La tristeza voluptuosa: 04

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La tristeza voluptuosa
de Pedro César Dominici
Primera parte
Capítulo IV

Capítulo IV

A fines del estío, huyéndole al calor sofocante de la estación, resolvieron irse al campo a veranear, y pasaron muchos días pensando el sitio, prevaleciendo al fin la opinión de Luciana, que deseaba ir lejos de París, hacer un largo viaje de recreo, a un lugar donde nadie los conociera, y poco poblado, para gozar de verdadera libertad. Escogieron un pueblecito pintoresco a las orillas del Marne, y una mañana, muy temprano, tomaron el tren y partieron alegres y felices, ellas, riendo y cuchicheando como pájaros madrugadores, ellos, con cierta seriedad artificial, previéndolo todo, e imaginándose ser ya hombres casados. Habían alquilado dos casitas unidas por un jardín, con una sola reja, que daba al río, y que cerraban de noche para evitar que los perros del vecindario entrasen a molestarlos y a romper dos hermosos geranios que el mayordomo les había recomendado especialmente. Desde las ventanas se contemplaba un camino angosto y largo que conducía a la floresta, poblada de grandes árboles, de alisos florecidos, y de frondosos tilos, los más bellos de la comarca, según repetían los campesinos con orgullo. Atravesando un puente de hierro, en cuyo extremo vivía un viejo cojo, alquilador de botes, que fastidiaba a los clientes relatándoles como habían perdido los austriacos la batalla de Solferino, en que fue herido defendiendo al emperador, se llegaba a la plazoleta en donde se estacionaban los tranvías de vapor que comunicaban interiormente todos los pueblos. Los domingos por las tardes era ese el sitio más concurrido, muy frecuentado por los militares y ciclistas que descendían al Gran Hotel, una mala fonda de tres pisos, con un corredor delante lleno de mesas, y en donde vendían cerveza legítima de Poucet, como lo anunciaba un gran cartel con letras rojas. A veces llegaban saltimbanquis y equilibristas, que en el centro de la plaza, rodeados de gente, en diversos grupos, alzaban gruesos pesos de hierro, enseñando en un cartón con número, los kilos que pretendían levantar; otro, daba saltos mortales, y caminaba de cabeza, con los pies mal calzados hacía arriba, y haciendo muecas con la cara; otro, en fin, que era el clou del espectáculo, mascaba vidrios, dejando para finalizar lo más grueso y difíciles de triturar, fondos de botellas y de vasos, que hacían sentir calofríos y grima a los espectadores, que les tiraban centavos y se alejaban formando comentarios y filosofando rústicamente sobre los necesitados de la vida.

Desde temprano se levantaban para bañarse en el río, en la parte más solitaria, algo distante de la casa, y al regreso deteníanse a esperar que pasasen las vacas para beber leche fresca y espumosa, en tanto que el perro color plomizo del conductor daba saltos de contento al reconocerlos, y que Carlos tomaba datos sobre las ideas políticas y sociales de los lugareños, divididos todavía en monarquistas y republicanos. El placer de Marieta era llegar bajo los tilos en los pesados medios días, y echarse largo a largo sobre los sahuquillos, con la cara al cielo y los ojos entreabiertos, dejando ver el comienzo de sus piernas bien ajustadas en las medias negras y sus botitas amarillas, siempre muy lustrosas, como en la ciudad; mientras Eduardo la hacía cosquillas para obligarla a sentarse, y ella, con los párpados pesados de sueño, se adormitaba, vencida por la hora, refunfuñando contra los mosquitos, que la chupaban su sangre. Entonces Eduardo se extasiaba contemplándola, feliz de poseer aquella criatura deliciosa, que en un momento de romanticismo se le había entregado, abandonando el lujo a que estaba, habituada, por el amor sincero y apasionado de un niño, y ella era dichosa, sintiéndose deseada con pureza, como se ama a una novia o a una esposa, sin la maldad de los hombres, hambrientos de placeres falsos y viciosos.

En una de esas tardes bajo los tilos, en que Eduardo le besaba las mejillas enrojecidas y tibias con el sopor de la siesta, y ella le retiraba suavemente la cara, con sus manos amorosas, para que no la despertase de un todo, sentóse de repente, y acariciándole la cabeza, con movimientos nerviosos de gata mimada, preguntóle: ¿Tú me amas siempre?... Te adoro, replicó él... ¿Después de tres meses?... Te amaré toda mi vida... Cásate conmigo entonces, le dijo, seremos tan felices estando juntos para siempre, sin pensar en la separación..., ¡Oh! ¡Y cómo adoraría yo a mi maridito!...

Eduardo no supo qué contestar. Vacilante, sin atreverse a mirarla, y contrariado, con un gran ardor en el pecho, sufriendo cruelmente, sin haber nunca imaginado semejante proposición, quedóse mudo de sorpresa; mientras Marieta, poniéndose en pie, y sacudiéndose con indiferencia el vestido, lleno de hormigas amarillas y de animalejos inofensivos, le dijo con voz conmovida, mirándolo fijamente con sus ojos melancólicos: «Ya sabía yo que tu serías como todos »...

Ella se fue adelante, descendiendo muy despacio el estrecho camino de la floresta, llevando abierta su sombrilla color celeste, reflexionando en la tristeza de su existencia y en su fatal condena de vagar solitaria por el mundo. Eduardo la seguía a alguna distancia con la cabeza baja. Era la primera vez que pensaba en el pasado de su amiga y sufría horriblemente, recordando a la pobre viejecita, que tan lejos de su amor vivía, al tío Fermín, que tantos sacrificios había hecho para educarlo, a las niñas de su pueblo, y en especial a Isabel, una chiquita delicada y sencilla como un lirio del valle, a quien había enamorado y a la que había ofrecido escribir todas las semanas, al llegar a París, sin haberle cumplido una sola vez su palabra. Pensaba que no había vuelto a estudiar medicina, y que en sus cartas hacía creer a su familia que vivía en los hospitales y sobre los libros, que se había hecho aumentar su pensión a 600 francos, fingiendo tener cursos preparatorios con nuevos profesores, y que a pesar de eso, pasaba trabajos por la falta de dinero, y comenzaba a contraer deudas y a hacer sospechoso al corresponsal por sus pedidos. Recordaba los consejos de su buena madre, proponiéndose ser más fuerte y tener voluntad para vencerse en sus tendencias al placer; pero al ver a Marieta con su bello cuerpo grácil y erguido, irresistible en su humilde traje campestre, con su donaire voluptuoso, que marchaba delante silenciosa y enojada, un martirio infinito le oprimía el alma, y tuvo ganas de correr, de alcanzarla, de arrojarse a sus pies, y decirle que si, que seria su esposo, su esclavo, todo lo que ella quisiera hacer de él, pero que no lo abandonase, que fuera misericordiosa con su pobre corazón; y un miedo repentino de perderla para siempre lo obligó a apresurar el paso para unirse a ella y pedirle perdón.

Cuando entraron al jardín en donde vagaba un intenso olor de resadá, Luciana, desde el balcón, al observar que Marieta había tirado con fuerza la reja y que Eduardo venía detrás, como sin querer llegar hasta ella, les gritó con una voz amable y burlona: ¿Cómo que han tenido su primera disputa los novios?...

Después de la comida no salieron, como acostumbraban, a dar una vuelta por el pueblo, temerosos de que una nube que amenazaba caer los empapase, o los hiciese volver a la carrera. Marieta, empeñóse antes de comenzar una partida de manilla, en tirarse las cartas para saber que cosas les auguraban, pero antes, para interesar a Luciana, que era muy supersticiosa, quiso tirárselas a Carlos, resultando, después de caer muchas cartas, entre las que se repetían la dama de corazón y el as de pica, que Carlos la engañaba con una rubia, Luciana se ponía colérica de ver siempre en el juego de su amigo la misma rubia, deseando saber si seria más bonita que ella, y todos reían ante ese ataque de celos intempestivos. Tocó su vez a Eduardo, a quien nunca había tirado las cartas y que estaba esa noche silencioso, dominado por ideas sombrías, quizás porque Marieta no había hecho enteramente las paces. En su juego todo fue negro; casi todos los pies, y las peores cartas de la baraja, el valet de trefel, le anunciaba también desgracias. El aullido lúgubre de un perro se dejó oír del lado fuera, impresionando de tal modo a Marieta, que abrazó a su amigo, llena de miedo, recordando que la noche anterior había soñado con serpientes. Y Eduardo dichoso de volverla a tener a su lado, amorosa y complaciente, después de sus dudas y tormentos, se entregó a ella para hacerla olvidar la escena de la tarde, con toda la pasión que corría por su impetuosa sangre de meridional.

El día amaneció muy bello; la lluvia tibia que había caído por la noche, había refrescado la atmósfera, y el viento del Norte soplaba con fuerza, alejando algunas nubes pesadas que se habían quedado rezagadas, aisladas, en medio del cielo azul. Dos birlochos algo viejos y derrengados de ruedas altas y fuertes, de esos que se alquilan en los campos para que los viajeros dirijan ellos mismos a su capricho, esperaban a la puerta, vigilados los caballos mansos y andariegos por un muchacho aldeano, de tez rosada, vestido de dril, y que daba vueltas entre las manos a su cachucha, mirando de tiempo en tiempo hacia la quinta que mostraba sus ventanas sin balaustres, coronadas de enredaderas, en el fondo del jardín.

En el confín del oquedal aparecía un sol de otoño, grande y redondo, con una luz fortísima que dañaba la vista, y al descender las gradas de piedra de la entrada, Marieta lo mostraba a sus compañeros con aire de triunfo, mientras prendía claveles en los negros cabellos de Luciana y metía entre los ojales de su corpiño botones fragantes de rosas amarillas. Montaron en los coches, tomando ellas las riendas, nerviosas y complacidas, y balanceando ellos las fustas para amenazar a los caballos, que cogieron, como conocedores del terreno, el sendero más ancho a la entrada del bosque, dejando atrás un surco continuo de las ruedas sobre la tierra recién húmeda, y en el aire el sonido armonioso de los cascabeles que se perdía poco a poco en el ambiente sereno de la campiña.

Al llegar a la arboleda del centro, en donde los álamos se yerguen majestuosos, y el camino sigue siempre plano, principiaron las bromas, alabando cada pareja su caballo como más brioso y más veloz, y picándose el amor propio, hasta que se cruzaron apuestas, fatigando las pobres bestias, no acostumbradas a semejantes atropellos, que corrían empapadas echando espuma, castigadas por el golpe incesante del látigo, entre los gritos coléricos que daba Marieta al sentirse derrotada y las angustias de Luciana, que temía volcarse con los saltos del cabriolé.

Detuviéronse al fin en la granja que hacía de límite al bosque, y agasajados por los dueños, resolvieron quedarse allí a almorzar.

Sobre un árbol corpulento, a gran altura, había sido construido, como una enorme casa de palomas, un piso sólido y seguro, en donde preferían comer los visitantes, con una mesa para seis personas, sillas, un espejo, y hasta colgadores formados con cabezas de ciervos.

Subíase por una empinada escalera en espiral, presentándose un panorama sorprendente: el Marne con sus aguas muertas, se movía muy lejos, apenas envuelto en una luz glauca, reflejo de la verdura de los árboles, y de cada orilla, extendíase una fila de pueblos paralelos, construidos todos del mismo modo, con sus casas rojas y sus torres cónicas, entre inmensas planicies cultivadas, y rectas rayas de humo negro que de trecho en trecho brotaban de algunas chimeneas contrastando con el fondo azul del cielo y con el vaho blanquecino que, como aliento de las poblaciones, flotaba sutilmente sobre cada aldea.

Después del almuerzo, entre los últimos vasos de licor, hubo besos y risas, ternezas de corazones jóvenes, en medio a la purificante libertad del campo, sobre la elevada copa de un viejo roble. Al regresar en los birlochos derrengados, no hubo apuestas ni carreras, los caballos marchaban a su antojo con su pequeño trote de bestias de alquiler. Los hombres guiaban y ellas con las pupilas brillantes, recostadas sobre los hombros de sus amigos, regando distraídas flores silvestres sobre el suelo, entraron a casa, borrachas de sol y de amor.