La vida de Rubén Darío: XVI

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Por Pedro pasé a Valparaíso, en donde -¡anomalía!- iba a ocupar un puesto en la Aduana.

Valparaíso, para mí, fue ciudad de alegría y de tristeza, de comedia y de drama y hasta de aventuras extraordinarias. Estas quedarán para después.

Pero no dejaré de narrar mi permanencia y mi salida de la redacción de El Heraldo. Lo dirigía a la sazón Enrique Valdés Vergara. Era un diario completamente comercial y político. Había sido yo nombrado redactor por influencia de don Eduardo de la Barra, noble poeta y excelente amigo mío. Debo agregar para esto la amistad de un hombre muy querido y muy desgraciado en Chile: Carlos Toribio Robinet.

Se me encargó una crónica semanal. Escribí la primera sobre sports. A la cuarta me llamó el director y me dijo: «Usted escribe muy bien... Nuestro periódico necesita otra cosa... Así es que le ruego no pertenecer más a nuestra redacción...». Y, por escribir muy bien, me quedé sin puesto,

¡Que no olvide yo estos tres nombres protectores: Poirier, Galleguillos Lorca y Sotomayor!

Mi vida en Valparaíso se concentra en ya improbables o ya hondos amoríos; en vagares a la orilla del mar, sobre todo, por Playa Ancha; invitaciones a bordo de los barcos, por marinos amigos y literarios; horas nocturnas, ensueños matinales, y lo que era entonces mi vibrante y ansiosa juventud.

Por circunstancias especiales e inquerida bohemia, llegaron para mí momentos de tristeza y escasez. No había sino partir. Partir gracias a don Eduardo de la Barra, Carlos Toribio Robinet, Eduardo Poirier y otros amigos.

Antes de embarcar a Nicaragua aconteció que yo tuviese la honra de conocer al gran chileno don José Victorino Lastarria. Y fue de esta manera: Yo tenía, desde hacía mucho tiempo, como una viva aspiración el ser corresponsal de La Nación, de Buenos Aires. He de manifestar que es en ese periódico donde comprendí a mi manera el manejo del estilo y que en ese momento fueron mis maestros de prosa dos hombres muy diferentes: Paul Groussac y Santiago Estrada, además de José Martí. Seguramente en uno y otro existía espíritu de Francia. Pero de un modo decidido, Groussac fue para mí el verdadero conductor intelectual.

Me dijo don Eduardo de la Barra: Vamos a ver a mi suegro, que es íntimo amigo del general Mitre, y estoy seguro de que él tendrá un gran placer en darle una carta de recomendación para que logremos nuestro objeto, y también estoy seguro de que el general Mitre aceptará inmediatamente la recomendación. En efecto, a vuelta de correo, venía la carta del general, con palabras generosas para mí, y diciéndome que se me autorizaba para pertenecer desde ese momento a La Nación.

Quiso, pues, mi buena suerte que fuesen un Lastarria y un Mitre quienes hiciesen mi colaboración en ese gran diario.

Estaba Lastarria sentado en una silla, Voltaire. No podía moverse por su enfermedad. Era venerable su ancianidad ilustre. Fluía de él autoridad y majestad.

Había mucha gloria chilena en aquel prócer. Gran bondad emanaba de su virtud y nunca he sentido en América como entonces la majestad de una presencia sino cuando conocí al general Mitre en la Argentina y al doctor Rafael Núñez en Colombia.

Con mi cargo de corresponsal de La Nación me fui para mi tierra, no sin haber escrito mi primera correspondencia fechada el 3 de febrero de 1889, sobre la llegada del crucero brasileño «Almirante Barroso» a Valparaíso, a cuyo bordo iba un príncipe, nieto de don Pedro.

En todo este viaje no recuerdo ningún incidente, sino la visión de la «debacle» de Panamá: Carros cargados de negros africanos que aullaban porque, según creo, no se les había pagado sus emolumentos. Y aquellos hombres desnudos y con los brazos al cielo, pedían justicia.