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La tristeza voluptuosa: 09

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La tristeza voluptuosa
de Pedro César Dominici
Segunda parte
Capítulo III

Capítulo III

Niní, tan fiera e insensible, habíase sentido débil ante las exigencias de Eduardo, y después de algunos días en que él la visitaba ceremoniosamente, como un desconocido, esperando con paciencia horas enteras que la artista quisiera recibirlo, para pedirle excusas, la reconciliación se efectuó contra la voluntad de ambos, que eran sinceros al creer que todo había terminado, y que, si acaso, quedarían siendo simples amigos de la calle. Pero Niní no había podido olvidar las sensaciones de aquella noche. Al sentirse maltratada brutalmente, ella, acostumbrada a ser admirada y contemplada como un ser impalpable, y a quien los hombres no osaban tocar temerosos de hacerle daño con sus manos, experimentó una sacudida desconocida en todo su cuerpo, y su sangre se volvió de fuego, y pasiones ocultas se revelaron por un momento en su organismo. Al verse dominada y martirizada como un animal, ella, la siempre respetada, se sintió dichosa porque había vivido impresiones materiales, y calofríos nerviosos se deslizaban por toda su piel. Y ahora, deseaba que la maltratasen con un látigo, con fuertes puñetazos, hasta sentirse extenuada, con los huesos doloridos, para volver a experimentar sobre su carne perfumada aquellos calofríos extraños que tanto la habían hecho gozar y padecer. Y entonces pensaba horas sin treguas en su amigo, y deseaba verlo para insultarlo y disputarse como dos vagabundos. Ella, la diosa de mármol, había también al fin encontrado la manera de vibrar, y ya no sería, como en el pasado, la Afrodita eternamente deseada y nunca subyugada.

Pero Eduardo no estaba contento. Él, que no se había siquiera atrevido a pensar en la reconciliación, creyéndola imposible, se disgustaba ahora al observar con qué facilidad Niní había corrido a él, y sobre todo de verla amorosa y complaciente; eso le hacía mal a su pasión, porque él la amaba porque era déspota y cruel. Se había hecho ciertas ilusiones, pensando que iba a sufrir mucho en esos días de abandono, solo, en su salón, desgraciado en su aislamiento, como otras veces, y ahora esta repentina unión lo contrariaba y le ponía de mal humor, mientras Niní se alegraba de ver que el carácter de su amigo se agriaba más cada día, y esperaba con ansia la oportunidad de instigarlo y golpearlo, para obligarlo a maltratarla y a injuriarla, como en la noche inolvidable de las sensaciones extrañas.

El duelo se había verificado en el jardín de una quinta particular de uno de los testigos, entre las últimas casas de Neuilly. El belga, a quien tocó la elección de armas, escogió la pistola, y a las doce del día se cruzaron unas balas sin resultado, reconciliándose los adversarios y terminando el desafío con un magnífico almuerzo, servido en la enramada que daba al Sena, al abrigo de los árboles, y desde donde se divisaban los ciclistas que de rato en rato volaban por el camino limpio y bien terraplenado. A la hora de los postres, después del champagne, mientras fumaban magníficos habanos, y en las copas diminutas la chartreuse verde brillaba como los ojos sulfurosos de un gato, Deschamps, que era el hombre de las ideas originales, propuso que cada uno fuese a bus- car a su amiga, para ir todos juntos a pasar la tarde y la noche visitando la feria de Saint-Cloud, que acababa de comenzar. Todos aplaudieron, y el belga reía, a carcajadas, gritando a cada instante: «¡Es un poema!» «¡Es un poema!» Lagrange se excusó diciendo en voz baja a su amigo que Luciana lo aguardaba impaciente [en] casa de Iriarte, y uno de los médicos, interno en La Charité, tuvo que dejarlos, porque estaba de guardia esa tarde.

Se separaron dándose cita para las cuatro y media en el puente de las Bellas Artes, para tomar allí los vaporcitos y remontar alegremente el Sena. —Sobre todo —agregó Deschamps al despedirse—, nada de lujo. Hay que decir a las muchachas que vengan de riguroso incógnito, para poder divertirse.

A la hora señalada estaban todos en el malecón esperando que les llegase su turno para entrar al muelle, que flotaba como una boya, atado a la orilla por dos fuertes cadenas. Un agente de Orden público, del lado fuera, vigilaba la cola, que iba aumentando como un enorme gusano, y evitaba que pasasen el transversal muchos a la vez, para impedir desgracias. El vaporcito estaba casi lleno con los alumnos de un colegio, todos de uniformes, echados perezosamente sobre los bancos, con las piernas cruzadas, y dirigiendo miradas lánguidas a las muchachas, que al frente, en el bandín de popa, reían y hacían bulla, instigadas por sus amigos, que se empeñaban en estar alegres. A Niní le pareció muy raro y encantador ese duelo, como ella decía, fin de siécle, y su orgullo se sentía complacido al ver que todo había sido por ella, y que las compañeras la contemplaban con ojos expresivos y le enviaban risitas amables, festejando sus dichos y deseando cultivar amistad con la mimada cantante de los trajes degenerados. Eduardo le había presentado al belga, que le había pedido perdón, culpando a los espumosos vinos de El Doyen de sus impertinencias, y repitiendo de tiempo en tiempo, después de quedarse silencioso mirando al cielo:

—Es un poema!...

Al llegar a Boulogne el colegio descendió, y el puente quedó despejado, y los espíritus más alegres, y en la atmósfera menos calor. Entonces pudieron acodarse a la barandilla a observar cómo el buque cortaba el agua, y cómo los resoplidos fieros de la hélice formaban ondas plateadas, que se perdían melancólicamente en la superficie del río, o regresaban cantando cadenciosas, para, en el último esfuerzo, besar con sus espumas los costados del buque en movimiento. Llegaron por fin, y todos saltaron a tierra contentos, pues ya comentaban a fastidiarse de una travesía de más de una hora, en que el buque se detenía a cada momento de uno y otro lado, en todos los pueblos.

A la entrada de la empinada rambla que hay que subir para llegar al pueblo, un ciego, agitando un perolillo de hojalata, pedía centavos con voz cavernosa, y todos los que venían en busca de alegría le daban limosnas, pensando que eso les traería buena suerte en el paseo. Antes que todo, llegaron hasta la elevada terraza del parque, desde donde se contemplan los más bellos barrios de París. La torre Eiffel aparece como una sombra proyectada sobre el cielo; el Trocadero, rodeado de jardines, que se alza majestuoso en las alturas de Passy; la inmensa planicie del Campo de Marte; el Sagrado Corazón, todavía a medio construir, que corona la ciudad, en la cumbre de Montmartre; y después, del otro lado, dando la vuelta a la alameda de frondosos árboles, rodeados de estatuas, pilas y juegos de agua, se contempla el Instituto, con sus torres muy pegadas, y San Sulpicio, todo manchado de negro, y el Panteón en el fondo, como una sola piedra tallada al cincel. Más cerca, los otros edificios de menor tamaño o que están a menor altura, se aproximan vagamente, hasta confundirse con las admirables campiñas que, como una guirnalda de flores, circundan y adornan la gran capital. El guardia, un viejo de barba, alto y flaco, antiguo sargento en el ejército de línea, les indicaba los monumentos que no reconocían, conduciéndolos a los sitios desde donde el paisaje era más sugestivo.

Después subieron paso a paso, saltando como pájaros, hasta los jardines, en donde los empleados habían hecho dibujos y figuras simbólicas con las flores y las plantas de diversos colores, y al fin, fatigados, sentáronse en los bancos de piedras, en el centro de las encrucijadas, entre el monte silvestre del camino, cada pareja separada, dándose celos por las risitas y miradas de los compañeros; mientras ellos golpeaban distraídos con sus bastones las espigas que salían de entre la yerba, y escribían ellas con sus sombrillas sobre la arena nombres y fechas borrosas, recuerdos tal vez de otros paseos semejantes.

Al descender, los mismos paisajes habían variado por completo, a causa de la hora, por la sugestión del crepúsculo que corría hacia la noche, y contemplábase un París lleno de sombras, cubierto de nubes brumosas, negras, plomizas, color de pizarra, un París en ruinas poblado de escombros, de una belleza triste, belleza de muerte, de pueblos antiguos cuyos monumentos hechos pedazos cantasen la historia de la grandeza humana, la belleza llorosa que conserva todavía Jerusalén, Pompeya y los templos carcomidos de la vieja Roma. Y Eduardo se imaginaba la gran Ciudad devastada, envejecida por el tiempo como una mujer hermosa, y revelábase contra la implacable destrucción de los seres y de las cosas. Pero más abajo, al descender por la angosta vereda de las gentes de a pie, del lado en que el sol caía lentamente, entre colores pálidos, de tonos suaves y delicados, como rodeado de una aureola indecisa, los monumentos y los árboles aparecían salpicados de luz, y París semejaba una ciudad misteriosa, una ciudad polar, hecha con cristales y pedrerías, entre inmensos campos de hielo, villa fantástica de poetas y de artistas, de mujeres ideales de largos trajes de encajes. Allí estuvieron todos mucho tiempo, dominados por una repentina alegría, con ganas de amar y de vivir.

Al llegar a las primeras calles del pueblo, percibieron distintamente la música lejana de la feria, que el viento entre ráfagas traía a sus oídos, y París, envuelta en una intensa luz rojiza, parecía incendiada.

La locura era la reina de la feria, y la bullanga de los organillos que estremecían el aire con sus melodías monótonas y enervantes, cambiando de tonos con voces destempladas y pitos desatinados, o el sonido estridente de los platillos, agitados fuertemente para llamar la atención de los compradores, ensordecía y fatigaba la atmósfera. La gente se atropellaba para llegar a los tenduchos, hechos todos a la ligera, con tablas y telones, para estar listos a partir, como bohemios infatigables, hacia otros barrios y otros pueblos. En las barracas más grandes, sobre las gradas de la entrada, para anunciar la representación, hombres y mujeres vestidos de carnaval, con trajes disparatados, hacían pantomima y cuadros vivos, y la multitud se estacionaba indecisa, hasta que la curiosidad hacía llenar el teatrito cubierto con cartelones e iluminado por antorchas de llamas enormes que reflejaban sobre los concurrentes un tinte amarilloso, pareciendo todos sombras anémicas y enfermizas. La preferida era la casa de las fieras, en donde un domador de fuertes músculos, vestido de acróbata, adiestraba tigres y leones, que obedecían rabiosos por temor al látigo o a los hierros candentes con que eran amenazados. O la caseta del lado, en donde un gigante deforme exhibíase medio desnudo, mostrando al público el desarrollo informe de su cuerpo, y sus pies y manos de monstruo marino. A ambas partes fueron guiados por Niní, que tenía ganas de sentir calofríos de miedo con los rugidos amenazadores de las bestias feroces, y de espeluznarse de grima al tocar la piel babosa del gigante.

Después desearon experimentar el vértigo en las Montañas Rusas, en donde se dejaban balancear en el aire agarradas de las manos, y sintiendo al descender en el vacío, un hormigueo muy frío en el vientre, que las obligaba a recomenzar muchas veces, sorprendidas siempre del mismo modo por aquel espasmo indefinible y angustioso. Luego pasaron el resto de la noche dando vueltas, montados sobre los caballitos de madera, prefiriendo aquellos que bajan y suben con movimientos bruscos de retroceso, y se arrojaban, como locos, largas serpentinas de todos colores, que se enlazaban entre los hierros del enorme paraguas que los cubría y flotaban sin rumbo fijo, trayendo más alegría y confusión en aquella inocente fiesta popular.

Mientras esperaban el tren que debía conducirlos a París, fueron a tomar cerveza y helados al gran Café rodeado de árboles que están a la entrada del pueblo, frente a la estación, y en donde los tziganos de casacas rojas con franjas de plata tocaban en sus violines valses melancólicos y rapsodias desconocidas.


Los días pasaban venturosos para Eduardo Doria, entregado todo entero al placer y al refinamiento, porque Niní, que había adivinado los extravíos de su amante, se mostraba siempre más exquisita en sus toilettes y más degenerada al escoger las fragancias de sus perfumes. Tan sólo algunas mañanas Eduardo se sentía disgustado, herido en su orgullo de gentilhombre, y era cuando Niní, presa de una cólera repentina, medio loca, lo hería en sus fibras más íntimas, terminando, bajo el pretexto de los celos, con acribillarlo a pellizcos y a golpes, acosándolo y persiguiéndolo por toda la casa, hasta que él, fuera de sí, por defenderse, tenía que maltratarla brutalmente, hasta hacerla llorar, temblorosa y tiritando, como con fiebre. Pero ella se quedaba luego a su lado, tranquila y soñolienta, extenuada, como si saliese de una terrible crisis, y entonces era más amorosa y más complaciente. Eduardo pensaba que su amiga estaba enferma de los nervios, y la obligaba a tomar duchas y reconfortantes, pero se veía con desprecio, encontrando abyecto y miserable que un hombre golpease a un ser más débil. A veces estas escenas se sucedían todas las semanas, y entonces era peor, porque él se ponía también nervioso y perdía la cabeza al sentir a Niní amenazadora e irritada, con los ojos brillantes, de mirar perverso.

Una noche, después de la comida, mientras Eduardo tocaba el piano en su salón de estilo oriental, adornado con japonerías, todo decorado de azul, con suntuosos cortinajes de damasco, la criada entró y encendió todas las luces por orden de la señora; a Eduardo no le llamó esto la atención, acostumbrado como estaba a los caprichos de su amiga, pero después, presentóse Niní Florons, la cantante más mimada de los Cafés conciertos, vestida exactamente como había salido en el último invierno sobre la escena de Folies Bergére, con un traje corto de seda negra, adornado de oro pálido; en el corpiño muy ajustado, bajo el pecho, un ramillete de flores de brillantes hacía resaltar más el descote, y el corsé oprimía estrechamente su talle, marcando sus caderas y dejando adivinar el roce voluptuoso de sus formas. Al levantarse el traje para bailar y hacer piruetas, el fru, fru de sus faldas hacía temblar, y el color rojizo de sus enaguas la hacían aparecer como envuelta en llamaradas de fuego. Eduardo quedó embelesado, siempre había sido su sueño poseerla así, a su lado, toda suya, los dos solos, para estrecharla entre sus brazos y besar hasta saciarse aquellos ojos tentadores y malignos, perdición de las almas débiles; pero nunca se había atrevido a exigírselo, temiendo que ella comprendiese que en su refinamiento ya no amaba sino sus trajes degenerados.

Había siempre encontrado mayor sensación voluptuosa en los cuerpos a medio vestir, que en la completa desnudez, porque su imaginación creaba con un yo no sé qué de misterioso, las formas que no veía, y la belleza soñada se le hacía más intelectual y más exquisita que la realidad misma. Allí se encerraba para él el secreto del placer sensual: amar lo visible, la belleza que la luz nos trae a los ojos, pero dejar algo siempre oculto, algo que se desee y se presienta, líneas de misterio que cada hombre concibe con el mayor refinamiento de sus sentidos, y que resultan para el que posee verdadera sangre de artista, más bellas que la belleza misma.

El paroxismo de los colores se había apoderado de su imaginación, y el azul de las enaguas de seda en el cuerpo de la mujer que amaba era para él más ideal que el azul del cielo. El amarillo, el negro o el rojo combinados y llevados por las caderas perfectas de su amiga, producíanle un inexplicable placer intelectual, un calofrío que le corría por toda la piel hasta casi desvanecerlo. Cuando Niní se desvestía, él la contemplaba, siguiendo con malicia todas sus coqueterías, todos sus movimientos de muñeca refinada, las contorsiones histéricas de su cuerpo, al quitarse el corsé que la oprimía, y en su cintura quedaban marcadas como dibujos hechos sobre cera, las ballenas y los encajes. Y ella se frotaba suavemente, cerrando los ojos para sentir mejor aquella comezón voluptuosa.

Por las noches, cuando dormían, en medio a la completa obscuridad del cuarto, sobre el lecho limpio y blando, él pensaba en ella, pero la veía elegantemente vestida, bien calzada, con los cabellos rizados, y olorosa, suavemente perfumada con esencias delicadas. Y la que dormía a su lado parecíale una extraña.

Después, compróle trajes raros, hechos por las modistas más costosas, y de un lujo increíble; zapatitos de todas clases y de todos colores, siempre con tacones muy altos y de formas elegantes; guantes negros muy largos y brillantes, llenos de encajes y de botones, y hacía decorar su salón de diversos modos cambiando los muebles y los cuadros, para imaginarse que vivía en países distintos, casi sin salir a la calle, en su repentina manía de extravagancias enfermizas. Niní gozaba y se deleitaba con todo esto porque su pasión la constituían las cosas raras, y le encantaba variar de trajes, y disfrazarse de todos modos, sorprendiéndolo ella también con rarezas más refinadas.

Mientras Eduardo, como un pachá tendido sobre un diván, soplaba por el tubo de un primoroso narguilé, y el agua respondía con su ruido enervante, antes de que el humo llegase a la boca, para salir como un vaho azulado, inundando la estancia con perfumes exóticos, Niní vestida de turca, a su manera, como una hija del profeta de gustos parisienses se echaba a sus pies, y lo dormía como a su señor, entre besos y caricias silenciosas; después, era él, quien al despertar del sopor melancólico de la comida, la contemplaba con ternura infinita, como a la Musa trágica de las eternas alegrías, experimentando en su cerebro los más exquisitos placeres secretos, y le besaba como loco sus pies bien calzados y sus piernas ajustadas en las medias de seda. Otras veces, ella se presentaba vestida de bohemia, con saya de colores chillones, y con gorra de caracteres enigmáticos, y le cantaba canciones llenas de tristezas, con un garbo gentilísimo de tiradora de cartas y de vaticinadora del porvenir. Por último, fastidiada de las riquezas, vestíase con una humilde falda de criada, con un ancho delantal y mangas arremangadas hasta el codo, y él la estrechaba loco de pasión, como si cada vez hiciese una nueva conquista y abrazase un nuevo cuerpo.

Su cerebro comenzaba a resentirse de los excesos, y como siempre, el escepticismo invadía su alma. Pensaba que cada sensación agotada, era una página arrancada del libro de la vida, y al propio tiempo, no deseaba cambiar nada en su existencia. «¿Para qué amar a otra?» se decía, cuando al fin todo será igual, sin que esa mujer lleve en sí la poesía del pasado, nuestros recuerdos, las horas vividas juntos. Una nueva alma es como un país desconocido, pero un triste país, sin historia para nosotros, y en donde no poseemos lazo alguno ni tenemos ningún derecho. Llegamos allí a tientas, entre tinieblas, y ver hacia atrás en esa alma es como contemplar el vicio. Ya lo había acontecido más de una vez en sus viajes, de sentir un hondo pesar al abandonar la casa y el lugar en donde había vivido algún tiempo, y de experimentar repentina alegría al reconocer en otro sitio un antiguo compañero de viaje, rodeado de misterio, y sobre el cual había él inventado una historia, imaginándose conocer su profesión y sus ideas, por la manera de vestirse y la expresión de su cara. Los hoteles y las estaciones de ferrocarriles lo afligían, y los puertos de mar eran un martirio para su espíritu; y por eso prefería no viajar, ni comenzar nuevos amores, creyendo ver en toda cosa que concluye la imagen silenciosa de la muerte. Su locura era vivir a toda prisa, sin contar con el mañana para nada, sin desdeñar el más insignificante refinamiento, apurando como un prisionero de antemano condenado, las copas más venenosas del placer, y llevando en el alma la desastrosa convicción de que en la tierra sólo somos peregrinos engañados, sin voluntad y sin conciencia.

Al principio había deseado luchar contra sus sentidos, pero como en el incesante renovamiento de sus sensaciones, sus ideas también variaban, habíase convencido de que todo era inútil, y que el hombre era un juguete de la suerte, incapaz de desarraigar de su organismo las tendencias ni los vicios heredados. «¿Cómo un pobre ser —decíase— producto degenerado de muchas generaciones, ha de rebelarse y vencer en un día lo que ha ido formándose en una gestación de muchos siglos?... Sus armas para la lucha se encuentran ya inservibles al nacer, y basta el soplido del viento para revolver en todo su ser los miasmas que allí yacían. No importan los buenos deseos, ni la primera educación, ni los sabios consejos de sus mayores; como en toda enfermedad fatal, si acaso, se conseguiría retardar por algunas horas la crisis, y entonces será peor, las pasiones contenidas, al rebelarse producen el desastre. Nosotros no hacemos lo que queremos, y en el combate por la muerte solo nos toca obedecer.»

Ya le había acontecido en París, visitando sitios que él no conocía, él cree haber vivido allí en otro tiempo, y reconocer todas las cosas como si le fuesen familiares, adivinando casi lo que vendría después, los edificios, las iglesias y hasta detalles de menor importancia, como si allí hubiese transcurrido su infancia, poniéndose nervioso, y diciendo a sus amigos que él se atrevería a jurar haber trepado sobre aquel muro de piedras y jugado al escondite detrás de aquellos troncos rugosos de viejas encinas. Ellos se reían y lo chanceaban sobre sus recuerdos de esas cosas no vividas, pero él les replicaba que no veía nada de extraño ello, y que si sus antepasados habían vivido en esos lugares muy bien podría él, por atavismo, experimentar algo de lo que ellos hicieron y pensaron.

Otras veces, sentado, pensativo, bajo la sombra de los árboles en el Parque Monceau, Eduardo creía haber vivido momentos idénticos en ese mismo paraje, sobre el mismo banco de mármol negro, y parecíale recordar todos los que pasaban, la misma nodriza con sus anchas cintas de colores, que empujaba suavemente un cochecito en donde un bebé rosado reía con la carita al sol, al mismo ciclista salpicado de barro, el mismo vendedor de periódicos que se le acercaba y le repetía exactamente las mismas palabras, y él respondía del mismo modo; el carruaje que pasaba, las hojas secas que caían, el viejo jardinero que regaba las flores con su larga culebra de cautchouc, todo sucediéndose exactamente como una escena reproducida sobre las placas opacas de un kinetoscopio.

Y entonces se alejaba receloso, presa de un miedo repentino, apresurando el paso y mirando de reojo, como si alguien lo persiguiese para detenerlo y obligarlo a vivir esos momentos del presente como escenas lejanas de su vida pasada.

Y en el Parque silencioso se mezclaban suavemente el aroma de las flores y el tedio de las pasiones heredadas que cantaban la tristeza y la locura.