gaviotas que en el Océano, al acercarse a una isla silenciosa, van tras los buques, tristes y fúnebres, se entregaron a llenar el vacío de tres años de ausencia, en que sus dos almas gemelas no habían vibrado al unísono, separándose momentáneamente para entrar con mayor fortaleza en las luchas ignoradas.
Cuando Eduardo Doria, pasada media noche, entró en su casa, un gran anhelo de soledad lo dominaba. Estaba como fuera de sí, sin tener voluntad para pensar, sin poder reflexionar en nada, ebrio de emociones. Desde la tarde había quedado fascinado en los Campos Elíseos, cuando desde la plaza de la Concordia contempló la grandiosa avenida, que sigue recta y ancha, llena de árboles florecidos, perdiéndose a lo lejos como una vía misteriosa, entre jardines y palacios, como aquellas que los caballeros de las leyendas atravesaban, locos de amor para libertar a las princesas encantadas, y en donde muchos perecían cegados por la belleza del camino. Los miles de carruaje que subían y bajaban en hileras interminables, daban todavía vueltas en su cabeza. Al pasar delante del Arco de la Estrella, que allí se alza imponente y fiero, orgullo de los hombres, con sus piedras blancas llenas de relieves y sus estatuas colosales, tuvo deseos de gritar; pero luego, al penetrar en el Bosque de Boloña, embriagado por el aroma voluptuoso de las acacias, en una calma aparente, quedóse como en un sueño, con los ojos muy abierto, viendo apenas el gran lago de agua plateada, en donde los cisnes de ojos tristes nadan majestuosos y sobre el cual las palomas revolotean en un deseo insaciable de amar y de gozar.
Después, fueron a comer a un magnífico restaurante de la Rue Royal, para terminar la noche en Folies Bergére, en donde comenzó a sentir cosas extrañas, un desasosiego desagradable que lo hacía sufrir. Sin saber por qué estaba nervioso, intranquilo, contrariado, y una honda tristeza se apoderaba de todo su ser, produciéndole como una laxitud en el cuerpo y un repentino tedio de la vida. Tuvo miedo de continuar en aquella sala llena de luces y de perfumes, en donde mujeres muy hermosas paseaban con toda libertad, entre el lujo y la elegancia más exquisita, y en la escena, bailarinas de trajes sutilísimos ejecutaban una celebrada pantomima, finalizando con un gran paso de baile de sesenta o setenta figurantas, vestidas con gasas vaporosas, blancas, rojas, azules, vestales y sacerdotisas que columpiándose al ritmo de la danza, arrojaban flores traídas en ánforas a los pies de la más bella, que, cubierta apenas con un velo suavísimo, hacía la Afrodita inmortal, la indestructible diosa del amor y del placer.