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La vida de Rubén Darío: XVIII

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Y ahora, continuaré el hilo de mi interrumpida narración. Me encuentro de vuelta de Chile, en la ciudad de León de Nicaragua.

Estoy de nuevo en la casa de mis primeros años. Otros devaneos han ocupado mi corazón y mi cabeza. Hay un apasionamiento súbito por cierta bella persona que me hace sufrir con la sabida felinidad femenina y hay una amiga inteligente, graciosa, aficionada a la literatura, que hace lo posible por ayudarme en mi amorosa empresa; y lo hace de tal manera, que cuando, por fin, he perdido mi última esperanza con la otra, entregada desdichadamente a un rival más feliz, me encuentro enloquecido por mi intercesora. Esta inesperada revolución amorosa se prolonga en la ciudad de Chinandega, en donde, ¡desventurado de mí! iba a casarse el ídolo de mis recientes anhelos. Y allí nuevas complicaciones sentimentales me aguardaban, con otra joven, casi una niña; y quién sabe en qué hubiera parado todo esto, si por segunda vez amigos míos, entre ellos el coronel Ortiz, hoy general, y que ha sido vicepresidente de la República, no me facturan apresuradamente para El Salvador. Lo que provocó tal medida fue que una fiesta dada por el novio de aquella a quien yo adoraba, y a la cual no sé por qué ni cómo, fui invitado, con el aguijón de los excitantes del diablo, y a pedido de no sé quién, empecé a improvisar versos, pero versos en los cuales decía horrores del novio, de la familia de la novia, ¡qué sé yo de quién más! Y fui sacado de allí más que de prisa. Una vez llegado a la capital salvadoreña busqué algunas de mis antiguas amistades y una de ellas me presentó al general Francisco Menéndez, entonces presidente de la República. Era éste, al par que militar de mérito, conocido agricultor y hombre probo. Era uno de los más fervientes partidarios de la Unión centroamericana, y hubiera hecho seguramente el sacrificio de su alto puesto por ver realizado el ideal unionista que fuera sostenido por Morazán, Cabañas, Jerez, Barrios y tantos otros. En esos días se trataba cabalmente de dar vida a un nuevo movimiento unificador, y es claro que el presidente de El Salvador era uno de los más entusiastas en la obra.

A los pocos días me mandó llamar y me dijo: -«¿Quiere usted hacerse cargo de la dirección de un diario que sostenga los principios de la Unión?». -«Desde luego, señor presidente», le contesté». -«Está bien», me dijo, «daré orden para que en seguida se arregle todo lo necesario». En efecto, no pasó mucho sin que yo estuviera a la cabeza de un diario, órgano de los unionistas centroamericanos y que, naturalmente, se titulaba La Unión.

Estaba remunerado con liberalidad. Se me pagaba aparte los sueldos de los redactores. Se imprimía el periódico en la imprenta nacional y se me dejaba todo el producto administrativo de la empresa. El diario empezó a funcionar con bastante éxito. Tenía bajo mis órdenes a un escritor político de Costa Rica, a quien encomendé los artículos editoriales, don Tranquilino Chacón; a un fulminante colombiano, famoso en Centro-América como orador, como taquígrafo y aun como militar y como revolucionario, un buen diablo, Gustavo Ortega; y a cierto malogrado poeta costarriqueño, mozo gentil, que murió de tristeza y de miseria, aunque en sus últimos días tuviese el gobierno de Costa Rica la buena idea de hacerlo ir a Barcelona para que siquiera lograse el consuelo de morir después de haber visto Europa; me refiero a Equileo Echevarría. Luego, contaba con la colaboración de las mejores inteligencias del país y del resto de la América Central; y el diario empezó su carrera con mucha suerte.

Habitaba entonces en San Salvador la viuda de un famoso orador de Honduras, Álvaro Contreras, que si no estoy mal informado, tiene hoy un monumento. Fue este hombre vivaz y lleno de condiciones brillantes, un verdadero dominador de la palabra. Combatió las tiranías y sufrió persecuciones por ello. En tiempo de la guerra del Pacífico fundó un diario en Panamá en defensa de los intereses peruanos. Su viuda tenía dos hijas: a ambas había conocido yo en los días de mi infancia y en casa de mi tía Rita. Eran de aquellas compañeras que alegraban nuestras fiestas pueriles, de aquellas con quienes bailábamos y con quienes cantábamos canciones en las novenas de la Virgen, en las fiestas de diciembre. Esas dos niñas eran ya dos señoritas. Una de ellas casó con el hijo de un poderoso banquero, a pesar de la modesta condición en que quedara la familia después de la muerte de su padre. Yo frecuenté la casa de la viuda, y al amor del recuerdo y por la inteligencia, sutileza y superiores dotes de la otra niña, me vi de pronto envuelto en nueva llama amorosa. Ello trascendió en aquella reducida sociedad amable: -«¿Por qué no se casa?», me dijo una vez el presidente. -«Señor, le contesté, es lo que pienso hacer en seguida». Y, con el beneplácito de mi novia y de su madre, me puse a tomar las disposiciones necesarias para la realización de mi matrimonio. Entretanto, uno de mis amigos principales era Francisco Gavidia, quien quizás sea de los más sólidos humanistas y seguramente de los primeros poetas con que hoy cuenta la América española. Fue con Gavidia, la primera vez que estuve en aquella tierra salvadoreña, con quien penetran en iniciación ferviente, en la armoniosa floresta de Víctor Hugo; y de la lectura mutua de los alejandrinos del gran francés, que Gavidia, el primero seguramente, ensayara en castellano a la manera francesa, surgió en mí la idea de renovación métrica, que debía ampliar y realizar más tarde. A Gavidia aconteciole un caso singularísimo, que me narrara alguna vez, y que dice cómo vibra en su cerebro la facultad del ensueño, de tal manera que llegó a exteriorizarse con tanta fuerza. Sucedió que siendo muy joven, recién llegado a París, iba leyendo un diario por un puente del Sena, en el cual diario encontró la noticia de la ejecución de un inocente. Entonces se impresionó de tal manera que sufrió la más singular de las alucinaciones. Oyó que las aguas del río, los árboles de la orilla, las piedras de los puentes, toda la naturaleza circundante gritaban: -«¡Es necesario que alguien se sacrifique para lavar esa injusticia!». E incontinenti se arrojó al río. Felizmente alguien le vio y pudo ser salvado inmediatamente. Le prodigaron los auxilios y fue conducido al consulado de El Salvador, cuyas señas llevaba en el bolsillo. Después, en su país, ha publicado bellos libros y escrito plausibles obras dramáticas; se ha nutrido de conocimientos diversos y hoy es director de la Biblioteca Nacional de la capital salvadoreña.