La tristeza voluptuosa: 10
Capítulo IV
En la rue Lemercier nada había variado. Hacía seis meses que Iriarte luchaba con la muerte. No quería morir, y todavía encontraba en su pobre cuerpo fuerzas y energías de agonizante, para cantar el triunfo de la vida e imaginarse que con la nueva primavera sus pulmones se ensancharían y absorberían, como una tromba todo el aire de los jardines, hasta quedar inflado y robusto como un Hércules. Esos eran sus delirios por la tarde, al entrar la noche, cuando la fiebre le quemaba los huesos, penetrante y sutil como un hilo de fuego, y sobre el lecho, entre sábanas y almohadas, su cuerpo parecía una sombra. Pero, sobre todo, los delirios que emocionaban a sus amigos hasta hacerlos llorar, eran sus sueños sobre el arte, su manera de idealizar la belleza y de comprender el alma del artista, sus proyectos para sus nuevos cuadros, en que él demostraría que la luz es todavía el misterio de los colores, y que en las copias más exactas da la Naturaleza hay mucho de falso y de sugestivo, porque el color que vemos desde lejos, ese del cielo y del mar, ese de la atmósfera que rodea cada cuerpo, ese que da la expresión y el sentimiento en la belleza externa, no puede copiarse jamás con la grandeza infinita que existe en la realidad de los seres y de las cosas. El artista debe ser humilde contemplador del espacio, de alma noble y sincera, porque aun la obra maestra, si pudiésemos sentir la naturaleza como ella es verdaderamente en sí, resultaría mediocre y confusa. El esfuerzo debe respetarse, y ningún artista merece para su obra, por mala que ésta sea, ni la burla ni el desdén, pues tal vez los más grandes genios en el arte, por haber visto más allá que los otros y sentido más íntimamente esa belleza infinita que no puede llevarse como ella es al lienzo, han extraviado sus tendencias, y en busca de ese ideal por ellos solos comprendido, han borroneado telas y amontonado colores como locos, corriendo desesperados tras la perfección y la verdad.
Y luego pedía su paleta y sus pinceles, fuera de sí, y era necesario dominarlo y convencerlo de que eso le haría daño; y entonces lloraba como un niño, abundantemente, con lágrimas de inmenso desconsuelo, dándose cuenta de su estado, y decía que él no amaba la vida, pero que era tan triste irse sin haber tenido tiempo de hacer una obra perdurable, algo que viviese más que los hombres y que fuese de alguna utilidad para el arte y la belleza. Después de esas crisis, empeoraba bruscamente, la fiebre era más intensa y las asfixias se sucedían con más frecuencia, permaneciendo semanas enteras sin levantarse de la cama, aletargado, y sin hacer el menor movimiento; y era necesario alzarlo poco a poco hasta obligarlo a sentarse, y acomodarlo con muchas almohadas para que tragase algunas cucharadas de caldo o de leche, casi sin abrir la boca y sin obtener que pronunciase una sola palabra. Otras veces era él mismo quien exigía que lo condujesen hasta el sillón del atelier, y allí pasaba horas enteras contemplando sus cuadros y sus estudios, como en un sueño bajo la onda impresión de las postreras melancolías, con plena conciencia de que su vida se escapaba dulcemente, y tocándose a cada instante el pecho, que parecía ser todo hueco, formado con tablas muy delgadas, como el ataúd de un recién nacido.
¡Oh, qué momentos aquellos para su alma! Deseando vivir, vivir por la gloria y para amar, porque desde que había aumentado su gravedad, se sentía enamorado de Marcela, pero con un amor póstumo, del espíritu y del intelecto, como él pensaba que le sería permitido amar después de muerto, como se ama un retrato, una idea o un recuerdo. Verla, enflaquecida con los desvelos, con grandes ojeras, como sombreadas con carbón, y los ojos abiertos, inmensamente abiertos, como si ella creyese que al faltarle su mirada su amigo iba a quedar muerto instantáneamente, como si careciesen de aire sus pulmones. Y él comprendía todo lo que su pobre amiguita sufría, y cómo su salud comenzaba también a quebrantarse. Ya en dos ocasiones, mientras Iriarte se veía acometido de esos accesos desgarradores de tos seca, tos sin sonido, como lejanas pisadas sobre un petate, Marcela se había desvanecido, creyéndolo ahogado; y vivía la infeliz criatura bajo la influencia de una indecible zozobra que le corroía el corazón y le tenía los nervios en una crispatura permanente. En la última semana Iriarte se encaprichó en hacer el retrato de su amiga, y ella tuvo que someterse, después de haberle suplicado tanto, a posarle un rato todos los días.
La cabeza resultó casi perfecta, y el suave tono de luz que envolvía la frente y los ojos, y que descendía perdiéndose vagamente por el erguido cuello de Marcela, hacía recordar, sin comparaciones, a la Infanta de Velázquez, y al Francisco I, del Ticiano; pero lo que dejó perplejos a los conocedores, fue el efecto de luz de los cabellos, pinceladas colocadas con audacia, con mano de revolucionario, y que destacaban el rostro de un modo original. Parecía un retrato hecho en medio de la campiña, con el sol muy alto, medio protegido por los árboles, rodeado de una atmósfera de humedad; los cabellos sobre las sienes, movidos por el viento, podían contarse hebra por hebra. En ocho horas lo había terminado, y al entregárselo a su amiga, le dijo sonriendo con ironía: «Este es para ti; no te lo dejo como un recuerdo, sino como mi herencia; tal vez mañana cualquier usurero pueda darte por él cuatro mil francos.» Pero desesperábase al contemplar su gran cuadro a medio terminar, que esperaba sobre el pesado caballete de rodajas de acero, aquel que él hubiera deseado presentar en el Salón, para ser declarado hors de concours, y poder cederlo con orgullo al Museo de su país, de su país que lo había abandonado a la miseria, y que en el fondo era culpable de su muerte.
El cuadro representaba un incendio. Llamas rojas de bordes azules devorándolo todo, formando juegos de luz imaginados con una audacia increíble por el genio del pintor. De un lado el fuego color de cereza destruía la madera y los muebles, hasta terminar lamiendo como una inmensa lengua los muros de piedra maciza, que poníanse negros y sucios como las paredes de un horno; del otro lado todo estaba devastado, y en el suelo yacían huesos y esqueletos que llevaban en los dedos y sobre el pecho sortijas y joyas ahumadas. Más allá el busto de un carbonizado estaba intacto, pero se adivinaba que al tocarlo se convertiría en cenizas; y por todas partes el fuego se asomaba entre las grietas como largas serpientes insaciables en solicitud de nuevas víctimas, y reflejando hacia el centro los tintes fúnebres de la devastación, la soledad y el silencio. Cuántas veces fue sorprendido el pobre artista desolado, echado sobre el pavimento, contemplando desde el suelo su obra, con miradas de desconsuelo, como un cervatillo que mirase el sol; y se veía raquítico, enfermo, sin fuerzas para sostener la paleta, con el cuerpo que se quejaba de fatiga. Y sin embargo, aquella obra que lo hacía aparecer tan pequeño, era fruto de su talento, engendrada por su genio, vivida en su cerebro muchos meses, como el hijo en las entrañas de la madre; y creíase de repente con la fortaleza de un león, pretendiendo con su sola voluntad dominar las debilidades de su organismo, su flaqueza física. A la cama se lo llevaban en peso, como un triste fardo, delirante y bañado en un sudor muy frío y pegajoso.
Así transcurrieron algunas semanas, entre crisis y delirios. En el otoño, creyeron todos que sería cuestión de unos días, y la casa se llenó de compañeros, que lo velaron muchas noches, pero viendo que no se moría, comenzaron a fastidiarse y se hicieron más raros. Carlos y Luciana únicamente no lo abandonaron un solo instante. Ella, con miedo por Marcela, a quien veía muy delicada y cada vez nerviosa; él, por afecto hacia aquel pobre joven, que moría de miseria en un quinto piso, sin familia, en un suelo extranjero, olvidado por su patria, que mañana habría de estar orgullosa de su nombre y de sus triunfos. El invierno comenzó con sus escarchas y sus lluvias, y aunque no era todavía muy riguroso, la nieve caía a veces y la humedad molestaba a todo el mundo. Desde dos días antes, el enfermo cayó en, una grave postración, y el médico aseguró que era ya el fin.
En una noche su rostro había sufrido un cambio espantoso, los ojos se hundían en las órbitas, y la nariz larga y perfilada parecía hecha de cera. Esa mañana, al entrar el alba por los cristales del taller, la estancia se inundó de una claridad de crepúsculo, sonrosada con tintes dorados, y el artista que hacía cuarenta horas que no hablaba, abrió repentinamente los ojos y dijo con voz muy baja: «¡Qué bella luz!»... Todos se acercaron angustiados al lecho, pero los párpados habían vuelto a caer sobre sus ojos, y sólo una hora después comenzó a mover los dedos, como si deseara asir algo con las manos, como si experimentase un ligero hormigueo en las extremidades. En ese momento entró el médico, tomóle el pulso, lo auscultó, e hizo despejar la estancia, no permitiendo en ella más de dos personas; apagó una vela que se consumía en un rincón, y abrió de par en par las ventanas de las piezas contiguas para que se renovase el aire, diciéndoles con su acento amable: «No le quiten el aire para que muera tranquilo».
Eran las diez de la mañana, el cielo estaba muy azul, y el frío era seco y agradable. Sobre los tejados de las casas vecinas, el sol reflejaba sus rayos débiles y tristes, y de las fauces ennegrecidas de las chimeneas brotaba un humo obscuro, vacilante, como indeciso de qué rumbo tomar, esperando que el viento, que soplaba apenas, dispusiese de su destino, y lo enviase en cualquier dirección hacia el espacio. El atelier estaba convertido en sala de recibo, y allí aguardaban algunos, curioseando las academias y los esquisses; otros, de sombreros y sobretodos, asomados indiferentes al balcón, miraban el aspecto de la calle, y la gente que iba y venía muy de prisa. De repente, un grito desesperado salió del cuarto del enfermo, era Marcela que tenía una crisis nerviosa, y hubo que calmarla con bromuro y valerianatos. Iriarte sentóse de improviso en la cama, sin la ayuda de nadie, pasóse las manos por la frente como si despertase de un sueño y con el rostro transformado, como iluminado repentinamente por una fuerza misteriosa, entre los brazos de su amiguita que no comprendía nada de aquello y le secaba el sudor con su pañuelo, y como para responder a las sorpresas que leía en las fisonomías, dijo, agarrándose el pecho y respirando fuertemente: «No; si ya no sufro, estoy bueno... Siento que la vida viene a mí... Mis pulmones se inflan... de aire... Yo... se lo decía... es la primavera que me ha salvado...» Y su cuerpo cayó pesado sobre las almohadas, sin una contracción en el rostro, y fijando sus ojos, vueltos enormes de mirar profundo, en aquella delicada criatura de facciones de virgen, la única que había logrado ocupar un sitio en su alma perfumada como un jardín de rosas, en donde solo el arte y la belleza pudieron vivir estrechamente.
El aspecto de aquella casa había cambiado en un segundo, y la muerte cubría con sus alas poderosas el humilde lecho en donde yacía severo para siempre el infeliz artista.
El entierro fue un pobre cortejo de abandonado, hecho con las suscripciones de sus amigos, a las doce del día, bajo una lluvia muy fina y un frío glacial. A lo más, veinte personas iban detrás del féretro, que los conductores llevaban muy de prisa para salir de eso. Todas las almas estaban tristes, pero la emoción no tuvo límites de ver descender de un carruaje un anciano condecorado con la Legión de Honor, Miembro del Instituto y Vicepresidente de la Sociedad de los Artistas Franceses, cuyo nombre era conocido en toda Europa, y al cual había debido sus primeros triunfos Iriarte. Y aquel hombre, cargado de merecimientos, que por casualidad había sabido la miserable muerte de su discípulo, fue a autorizar con su presencia la futura gloria del artista. En efecto, al notar su presencia entre los concurrentes, los conductores fueron más despacio, y la gente, a pesar del invierno, se descubría con respeto.
En el cementerio no hubo ceremonias, Lagrange dijo algunas frases, llenas de profundo dolor y de amarga ironía sobre las cosas de la vida. Marcela gemía en un ángulo, y su quejido parecía el canto melancólico de un pájaro. Sobre la tumba arrojaron muchas flores, y todos se retiraron, marchando cabizbajos, sin agregar una sola palabra.
Mientras tanto, el quinto piso de la rue Lemercier estaba desierto, y en el ambiente vagaba un fuerte olor de ácido fénico. El taller semejaba un campo deshabitado, y sobre el muro, colgada en un clavo, al alcance de la mano, pegados todavía algunos colores al descuido, yacía la paleta, como si el artista hubiese dejado olvidado su inmenso corazón herido en aquel cuarto húmedo y sucio, en donde habían quedado solitarios sus sentimientos y sus ideales.