La vida de Rubén Darío: LXI

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Una vez vuelto de ese largo viaje, me tomé algún tiempo de reposo en París. Inesperadamente recibí cablegrama del Ministerio de Relaciones Exteriores de Nicaragua, en que se me comunicaba mi nombramiento de Secretario de la Delegación nicaragüense a la conferencia Panamericana del Río de Janeiro. Debería reunirme en Francia con el jefe de la Delegación señor Luis F. Corea, que era Ministro en Washington. Una semana después salimos para el Brasil. Ya he narrado en un diario las circunstancias, anécdotas y peripecias de este viaje y mis impresiones brasileñas y de la conferencia, a raíz de este acontecimiento. Vine de Río de Janeiro, por motivos de salud, a Buenos Aires. Mis impresiones de entonces quizás las conozcáis en verso, en versos de los dirigidos a la señora de Lugones, en cierta mentada epístola:

          ... En fin, convaleciente, llegué a nuestra ciudad
          de Buenos Aires, no sin haber escuchado
          a mister Root, abordo del «Charleston» sagrado;
          mas mi convalecencia duró poco. ¿Qué digo?
          mi emoción, mi entusiasmo y mi recuerdo amigo,
          y el banquete de La Nación que fue estupendo,
          y mis viejas siringas con su pánico estruendo,
          y ese fervor porteño, ese perpetuo arder,
          y el milagro de gracia que brota en la mujer
          argentina, y mis ansias de gozar en esa tierra
          me pusieron de nuevo con mis nervios en guerra.
          Y me volví a París. Me volví al enemigo
          terrible, centro de la neurosis, ombligo
          de la locura, foco de todo surmenage,
          donde hago buenamente mi papel de sauvage,
          encerrado en mi celda de la rue Marivany,
          confiando sólo en mí y resguardando el yo.
          ¡Y si lo resguardara, señora, si no fuera
          lo que llaman los parisienses una pera!
          A mi rincón me llegan a buscar las intrigas,
          las pequeñas miserias, las traiciones amigas,
          y las ingratitudes. Mi maldita visión
          sentimental del mundo me aprieta el corazón,
          y así cualquier tunante me explotará a su gusto.
          Soy así. Se me puede burlar con calma. Es justo.
          Por eso los astutos, los listos dicen que
          no conozco el valor del dinero. ¡Lo sé!
          Que ando, nefelibata, por las nubes... ¡Entiendo!
          Sí, lo confieso, soy inútil. No trabajo
          por arrancar a otra su pitanza; no bajo
          a hacer la vida sórdida de ciertos previsores.
          Yo no ahorro, ni en seda, ni en champaña, ni en flores,
          No combino sutiles pequeñeces, ni quiero
          quitarle de la boca su pan al compañero.
          Me complace en los cuellos blancos ver los diamantes.
          Gusto de gentes de maneras elegantes
          y de finas palabras y de nobles ideas.
          Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas
          trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos,
          mantienen, lo confieso, mis entusiasmos mudos.
          No conozco el valor del oro... ¡saben esos
          que tal dicen, lo amargo del jugo de mis sesos,
          del sudor de mi alma, de mi sangre y mi tinta,
          del pensamiento en obra y de la idea encinta!
          ¿He nacido yo acaso hijo de millonario?
          ¿He tenido yo Cirineo en mi Calvario?...

De vuelta a París fui a pasar un invierno a la Isla de Oro, la encantadora Palma de Mallorca. Visité las poblaciones interiores; conocí la casa del archiduque Luis Salvador, en alturas llenas de vegetación de paraíso, ante un mar homérico; pasé frente a la cueva en que oró Raymundo Lulio, el ermitaño y caballero que llevaba en su espíritu la suma del Universo. Encontré las huellas de dos peregrinos del amor, llamémosle así: Chopin y George Sand, y hallé documentos curiosos sobre la vida de la inspirada y cálida hembra de letras y su nocturno y tísico amante. Vi el piano que hacía llorar íntima y quejumbrosamente el más lunático y melancólico de los pianistas, y recordé las páginas de Spiridion.