La vida de Rubén Darío: LXII

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El gobierno nicaragüense nombró a Vargas Vila y a mí -Vargas Vila era Cónsul General de Nicaragua en Madrid- miembros de la Comisión de límites con Honduras. Que Nicaragua envió a España, siendo el rey Don Alfonso el árbitro que debía resolver definitivamente en el asunto en cuestión. El ministro Medina, era el jefe de la Comisión; pero nunca nos presentó oficialmente ni contaba, ni quería contar con nosotros para nada. Vargas Vila tiene sobre esto una documentación inédita que algún día ha de publicarse. El fallo del rey de España, no contentó, como casi siempre sucede, a ninguna de las partes litigantes, y eso que Nicaragua tenía como abogado nada menos que a don Antonio Maura. La poca avenencia del ministro Medina conmigo hizo que yo me resolviese a hacer un viaje a Nicaragua.

Hacía cerca de diez y ocho años que yo no había ido a mi país natal. Como para hacerme olvidar antiguas ignorancias e indiferencias, fui recibido como ningún profeta lo ha sido en su tierra... El entusiasmo popular fue muy grande. Estuve como huésped de honor del Gobierno durante toda mi permanencia. Volví a ver, en León, en mi casa vieja, a mi tía abuela, casi centenaria; y el Presidente Zelaya, en Managua, se mostró amable y afectuoso. Zelaya mantenía en un puño aquella tierra difícil. Diez y siete años estuvo en el poder y no pudo levantar cabeza la revolución conservadora, dominada, pero siempre piafante. El Presidente era hombre de fortuna, militar y agricultor, mas no se crea que fuese la reproducción de tanto tirano y tiranudo de machete como ha producido la América española. Zelaya fue enviado por su padre, desde muy joven a Europa; se educó en Inglaterra y Francia; sus principales estudios los hizo en el colegio Höche, de Versalles; peleó en las filas de Rufino Barrios, cuando este Presidente de Guatemala intentó realizar la unión de Centro América por la fuerza, tentativa que le costó la vida.

Durante su presidencia, Zelaya hizo progresar el país, no hay duda alguna. Se rodeó de hombres inteligentes, pero que, como sucede en muchas partes de nuestro continente, hacían demasiada política y muy poca administración; los principales eran hombres hábiles que procuraban influir para los intereses de su círculo en el ánimo del gobernante. Esos hombres se enriquecieron, o aumentaron sus caudales, en el tiempo de su actuación política. Otros adláteres hicieron lo mismo; la situación económica en el país se agravó, y las malquerencias y desprestigios de los que rodeaban al jefe del Estado, recayeron también contra él. Esto lo observé a mi paso. El descontento había llegado a tal punto en Occidente, cuando se creyó, con motivo del matrimonio de una de las señoritas Zelaya, que el Presidente entraba en connivencias con los conservadores de Granada, que había preparado en León, para una próxima visita presidencial una conjuración contra la vida del general Zelaya.

Amigos míos, entre ellos, principalmente, el doctor Luis Debayle y don Francisco Castro, ministro de Hacienda, y el mismo ministro de Relaciones Exteriores señor Gámez, pidieron al presidente la legación de España para mí. La unánime aprobación popular, el pedido de sus amigos, y su innegable buena voluntad, hicieron que el general Zelaya me nombrase ministro en Madrid; pero no sin que tuviese que luchar con intrigas palaciegas y pequeñeces no palaciegas, que hacían su sordo trabajo en contra, y esto a pesar de que la legación tenía un pobre y casi desdoroso presupuesto, que fue todavía mermado a la salida del señor Castro del Ministerio de Hacienda.