La venganza
LA VENGANZA
León Savitch Turmanof, uno de tantos individuos con pequeño capital, joven esposa y calvicie inveterada, está jugando al bridge en casa de uno de sus compañeros. Después de perder una fuerte suma experimenta un calor desusado y acuérdase que aun no ha tomado una copita de vodka. Levántase, pasa por entre las mesas, atraviesa el salón, en el que la juventud habla, y se detiene allí un instante, mirando en derredor suyo con sonrisa indulgente; en fin, métese por una puertecita que comunica con el comedor, donde en una mesa circular figura toda una batería de botellas y garrafas con varias clases de aguardientes y licores. En otro lado de la mesa están los entremeses, sin olvidar los arenques en su lecho de cebolla y perejil, que atraen todas las miradas. León Savitch se acerca, bebe una copita, hace una ligera mueca y prepárase a comerse un arenque, cuando una voz resuena detrás de la pared.
—Estoy de acuerdo—dice con desenvoltura una voz de mujer—; pero ¿cuándo va a ser ello?
—¡Es mi mujer! ¿Con quién diablos conversa?—piensa León Savitch.
—Cuando quieras, alma mía—replica una voz de bajo profundo—. Hoy, sin embargo, no es posible; mañana estaré ocupado todo el día.
—Es Degtiaref...
León Savitch lo reconoce por la voz. Degtiaref, uno de sus mejores camaradas.
—¿Tú también? ¡Ah! ¡Idiota!—murmura León Savitch—. Ella tendrá la culpa de seguro. ¡Qué mujer tan insaciable! Cada semana tiene una nueva aventura.
—Mañana—repite la voz de bajo—estaré sumamente ocupado, como te he dicho; escríbeme, si quieres, mañana; me causará gran satisfacción recibir una carta tuya. Habrá que organizar nuestra correspondencia. Habrá que inventar algo; hacer que el cartero no pueda enterarse de lo que yo te escriba, y arreglarnos de modo que mi cara mitad no se entere durante mi ausencia de lo que tú me escribas.
—¿Qué hacer, pues?
—Utilizar a la servidumbre, ni pensarlo.
—Oye, chiquilla; ya di con una combinación extraordinaria. Mañana, a las seis en punto de la tarde, saldré de mi despacho y me dirigiré al Parque, con cuyo inspector necesito hablar; procura colocar tu esquelita en el jarrón de mármol que está a la derecha de la glorieta. ¿Te acordarás? Pero no tardes. Ha de ser antes de las seis precisamente.
—Está bien, así lo haré.
—Idea poética, misteriosa y nueva. ¿Cómo se lo van a imaginar el panzudo de tu marido y mi costilla?... ¿Has entendido?
León Savitch apura una segunda copita y torna a la mesa de juego. Su descubrimiento no le causa ni rencor ni asombro. Antaño se indignaba, promovía escenas, reprendía y hasta pegaba. ¡Cuán lejanos se hallaban aquellos tiempos! Doce años han transcurrido; los encantos de su esposa le son del todo indiferentes y sus amores le tienen perfectamente sin cuidado. No obstante, en esta ocasión, su amor propio se siente ofendido. En el coloquio que acababa de oír se le han aplicado calificativos que él consideraba no merecer.
—¡Valiente canalla es ese Degtiaref!—dice para sus adentros, mientras apunta sus nuevas pérdidas en el bridge—. Al encontrarse conmigo pone buena cara, parece que soy su mejor amigo, muéstrase tan contento y satisfecho, que poco le falta para abrazarme; mas a espaldas mías ¡buenos cumplidos me suelta! Me llama pavo, panzudo y otras lindezas.
Pierde continuamente, y a cada pérdida siéntese más ofendido.
—¡Pillete! ¡Sinvergüenza!—piensa.
Sus dedos estrujan el yeso hasta desmenuzarlo. Durante la cena no puede mirar a Degtiaref, el cual no cesa de interrogarle sobre su aspecto triste, su suerte en el juego y otras cosas semejantes. Hasta tiene el descaro de aprovecharse de su calidad de amigo íntimo para regañar a su mujer por lo mal que cuida a su esposo. Entre tanto, ella se ríe, le mira con aire afable, charla...; el diablo en persona no hubiese puesto en duda su fidelidad.
Al regresar, León Savitch siéntese descontento, como si en vez de ternera le hubiesen servido para cenar un chanclo viejo. La charla de su esposa no le permite olvidar lo de pavo, etc.
—¡Le hartaría de cachetes! ¡El miserable!—piensa—. Le daría algún desaire público... Le mataría en duelo... o le haría perder su empleo... No estaría mal sacar la carta del jarrón y poner en su sitio algo asqueroso... una rata muerta... por ejemplo.
Turmanof entretúvose largo rato con estas imaginaciones.
—¡Yo sé lo que tengo que hacer!—exclama con alegría—. ¡Qué idea! ¡Magnífica!
Cuando su mujer se queda dormida, siéntase a la mesa, coge la pluma y, contrahaciendo su letra, escribe la carta siguiente:
«Al comerciante Dulinof. ¡Muy señor mío: Si hoy, 12 de septiembre, a las seis de la tarde, no coloca usted en el jarrón de mármol al lado de la glorieta del jardín público 200 rublos, será usted asesinado y una bomba será depositada en su almacén.»
Acabando esta carta, León Savitch da un rinco de satisfacción.
—¡Soberbia idea! ¡Magnífica! ¡Es venganza digna de Satanás!—piensa, frotándose las manos—. El tendero se asustará, naturalmente; requerirá el auxilio de la Policía; mandarán seguramente algunos agentes para que observen el jarrón; probablemente les ordenarán esconderse en el matorral, y a las seis, en cuanto introduzca la mano para tomar la esquela, ¡lo cogerán! ¡Buen susto se llevará! Tendrá tiempo para meditar sobre sus amores mientras que se instruyan las averiguaciones y el asunto se ponga en claro... ¡Viva!
León Savitch pega el sello y personalmente lleva la carta al buzón. Duérmese con sonrisa de satisfacción y pasa la noche soñando en cosas agradables. Por la mañana, al recordar su hazaña, se pone a cantar y hasta acaricia el rostro de su esposa. En su oficina sonríe de continuo, representándose el terror de Degtiaref al caer en la trampa...
Antes de las seis puede calmar su impaciencia y va corriendo al jardín público para regodearse con la situación desesperada de su amigo.
—¡Ya están allí!—piensa viendo a un polizonte.
Al llegar a la glorieta se sienta debajo del matorral y clava sus miradas en el jarrón. Su impaciencia no tiene límites. A las seis en punto Degtiaref aparece. Por lo visto, el joven se halla de excelente humor. Lleva el sombrero de copa echado hacia atrás y su abrigo entreabierto; silba un aire alegre y fuma un cigarro.
— ¡Ahora vas a conocer al pavo y al panzudo! ¡Aguarda un ratito!—se dice Turmanof.
Degtiaref se acerca al jarrón y mete en él la mano.
León Savitch se incorpora, devorándole con los ojos. El joven extrae del jarrón un pequeño paquete, lo inspecciona por todos los lados, encogiéndose de hombros, y lo abre, vacilante... De nuevo se encoge de hombros y el asombro se dibuja en sus facciones. El paquete contiene dos billetes de cien rublos. Durante largo rato contempla Degtiaref los billetes; finalmente, sin dejar de encogerse de hombros, se mete los rublos en el bolsillo y exclama:
—Muchas gracias.
El desgraciado León Savitch oye esta frase. Luego se pasa toda la noche delante de la tienda de Dulinof, amenazándole con los puños cerrados y murmurando con indignación:
—¡Cobarde! ¡Tendero infame! ¡Alma de liebre!... ¡Cobarde!...