La tristeza voluptuosa: 14
Capítulo III
Una extraña melancolía dominaba el alma de Eduardo Doria. Lleno de inquietudes, sentía reaparecer en él un deseo sombrío de ser inerte y de poseer el misterioso mutismo de las cosas. Quería concluir para siempre con aquel estado enfermizo de su voluntad y de sus sensaciones, y erraba por las calles, solo, huyendo de la gente, como perseguido por alguien, acariciando como a una futura novia la idea de la muerte. Y vagaba horas enteras sin rumbo fijo, sin darse cuenta del tiempo que transcurría, hasta sentarse extenuado sobre un banco de piedra en los Campos Elíseos, o entrar como loco, a todo correr, a una Gâre, a ver salir y entrar los trenes, agitado, nervioso, como si esperase a alguien que debía llegar desde muy lejos, después de un largo viaje.
En los días de lluvia incesante, él salía, con los pantalones arrollados, calzados los cautchoucs, de paraguas en mano, y caminaba, caminaba, persiguiendo sin deseo fijo las mujeres, y devorando con miradas sensuales los bajos de sus trajes, y los zapatitos elegantes, y las medias de seda negra que algunas dejaban ver con maliciosas intenciones, por perversa coquetería. Y marchaba, marchaba, fuera de sí, yendo y viniendo de una acera a otra, sin cuidarse de la humedad ni de la lluvia, sin conciencia de lo que hacía ni de lo que hubiera deseado. Su voluptuosidad llegaba a la más refinada sensación, y su mayor placer consistía en adorar y desear desde lejos la belleza, sin llegar a poseerla. «Todo lo que está lejos es hermoso, es bello, es deseable, se decía, al hacer real la ilusión, al sentir por el tacto la forma, ya ha huido la poesía, y no quedan sino mezquindades de los sentidos, pasiones violentas, la repulsiva vulgaridad de los hechos, sin misterios, sin virginidades. La vida interior, la que trae la percepción por medio del oído, de la vista y del olfato produce las únicas sensaciones voluptuosas dignas de ser gustadas por el paladar de un degenerado. La belleza perfecta, la belleza suprema, debe verse y sentirse a distancia, porque el tacto destruye la refinada concepción del placer y del deseo. Y los hombres por la completa posesión, por brutalizar con las manos y con los besos la morbidez de las formas, olvidan que al llegar la realidad lo exquisito de la contemplación ha desaparecido, y que todo deseo vivido se lleva consigo algo de nosotros, que ha muerto para siempre». Desesperábase al recordar cómo había ido destruyendo él mismo, como un suicida, sus propias fibras, y ahora, ya no le era posible amar, siendo pobres para su organismo las impresiones fugitivas del tacto.
Por las noches íbase siempre a los Cafés cantantes y allí, sin hablar con nadie, confundido entre los espectadores, con el anteojo que no se quitaba un instante de los ojos, miraba cómo bailaban y hacían piruetas las artistas, de lujosos trajes vaporosos, con sus mallas color de carne. «El movimiento es la fuente de la voluptuosidad», pensaba. Cuando salía del espectáculo, su cerebro parecía querer estallar; pero luego, dominado por una laxitud indecible, abandono de todas sus fuerzas físicas, entraba a un Café, en el menos concurrido, y allí quedábase sentado, con sus consumiciones por delante, sin pensar en nada, como si no existiese, como una cosa, hasta que los garçones le recordaban cortésmente que iban a cerrar, y entonces se alejaba silencioso, como una sombra, por las calles solitarias.
Sentíase agobiado sin descanso por una tristeza infinita que lo hacía padecer cruelmente, martirio insoportable que no podría resistir mucho tiempo.
¿Qué hacer? Sin ideales, sin ilusiones, sin deseos. ¿Cómo vivir? El mal le roía el alma, implacable como una hidra, y la tristeza de haber nacido removíase en su ser como una enfermedad extraña. «¿La vida qué significa?, pensaba. ¿Ni para qué hemos nacido, si en todas las luchas humanas no existe sino la perspectiva del dolor y de la muerte? Después de todo, la inutilidad de la vida es prueba evidente de que el hombre debe rebelarse contra ella. Trabajar y luchar para desaparecer; ver morir uno a uno todos los seres amados: padres, hermanos, hijos. Los hogares destruidos y el olvido, como la llama de un incendio, devorándolo todo. La vida es una ley de crueldad». Así vivía semanas enteras, casi sin salir de su casa, entregado a su pena secreta, con el tormento de la belleza impalpable en sus sentidos, y el tedio enfermizo, fatal, dentro del alma; sin desear nuevas impresiones, contemplando su pasado como una vieja flor marchita, y reflexionando en que debe existir algo superior a estos placeres materiales, a estos ideales vulgares por los cuales lucha el hombre, algo más noble, más intelectual, una satisfacción verdadera que haga sentir la felicidad, no por la comparación de las horas lejanas, no después que ya han huido, cuando somos desgraciados, sino siempre, en el momento en que el hombre la desee, con plena conciencia de ese instante, como se siente un perfume, como se gusta un manjar, como se escucha un canto.
Habíase dedicado a la lectura de libros refinados, buscando una impresión más intelectual y más delicada para alegría de los sentidos, sensaciones integrales del deseo, que le revelasen la embriaguez de la imaginación, sin tristeza ni remembranzas de cosas vividas. Gustar el sabor de bocas amorosas, y sentir, como sombras reveladas, el roce misterioso de formas que él mismo había creado, líneas de una perfección nunca soñada que avergonzarían a una Venus, si delante de un gran espejo osase ofrecerse en comparación. Petronio era su autor preferido, y para leer las páginas exquisitas de El Satiricón, se tendía en su blanca cuna de plumas y regaba la estancia con perfumes que él mismo había escogido y que producían en su organismo efectos extraños, haciendo vibrar en su imaginación calenturienta, largas caricias no concluidas, soplos de alientos suavemente tibios, sensaciones virginales que corrían por su sangre en una dulzura que jamás había experimentado en sus incontables noches de placer.
Y así vivía, en medio a una existencia artificial, entre el cruel contraste de la evidencia y del engaño, sofocado por la inconformidad de los goces comunes. Y creyendo reconocer en todos sus actos la presencia de un ser extraño que se había instalado en su cuerpo como en casa suya, y contra el cual sus escasos medios de resistencia nada podrían lograr.
En solicitud de esa impresión que pudiese hacerle sentir la felicidad del presente, como él la deseaba, aislado, lejos de los placeres mundanos, penetró sin vacilaciones, como por una ancha vía en donde iba a encontrar las últimas sensaciones desconocidas, en la verdadera vida artificial, las orgías silenciosas de la morfina y del éter. Y al principio fue feliz. Vivía entre sueños color de rosa, viéndolo todo tenue, vaporoso, languideciendo, como en un éxtasis, como si su alma viajase separada del cuerpo por países lejanos entre auroras de colores nunca vistos, respirando fragancias desconocidas, sin impaciencias, sin meditaciones, como dormida entre inmensos bosques musicales.
Habíase vuelto más aristocrático y refinado en sus gustos.
El amor había renacido en su corazón, pero un amor pagano, un amor con reminiscencias de los tiempos griegos, deseos ardientes hacia diosas de divinas desnudeces, rodeadas de todas las bellezas del culto antiguo, a quienes imaginaba con los cuerpos que habían inmortalizado en el mármol los artistas, con las almas que habían cantado en sus libros los poetas; cortesanas sagradas, de formas perfectas no deformadas por la maternidad, de senos vigorosos, eternamente núbiles, eternamente estériles. Su imaginación se había convertido en uno de esos antiguos templos a donde llegaban en procesión las amorosas, envueltas en velos blancos, rojos, azules, para ofrendar a la diosa entre rosas y ramas de mirtos, los objetos que más querían, sus espejos, sus collares y sus joyas, para obtener, en cambio de esos sacrificios, besos de un amante deseado, caricias de una amiga desdeñosa y cruel.
Y entonces soñaba escenas leídas en libros voluptuosos, creyendo ser el héroe, y sintiendo sobre su rostro alientos perfumados y contactos extraños de bocas y de manos nunca vistas. Después, quedábase tendido largo a largo sobre el sofá del salón, rodeado de una claridad azulada, como si comenzase a amanecer, y allí permanecía con los ojos entreabiertos, viviendo un pasado que no era el suyo, recordando cosas nunca vividas, sintiendo armonías dulcísimas de arpas de cristal, cantos melodiosos de flautas mágicas, como en una leyenda encantada; y parecíale ver ocultas tras las cortinas, entre los muebles, formas vagas y vaporosas de mujeres seductoras, duendes divinos, a quienes él hubiera deseado estrechar. Inmóvil, paralizado en esos momentos por las grandes dosis de éter y de morfina, soportaba el suplicio de la Belleza intocable, mientras en su cerebro volvía a agitarse de tiempo en tiempo, como una sombra toda negra, de implacables gestos trágicos, la tristeza de haber nacido, y todo su cuerpo, frío como de mármol, ante el fastidio de cada sensación destruida, suplicaba el reposo absoluto y omnipotente de la nada.
Y la muerte se acercaba inevitable. Los ensueños voluptuosos huían velozmente, y otra vez la idea terrible como una herida aparentemente cicatrizada, había presentado sus bordes rojizos y dejado ver sus cavidades más profundas. La morfina no bastaba para hacerlo olvidar la vida, y el éter habíale quebrantado la salud. Enflaquecido, pálido, con los cabellos que le caían en desorden sobre el cuello y la frente, y el rostro delicadamente alargado, tenía el aspecto de un poeta triste, de un poeta de Musa enfermiza y lúgubre, llena de inquietudes, amiga del análisis, que llevase perennemente la amargura en los labios, como un reproche, y poseyese una bella alma no sometida. Y tal vez Eduardo Doria no había sido en su vida sino un poeta, un artista que había buscado inútilmente como un nuevo ritmo, una nueva impresión, y que había querido hacer de sus sentidos cuerdas armónicas que, al vibrar, produjesen, en vez de sonidos raros, sensaciones desconocidas, deliquios extraños.
Cuántas veces tocando en el piano las nostálgicas sonatas de Beethoven no había tenido que detenerse de repente, como ahogado por una angustia inesperada, como invadido interiormente por un fuego misterioso; y pensaba entonces, que en sí existía un alma superior que él no había sabido educar ni comprender, un alma soñadora, piadosa, solemnemente creadora, que se violentaba del contacto avasallador de los sentidos, de aquella disgustosa dominación de la carne. Y era esa alma la que al principio había pretendido dominar sus tendencias heredadas, la que hubiera podido salvarlo de aquella persecución obstinada de la Tristeza, que lo acosaba con una crueldad consciente, como una enviada justiciera, portadora fatal de la venganza de los dioses.
Había momentos en que experimentaba presentimientos de lo que él hubiera podido llegar a ser si la energía lo hubiese acompañado a través de la lucha con la voluptuosidad, y como un soplo lejano, como si un nuevo germen se revelase en él, sentía ganas imprevistas de comenzar una obra propia, algo que quedase después de su muerte, que fuese diferente a la obra del artista, a los versos del poeta, que produjese en las otras almas emociones y sentimientos verdaderos, una revelación sensitiva, capaz de propagar la misma fiebre de demencia en todos los cerebros, de despertar los mismos deseos y las mismas sensaciones en todos los seres; algo que él mismo no podía explicarse, como si se derramase un pomo de esencias misteriosas en un salón lujosísimo, intensamente iluminado, mientras los hombres y las mujeres conversasen de cosas indiferentes, y luego, insensiblemente, se acercaban unos a otros, y estrechábanse en un goce supremo, único, el sabor de amores que fueron castos, el delirio de deseos que habían sido impalpables. Sus ideas eran confusas nacidas en una imaginación extrañamente agitadas, en el mutismo contemplativo de los excitantes de su vida artificial.
La lucha creciente continuaba, y su alma se acostumbraba a la idea de un largo viaje. Removía su pasado deteniéndose en cada fecha notable de su vida sonriendo melancólicamente ante un placer desaparecido, permaneciendo serio y amenazador ante un acontecimiento triste; y, como si poseyese entre sus manos una balanza invisible, iba echando en un platillo las alegrías, en el otro las tristezas, encontrando que el equilibrio estaba muy lejos de existir. Los instantes en que se había creído feliz, eran placeres dolorosos, cosas engañosas, como esas frutas suaves y delicadas de colores provocativos, que al gustarlas dejan en el paladar un intenso sabor amargo. En las horas en que había sido feliz, él no lo había comprendido, y solamente después, al comparar las diferentes épocas de su vida, veía en su pasado, como una luz que se extingue, instantes fugitivos de dicha verdadera.
Y el placer había sido para él una cruel ironía.
Y la balanza se inclinaba casi totalmente al lado de las tristezas.
Pero su alma ya no se quejaba. Dormida dulcemente como el alma de un niño, sin intuición de las horas vividas, ni soñaba, ni sufría.
Y los días caían lentamente en el tiempo como los golpes monótonos de un péndulo.