La vida de Rubén Darío: XVII
Al llegar a este punto de mis recuerdos, advierto que bien puedo equivocarme, de cuando en cuando, en asuntos de fecha, y anteponer, o posponer, la prosecución de sucesos. No importa. Quizás ponga algo que aconteció después en momentos que no le corresponde y viceversa. Es fácil, puesto que no cuento con más guía que el esfuerzo de mi memoria. Así, por ejemplo, pienso en algo importante que olvidé cuando he tratado de mi primera permanencia en San Salvador.
Un día, en momentos en que estaba pasando horas tristes, sin apoyo de ninguna clase, viviendo a veces en casa de amigos y sufriendo lo indecible, me sentí mal, en la calle. En la ciudad había una epidemia terrible de viruela. Yo creí que lo que me pasaba sería un malestar causado por el desvelo; pero resultó que, desgraciadamente, era el temido morbo. Me condujeron a un hospital con el comienzo de la fiebre. Pero en el hospital protestaron, puesto que no era aquello un lazareto; y entonces, unos amigos, entre los cuales recuerdo el nombre de Alejandro Salinas, que fue el más eficaz, me llevaron a una población cercana, de clima más benigno, que se llamaba Santa Tecla. Allí se me aisló en una habitación especial y fui atendido, verdaderamente como si hubiese sido un miembro de su familia, por unas señoritas de apellido Cáceres Buitrago. Me cuidaron, como he dicho, con cariño y solicitud y sin temor al contagio de la peste espantosa. Yo perdí el conocimiento, viví algún tiempo en el delirio de la fiebre, sufrí todo lo cruento de los dolores y de las molestias de la enfermedad; pero fui tan bien servido que no quedaron en mí, una vez que se había triunfado del mal, las feas cicatrices que señalan el paso de la viruela.
En lo referente a mi permanencia en Chile, olvidé también un episodio que juzgo bastante interesante. Cuando habitaba en Valparaíso, tuve la protección de un hombre excelente y de origen humilde, el doctor Galleguillos Lorca, muy popular y muy mezclado entonces en política, siendo una especie de leader entre los obreros. Era médico homeópata. Había comenzado de minero, trabajando como un peón; pero dotado de singulares energías, resistentes y de buen humor, logró instruirse relativamente y llegó a ser lo que era cuando yo le conocí. Llegaban a su consultorio tipos raros a quienes daba muchas veces, no sólo las medicinas, sino también dinero. El hampa de Valparaíso tenía en él a su galeno. Le gustaba tocar la guitarra, cantar romances, e invitaba a sus visitantes casi siempre, gente obrera, a tomar unos «ponches» compuestos de agua, azúcar y aguardiente, el aguardiente que llamaban en Chile «guachacay». Era ateo y excelente sujeto. Tenía un hijo a quien inculcaba sus ideas en discursos burlones, de volterianismo ingenuo y un poco rudo. El resultado fue que el pobre muchacho, según supe después, a los veinte y tantos años se pegó un tiro.
Una ocasión me dijo el doctor Galleguillos: «¿Quiere usted acompañarme esta noche a una visita que tengo que hacer por los cerros?». Los cerros de Valparaíso tenían fama de peligrosos en horas nocturnas, mas yendo con el doctor Galleguillos me creía salvo de cualquier ataque y aceptó su invitación. Tomó él su pequeño botiquín y partimos. La noche era obscura y cuando estuvimos a la entrada de la estribación de la serranía, el comienzo era bastante difícil, lleno de barrancos y hondonadas. Llegaba a nuestros oídos, de cuando en cuando, algún tiro más o menos lejano. Al entrar a cierto punto, un farolito surgió detrás de unas piedras. El doctor silbó de un modo especial, y el hombre que llevaba el farolito se adelantó a nosotros. «-¿Están los muchachos?» -preguntó Galleguillos. -«Sí, señor» -contestó el rotito. Y sirviéndonos de guía, comenzó a caminar y nosotros tras él. Anduvimos largo rato, hasta llegar a una especie de choza o casa, en donde entramos. Al llegar hubo una especie de murmullo entre un grupo de hombres que causaron en mí vivas inquietudes. Todos ellos tenían traza de facinerosos, y en efecto lo eran. Más o menos asesinos, más o menos ladrones, pues pertenecían a la mala vida. Al verme me miraron con hostiles ojos, pero el doctor les dijo algunas palabras y ello calmó la agitación de aquella gente desconfiada. Había una especie de cantina, o de boliche, en que se amontonaban unas cuantas botellas de diferentes licores. Estaban bebiendo, según la costumbre popular, un «ponche» matador, en un vaso enorme que se denomina «potrillo» y que pasa de mano en mano y de boca en boca. Uno de los mal entrazados me invitó a beber; yo rehusé con asco instintivo; y se produjo un movimiento de protesta furiosa entre los asistentes. -«Beba pronto», me dijo por lo bajo el doctor Galleguillos, «y déjese de historias». Yo comprendí lo peligroso de la situación y me apresuré a probar aquel ponche infernal. Con esto satisfice a los rotos. Luego llamaron al doctor y pasamos a un cuarto interior. En una cama, y rodeado de algunas mujeres, se encontraba un hombre herido. El doctor habló con él, le examinó y le dejó unas cuantas medicinas de su botiquín. Luego salimos, acompañados entonces de otros rotos, que insistieron en custodiarnos, porque, según decían, había sus peligros esa noche. Así, entre las tinieblas, apenas alumbrados por un farolito, entramos de nuevo a la ciudad. Era ya un poco tarde y el doctor me invitó a cenar. -«Iremos -me dijo- a un lugar curioso, para que lo conozca». En efecto, por calles extraviadas, llegamos a no recuerdo ya qué casa, tocó mi amigo una puerta que se entreabrió y penetramos. En el interior había una especie de restaurant, en donde cenaban personas de diversas cataduras. Ninguna de ellas con aspecto de gente pacífica y honesta. El doctor llamó al dueño del establecimiento y me presentó. -«Pasen adentro», nos dijo éste. Seguimos más al fondo de la casa, no sin cruzar por un patio húmedo y lleno de hierba. Aquí hay enterrados muchos, me dijo en voz baja el médico. En otro comedor se nos sirvió de cenar y yo oía las voces que en un cuarto cerrado daban de cuando en cuando algunos individuos. Aquello era una timba del peor carácter. Casi de madrugada, salimos de allí y la aventura me impresionó de modo que no la he olvidado. Así no podía menos de contarla esta vez.