La tristeza voluptuosa: 07

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La tristeza voluptuosa de Pedro César Dominici
Segunda parte
Capítulo I

Segunda parte

Capítulo I

Fué una pobre alma
siempre atormentada,
rodeada de dolores y
de ensueños voluptuosos.



Era el 6 de Junio, y Longchamps, como todos los años, ofrecía al extranjero un espectáculo maravilloso. Se corría el Grand Prix, doscientos mil francos para el caballo que llegase primero en la tercera carrera, y era ese un día en que el lujo y la elegancia de la gente rica se mostraban muy exigentes. En las tribunas ya no había más sitios, repleta hasta la arena, en donde hombres y mujeres, montados sobre sillas, observaban con largos anteojos, llenos de emoción, aguardando el momento de la lucha. Un sol abrasador quemaba el suelo, y la atmósfera se hacía pesada; las sombrillas, los abanicos y los pañuelos no descansaban. En la tribuna del centro se esperaba la llegada del Presidente de la República y de los ministros, con el aparato militar de estilo. Una larga fila de coraceros custodiaba la entrada, con sus cascos brillantes, de donde salían gruesos mechones de cabellos negros, que caían sobre las espaldas atléticas de los soldados, dándoles un aspecto romanesco de héroes invencibles. Era allí en donde las mujeres del gran tono lucían sus exquisitas toilettes, refinamientos costosísimos, obras maestras de las grandes modistas. La nobleza se disputaba esa tarde en riqueza y elegancia con las artistas y las demi-mondaines, y eran siempre ellas las que salían vencedoras, calificando a todas las otras, e imponiendo la moda con sus trajes caprichosos de amorosas refinadas.

Un suave aroma de lilas vagaba sobre el campo, como un hálito sensual de juventud y primavera. El cielo estaba intensamente azul. Y abajo, en la inmensa pelouse, medio millón de almas vibraba y se movía como una tormentosa ola humana, yendo y viniendo, con lápices y periódicos, tomando notas y consejos sobre cada carrera, dirigiendo miradas de impaciencia hacia el poste central, en donde debían aparecer los números de los caballos y los nombres de los jockeys. La multitud deseaba la hora del azar. La pista, ancha y limpia, cubierta de yerbas, perdíase de uno y otro lado, en figura de elipse, y el musgo era todo verde, ligeramente humedecido para suavizar el calor, pareciendo a la distancia todo salpicado de oro por los rayos del sol. En la sombra, bajo el ropaje lujurioso de los árboles, los curiosos, los que no venían en busca de emoción ni de dinero, gozaban de una tarde excepcional en que aquel campo poético y deshabitado habíase transformado repentinamente en una ciudad populosa.

Los forasteros se distinguían por el aspecto de asombro o de curiosidad que se revelaba en todos sus movimientos, y los ingleses en particular eran los más fervorosos visitantes en ese día. Amantes del sport, venían desde Londres a discutir la superioridad de sus caballos, aunque hacía ya algunos años que no lograban ganar el premio; sin embargo, apostaban por el honor de sus razas, por espíritu de disciplina y de orgullo británico. Los vendedores de billetes no podían atender a todos los pedidos, y en las taquillas permanecían centenares de personas, unas detrás de otras, haciendo cola, sin poder adelantarse hasta las ventanillas, furiosas y vociferando contra la impericia de los empleados, que, sin embargo, eran maestros en el arte de sellar cartones y despachar compradores. Cerca a la reja de salida estaban agrupados, como abejas en una colmena, los que solicitan los últimos datos y las impresiones de los caballeros, variando sus juegos al saber que tal caballo había dormido mal, o que tal otro en la prueba de la mañana había corrido admirablemente y estaba en toda forma.

De repente, del lado en donde los caballos de las apuestas paseaban, envueltos en grandes mantas, para evitar que se enfriasen y tenerlos siempre fogosos, conducidos paso a paso por los muchachos del oficio, corrían hombres, como alocados, atropellando a todo el mundo, y dando gritos para prevenir a los que esperaban del otro lado de la pista, diciéndoles con claves y signos los caballos que iban a ganar; y los otros, con los rostros desfigurados, echaban a correr a su vez hacía las taquillas de venta, como si ya sintiesen entre las manos las ganancias que creían seguras. Era un delirio de esperanzas y de deseos ocultos, en que cada uno se veía de regreso con los bolsillos repletos de billetes de banco y de luises de oro.

Las dos primeras carreras pasaron sin interés alguno, muy de prisa, como para cumplir el programa, y al fin, un murmullo general semejante a un lejano trueno sordo se dejó oír en la extensa planicie. El sol había bajado un poco, y la brisa comenzaba a soplar del oeste. En la tribuna del centro, las apuestas particulares se hacían exageradas entre los amos y partidarios de cada favorito. Los caballos saltaban a la pista elegantemente, haciendo cabriolas y coqueteos, reconocidos por los colores de los jockeys, y el público, por el impulso de la salida, se daba cuenta de la fuerza de cada contendor. El starter bajo la bandera, y los catorce aspirantes desaparecieron en un pelotón, en medio a un silencio glacial. Los hombres fumaban sus cigarros nerviosamente, las mujeres agitaban sus sombrillas cerradas dando golpecitos sobre las sillas, y los que tenían anteojos no quitaban la visual del pelotón, que se veía muy lejos como una masa informe en movimiento, entre el ramaje desmayado de los árboles, sobre la menuda alfombra que formaba el césped. Por la primera vez pasaron los caballos delante de las tribunas, los favoritos iban prudentemente en segundo término, los que tenían menos probabilidades, pretendían, adelantándose, ganar distancia a la llegada. My Queen, una yegua alazana inglesa, llevaba cincuenta metros de ventaja, seguida de cerca por Le Nestle que le hacía el juego para fatigarla; los ingleses gritaron: ¡hurra! para animar al jockey, y los otros caballos comenzaron a acortar sigilosamente las distancias.¡Derobé! gritaron miles de voces al unísono, grito, que fue seguido de discusiones y de palabras fuertes. Merlín, el segundo favorito, se había caído, tirando fuera al jinete y corriendo a escape desensillado en otra dirección. Desde ese instante los pechos se ensancharon, y todas las arterias latieron con más fuerzas; faltaban apenas cuatrocientos metros para llegar al poteau. Las gentes de los anteojos gritaron emocionadas, señalando los que iban a la cabeza. Al llegar a la línea recta un intenso escalofrío se apoderó de todos los seres, y todos daban gritos, accionando con los sombreros y con los bastones, de una manera grotesca, con las órbitas ensanchadas y los ojos inyectados, como en un paroxismo general; pero la lucha se había entablado decididamente entre Yanthis, el favorito, y Quickly el favorito inglés, seguidos de Omnium, el outsider más dado por la prensa, del cual podía esperarse una sorpresa, que avanzaba con gran ímpetu, ganando terreno, en medio al más espantoso tumulto. Unos segundos todavía de máxima emoción. Los tres corceles volaban, incitados por el látigo, y los jockeys se inclinaban hacia adelante, apenas apoyados los pies en los estribos, pareciendo muñecos automáticos tirados por una cuerda para agitar las piernas y los brazos. Un estruendoso aplauso saludó a Omnium que había triunfado, por medio cuerpo. El caballo continuó corriendo, perdiendo poco a poco el impulso, hasta detenerse, siempre entre los gritos entusiastas de la multitud, que veía vencer con el noble bruto al honor ecuestre de las razas francesas.

La tensión nerviosa calmábase en todo el campo, y la concurrencia se extendía por todas partes, cambiando impresiones, con esa laxitud espontánea que se apodera de las grandes masas humanas después de los grandes esfuerzos. La brisa del oeste seguía soplando, refrescando las pasiones y las iras taciturnas de las esperanzas desvanecidas y de los deseos no satisfechos, y ante la vista del público, la naturaleza imponía su misteriosa serenidad en la belleza silenciosa de aquella clásica tarde de primavera.

En la pelouse, en un magnífico carruaje, frente a frente de la gran tribuna, desde donde se veía distintamente la elevada casucha de los jueces, estaba Eduardo Doria con una graciosísima cantante de los Cafés-conciertes, muy cortejada y alabada por todo París, y por la cual habían dado escándalos algunos jóvenes elegantes del gran mundo. Delgada y bien formada, con su talle flexible como un junco, Niní Florens era la gracia misma. En su cara vagaba incesantemente una sonrisa picaresca que era el tormento de los hombres que se le acercaban, y cuando reía de veras, sus dientes, blancos y pequeños, se asomaban maliciosos a una boca grande de labios rojos y sensuales. Contaba apenas veinte años, y sobre la escena parecía una muñeca, con sus trajes muy cortos, sus enormes sombreros extravagantes de plumas colosales y sus zapatitos de raso con grandes tacones. La fastidiaban entonces, haciéndola cantar canciones picantes, con una vocecita ligeramente ronca, que agradaba al oído, y al poco rato era ella la dueña del público, y daba saltos y hacía piruetas, dejando ver sus fondos de encajes vaporosos y sus ajustadas mallas color de carne. Burlábase cruelmente de sus adoradores, haciéndolos sufrir; complacida de verlos humillarse y suplicarle como a una reina. Cuando alguno de ellos se creía más seguro y llegaba hasta imaginarse que lo amaba, Niní, escogiendo la noche en que su amigo estuviese más apasionado, loco de amor y de deseo, lo abandonaba por más o menos tiempo, castigándolo, como ella decía, para que no fuese malo con su mujercita.

Aquel que le entregaba su corazón, lo recibía al fin destrozado, y la convalecencia era terrible y funesta para muchos. Su gran fama comenzó desde un drama en que fue ella la heroína. Un periodista, despechado por los desdenes de la cantante, se propuso vengarse escribiendo contra ella en varios periódicos. Niní, herida en su amor propio, y profundamente ofendida por las burlas que hacían de ellas sus compañeras de bastidores, juró vengarse. Comenzó a ponerle buena cara y a sonreírse, y coqueteaba con él, fijándole sus ojos voluptuosos y electrizándolo con sus miradas de fuego. El periodista terminó por caer en la red hábilmente tendida por las manos de la artista, y al fin se entregó a ella, ebrio de pasión. Niní jugaba con su alma como una gatita mohína con un ratón; se fingió enamorada y después de obligarlo a hacer mil locuras, en un período de tres meses, una noche se fue de París, escribiéndole una carta, y enviándole los artículos en que él tan injustamente la había atacado. El joven le pidió perdón, la siguió, se arrastró a sus pies como un siervo, y pasados algunos días horribles, de pena infinita, viendo que el alma de su amiga era inflexible y que para él la vida sin ella sería un martirio, decidió darse la muerte, encontrándolo la portera una mañana, bañado en sangre y con el retrato de su insensible amada sobre el pecho. Esta tragedia, de la cual no conoció el público sino una parte, convirtió la linda cantante de la Scala y el Alcázar d' Eté, en una estrella de la escena. Sus salidas lo anunciaban grandes carteles que conducían por las calles más concurridas hombres vestidos todos iguales, con sombrero de copa y largos sobretodos, y sobre los boulevares se leía por las noches el nombre de Niní Florens en caracteres de fuego. Muchos habían quedado arruinados por causa suya, pero ella reía siempre, indiferente a todos los dolores como una estatua de mármol cuyas líneas de perfección engendrasen pasiones y delirios orgiásticos, fuentes de los más exquisitos refinamientos y de los más detestables desvaríos. Su secreto estaba en no amar, y su mayor placer consistía en hacer sufrir o gozar a los hombres por su solo capricho, manejando los sentimientos como una máquina con ayuda de mañas y resortes, por su sola voluntad de mujer hermosa.

Eduardo Doria había comenzado a derrochar una parte de su fortuna con la indomable y seductora cortesana. Tres años después de la muerte de su madre, su tío Fermín, viejo y achacoso, que no había logrado olvidar el gran pesar de esa desgracia, murió también, nombrando a su sobrino su único heredero, y dejándole cuatrocientos mil francos, fruto de un arduo trabajo de treinta años, llenos de privaciones y de sacrificios. Eduardo liquidó los negocios y se trajo para un Banco inglés casi todo el dinero, colocándolo de cualquier modo y gastando al propio tiempo el interés y el capital, sin preocuparse mayormente de si se disminuía o no, dedicándose a hacer la vida de señor, viviendo con gran lujo y en los círculos más escogidos del París gastador, teniendo algunos amoríos y aventuras, hasta caer bajo las garras delicadas de Niní, a quien amaba rabiosamente, sin el mayor asomo de idealismo, por sus encantos corporales, por sus trajes de seda, y los refinamientos de sus toilettes sobre la escena, en donde ella era la más fascinante y degenerada criatura.

Estaba sometido a sus caprichos y vivía lleno de miedo, previendo los dolores que le esperaban, sabiendo ya que no tendría fortaleza para decidirse a romper esos lazos indestructibles de la materia rebelada. Era un placer doloroso. Por un instante de suprema dicha, pasaba días enteros con el corazón acribillado a flechazos, y su amiga, de rato en rato, complacíase en hundir o sacar las flechas de la herida, sometiéndolo a un perpetuo martirio que aumentaba gradualmente su pasión. Esa tarde misma mientras en Longchamps la alegría y la esperanza se habían dado cita para aquella espléndida fiesta del sport, en medio a la pureza conmovedora del campo, entre las últimas brisas primaverales, Eduardo había padecido cruentamente. Niní, de pié sobre los cojines del coche, no quitaba el anteojo de un grupo de dandys de las tribunas que igualmente la veían, y le hacían señales con mucho disimulo. Eduardo no osaba enojarse temiendo empeorar su situación, conociendo el carácter de su amiga, pero por su rostro pasaban sombras de cólera contenida, y su boca se contraía nerviosamente. Ella lo veía de soslayo, entre sus grandes y negras pestañas, comprendiendo todo lo que pasaba en su interior, pero con la curiosidad de ver si él se atrevería a protestar. La tarde había sido un martirio para él, y se sentía, fatigado, extenuado de no poder desahogarse con alguien.

Al regresar, detuviéronse en el Pavillon Chinois, que está a la salida del Bosque de Boloña, como con los brazos abiertos para impedir a los paseantes entrar en él, y desde donde comienzan como misteriosas Vías sagradas las dos más bellas Avenidas que jamás pudo soñar el ingenio humano. Ocho filas de carruajes bajan y suben cómodamente entre árboles y jardines, entre hoteles y palacios suntuosos, hasta llegar a la Plaza de la Concordia, en donde el Obelisco pulcro y primoroso, colocado allí con verdadera coquetería femenil, preside el derrame incesante de los vehículos que se dirigen hacia el París bullicioso y alegre en donde laten las arterias vitales de la ciudad, o por detrás, hacia el inmenso Jardín de las Tullerías, o hacia los lados, para salir por la Magdalena o por la Cámara de Diputados, que se contemplan desde lejos como dos cíclopes de piedras, llevando en la frente como aquellos de que nos habla la fábula, el templo, el ojo ciego de la fe, el palacio, el ojo luminoso de los derechos del pueblo.

En el Pavillon Chinois, como todos los días, había música. Los tziganos, de casacas rojas con franjas de plata, tocaban en sus violines danzas húngaras y rapsodias desconocidas que invitaban a estar tristes, pero la concurrencia, distraída con el movimiento y la vista del exterior, ni siquiera hacía atención al roce melancólico de los arcos sobre las cuerdas. Eduardo, sin embargo, meditó en cosas tristes, y el final de esa tarde fue cruel para su espíritu. «¿Cómo es posible?... Yo, rico y joven, rodeado de comodidades, no soy feliz. Es tal vez el amor que me hace desgraciado o es el abuso de amar quo me ha hecho inconforme. Si esta mujer fuese buena y amable, ya la habría olvidado, como ha pasado con las otras. En el fondo, sin amar es imposible la vida, pero siento que este tormento de cada nuevo amor, esta matando mis sentimientos. ¿Por qué no poder dominarme? Hay tanta gente que no ama en el mundo.»

Pero Eduardo Doria, a medida que avanzaba en la vida refinada, se hacía más exigente en sus gustos y costumbres. Lo que años atrás constituía para él una felicidad, era hoy un placer baladí que lo dejaba en la más completa indiferencia. Vivía buscando nuevas sensaciones, pero éstas no permanecían en su organismo sino muy cortos días. Necesitaba que corriese siempre por su sangre una pasión fuerte que lo dominara y asediase sin descanso como a un enemigo que hay que perseguir y destruir. Y cosa extraña, cada mujer que había amado, desaparecía totalmente de sus recuerdos, sin dejar en su ser ni la sombra de una sensación. Cuando en las calles, en los paseos, se encontraba con alguna de sus antiguas pasiones, mujeres adoradas hasta la locura, en cuyas bocas había conocido la orgía de los besos, en cuyos cuerpos mórbidos y perfumados había aprendido nuevas estrofas para el poema inmortal del deseo y la caricia, no experimentaba la más pequeña emoción. Aquellas mujeres, una vez olvidadas, era como si jamás hubiesen existido, como si nunca hubiesen ocupado sitio alguno en su corazón, y quedaban para siempre borradas de su alma, sin siquiera dejar en su memoria el sabor nostálgico de los amores muertos.

En los meses de transición, en que pasaba de un amor a otro, meses de absoluta tranquilidad en que el olvido, como un bálsamo reconfortante, había restañado todas sus heridas, y en que él se entregaba a leer filosofía, el tedio de la vida lo dominaba, encontraba la existencia sin objeto ni razón de ser, y hasta dudaba de la realidad, imaginándose cosas raras, delirios e impresiones de bebedores éter y de láudano. «Será verdad que yo existo — se preguntaba— ¿o pasará con las almas lo que sucede con la luz de las estrellas? Ese astro que envía su luz a la tierra y que emplea tantos años para llegar hasta nosotros, podría no ocupar sitio alguno en el espacio desde hace muchos siglos, y a nosotros nos parece que existe realmente, allí, visible ante nuestros ojos y nuestros telescopios, sin embargo, todo es una ilusión de los sentidos. ¿Qué de extraño tendría que mi alma esté muerta, desde años atrás, y que yo crea vivir, cuando únicamente estoy recordando lo que aconteció en mi vida efectiva y real de los siglos pasados?...» Y entonces es necesario recomenzar, buscar otra mujer a quien amar, a quien entregarse para no sentir el peso de la vida, echarse entre sus brazos como un náufrago sobre una barca salvadora, sin preguntar quién la dirige, ni adónde va, ni por qué marcha. «Es la enemiga de la muerte, y voy con ella hacía la vida —se decía— sobre su seno encontraré de nuevo néctar para soportar el mundo, en sus labios comprenderé que sí existo y que no sueño.» Había probado dormir sus instintos despertándose nuevas pasiones, pero todo fue en vano. El desprecio profundo que sentía por el dinero lo hizo no ser jugador. Encontraba estúpido que los hombres se embriagasen, pues que del licor no viene sino la tristeza, el embrutecimiento, y la postración física y moral. «Amar es vivir, pero ¿cómo hacer para impedir que el amor no perezca en el alma?...» Y él sentía que se acababa, que después de cada pasión algo se moría en su interior, y que al fin sería un espectro ambulante, con vida aparente e ilusoria. «Las mujeres son crueles —pensaba— y criminales sin sospecharlo, no comprenden que con cada decepción, con cada perfidia, nos van secando las fibras del amor, y que cuando volvemos solícitos a buscar nuevas primicias en otros corazones, ya no podemos obtener sino frutos añejos sin remembranzas do nuestra pureza prístina, yendo sin ideales por un camino que ya ha perdido sus grandes atractivos, porque nos es completamente conocido. Y es entonces que apelamos a los refinamientos para hacer vibrar las virginidades que aún poseemos. Después de amar el rostro, y los ojos, y la boca, y el cuerpo, terminamos por no amar sino los trajes de seda y los fondos de color, y las medias sutilísimas, y el calzado muy brillante, bien hecho y bien llevado y luego, es peor todavía, se ama la alcoba, y las cortinas de damasco, y los muebles raros, haciéndolos cambiar con frecuencia para imaginarnos que vamos hacia un viaje interminable de amor y de deseo.»

«Y después ya no se ama sino el perfume, el perfume que envenena el último resto de los sentidos, y es el principio letal del extravismo y la locura.»

Y en efecto, Eduardo no amaba la mujer en Niní Florens; amaba la esfinge insensible y despótica, se sentía atraído hacía ella, porque después de martirizarlo horriblemente, ella se le entregaba amorosa y gentil, como una mujer extraña, contemplándola con sus ojos color de ajenjo y acariciándolo con sus manos flacas, de venas transparentes y azules. Entonces él era feliz como no podía suponer ningún mortal, y el placer de pocas horas superaba con creces los dolores que le precedían. «¿Qué importa, pensaba en esos momentos, que ella me desgarre el alma y dé la muerte a todas las fibras de mi amor futuro, si ella posee, como las divinas paganas de Lesbos, en su aliento el olvido de la vida, y en su contacto el sopor misterioso de la muerte. Morir por haber vivido es siempre vivir. No debemos discutir la intensidad del placer, porque ¡ay de nosotros si la vejez nos sorprende regateando todavía al organismo las crisis de la pasión. Como el avaro que ha pasado su juventud amasando el oro en sus talegas, ya no tendremos tiempo de amar y de gozar, y nuestro cuerpo, con todas sus virginidades, irá al seno insaciable de la muerte.»

Ya algo avanzada la noche, dejaron el coche a la puerta, de El Doyen, y penetraron, entre las miles cortesías del maître d’hotel, al restaurant elegantísimo que poseía en esa época la más escogida clientela de París. Rodeado de jardines, y profusamente iluminado con farolillos de papel, parecía una feria mitológica. Los dueños celebraban, como todos los años, el Grand prix, y los extranjeros invadían los salones reservados, acompañados con damas alegres. Era la hora de los postres, y se comprendía que ya el champagne comenzaba a montarse a la cabeza, porque al entrar o salir los garçones cargados con platos y botellas, de las puertas entreabiertas brotaba como una bocanada de alegría, y se escuchaban risas argentinas, gritos nerviosos contenidos y canciones tarareadas por voces femeninas, interrumpidas por el sonido de las copas o el chasquido armonioso de los besos. No pudieron obtener sino un salón en donde había dos mesas, una de las cuales estaba ya en desorden, ocupada por tres jóvenes, en quienes Eduardo reconoció al momento los impertinentes que en la tarde habían flirtado con su amiga desde las tribunas. Esto contribuyó a ponerlo de malísimo humor; sin embargo, correcto y discreto, se sentó en la otra mesa, como si no hubiese fijado su atención en ellos. La comida se pasaba sin incidente alguno, y hasta con cierta monotonía; pero los caballeros del frente, que habían bebido sin mucha temperancia, comenzaron a dirigir miradas ávidas a Niní. Uno de ellos, sobre todo, insistía tercamente. Ya Eduardo le había lanzado dos miradas coléricas, y el otro había disimulado como si estuviese observando distraídamente los ramilletes de flores eléctricas del plafond. En el momento en que los garçones, todos de frac, cambiaban el mantel y cubrían la mesa con dulces, frutas y helados, Eduardo creyó ver que Niní se sonreía con el vecino, y le dijo secamente, dominando la cólera que lo segaba: «Es estúpido lo que estas haciendo, querida.» Ella volvió el rostro sorprendida, y contestóle con cierta sorna: «No eres tú quien puede enseñarme la manera de comportarme delante de la gente.» «Yo te prohíbo que vuelvas a ver ese hombre». «¡Tú!» Y la cantante, fiera y voluntariosa, soltó la risa, una risa que quemó la cara de Eduardo como una bofetada; se puso en pie, y dirigiéndose al joven de la otra mesa, le dijo, alta la frente y con una brusca crispatura en las manos: «Sois un imbécil, señor. A una mujer, cuando está acompañada, no se mira de ese modo, y yo sé hacerme respetar de la gente mal educada.» El otro, pálido y tembloroso, contestóle: «¿De qué modo, señor?» Eduardo alzó la mano para castigar a su adversario, pero los compañeros lograron intervenir a tiempo para evitar las vías de hecho. En tanto que los garçones alarmados, habían traído al dueño, y ambos jóvenes, con una calma aparente, se cruzaban mutuamente sus tarjetas. Todos bajaron a los jardines, en donde soplaba el aire fresco de la noche, y desde donde se oía el rumor lejano de la gran ciudad, arrastrado por el viento que vibraba en el espacio como ondas tormentosas de pasiones humanas, y que se propagaba tenuamente, perdiendo su poder, hacia los campos silenciosos en donde el vicio es vencido por el trabajo y la constancia.

En su interior Niní estaba contenta de lo ocurrido. Si se verificaba un duelo, todo París sabría que era por ella, y eso la serviría de réclame y para hacer rabiar a sus rivales. Probarles que era ella la vencedora, y que los hombres, como arrojar rosas sobre el pedestal de una diosa, arrojaban sus vidas a sus pies, felices de encontrar la muerte luchando por su amor, como luchaban en los torneos de la Edad Media los caballeros de cota y espada por defender la dama de sus amores. Sin embargo, ella se hacía la disgustada, y decía con aire ofendido a su amigo, que él la perjudicaba con esos escándalos, y que si no variaba de tono y de conducta, todo quedaría terminado entre ellos. Cada vez que Niní lo amenazaba con abandonarlo, Eduardo sentía el vértigo de la locura apoderarse de él, cerraba los ojos, y todo lo veía negro y fúnebre; se creía capaz de todo para evitarse una pena tan honda, y, sin embargo, en sus instantes de reflexión, cuando se encontraba solo, lejos de ella, deseaba que llegase la ruptura, de un modo inevitable, por un incidente inesperado, que después fuese imposible reanudar, y pasase de una vez esa tormenta de dolor que se agitaba sobre su cabeza, y que un día u otro debía estallar. Se sentía sin voluntad en presencia de la cantante; pero pensaba que no podía vivir con un dolor inminente que la amenazaba sin descanso. Temía sufrir, pero esa cobardía aumentaba el deseo de haber ya experimentado ese dolor, para estar libre de esa mortificante perspectiva.

Al llegar a la casa, un lujoso apartamento que Eduardo había alquilado por año frente al Parque Monceau, uno de los barrios más aristocráticos de la elegancia parisiense, Niní se desvistió muy despacio, sin decir una palabra, y acostóse perezosamente, como indiferente a lo que había acontecido. Pero muy pronto comenzaron, los reproches de parte de Eduardo, que adivinaba que ella se disponía a hacerlo sufrir toda la noche, y de una nimiedad se pasó a cosas más serias, ultrajando Niní el amor propio de su amante. «Sí, querido; yo soy una imbécil de estar contigo, pudiendo vivir con gente más chic y mejor quo tú.» Eduardo estaba esa noche con los nervios excitadísimos, y le respondía con ironías y risitas de indiferencia. Ella le llamó «salvaje», «extranjero», y todos sus instintos de plebeya engreída se revelaron, insultándolo soezmente en una crisis de cólera inesperada, y sin que ella misma supiera el por qué de tantos improperios. De repente levantóse, vistióse a toda prisa, y le dijo que no valía la pena de que se ocupase mas de ella, porque todo había concluido para siempre entre los dos.

Eduardo no esperaba ese final. Demudado y fuera de sí, obedeciendo al grito del instinto, que lo impelía hacia el deseo, y herido en su orgullo de hombre,... agarró brutalmente a Niní por los brazos, quedando impresas en las muñecas de su amiga las señales sangrientas de sus dedos de acero. Ella lanzó un grito agudo de dolor, y al sentir sueltas sus manos, nerviosas y frágiles como tallos de flores le dio una bofetada en plena cara. Eduardo no supo más de él. Olvidó la desigualdad de los sexos, y se batieron como dos machos, ciegos de pasión, creyendo defender la propia vida.. Ella, dominada al fin, cayó bañada en lágrimas sobre el suntuoso canapé de velour rojo, y despeinada, con el rostro desfigurado por la ira, arrojó en el último esfuerzo un pesado bibelot de bronce que hacía juego sobre la mesa, y que fue a hacer astillas el hermoso espejo de molduras doradas que adornaba la estancia. Entonces, mientras Eduardo con el ruido que hizo el cristal al caer al suelo, comenzaba a darse cuenta de lo que había hecho, Niní, llena de miedo, pero ya con la puerta abierta, le gritó con una voz apagada, casi afónica: «¡Yo te desprecio! ¡Miserable! ¡Cobarde!».

Un silencio profundo reinó en el cuarto. Niní había ya descendido las escaleras. Y Eduardo, sobre una silla, se creyó loco, y tuvo miedo de estar solo. Su frente estaba helada, y sus vestidos despedazados, le daban un aspecto tétrico de criminal perseguido que huyó a esconderse en la casa vecina.

Pasados algunos minutos, tuvo horror de sí mismo, y se dijo como si despertase de un sueño ante su vida miserable y desastrosa: «Yo soy un desgraciado.»

Después pensó en ella, en su mujercita seductora que tanto había amado y que ahora había perdido para siempre, en las horas de infinito placer que con ella había vivido, en sus exquisitas toilettes, raras y degeneradas, en sus piececitos primorosos que tantas veces había besado. Y al contemplar el lecho en donde estaban todavía marcadas las formas voluptuosas de su amiga, sintió una pena infinita dentro del pecho, y se envolvió la cabeza entre las sábanas, blancas como la nieve, estallando en sollozos, y aspirando con avidez el mortificante perfume que había dejado el cuerpo de Niní.