La tristeza voluptuosa: 05

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La tristeza voluptuosa de Pedro César Dominici
Primera parte
Capítulo V

Capítulo V

La casa del señor Faringe, el corresponsal de Eduardo en la rue Le Pelletier, era, como todas las destinadas a almacenes y negocios al por mayor, expresamente construida y con las comodidades indispensables para el oficio. Una ancha puerta cochera conducía a un pasadizo, con su calzada y sus aceras para los de a pie, interrumpido por grandes patios, que servían de depósitos a las mercaderías, mientras se enviaban a su destina- ción, y cuyos techos eran de vidrio para evitar la lluvia, corriendo el agua en el estío incesantemente sobre los cristales inclinados, a fin de refrescar la atmósfera, pesada y asfixiante por la falta de aire. La oficina estaba en el primer piso, con sus puertas llenas de timbres, y era un constante ruido de campanillas, por los que entraban y salían.

A la derecha estaba la caja, con avisos sobre las horas de pago y recomendaciones para la entrega del dinero, llena de empleados, que apenas daban abasto el último día de cada mes, en que llegaban las facturas y los cheques de plazo el cobro de intereses y de deudas y otros réditos propios de las casas de banca, y comisión. Al frente estaba el bureau del jefe, precedido de una antesala, seria y correcta, con pocos muebles, decorada con una tapicería oscura, con flores de lis, y que tenía una mesa larga en el centro, donde había bultos para escribir, plumas y tinta, periódicos de la Bolsa, guías de vapores y de ferrocarriles. En el extremo, un portero de uniforme, estaba de pie, cerca a la entrada del escritorio, yendo y viniendo con tarjetas y recomendaciones de los solicitantes. El señor Farigne, aunque ya muy rico, tenía el hábito del trabajo, y era tan exacto en sus horas de oficina como el último de sus empleados. Había vivido algunos unos años en la América del Sur, sobre todo en la Argentina y en Venezuela, en donde comenzó su fortuna con unos contratos de vapores fluviales para la navegación del Plata y del Orinoco, protegido por los gobiernos de ambas repúblicas, y con los cuales se enriquecieron también unos cuantos ministros que entraron en la especulación, y aunque hacía muchos años que no regresaba a esos países, se interesaba en las cosas que pasaban por allá, hablando con entusiasmo de sus grandes fuentes de riquezas naturales y de la hidalguía de sus habitantes. En su salón se discutía siempre sobre la América, y en sus fiestas de familia nunca faltaron amigos y personajes americanos. Esa mañana se encontraban allí algunos de ellos que, en tanto que llenaban las formalidades para recibir el dinero, charlaban sobre la próxima reunión del Congreso y sobre los planes de guerra que forjaban los del partido caído, para llegar al poder. El más apasionado era un joven flaco y amarillo, bilioso, que había venido a tomar las aguas de Vichy, y que, después de dos meses, todavía no había encontrado hora de dejar a París, yendo todas las noches al Moulin Rouge a ver bailar el schotisch y el cán cán; discutía con el doctor Ortega, un viejo abogado, pequeño de cuerpo, que tenía un movimiento nervioso en la nariz, hacia un lado, como si fuese a estornudar. El viejo este, clerical empedernido y moralista, que atacaba la inmigración y la instrucción como progresos que dan origen a la impiedad en el pueblo, no se le había ocurrido ir una sola vez a misa desde su llegada, y pasaba las noches en los cabarets de Montmartre, con el consuelo, sin embargo, de que al volver a su país echaría todas sus suciedades en un confesionario, al oído poco escrupuloso de un cura amigo; y así estaba contento porque, aunque es cierto que no entraba en sus hábitos lavarse con frecuencia el cuerpo, lograba al menos llevar por dentro limpia la cabeza.

El señor Farigne estaba esa mañana algo contrariado. «¿Ha avisado usted al joven Doria de venir a verme?...»— preguntó con esa voz suave del que está acostumbrado a ser obedecido, a un amanuense, que desde la entrada del patrón se volvía todo ojos tratando de adivinar lo que éste podía necesitar. — «Sí, señor, esta mañana temprano ha debido recibir mi carta, no quise ponerle un telegrama para no alarmarlo. —¿Sucede algo de nuevo?»...— preguntó el abogado. —«Sí; malas noticias para este pobre joven. Su padre, un gran amigo, murió en mis brazos en nuestra última excursión a la Guayana, y ahora, quince años después, me toca a mí anunciarle la muerte de la madre»... —El antiguo explorador quedóse pensativo, como recordando aquellos tiempos tan lejos ya, cuando en su afán de riqueza, cansado de vejetar como empleado en una aduana francesa, salió una tarde en una barca de Marasella, con viento hacia la América, en busca de fortuna. Cuántos trabajos inútilmente bajo aquel clima traidor de la Guayana, respirando la muerte, abrasado por un sol de fuego, pero con una sed insaciable de oro, abriendo la tierra, y creyendo encontrar en cada zanja, como el maná por tantos siglos deseado, la beta aurífera, inagotable e infinita como su ambición. Vanos esfuerzos, hasta que al fin deshecha la salud, tiritando de fiebre huyó a Caracas, y de allí pasó a Buenos Aires para hacerse millonario, cuando menos lo pensaba, sin trabajos de ningún género, viviendo cómodamente en un buen hotel. La fortuna no viene a quien la llama, pensaba; cada vez que en las minas trabajaba por cuenta de la Compañía, como jefe de sección, encontraba filones de oro, de donde la empresa sacaba fortunas colosales; cada vez que se iba por su cuenta, con una cuadrilla de peones, el vientre de la tierra se hacía estéril, y la roca dura e inservible respondía al golpe seco de las picas, quedando al fin los zapadores extenuados, con los rostros sudorientos sobre la tierra movida, sin atreverse a desistir, llenos de esperanzas, seguros de que algunos metros más abajo estaba el deseado tesoro que los haría regresar felices para siempre a las soñadas costas de Francia.

Mientras tanto, el bilioso bañista de Vichy y el viejo moralista lúbrico, bajaban las escaleras enceradas del almacén, con nuevos billetes de banco en los bolsillos, debilitados de la orgía de la noche anterior, en la que el abogado solterón, había, medio beodo, cantado canciones lascivas en español, entre las burlas de losgar ç ones y las risas argentinas de las muchachas alegres, que encontraban bestia, aquel extranjero de aire jesuítico, de traje algo sucio y de tez carrasposa.


Desde la escena bajo los tilos había guardado Eduardo remordimientos de conciencia, y ahora, que estaba de regreso a su tranquilo cuarto de estudiante, meditaba, afligido, en su porvenir, pensando en la familia y comparando sus ideas actuales con las que había traído de su pueblo, perfumadas con la honestidad y el buen ejemplo de sus mayores. Había comenzado a estudiar y a visitar los anfiteatros de anatomía, para preparar su primer examen, pues debido a la influencia del ministro de su país, había logrado que le perdonasen las pruebas del Bachillerato; y estaba dispuesto además a romper con su amiga, buscando un pretexto saliendo fuera de París, para olvidarla más pronto, contemplando nuevas ciudades y nuevos paisajes. Pero Marieta, que observaba que algo extraño pasaba por el cerebro de su amante, por sus largos silencios en que se quedaba con los ojos muy abiertos, mirando fijamente un mueble cualquiera, por sus conversaciones evasivas en cuanto ella le hablaba, de sus proyectos para el invierno, para una infinidad de detalles que a, ella, refinada y suspicaz en las lides del amor, no se le escapaban, preparábase también a la lucha, segura de vencer.

—«El me ama, yo soy la más fuerte»: —se decía— y cada día hacíase más cuidadosa en su toilette, más extremosa en sus caricias, enloqueciéndolo con su coquetería y haciendo por todas partes triunfar la elegancia de sus formas, y el esplendor de su belleza.

Eduardo, sin embargo, se hacía también más fuerte, releyendo las cartas de sus parientes, colocando sobre la mesa el retrato de su buena madre, y escribiendo con más frecuencia para su pueblo, a fin de estar en más intimidad con su pasado, en más contacto con sus recuerdos, insistiendo al propio tiempo en su viaje a Londres, bajo pretexto de haber sido llamado por D. Diego Hernández para asuntos importantes. Su deseo era acabar de una vez, sin reflexionar, por un acto de suprema voluntad, con aquel abismo de voluptuosidad hacia donde se sentía fatalmente arrastrado, comprendiendo que si no era vencedor, estaba perdido. Y sabía que la amaba, que sufriría lejos de ella, que las primeras horas de ausencia, iban a ser eternas para su alma, llenas de sufrimientos y de martirios, mucho más desde que los celos comenzaban a quitarle la calma.

Creía encontrarla indiferente y sentía una sorda cólera mal disimulada, cuando ella le relataba con entusiasmo sus viajes por Suiza e Italia, en pleno invierno, atravesando las montañas blancas, como gigantescos bloques de sal, en donde un sol muy triste refractaba sus rayos entre colores de iris, como visto con un gran espejo, y el tren marchaba leguas enteras, todo rodeado de nieve, como en un inmenso lago de leche, pareciendo el horizonte muy cerca, fácil de agarrar con sólo extender la mano fuera de la ventanilla del vagón. O le explicaba su nostalgia en Venecia, en aquella ciudad dormida, silenciosa como un cementerio, que el agua muerta de los canales y la indolencia de sus góndolas hacían más lúgubre y en donde ella había vivido suspirando por París, su Paris delicioso y único, fuera del cual, todo era triste y todo era feo. Eduardo, enardecido, ni la escuchaba, pensando que en ese largo viaje ella no estaba sola, y que al hablar de eso tenía que pensar en el otro. Ese otro, que lo ponía de mal humor, y que penetraba en su corazón como una afilada punta, torturándolo y fastidiándolo dolorosamente. Cada vez que Marieta se entretenía en hablarle de su pasado, poníase sombrío, contestando a sus preguntas con brusquedades y malas crianzas a las que ella no estaba acostumbrada, siguiéndose escenas desagradables para ambos, en que él salía tratado de inculto y mal educado, y en que ella, con su cara muy seria, se retiraba a un rincón a hacer como que leía, esperando que su amigo viniese humildemente a suplicar la paz, a pedirle perdón, ofreciendo dominar sus momentos de rabia y de despecho, perdón que le otorgaba a condición de que cumpliese su promesa. Por fin un día él le suplicó que no la hablase nunca de su pasado, porque esas cosas le hacían mucho daño a su espíritu, y ella reía, contenta de verlo celoso, comprendiendo, ahora sus asperezas y sus ideas negras, y repitiéndole al oído entre besos y caricias, abandonada voluptuosamente al presente, sin una sola sombra de ese pasado que el odiaba, y que ella también hubiera querido borrar para siempre, a fin de amarlo sin malicia y sin comparaciones.

—¡Oh!... Qué niño eres. ¡Y cuanto te amo!...

En su inmenso amor por Marieta, él iba tomando, sin sospecharlo, todos sus gestos, todos sus movimientos, viéndose a veces de tal modo penetrado del aspecto exterior de su querida, que estando solo, se creía estar con ella, y por la calle entablaba conversaciones consigo mismo, haciendo coqueteos con la boca y la cabeza, como si su amiga marchase con él, confundidos los dos en un mismo cuerpo. Y sin embargo, en aquella pasión carnal que sentía por Marieta existía una inexplicable onda de castidad, él se engañaba voluntariamente a sí mismo, y la veía pura, virginal, como a la más candorosa de las novias.


Cuando Eduardo Doria salió de la casa del corresponsal, llevaba un peso enorme en la cabeza, los ojos inyectados, y la mirada extraviada, vacilante, sin saber por donde marchaba, ni qué hacía. Cogió por los grandes bulevares, y descendió a toda prisa, nervioso y agitado, tropezando con los transeúntes, y corriendo hacia donde había más gente, hasta llegar extenuado a la Plaza de la Republica. Siempre que había sufrido una gran desgracia, la primera idea que se agitaba amenazadora en su cerebro era la del suicidio. Protestar contra las leyes de la naturaleza, rompiendo para siempre con la vida. Era un grito rebelde contra el dolor, un temor al sufrimiento, que lo dominaba, encerrándole en un círculo egoísta, y haciéndolo gritar fuera de sí: «Yo no quiero sufrir». A pesar de que el Sr. Faringe lo había prevenido con todas las precauciones de que puede rodearse un hombre inteligente, el golpe había sido seco, porque Eduardo, desde las primeras palabras, lo había comprendido todo, y ahora que su cabeza ardía, encontraba estúpido que pretendieran engañarlo como a un niño. Su primer momento de dolor, fue rabioso, con cólera contra la Providencia a lo que fuese, que envía las criaturas a la tierra para hacerlas padecer, ocupación que encontraba poco digna de un Dios. Una confusión de doctrinas y de ideas venían a embrollarse en su cerebro extraviado, mientras corría por las calles, atropellado por los carruajes, seguido a veces por miradas curiosas que lo encontraban raro. «¿Es un castigo para mí? ¿Y por qué? Suponiendo que yo fuese culpable de algo, ¿debo yo adorar a un Dios vengativo, con pasiones pequeñas, de hombre cruel, que no me concede siquiera el derecho de defenderme? Y ella, la pobre viejecita, tan creyente, tan buena con todos, incapaz de desear mal a nadie, que pasaba su tiempo haciendo caridad, ¿de qué la acusaban? ¿No es cruel, no es horrible, verse morir en una cama, dejando tras de sí sus afectos, los seres queridos abandonados para siempre, en una lucha en que el dolor y la injusticia salen siempre triunfantes? Está bien; si somos los más débiles, debemos por lo menos protestar contra esa fuerza desconocida y pensante, que nos ha echado al mundo condenados al sufrimiento, y que sabiéndolo prever todo, con el abuso despótico del más fuerte, nos destroza el alma como el más despreciable de los sicarios». Está bien que se nos diga que es una lucha desigual entre el Mal y la Debilidad, entre la Fuerza y el Esclavo, pero que no se pretenda hacer sagrada una teoría que tiene como base el eterno camino de lágrimas por donde se perpetua la humanidad, como ley, el temor a la fuerza suprema, como ideal, la mezquina recompensa póstuma después de una vida de miserias y de humillaciones.

Eduardo subió tristemente la escalera de su casa, paso a paso, agarrado a la baranda, como si no pudiese con su cuerpo. Tuvo necesidad de detenerse en el primer descanso, con los ojos muy abiertos, y en la frente un surco sombrío de desesperado. Al dejar de oír el ruido de la calle comenzó a darse cuenta de la horrible realidad, y las lágrimas empañaron sus ojos, que de coléricos habíanse tornado en dulces y vagos. Al llegar a su cuarto, Lagrange, que lo esperaba lleno de angustias, le tendió sus brazos fraternales, y él se arrojó en ellos, encontrando al fin alguien que pudiese comprender su pena, y estalló en sollozos, sollozos de un indecible desconsuelo, sin reflexiones y sin vituperios, nobles y espontáneos, y murmurando sobre el pecho varonil de su amigo palabras tales de honda amargura, que Carlos no pudo impedirse de llorar, removiendo todas sus tristezas pasadas, y enviando nuevos recuerdos aflictivos sobre las tumbas solitarias de sus padres.

Marieta había esperado discretamente que pasara el primer encuentro entre los dos amigos, pero desde una hora antes miraba por el balcón, nerviosa y llena de miedo, temiendo no le sucediese algo al saber la noticia imprevista; él, que esa misma mañana le había hablado con amor de su madre adorada; comenzaba ya a impacientarse, deseando que Lagrange saliese a buscarlo, cuando entró Eduardo, y ella se escurrió sin ser vista al cuarto contiguo. Cuando él la vio aparecer toda vestida de negro emocionada y pudiendo apenas contener sus lágrimas, tuvo un segundo acceso de dolor, y ella, sentada a su lado, le besaba las manos tiernamente y le suplicaba se calmase, por su salud, con su voz mimosa, como quien consuela a un niño, pasándole sus manos blancas y elegantes por la ardorosa frente, después, fatigado, con los párpados hinchados y las mejillas enrojecidas, en medio de un prolongado silencio que nadie osaba interrumpir, el recostó su cabeza ardiente sobre el seno de su amiga, experimentando un gran alivio físico, quedóse dormido escuchando el tic tac cadencioso de su corazón, sin que ella hiciese un sólo movimiento, siguiendo atentamente su respiración entre cortada, mientras Lagrange en la mesa más próxima, leía algunas páginas admirables de la Filosofía Natural.

Fue todo un largo mes de tristezas. Las primeras cartas recibidas del tío Fermín, llenas de detalles sobre la enfermedad. La pobre señora en sus últimos días, no pensaba sino en su hijo, deseando tenerlo a su lado, y llamándolo en sus momentos de delirio, o cuando después de un largo sopor, la morfina le permitía darse cuenta de su estado, calculando el número de leguas que los separaba, siguiendo pensativa el vasto Océano, y murmurando entre sus labios rígidos y secos, delgados y amarillentos como un papel. «Imposibles». «No llegará a tiempo». La habían hecho creer que su hijo vendría, y en efecto el tío pretendió llamarlo, pero los médicos le aseguraron que la enferma no viviría más de seis días. ¡Oh! ¡Qué de martirios en aquella pobre casa durante dos semanas! Su única hermana, casada con un ingeniero, que vivía en el interior del país, vino volando al pueblo a ayudar morir a la madre.

Las conversaciones en voz baja, a escondidas, entrecortadas con gemidos y crisis de nervios, para volver aparentando tranquilidad a la estancia infectada con los olores de los medicamentos, que en la ventana se alineaban en frascos y botellas, a medio comenzar, en donde se descubrían las vacilaciones de los médicos que ya no sabían qué cosa prescribir para complacer a la familia. Y después, el día de la muerte, un domingo, en la madrugada, la brisa del mar había refrescado la atmósfera, la casa estaba llena de gente, y la pobre viejecita se extinguió como una luz, sin fuerzas para morir, hasta el último instante en que abrió los ojos, inmóviles ya como de vidrios, y se fue, bañado el rostro por las lágrimas de su hija, y apretando convulsivamente la mano del tío Fermín, que le dijo, sollozando, con su voz seca y fuerte: «Hasta mañana». Y el día siguiente, el entierro, al cual asistió todo el pueblo, conduciendo en hombros el féretro, hundido entre flores todas blancas o moradas, como se estila por allá. Y luego, la inmensa casa solariega, con sus grandes sótanos y sus fuertes muros de piedra, que parecía haber quedado desierta con la eterna ausencia de la anciana que la había habitado durante tantos años.

Eduardo desesperábase al leer todas las noticias que de su pueblo recibía. Cómo hubiera deseado estar allí, al lado de su madrecita; vivir con ella sus últimos instantes, tener su parte íntegra de dolor, haber visto y sentido todo lo ocurrido; mientras que ahora era un pesar imaginativo, una escena de tragedia, formada a su capricho, como leída en un libro, y vivida más en los recuerdos de su infancia que en las tristezas del presente. Recordaba las malas acciones, sus desobediencias de cuando era niño, los momentos desagradables que la había hecho pasar. Un día, que huyó de la escuela con otros compañeros de su edad, y se fueron a la montaña a matar garzas, y a bañarse en el agua fría del arroyo, que caía desde lo alto, formando encajes de espumas, y conversando cosas melodiosas. Ya entrada la noche, cuando comenzaban a encender los faroles y la campana de la iglesia llamaba a la salve, volvió a su casa todo lleno de lodo, desgreñado y pálido, y con una fiebre muy fuerte que puso su vida en peligro. Su madre había llorado loca de angustia, sin saber su paradero. Lo recibió con enojo, pero al verlo enfermo, olvidó todo para cuidarlo y mimarlo como al más obediente de los hijos. Y aquella otra vez, cuando ella por hacerle un gran regalo, le había comprado un bulto para meter sus libros, hecho con cordones morados, y que tenía una gran asa para llevarlo en el brazo, y él lo lanzó furioso, diciendo que eso sólo lo usaban las mujeres. ¡Oh! si hubiera sabido en aquel tiempo que las madres también morían, cómo nunca le habría causado el menor pesar a la suya, y hubiera vivido de rodillas, contemplándola y amándola por los días aciagos en que ya no la poseyese más.

Recordaba el cementerio del pueblo, en plena campiña, donde su madre lo conducía los días de fiesta, después de la misa; y volvía a ver el jardín de su padre, los hermosos rosales rodeados de agua para impedir que los bachacos los destruyesen; las dalias, inclinada perezosamente sobre los tallos, como con tedio de vivir, los dos sauces silenciosos, que dejaban caer sus frondosas ramas sobre la tumba, coronada con una cruz de hierro con puntas doradas. Y se veía de regreso por el camino del cerro, sin pensar en nada, corriendo inocentemente tras las mariposas, y deteniéndose desde lo alto a esperar a su madre que subía muy despacio, reflexiva y triste con profundas amarguras en el rostro, pero con el consuelo de poder ir a visitarlo cada domingo, llevándole siempre flores, muchas flores, malabares y jazmines, lirios y heliotropos, las que poseyesen más aromas para queél no quedase luego tan abandonado.

Por las noches, al acostarse, en la oscuridad, se imaginaba el cadáver de su madre con los miembros rígidos y yerta aquella santa cabeza que él tantas veces había besado. Creía ser el también un cadáver, y permanecía inmóvil sobre la cama, sin atreverse a hacer ningún movimiento, y conteniendo la respiración como si estuviese muerto. Por la mañana al abrir los ojos sorprendido por la claridad del alba que atravesaba con un tinte azulado las cortinas de la alcoba, parecía ver huir en el aire, como una gasa vaporosa, la sombra de su madre que había obtenido en las regiones eternas el permiso de ver a su hijo, en recompensa de esas largas horas de ausencia en que tanto lo había deseado.