La tristeza voluptuosa: 15

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La tristeza voluptuosa de Pedro César Dominici
Tercera parte
Capítulo IV

Capítulo IV

La casa estaba llena de flores. Desde el día anterior habían traído grandes ramos de rosas y de nardos, y sobre la chimenea, las gardenias y los crisantemos temblaban en curiosos vasos que imitaban largos cuellos azarosos de cigüeñas. Toda la casa estaba envuelta en perfumes voluptuosos, y sentíase una caricia invisible que erraba misteriosamente por las habitaciones, como una sombra.

Eduardo era feliz, sin pensar en nada, como si su voluntad y su memoria no le perteneciesen, sin agitaciones, sin tormentos, parecíale que había cambiado de forma y de esencia, y que ni su cuerpo, ni su alma eran los que había llevado con tanto hastío por el mundo. Experimentaba la más extraña sensación del movimiento y de la fuerza, como si estuviese en un gran globo, muy arriba, en el espacio. Sin embargo, se creía haber llegado ya a la muerte, a la envidiable fortaleza, al estado eterno de la materia transformable e insensible. Entonces reía con orgullo, sin comprender cómo no había tenido antes el valor de dejar la vida, y había perdido el tiempo en buscar sensaciones enfermizas, siendo la muerte el único medio no morboso, el solo estado natural del hombre, la inmortal transición, la suprema alegría. Estaba contento porque él mismo se había traído a ese estado, sin esperar la lenta destrucción del tiempo, las enfermedades, ni la vejez; por el placer de ser rebelde, de no seguir la triste corriente de sumisión con que se perpetúa la humanidad. Y sonreía ferozmente, como si hubiése satisfecho una venganza.

Su alma estaba como alucinada. Todas sus acciones, todos sus movimientos, se los explicaba como cosas ya pasadas, recuerdos de días ya vividos, y que ahora, después de muerto, mientras su espíritu se difundía lentamente en el aire, hacían creer en una prolongación de la vida. Su alma era como un perfume, creada por sustancias materiales, habría de perecer también con el fin del cuerpo que la encerraba.

Por la noche, después de haber tomado un baño tibio, y de haberse desperezado voluptuosamente en la elegante bañadera de mármol rojo, como en los días en que desfallecido de placer se entregaba allí a soñar con cuerpos ideales de ninfas y de diosas, mientras el agua perfumada le refrescaba la piel, y el cerebro excitado creaba nuevos goces y nuevos deseos, entregóse con verdadera coquetería femenil a una toilette cuidadosa. Y luego, vistióse de frac, correcto y elegante, como para asistir a la más culta y aristocrática de las fiestas. Sus ojos se habían vuelto fieros y luminosos, y su rostro revelaba una secreta alegría. Palpitaciones repentinas lo agitaban de tiempo en tiempo, algo como un susto agradable, como un ligero calofrío angustioso, como quien espera a una mujer adorada que ha tardado a la cita convenida. Y parecíale a cada instante escuchar el timbre que sonaba, y ver entrar a alguien que debía llegar, que venía a buscarlo para irse juntos a lugares desconocidos.

Después, hastiado de esperar un invitado que no llegaba, y para comenzar él solo el trágico festín de la Muerte, bebióse ardientemente una copa de éter, como si apurase el brebaje de las grandes sensaciones, el néctar pagano que daba la inmortalidad.

Sobre la alfombra acostóse dulcemente. Un calambre doloroso contrajo todo su cuerpo, y un frío glacial invadía sus miembros. El rostro había tomado una expresión terrible, y entre los labios aparecían como líneas hechas con un buril, muecas manifiestas de un gran desprecio. Su cabeza se hizo como de piedra, y las sienes y la frente eran de hielo, ligeramente empañadas, como un espejo. Los ojos no habían querido cerrarse como signo de la última protesta, y en las manos crispadas había un gesto muy marcado de amenaza.

Y su boca no tenía ya más besos, ni por su cuerpo volverían a correr extraños desmayos, alegría mezcladas con hastíos y tristezas, sombras de cosas pasadas comparadas y preferidas a la realidad del presente.

Y su alma comenzó a vagar angustiada por la estancia, perseguida por mil bocas amorosas y sensuales, entre el perfume embriagante de las flores y el roce atormentador de caricias invisibles.

Y al fin escapóse velozmente por el balcón entreabierto, huyendo presurosa hacía el espacio azul, en la noche húmeda y triste.

Y fue a vivir en la Nada con el alma de las cosas.