La tristeza voluptuosa: 08
Capítulo II
Muy de mañana, Eduardo dio al cochero la dirección de Carlos Lagrange. Hacía más de un mes que no veía a su amigo. Es verdad que vivían muy distantes, y que sólo por una rareza se le ocurría llegar hasta el Barrio Latino. La criada, al verlo, abrió el salón muy sonreída, y fue corriendo, como quien sabe que va a llevar una noticia agradable, a avisar a la señora. A los pocos momentos se presentó Luciana, vestida con un sencillo peinador rosado, con encajes color crema, siempre muy ajustada y con su aire un poco fiero, que le daba un aspecto simpático de mujer inexpugnable. —Nosotros lo creíamos muerto— le dijo alegremente al entrar, tendiéndole la mano. —Casi, casi —respondió Eduardo, admirando la belleza y el aire de felicidad que se notaba en ella, y pensando con envidia en que su amigo debía ser muy dichoso con aquella mujercita que lo adoraba y que le era fiel como la más honesta de las esposas. Aparentemente nada había cambiado en los últimos cuatro años en la casa, los mismos muebles, siempre muy limpios y bien cuidados, el mismo escritorio, lleno de periódicos, de diccionarios y de libros a medio leer; la mismísima Venus de líneas impecables; pero en el interior, y en las almas de los que la habitaban, todo era nuevo y floreciente. Carlos y Luciana se sentían ligados por un lazo más poderoso y más duradero que el triste amor a la piel perfumada y a los deseos intelectuales. No el mezquino amor del presente se agitaba en ellos, el amor a las bocas sensuales y a los ojos voluptuosos, sino el amor sano que, huyendo de las melancolías de la carne, fija la vista confiado y sereno en el porvenir. Luciana había tenido un hijo, que ella había amamantado y criado a su lado, negándose como es de costumbre, a enviarlo al campo con una nodriza hasta que pasase la edad de la lactancia. —No —decía— nadie me hará separar de un ser que ha vivido en mi seno nueve meses, y por quien yo he sufrido dolores profundos, como si algo se desgarrase en mis entrañas. Ella no se explicaba que hubiera madres que vieran sus criaturas una hora todos los meses, precisamente en el tiempo que es necesario defenderlos de la muerte y luchar contra la naturaleza, mientras tienen constantemente al lado perros que se calientan en sus piernas y que duermen con ellas en sus camas, enviándolos con los lacayos por las tardes a tomar aire fresco al Bosque.
Carlos al principio se sintió contrariado con esto, y le tenía cierta repulsión a aquel muñeco, como él decía, envuelto en trapos. Luciana sufría de verlo tan indiferente con su hijo; pero luego comenzó a hacerle falta verlo y acariciarlo, y ahora que ya el bebé tenía tres años, y que era la alegría y el encanto de la casa, lo amaba tiernamente, y pasaba horas enteras conversando con él, como si fuese un hombre grande. Los padres de Luciana se reconciliaron con ella, a causa del chiquitín, y al saber que era juiciosa y honrada, teniendo la esperanza de que Carlos se decidiese al fin a casarse. Pero las ideas de Lagrange eran enteramente contrarias al matrimonio como lo entiende la sociedad, y sostenía que él estaba tan casado con la madre de su hijo, como los otros a quienes el cura bendice, y que mientras ella se condujese honradamente, no habría motivo alguno para abandonarla.
Luciana tenía ciega confianza en las ideas de su amigo, y sabía que era honrado y sincero en sus sentimientos; siempre había admirado en él esa lealtad espontánea a sus principios y a su filosofía, y lo seguía con orgullo, admirando e identificándose con aquella alma rebelde que se agitaba en el mejor de los hombres. Había aprendido el español, que Carlos le había enseñado con gran placer, y leía constantemente los periódicos de América y de España, siempre llenos de alabanzas y simpatías para su amigo. Y de día en día lo sorprendía recitando los versos más melodiosos de los poetas castellanos, que ella compraba a escondidas para que la sorpresa fuese completa, haciéndose graciosísima con los movimientos inseguros de su boca al pronunciar ciertas palabras, o cuando trocaba los nombres masculinos por femeninos, poniéndose muy seria si se burlaban de ella. Sabía que Carlos daba grande importancia a todos los actos de la vida, y que nunca se chanceaba en materias de amor, y por eso estaba segura de que más tarde, en cuanto se presentase una ocasión, ella lo decidiría, por el porvenir y la tranquilidad de su hijo, a casarse civilmente, ante la ley, ya que él no podía soportar a los clérigos.
El dilettanti había desaparecido por completo en Carlos Lagrange; hoy era un convencido en sus teorías materialistas, y se hacía temible por su método de propagandista. Algunas noches se reunían en el Salón de Conferencia de las Sociedades Sabias, rue de Serpente, en donde los maestros más renombrados decían sus sermones, como ellos mismos los llamaban, contra la fe y por la ciencia. Eran predicadores, y habían instituido una especie de sacerdocio para enseñar al pueblo a buscar ideales más prácticos y más instructivos que los que las religiones modernas les aconsejan. Cuando entró Eduardo, Carlos dormía todavía: había permanecido trabajando hasta muy tarde de la noche, preparando su primera conferencia, que debía leer días después en la Sociedad, un estudio sobre las razas y el medio en que se desarrollan, que le había valido los elogios de sus profesores.
No obstante parecer tan diversas las dos tendencias de ambos amigos, en el fondo poseían la misma tristeza de la vida, el mismo tedio hacia las cosas humanas. Ambos estaban dominados por la infinita tristeza de vivir. Lagrange sentía una instintiva repugnancia hacia la sociedad, y su placer era contrariarla luchando por la modificación de sus bases para hacer más soportable la existencia a los que viniesen detrás. Experimentaba una gran lástima por los herederos obligados del dolor, y a veces, cuando se quedaba contemplando aquel delicado fruto de sus amores, que ya tenía de él la ancha frente pensativa, y de la madre los ojos negros y severos, sentía remordimientos, y se veía culpable de un delito. Cuando Luciana, para tranquilizar al bebé, le infundía miedos para obligarlo a obedecer, Carlos la reprendía cariñosamente y le decía que era necesario que el niño obedeciera por respeto y por amor, que la idea del temor no debía entrar para nada en su educación; el chiquito debía acostumbrarse a comprender lo que era bueno y lo que era malo, pero sin que el temor de Dios, o de sus padres, o del otro mundo, lo obligasen a aceptar cosas que él no comprendiese. Había despedido la primera criada; porque una vez le había hecho llorar hablándole de los muertos y de los bichos que se comen a los muchachitos voluntariosos. Y a la segunda, le había prohibido engañarlo en el más insignificante detalle, exigiendo que le cumpliesen siempre lo que le prometieran, en bien o en mal, para que el niño se diese cuenta de que lo ofrecido era sagrado. Bebé, como lo llamaban todos en la casa, no hacía nada sin consultar con la mirada a su madre, y cuando ella no estaba presente, que alguien quería obligarlo a hacer algo, él se negaba obstinadamente, y había que desistir porque su mamá no quería. Sin embargo, Luciana no lo había castigado sino una sola vez, un día que creyó adivinar en él una ráfaga de venganza contra la criada, y le dio dos nalgadas, sacudiéndolo por un brazo. Bebé lloraba inconsolable, dándole besitos húmedos en la cara y agarrándole las mejillas con sus manecitas, acariciándola como si él la hubiese ofendido. Luciana tenía como regla, que cuando se castigaba un niño, no debía contentarse inmediatamente con besos y cariños, sino que debía hacérsele sentir que sus papás no eran los mismos cuando él se conducía bien que cuando era malo. En la noche, mientras comían, a la hora de los postres, Carlos le dio unos dulces, y Bebe se negó a aceptarlos, diciendo «que él no quería, porque había, sido muy malo con su mamá». Luciana se los hizo coger, estrechándolo amorosamente contra su corazón, y Carlos pensaba entre tanto que su método era eficaz, y que su hijo comenzaba a rebelarse contra esa idea tradicional del temor en que se apoyaban las religiones y que pretendían dar igualmente como base al deber. Su hijo se sentía triste, por el pesar que le había causado a la madre con su mala acción, por su amor hacia ella, que era para su cabecita infantil su única religión, su solo ideal, su inmortal naturaleza.
Carlos hizo entrar a Eduardo a su cuarto, y mientras su amigo se afeitaba, como era su costumbre todas las mañanas, éste le relató el episodio del restaurant y le dio las tarjetas de los testigos de su contrario, que habían ido muy temprano a visitarlo, sin darle mayor importancia a este asunto, agregando, para terminar, con un tono de inmenso fastidio. «Estoy tan de mala, que soy capaz de matar a ese pobre joven.» El adversario era un joven belga, de familia distinguida, que venía de tiempo en tiempo a París a hacer la fiesta y a gastar dinero. Eduardo comprendía que era una bestialidad que dos hombres expusieran sus vidas por una mujer indigna, como él decía, de ser amada.
Esa mañana se encontraba fuerte, y con gran voluntad para no ocuparse más de Niní; la crisis de la noche anterior había aliviado momentáneamente su espíritu, y creía que todo estaba terminado, y que él iba por fin a descansar y a tomar nuevas fuerzas en sus libros. «No, querido, no pretendas hacer muchos sacrificios, proponte cumplir esa sola promesa, y ya es bastante», le decía Carlos, convencido de la debilidad de su amigo en cumplir ese género de propósitos. «Proponte olvidar a Niní, no vayas más a los conciertos en donde ella trabaje, múdate de casa, vete a Budapest, por ejemplo, a ver la exposición de Bellezas .» «...No merece la pena», replicaba con tristeza Eduardo, «salir de una para entrar en otra, es como un prisionero a quien cambiasen de cárcel.» Y entonces comenzaba a exponer sus teorías, negando la voluntad y la responsabilidad del hombre en los actos de la vida. «Somos hijos de generaciones pasadas, y contra el atavismo y contra las tendencias degeneradas no se puede luchar. Nosotros nos imaginamos que hacemos lo que queremos, cuando en realidad, son los acontecimientos que nos guían y transforman a su capricho, desarrollando en nosotros las enfermedades que vivían en nuestros organismos en estado latente.»
Si él no hubiera salido nunca de su pueblo, quizá a estas horas sería un buen médico, sin pasiones y sin vicios, pero al llegar a París, su patria intelectual, la patria de su familia, de sus abuelos, se desarrollaron las tendencias enfermas, heredadas de algunos de ellos, y ya él se consideraba incapaz de dominarlas y corregirlas. Se hereda el suicidio, la locura, la voluptuosidad, del mismo modo que se heredan la tisis y el cáncer. Muchas veces había pensado en el matrimonio, unirse a una joven pura como una azucena, pero decía que serían desgraciados, porque él pretendería encontrar en su esposa los refinamientos que llevaba en su sangre y a que su organismo enfermo estaba ya habituado. Ella no podría ofrecerle sino purezas y virginidades que su paladar embotado estaba incapacitado de gustar; y de allí vendría la repulsión y hasta el odio a la mujer, que como una sombra se alzaría constantemente a su lado, para recordarle las sensaciones muertas y los placeres fenecidos de su pasado.
En sus momentos de intenso idealismo, su martirio era verse ligado a la vida por un nudo material, por el es- pasmo de la piel, por la servidumbre de la carne revelada. Para él, la vida era el amor, pero el amor sin purezas, el amor de las sensaciones extrañas, de los deliquios imprevistos. ¡Cómo pensar en el matrimonio, si para su temperamento no existía sino la esposa amiga, la compañera del placer, coqueta, voluble, caprichosa, tirana de los sentidos, foco adorable de imperfecciones psíquicas y de deseos siempre nuevos, vagos e impalpables! La esposa madre, centro de la familia y del pudor, honesta, sin celos, sin rencores, sin tormentos, no sería para él sino un manjar insípido, una bella fruta sin olor ni sabor. El deseo honesto, lleno de castidades, blanco y suave como el lirio, encerraba para sus sentidos la belleza fría de la nieve que cae. Y por eso rechazaba la idea del matrimonio, no amando sino los labios pintados con carmín y los ojos que el carbón sombreada, haciendo las pupilas brillantes, grandes, expresivas. Y era un voluptuoso, pero un voluptuoso triste, refinado, con perfecta conciencia de que marchaba hacia una vía dolorosa, ficticia, llena de sombras y de engaños.
Además, entrar al matrimonio como a un hospital, a aliviar su cuerpo y a esperar con paciencia la muerte, era una idea que rechazaba con indignación. ¿Y los hijos que de él vendrían? Su abuelo se había lanzado una mañana de la torre de Aix, donde vivía, con el pretexto de mala fortuna en los negocios. Su bisabuelo, a los ochenta años de edad, medio paralítico, con una enfermedad de la médula, se bebió una noche al acostarse un frasco de láudano, y dejó una carta en que aconsejaba a todos los viejos que hicieran lo que él. «Convéncete, querido, se nace voluptuoso, como se nace poeta, pintor o músico, es una degeneración, y el hombre no tiene sino que someterse a lo que sus amables abuelos le han inculcado en la sangre. Ojalá no te desilusione, si en tu manía de estudiar llegas a descubrir que el hombre, como la planta, está sometido a lo que sobre él hayan decidido sus raíces que están hundidas en la tierra».
Luciana entró en este momento al cuarto, algo pálida y con los ojos coléricos, pretendiendo, sin embargo, disimular su enojo para observar la sorpresa que iba a experimentar su amante al ver que ella lo sabia todo; pero Carlos, que la conocía perfectamente y que no había podido hasta ahora quitarle los celos que a veces la hacían pasar muy malos ratos, comprendió enseguida que algo raro le sucedía, y preguntóle sonriendo:
—«¿Qué le pasa a la señora?»
—Nada. Han traído para el señor esta carta, que por casualidad la he recibido yo, porque indudablemente que tú tienes a la criada de tu parte para que me las oculte, pero ya voy a despedirla inmediatamente...
—¡Bravo! ¡Bravo! —interrumpió alegremente Eduardo— Te han cogido en un lío, y ya Luciana te va a dar una buena lección. —Carlos, que tenía su conciencia tranquila, tendió la mano para recibir la carta. «No puedes negar que la escritura es de mujer, y que vive en Clichy, porque aquí lo dice el sello», continuaba ella con más cólera al ver que él no se disculpaba. Por fin leyó la carta, era de Marcela, la chica de Iriarte que seguía mal, y le suplicaba fuese a verlo pronto. La tisis seguía minando la existencia del joven artista, y ya los médicos le habían dicho que se cuidara. Luciana pidióle perdón a su amigo dichosa y radiante de alegría, prometiéndole no dudar más; y Lagrange concluyó de vestirse a toda prisa para ir hasta la rue Lemercier a visitar al pintor. Convinieron en que Deschamps, el otro testigo de Eduardo, vendría hasta el Café Vachette al medio día para ponerse de acuerdo y seguir las fórmulas de estilo de estos casos. Y Eduardo Doria siguió en su coche sin preocuparse por el duelo ni por las ofensas, y pensando que él se había conducido como un miserable con Niní, y que por su dignidad de caballero debía darle excusas y suplicarle que le perdonase ese instante en que él había estado loco. «Eso es lo decoroso —se decía— ya que todo está roto entre nosotros, y por lo mismo yo debo conducirme como quien soy.» De repente, sin más vacilaciones, sacó la cabeza por la ventanilla, y dijo al cochero con voz suave y reposada, como tenía por costumbre todos los días: «Vamos casa de la señora.»
Iriarte vivía en el quinto piso de una antigua casa, en una de las calles altas de París, cerca de la Plaza Clichy. Abajo, en la calzada, a cada lado de la puerta de entrada, había dos tiendas, una a la derecha, la habitaba una vieja modista, caída en la desgracia después de haber tenido en buena época; hoy casi todo el negocio se reducía a lavar trajes de mujer, encajes y guantes, que la gente pagaba a poco precio, y se ayudaba con algunos trabajos que hacía a domicilio, y con algunos vestidos llenos de cuentas y lentejuelas que hacía sobre medida para algunas míseras cantantes, o exageradamente gordas, exageradamente flacas, que trabajan casi de balde en los cafetuchos de Bitignoles. La otra, la habitaba un vendedor de vinos, fósforos y picadura, que se permitía en los grandes calores sacar a la acera tres o cuatro mesas de tres pies, que atendía un muchacho medio idiota, hijo o sobrino del amo. Sin embargo, la entrada principal era bastante aseada, y para llegar hasta el segundo piso, tenía su alfombra un poco gastada, pero que la portera sacudía todos los sábados con una larga caña flexible envuelta en trapos. Las otras tres escaleras eran angostas, grasosas e incómodas, y se veía que apenas llevaban amistades con la escoba.
Iriarte pagaba en su quinto piso, sin muebles ni servicio de ningún género, menos de cien francos por trimestre, y era dueño de tres piezas, muy ventiladas y sobre todo con muchísima luz. El único cuarto que había amueblado, era el de dormir, en donde tenía una ancha cama de hierro, con resortes, una mesa, un aguamanil y un espejo de marco negro. En la sala más grande había formado su taller; por una claraboya de vidrio plano entraba la luz, en el centro estaba colocado un gran caballete vertical, muy pesado, que se movía fácilmente por las cuatro ruedas de la base, y con la ayuda de un manubrio se hacía bajar o subir a voluntad la trasversal que sostenía la tela. En un rincón estaba otro pequeño caballete portátil, compañero inseparable del artista, que llevaba con frecuencia al campo para copiar del natural y que había sido mudo testigo de sus horas de soledad y desaliento. Las paredes estaban llenas con sus mejores academias, figuras casi todas de cuerpo entero y al desnudo, premiadas en los concursos de la Academia Colarozzi; sobre la mesa se veían bocetos, más o menos acabados de los diversos asuntos de sus cuadros. En todo se notaba cierto desorden, que rodeaba todo el cuarto de una atmósfera de simpatía. Sobre las sillas había bustos en barro y en yeso, algunas fotografías de sus modelos, ancianos, mujeres y niños, y retratos de los principales pintores franceses.
En el último cuarto, amontonados unos sobre otros, como en una casa de empeños, estaban sus cuadros, los hijos de su ingenio, que representaban más de ocho años de trabajo arduo y rabioso, con la desesperación del que desea llegar y hacer una obra perdurable. Su enfermedad provenía de exceso de trabajo, exagerado para su constitución delicada como la de un niño. Tenía ocho años que no respiraba sino pintura y aceite, y sus pulmones ya estaban fatigados de tanto mineral absorbido. En su país le habían quitado una ridícula pensión que lo había decretado como un gran favor el Congreso, porque uno de esos viejos lascivos que llegan a París como pordioseros de amor en busca de besos pagados a precio de oro, para sus labios rugosos y malsanos, y que se vuelven a su tierra odiando la fortaleza y las energías de los cuerpo jóvenes, había dicho que Iriarte se estaba eticando con la vida licenciosa que llevaba. Y el pueblo entero siguió repitiéndolo, estúpidamente, por decir algo distinto, que diese aire a la gente de estar siempre al corriente de las cosas que suceden en Europa. Desde entonces, la vida del artista fue una lucha sublime entre sus ideales y la necesidad de comer y abrigarse. Y trabajó heroicamente, con una voluntad rayana en locura, hasta hacía un mes que los pinceles se le habían caído de sus manos flacas y huesosas como de esqueleto. Sin embargo, había obtenido ya dos medallas en el Salón del Campo de Marte, y luchaba, medio moribundo, porque el Jurado lo declarase Hors de concours! Sus ideas sobre el arte, eran las más nobles y sinceras que podían caber en el corazón de un artista, y se había negado a vender su último cuadro: La Abandonada, por el cual le ofreció un negociante siete mil francos, porque decía que sus cuadros se los regalaría él a su país, para que figurasen en el Museo después de su muerte. Sólo se había decidido, en sus días de mayor miseria, cuando la crudeza del invierno le impedía trabajar, a vender algunas cabezas hechas a pastel, o una que otra acuarela escogida días enteros, silencioso y apesadumbrado, como si se separase de un pedazo vivo de su ser.
Carlos Lagrange no lo creía tan grave, y no pudo disimular su sorpresa al verlo en semejante estado. Iriarte sonrió dulcemente a la entrada de su amigo, y sacó debajo de la frazada su mano calenturienta. —«Yo no quería molestarte, pero Marcela se empeñó en que debía llamarte para que me vieses». «Ella es tan caprichosa», agregó, envolviendo a su amiga en una honda mirada de ternura y agradecimiento. «No ve, me ha encendido la chimenea en el mes de junio, porque tiene frío». «No, no», interrumpió Carlos con presteza, «en la calle está haciendo bastante frío; creo que es este viento del norte, que está soplando muy fuerte». Marcela sentada en el borde de la cama, no quitaba los ojos del visitante, con el objeto de adivinar la impresión que el enfermo le produciría, y había desde el primer momento comprendido lo que pasaba en el interior de Carlos.
Marcela era una flor del arroyo, de ese grupo de obreritas que se renuevan incesantemente en los barrios laboriosos de París, golondrinas de amor, que buscan sedientas un ser a quien entregarse para toda la vida, y que de engaño en engaño, pasan entre los brazos de sus amantes, abandonadas una mañana al salir el sol cuando menos se lo esperan, porque desconocen los secretos del amor, y sólo saben dar como primicias su juventud y su inocencia. Ganaba franco y medio al día de aprendiz en una casa de modas, y al regresar al hogar sólo encontraba recriminaciones injustas de parte de los padres, a quienes la miseria había vuelto el carácter adusto e irascible, y que tenían demasiados hijos para estarse ocupando también de los mayores.
Era pequeña y delgada, con cejas negras muy juntas, y grandes ojos que miraban siempre de lado, y cuando taconeaba por los boulevares, al ver su gracia y su cuello erguido, casi soberbio, parecía un cisne sobre un lago.
Había sido asediada sin descanso a la salida del almacén, y después de resistir por muchos meses a las galanterías y a las promesas de sus perseguidores, una tarde cayó, como todas, enamorada de alguien, seguramente el menos digno de recibir su amor. Era un joven griego que la sedujo, y un mes después huyó precipitadamente para el Pireo, sin dejar señales de existencia. Ella creyó morirse, pero luego le juró odio a muerte. Imposible volver a su casa. Su padre la habría matado de un sablazo. Rondó muchos días por los más humildes Cafés, sin atreverse a entrar, hasta que encontró una amiga que la condujo a todas partes. Un día conoció a Iriarte y se enamoró de su aire dulce y melancólico. Marcela lo amaba con toda su alma, y se creía dichosa con las sobras de amor que el artista, ciego apasionado con su arte, podía ofrecerle. La enfermedad seguía avanzando, y ella, en vez de escuchar el consejo de sus amigas, que le decían debía abandonarlo, porque su mal era contagioso y mortal, se constituyó en su enfermera, y escuchaba con placer sus delirios sobre el arte y la belleza, viéndolo feliz en esos momentos, y conformándose modestamente con ocupar el segundo sitio en el corazón del artista.
Cuando Carlos Lagrange salía del cuarto, con el pecho agobiado de pesar, prometiendo al enfermo volver todos los días a charlar un poco con él, Marcela lo siguió hasta la puerta, bañada en lágrimas, y con voz entrecortada, preguntóle:
—¿No es verdad que durará todavía mucho tiempo?
Carlos le estrechó la mano febrilmente, y le dijo que desde esa tarde Luciana vendría a acompañarla, y que todos ellos estarían allí hasta el último día.
La triste criatura regresó al cuarto en donde el enfermo se había dormido de nuevo, y besando la cabeza soñadora del pobre artista, lloró por muchas horas, con la castidad y la pureza más conmovedora, como una hermana llora a su hermano.