La viuda valenciana/Acto II

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Acto I
La viuda valenciana
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Sale CAMILO.
CAMILO:

   ¡Buen ánimo, pensamiento,
de temeridad vestido!
Al puesto habemos venido
donde vuestro atrevimiento
me lleva a vencer vencido.
   Entre el temor y el deseo,
con quien batallo y peleo,
tantas veces quedo y voy,
que con estar donde estoy,
otras tantas no lo creo.
   ¿Qué sé yo si algún contrario,
de invidia de verme noble,
me forja este trato doble,
donde sea necesario
el sufrir espada o roble?

CAMILO:

   Bravamente el cuello humillo,
como simple corderillo,
que ser vendido no ve,
que va él propio por su pie
al carnicero cuchillo.
   Mas yo jamás he entendido
que haya hecho a hombre ofensa.
Mal mi entendimiento piensa,
que el que a ninguno ha ofendido
bien camina sin defensa.
   Y más que aquel que me ha dado
las nuevas de este cuidado
me ha dicho que armarme puedo;
pero fue por darme miedo,
que anda siempre el miedo armado.
   Pero aunque vaya cual voy,
¿de qué peligro me escapa,
si al fin los ojos me tapa?

CAMILO:

Que, pues sin ojos estoy,
bien puede echarme la capa.
   ¿Quién oyó jamás tal cosa,
que una mujer tan hermosa,
que tanto a un hombre desea,
no permita que la vea?
¡Qué fama tan vergonzosa!
   ¿Y qué sé yo si pensando
que abrazo algún ángel bello,
a un demonio enlazo el cuello
que ascuras anda volando
porque es indigno de vello?
   ¿O que fuese alguna vieja,
ya sin pestaña ni ceja,
con unos dientes postizos,
que me hiciese con hechizos
andar como simple oveja?

CAMILO:

   ¿O fuese alguna cuitada,
herida de mal francés,
que me hiciese andar después,
por un hora de posada,
muerto dos años o tres?
   Mas gente viene a la puente.

(Sale URBÁN, de máscara, y un capirote de bayeta en la mano.)
URBÁN:

Solo está un hombre. ¿Qué gente?

CAMILO:

¿Es acaso aquel amigo?

URBÁN:

Quien te sirve está contigo.

CAMILO:

¡Que esto un hombre cuerdo intente!

URBÁN:

   ¿Hay alguien que vernos pueda?

CAMILO:

Las estrellas y la luna.

URBÁN:

Mas que no dé luz ninguna.
¡Oh, cuál aquel ángel queda!
Dichosa fue tu fortuna.

CAMILO:

   No niego que es muy dichosa;
mas sea fea o hermosa,
para aborrecer y amar,
si ascurasla he de gozar,
¿no es todo una misma cosa?

URBÁN:

   ¿Una misma? ¿De qué suerte?
Un cuerpo grueso y perfeto,
¿no hay más gusto que despierte,
que tocar un esqueleto
como pintan a la muerte?
   Lo hermoso es como el olor,
que aquel natural valor
se conoce, mira y huele,
por la suavidad que espele.

CAMILO:

¿Soy herbolario o doctor?
   ¿Qué me importan a mí olores?
Los ojos hacen gozar;
que aquel ver causa el hallar
suavidad en los amores,
y el conocer y el tratar.
   Que por lo contrario el ciego,
como yo a esa dama llego,
es en el deleite igual
a cualquier bruto animal.

URBÁN:

Ese argumento te niego;
   que ese en la imaginación
fabrica un rostro no más;
mas si tú despierto estás,
mirando con atención,
mucho del vivo verás.
   Hay ojos que en tales puntos
hacen fuego, y cuatro juntos,
¿qué cielo y tierra no ven?

CAMILO:

Algunos habrá que estén
en ese tiempo difuntos.
   Ella, ¿es moza?

URBÁN:

No has de vella.

CAMILO:

¿Casada, o doncella en duda?
¿Es viuda?

URBÁN:

Es tal, que se muda
en casada y en doncella,
y otras veces en viuda.
   Ni es viuda, ni casada,
ni doncella, ni violada
de alguno que la desdeña.

CAMILO:

De esa suerte, será dueña
entre algodones guardada.
   ¡Válate Dios por señora,
si te acabo de entender!
 [Aparte.]
(Engaño debe de haber.
¿Cosa que fuese este agora
algún hombre y no mujer?
   Pero ¿tan lindo era yo?
¡Oh, qué tentación me dio
de quitarle el rostro a este,
aunque la dama me cueste
que tan poco me costó!
   Mas gran deseo me inflama,
y este brío que hay en mí.)
Amigo, vamos de aquí
a ver esa escura dama
de aquellas que nunca vi.

URBÁN:

   Poneos el capirote.

CAMILO:

¿Quién habrá que no me note
de loco?

URBÁN:

Jamás lo fuistes.

CAMILO:

¡Aun de bayeta le hicistes!
¿No fuera de chamelote?
(Pónele el capirote a CAMILO.)
   ¿Hay mucho que andar?

URBÁN:

Gran rato.

CAMILO:

Ahora llevadme al río
y remojaréisme el brío.

URBÁN:

Todo es verdad cuanto os trato.
No os enojéis, señor mío.

(Sale OTÓN, y ase CAMILO de la pretina a URBÁN.)
OTÓN:

   Noche de estrellas vestida,
que mis pasos y mi vida
guías a la sepultura,
vuélvete negra y obscura
porque algún favor te pida.
   Porque aunque al campo he salido,
donde debiera el sosiego
templar este ardor tan ciego,
algo más anda encendido
con el desdén de [hoy] mi fuego.

URBÁN:

 [Aparte.]
   (Un hombre hemos encontrado;
asidme de la pretina.)

OTÓN:

¡Hola! ¿Quién va? ¿Quién camina?

CAMILO:

 [Aparte.]
(¡Yo vengo muy bien armado,
sin ojos, como gallina!)

OTÓN:

    ¿No respondéis?

CAMILO:

 [Aparte.]
(Yo voy bueno.
Oh, si descargase el trueno!)

URBÁN:

Máscara soy.

OTÓN:

¡Gentil loco!

URBÁN:

Habemos bebido un poco,
y andámonos al sereno.
    Echad, señor, por aquí.

CAMILO:

¡Oh, san Blas, sed en mi ayuda!

(Vanse URBÁN y CAMILO.)
OTÓN:

¡Bravamente el vino muda!
Y amor es lo mismo en mí
por aquesta ingrata viuda.
   ¿Posible es que pueda aquesta
ser tan casta y tan honesta,
y tan Artemisa en fe,
y que a tanto hidalgo dé
un mismo «no» por respuesta?
   No es posible; aquí hay maldad.
Yo sospecho que es fingida
la santidad de su vida;
que suele la santidad
ser flaca y descolorida.

OTÓN:

   Viuda tan regalada
y que come descansada
tres o cuatro mil de renta,
¡tan moza vive contenta,
a la media noche helada!
   Que se encierre en lo postrero,
que tenga buena opinión
de que trata de oración,
¿qué importa, si el despensero
compra el pavo y el capón?
   Ahora, yo no he de dormir
cien noches, y he de acudir
todas a su calle y puerta,
y si alguno la despierta,
¡vive Dios, que ha de morir!
   Ya el sufrir la escarcha helada,
aunque aquí poco se usa,
o el sueño, no se me escusa.
Piedra soy de su portada,
como si fuera Medusa.

(Vanse y sale LEONARDA en traje galán, y JULIA.)
LEONARDA:

    Las telas y terciopelos
no sé si están bien colgados.

JULIA:

Están, señora, estremados;
vuelve, por tu vida, y velos.

LEONARDA:

   En esa sala, ¿está bien
aquesa tapicería?

JULIA:

Tenerla el virrey podría,
y aun el mismo rey también.

LEONARDA:

   ¡Qué a propósito es la historia!,
que es de Jacob el amor.

JULIA:

Diversa dirás mejor
del fin de tu presta gloria;
   que esperó catorce años
lo que tú en un hora tienes.

LEONARDA:

¡Plega a Dios que tantos bienes
no paren en tantos daños!
   Urbán tarda. ¿Qué haremos?

JULIA:

Un poco puedes jugar.

LEONARDA:

No le debió de agradar.
¡Ay, triste!

JULIA:

No hagas estremos;
   que no es eso de creer
de un mozo tan belicoso.

LEONARDA:

¡Ay mira que en ser hermoso
algo tendrá de mujer!
   Cuanto más que ¿qué Roldán
sufriera cubrirse así,
y ascuras venir aquí?

JULIA:

¡Un mozo hidalgo y galán,
   un mancebo varonil,
no como otros mujeriles,
con quien fuera el mismo Aquiles
ahora cobarde y vil!
   Leandro, ¿no pasó el mar
dos mil veces animoso?

LEONARDA:

¿No ves que eso es fabuloso?
Y después de ver y hablar;
   y en la torre, contra el viento,
luz [se] solía encender,
y aquí no la ha de tener
dentro del mismo aposento.
   Si dijeras el romano
que en un hueco se arrojó,
o el que el puente acometió,
o el que se quemó la mano,
   aun aquesto verdad fue.

JULIA:

Dame albricias.

LEONARDA:

No lo creo.

JULIA:

¡Ea!

LEONARDA:

Toma aquel manteo,
Julia, que ayer me quité.

JULIA:

   ¿Es aquel de oro y morado?

LEONARDA:

Dame la máscara presto,
y toma la tuya.

(Sale URBÁN, y CAMILO.)
URBÁN:

Al puesto,
Camilo, habemos llegado.

CAMILO:

   Pues escalera subí,
ya estaré en el aposento.

LEONARDA:

Dalde una silla al momento.

URBÁN:

Asiéntate.

CAMILO:

¿Adónde?

URBÁN:

Aquí.

CAMILO:

    ¿Quién es aquella que habló?

URBÁN:

Mi señora.

LEONARDA:

Y vuestra esclava.

CAMILO:

¿Es la que de hablar acaba?
¡Oh, pesia a quien me parió!
   El capirote me quito.
(Quítasele.)
¡Par Dios, ascuras estoy!

LEONARDA:

Por eso licencia os doy,
y se os perdona el delito.
   Dadme silla junto a él.

CAMILO:

¿Hay más lindo encantamento?

LEONARDA:

¡Ay, señor, con vos me asiento!

CAMILO:

¡Por Dios, que es hecho cruel!
   Ya me enciende el corazón
amor sin luz, pues no veo;
que ha tocado en el deseo
como a piedra el eslabón.
   Como el hombre que está ascuras,
[y] para encenderla toca,
fue en mi alma vuestra boca,
que ha dado centellas puras.
   Yesca ha sido el corazón,
que era materia dispuesta,
y el golpe fue la respuesta,
y la lengua el eslabón.
   Tengo una luz encendida
en el alma que os ve y trata,
si el aire no me la mata
de veros escurecida.

CAMILO:

   No os vea yo como ciego
dentro en la imaginación,
porque parece invención
haber tinieblas y fuego.
   Si no es mi fianza buena,
no se comience la historia;
y pues es limbo sin gloria,
no sea limbo con pena.
   Sed vos, para que yo os vea,
como pintor estremado,
que aunque la noche ha pintado,
deja luz con que se vea.
   Yo soy un hidalgo noble,
que si cara a cara os trato,
fío de mi honrado trato
que os parezca bien al doble.
   Esto he de alcanzar de vos.
¡Ea, dadme aquesa mano!

LEONARDA:

¿Mi mano? Tomad.

CAMILO:

Ya es llano
que lo concedéis, ¡por Dios!

JULIA:

 [Aparte.]
   (A fe, que no es necio el hombre.

URBÁN:

Bien habla.

JULIA:

Por lindo estilo).

LEONARDA:

Pues, por vida de Camilo...

CAMILO:

Ese es, señora, mi nombre.

LEONARDA:

   ...que no pienso que he hecho poco
en daros luego mi mano.

CAMILO:

Digo que es bien soberano,
digo que me vuelvo loco.

LEONARDA:

   Decid, ¿y paréceos bien?
No me la apretéis. ¡Jesú!

CAMILO:

Que la mano es de Esaú,
y la voz no sé de quién.

LEONARDA:

   Traigan luz por eso solo.

(Va JULIA.)
URBÁN:

Ya se descubre el farol.

CAMILO:

Luz pido donde está el sol;
pero está eclipsado Apolo.

(Sale JULIA.)
JULIA:

   La hacha está aquí.

CAMILO:

¿Qué es esto?
¿Todos con máscara están?

LEONARDA:

Tened las manos, galán;
que aquí no ha de haber más que esto.
   En llegando a querer verme,
os harán dos mil pedazos.

CAMILO:

En tal sagrado de brazos
no podrán acometerme.
   No por su miedo -¡por Dios!
que, pues vine, no le tuve-,
mano y deseos detuve,
mas por mandármelo vos.

CAMILO:

   ¡Qué bello cuerpo tenéis!
¡Qué traje y rico vestido!
Con razón no he merecido
que en mi bajeza fiéis.
   ¡Bravas telas y brocados!
¡Bravos cuadros y pinturas!
Pero todo queda a escuras
con tales ojos cerrados.
   ¿Que no hay aquí quien me abone?
Quien me ama, ¿no me fía?

LEONARDA:

El alma se le confía,
Y [vuesa] merced perdone;
   que cuando de su lealtad
más esperiencia se tenga,
haremos que a casa venga
con más luz y claridad.
   Siéntese, y no se alborote.

CAMILO:

Si la caza no he de ver,
tornadme, amigo, a poner
pigüelas y capirote.
   Más valdrá, para estar quedo,
no tener ojos ni oídos,
porque se van los sentidos
tras aquello que ver puedo.
   En descubriendo el halcón
para que la caza vea,
ya está cierta la pelea,
y es suyo aquel corazón.
   Pero aquí, después de vella
con alguna claridad,
le quitan la libertad
de poder volar tras ella.
   Y aun hay otra condición
en esta casa encubierta,
que va la perdiz cubierta
y descubierto el halcón.
   ¡Aquí de Dios, mi señora!
¿Vos habéis de permitir
que quien os merece oír
no os merezca ver ahora?

LEONARDA:

   Ahora bien, tráiganle
aquí un poco de colación
con que amanse el corazón.

(Va JULIA por colación.)
CAMILO:

¿Qué colación, pesia a mí?
    ¿Cómo tengo de comella,
si ese mismo se me abrasa?
¡Ah! ¡Doyme a Dios con la casa!
¿Que aun no hay una cara en ella?
   ¿Qué fianzas me habéis dado
para comer, satisfecho
que no es veneno?

LEONARDA:

Este pecho
que me habéis enamorado.

CAMILO:

   Ligero argumento hacéis.
Id a una tienda embozada
y veréis si os fían nada
por más que el pecho mostréis.
   Yo soy aquí mercader,
vos quien rebozada llega;
luego bien la vida os niega
el que no os merece ver.

LEONARDA:

   Camilo, no os aflijáis
de verme esconder así;
que hay partes, señor, en mí
que vos ahora ignoráis.
   Yo os vi, y el alma os rendí
de suerte, en cierto lugar,
que no me escusé de dar
fin a mi cuidado así.

LEONARDA:

   Este remedio busqué
para que entréis donde estáis,
y para que no digáis
con quién ni en qué parte fue.
   Si pensáis que aquesto ha sido
no tener crédito en vos,
bien quedará entre los dos
averiguado y reñido.
   Joyas os daré en valor
de dos mil ducados.

CAMILO:

¿Buenas?

LEONARDA:

¡Hola! Dame esas cadenas
y ese brinco, dios de amor.
   Dame...

CAMILO:

Paso; no pidáis
eso, que me dais enojos.
Más quisiera vuestros ojos
que cuantas joyas me dais.
   Diéradesme esos zafiros,
y los rubíes y perlas
de esa boca, que por verlas
pudiera con más serviros.
   También hay oro en mi casa.
Gracias a Dios, no soy pobre.

LEONARDA:

Deseo que más os sobre
que de Oriente a España pasa.
   Pero por señal de amor,
esta sortija tomad,
que en vos tendrá calidad.

CAMILO:

Y esta en vos tendrá valor.
   Servíos de que en mi nombre
la traiga esa blanca mano.

(Sale JULIA, con la colación.)
JULIA:

La colación viene.

CAMILO:

En vano
viene, a fe de gentilhombre,
   que no tengo de comer.

LEONARDA:

A lo menos el probar
no lo podéis escusar,
que soy honrada mujer.

CAMILO:

   ¿Es lo del veneno?

LEONARDA:

Sí.
¡Por mi vida, que probéis!

CAMILO:

Si ese juramento hacéis,
haya mil muertes aquí.
   Quiero tomar el veneno
que Alejandro del doctor;
que donde la fe es mayor,
no le hace el daño ajeno.

URBÁN:

[Aparte.]
   (¡Oh, lo que sabe de historia!

JULIA:

En verdad que es muy leído.

URBÁN:

No lo toméis tan pulido,
que en verdad que es zanahoria).
   Entro, y la bebida saco.
(Vase.)

CAMILO:

[Aparte.]
(Donaire tiene, por cierto);
pero hagamos un concierto.

LEONARDA:

 [Aparte.]
(Es discreto y es bellaco).

CAMILO:

    Si esto pasa entre los tres,
que sois vos y estos criados,
para hablar o ser llamados
sin nombres, trabajo es.
   Quierooslos poner fingidos,
que yo así me entenderé.

(Sale URBÁN con la bebida.)
URBÁN:

Bebed.

CAMILO:

Luego beberé.

URBÁN:

Bebed.

JULIA:

 [Aparte.]
(Están divertidos.

URBÁN:

    Estos mozos confitados,
todo almíbar y jalea,
que no hay ninfa que tal sea,
de boca y dedos mirlados,
   me hacen perder el seso).
Bebed.

CAMILO:

Mostrad, beberé.

URBÁN:

[Aparte.]
(¡Qué poco y qué a tiento fue!)
Diga, ¿y harale mal eso?

CAMILO:

   Tras tanta plata, ¿qué espero?
No me muestren más, señora.

URBÁN:

[Aparte.]
(Haga melindres ahora,
harase después un cuero.
   Pues esta va por mi ama,
y esta, Camilo, por vos;
esta, Julia, por los dos;
que bien bebe quien bien ama.

JULIA:

   Escucha, o vete de ahí;
que nombres nos quiere dar
para podernos llamar.

URBÁN:

Escucho. Esta va por mí).

LEONARDA:

   ¿Cómo me pensáis llamar?

CAMILO:

A vos os llamo Diana,
y está la razón muy llana.

LEONARDA:

Esa podéis declarar.

CAMILO:

   ¿No es luna y alumbra?

LEONARDA:

Sí.

CAMILO:

¿No se escurece y desdora?

URBÁN:

[Aparte.]
(¡Oh, qué bien!

JULIA:

Escucha ahora.

URBÁN:

Escucho. Esta va por mí).

CAMILO:

   Vos tendréis Iris por nombre,
que es de Diana mensajera,
y vos, Mercurio.

LEONARDA:

¿Pudiera
darse a todos mejor nombre?

URBÁN:

    (En fin, ¿que Mercurio a mí?
[Aparte.]
¿Baco no fuera mejor?

JULIA:

Escucha un poco, hablador.

URBÁN:

Escucho. Esta va por mí).

LEONARDA:

   Ya es tarde, y es bien que os vais;
que hablando no se ha sentido
tiempo y noche que han corrido.

CAMILO:

¿Que, al fin, cubierta os quedáis?

LEONARDA:

   Noches quedan, mi Camilo;
esto por ahora baste.
Llévale donde le hallaste,
¡hola!, por el mismo estilo.

URBÁN:

    Encajaos el capirote.

CAMILO:

¿No os he de abrazar primero?

LEONARDA:

Sí, por cierto.

CAMILO:

¡Ah, bien ligero!
Paso.

URBÁN:

Alto sois de cogote.

LEONARDA:

   ¡Pues, necio, así le lastimas!

URBÁN:

Nunca vos haréis buen son.
Bendiga Dios buen bordón,
que dura por treinta primas.
   Asid la pretina bien.

CAMILO:

Adiós, señora Diana.

LEONARDA:

¡Ay, cuánto tarda mañana!
Descúbrome.

JULIA:

Yo también.
    Entra a recogerte luego.
(Vanse.)

CAMILO:

¡Bueno voy! ¡Ah, ciego amor!

URBÁN:

¿Y voy, acaso, mejor?
¿Quién manda rezar al ciego?
(Vanse, y sale VALERIO, de noche.)

VALERIO:

   Sospechas que al más cuerdo enloquecistes,
y en el más escogido entendimiento
representastes más quimeras varias
que la imaginación profunda suele
del pintor que diseña alguna máquina,
o el poeta que traza algún discurso,
¿dónde lleváis mi loca fantasía
a desvelarse cuando todos duermen?

VALERIO:

Ya el estrellado carro con su guía
parece que se humilla a su descanso,
y declinando van las seis hermanas,
con la que entre ellas vergonzosa vive;
y yo, solicitado de vosotras,
no como estrella estoy en luz ardiendo,
mas como fuego del eterno abismo,
por donde dicen que encendido sale,
cuyas bocas jamás de darle cesan.
Háseme puesto, y no será por dicha,
en la imaginación que esta Leonarda,
entre aquestas imágenes y libros,
alguna tiene aparte a quien adora.
Noche, si está allá dentro algún dichoso,
hazle salir, con dar lugar al alba.
Mas ¿cómo podré yo saberlo solo,
siendo esta casa como un tiempo Tebas,
que se ilustraba de cien puertas grandes?
Gente viene; tomemos esta esquina
de la portada, a ver dónde camina.

(Sale OTÓN, de noche, y arrímase VALERIO a una parte.)

OTÓN:

Cierta cuestión de amigos y parientes
me ha detenido; perdonadme, calle,
y vos también, ventana venturosa,
si he tardado en venir a saludaros.
¡Ah, mi ventana! ¡Quién de vos supiera
si ha salido por vos algún suspiro!,
que entrado, yo aseguro que son tantos,
que no son más de abril las varias flores,
ni las perlas que el alba entonces vierte.
¡Cuántos Ifis colgados de esas rejas,
que no merecen, de un cabello solo,
piden al cielo que convierta en mármol
aquella que de mármol tiene el pecho!
También vos, puerta... Mas ¿qué es esto? ¡Ay, triste!
¿Qué sombra es esta o qué nueva coluna?
No en balde el corazón me lo decía,
y esta noche el venir solicitaba.
¿Será por dicha aqueste el venturoso
que de la viuda posesión merece?
¿Qué le diré? ¿Qué haré? ¡Viven los cielos,
que se ha de conformar la arquitectura
y que han de estar los mármoles iguales!

(Sale LISANDRO, de noche, y arrímase OTÓN a la otra parte.)

LISANDRO:

    Viuda, así os guarde Dios,
que puesta [a] aquesa ventana,
lo que hay de aquí a la mañana
quisiera pasar con vos.
   El «sí» que a todos negáis,
decidme, ¿en que «no» consiste?
Santa y moza, alegre y triste,
zagala, no me agradáis.
   Este ser vos tan discreta
hace a mil necios pensar
que os debe de regalar
alguna prenda secreta.
   Para que esto no se vea,
¿qué importa que os encerréis,
si las veces que queréis
vais y venís a la aldea?

LISANDRO:

   Este campo y soledad,
estas huertas y jardines,
sin abrir a los maitines,
abren franca libertad.
   Viuda, ya no hay quien crea
que estáis sin dueño secreto
del alma, porque en efeto
andáis triste y no sois fea.
    Mujer bella, rica y moza
-que basta libre y mujer-,
yo no tengo de creer
que no se regala y goza;
   porque aunque más me digáis,
huyendo segunda boda,
que sois Angélica toda,
doyme a Dios si vos no amáis.

LISANDRO:

   ¡Que tan desvanecido hablase al aire,
que apenas reparase en que podía
ser escuchado de estas vivas sombras!
En fin, pared, no escapas sin oídos.
¡Oh, casa del mayor peso del mundo!,
ya os arriman gigantes a la puerta,
ya están vuestras colunas revestidas.
¡De noche guardas a las puertas! ¡Bueno!
A fe que a donde tantas guardas ponen,
que hay escondido algún tesoro rico.
Si asisten al sustento de la casa,
sirvamos todos de estantales juntos.
Y pues el irme es caso sin remedio,
hagan lugar, que yo me pongo en medio.
(Pónese en medio de VALERIO y OTÓN, y sale un alguacil con lanterna y criados, y escribano.)

ALGUACIL:

¡Lindo saltose hizo en los del juego!

ESCRIBANO:

¡Y qué hermoso dinero se paraban!

ALGUACIL:

Aun esta casa tiene más secretos;
que se da de comer y entran mujeres.
Yo les haré una información que salten.
Gente hay en esta puerta. ¿Quién va?
Ténganse
al Rey!

OTÓN:

Tenidos somos; no nos meta
la lanterna en los ojos.

ALGUACIL:

He de verlos
y desarrebozarlos treinta veces.

VALERIO:

Mire que somos caballeros.

ALGUACIL:

Créolo;
mas yo he de verlos por mis propios ojos,
que suelen engañarnos por momentos.
¡Ea!, que es ya...

LISANDRO:

Suplícoos que sea aparte.

ALGUACIL:

No ha de ser sino aquí. ¡Por Dios, descúbranse!
¡Señor Otón, Lisandro, y vos, Valerio!
¿Los nombres no pudiérades decirme?

OTÓN:

Convínome callarle.

LISANDRO:

Y a mí, y todo.
Mas yo me huelgo de este desengaño

VALERIO:

Y yo he tenido por dichosa suerte
saber así lo que saber temía.

ALGUACIL:

De esa manera, ¿puedo estar seguro
que no he dado disgusto?

LISANDRO:

Antes quedamos
en mucha obligación.

ALGUACIL:

Yo soy quien debo.
Vuesas mercedes, ¿quieren compañía?

OTÓN:

Quedarnos cumple aquí.

ALGUACIL:

Pues a Dios. Vamos.
(Vase [con el ESCRIBANO y CRIADOS].)

LISANDRO:

¡Que siempre en todo juntos nos hallamos!

VALERIO:

   Otón es bravo arquitecto.

OTÓN:

Y a Valerio, ¿qué le falta?

LISANDRO:

Para portada tan alta,
los tres hicimos efecto.
   Pero túveos mil ventajas.

VALERIO:

Estar en medio son mil.

OTÓN:

Si no viene el alguacil,
todos nos hacemos rajas.

LISANDRO:

   Consuélome que los tres
fuimos necios por estremo.

OTÓN:

Dar aquese nombre temo
a lo que locura es.
   Pero cuando aqueso fuera,
el más necio fuistes vos,
que os metistes entre dos.

LISANDRO:

Y entre ciento me metiera,
   aunque fueran Rodamontes.

OTÓN:

¡Ea, león!

[LISANDRO]:

No es burlando;
que puedo, como otro Orlando,
romper árboles y montes.
   La necedad en su punto
fue aquello del estampero,
cuando Otón, hecho librero,
entró con Valerio junto.

OTÓN:

    Con máscaras, ¿no llegamos
hasta la puerta?

VALERIO:

Esperad;
que de aquella necedad
iguales partes llevamos;
   que él vino de buhonero
con mil rosarios allí,
y no le abrieron.

OTÓN:

¿Ah, sí?
Pues darle el parabién quiero.

LISANDRO:

   Pues si todo se ha sabido,
por necios todos quedemos,
y el propósito mudemos
en quien la ocasión ha sido,
   que habrá bien que murmurar.

OTÓN:

Si va de murmuración,
yo diré a qué vino Otón
esta noche a este lugar.

VALERIO:

   ¿Fue a saber si aquesta puerta
a algún dichoso se abría?

OTÓN:

A eso, ¡por Dios!, venía.

LISANDRO:

Téngolo por cosa cierta,
   porque yo vine a lo mismo.

VALERIO:

Y a mí, ¿qué pudo traerme
sino el ver lo mismo y verme
en este celoso abismo?

OTÓN:

Ya que [nos hemos] hablado,
confórmese el amistad
contra la fiera crueldad
de este ingrato pecho helado.
   De su deshonor tratemos,
y que pierda la opinión.

LISANDRO:

¡Oh, qué bien ha dicho Otón!
¿Qué venganza tomaremos?
   Pero ¿sabéis qué he pensado,
y nunca lo dije en duda?

VALERIO:

¿Qué?

LISANDRO:

Que tiene esta viuda
galán en casa encerrado.
   Que este no acudir a ver
ninguna cosa de fuera,
si en casa no le tuviera,
¿cómo se pudiera hacer?
   Mujer sola, libre y rica,
y que a tantos ha negado,
a fe que hay algún criado
que al lado de noche aplica.
   Y entre los que tiene, Urbán,
que es bellacón y discreto,
tengo sospecha, en efeto,
que hace oficio de galán,
   porque no se aparta de ella,
y anda bien puesto y vestido,
siempre se burla atrevido,
y habla en secreto con ella.

OTÓN:

   ¡Vive Dios, que ahora he caído
en una maldad tan clara!
Yo le cortaré la cara,
o no seré bien nacido.
   ¿Quién duda que esto es así?

VALERIO:

Yo soy de ese parecer,
que cosas le he visto hacer
de que sospechoso fui.
   Y desde aquí le prometo
una grande cuchillada.

LISANDRO:

   Dejad algo, si os agrada,
para el dueño del secreto;
   que también le he yo de dar
una en medio de esas dos.

OTÓN:

Amanecido ha. ¡Por Dios,
qué dulce es el murmurar!
   Vamos, y hablémonos hoy.

VALERIO:

En matarle me reporto.

LISANDRO:

¡Qué narices que le corto!

OTÓN:

¡Qué cuchillada le doy!
(Vanse y sale LUCENCIO con una carta, y ROSANO, forastero.)

LUCENCIO:

   Hela leído y entendido todo,
y contiene que Ercino me da un yerno
para Leonarda, encareciendo el modo
de su nobleza, término y gobierno.

ROSANO:

No le aventajan en la sangre el godo
y en gentileza de mancebo tierno
el mismo Adonis, Píramo y Narciso,
ni el más discreto en discreción y aviso.
   Como el Gallego escribe; tañe y danza
como otro Julio; y porque más le alabe,
de retratar como Guzmán alcanza
aquella parte que a milagro sabe;
esgrime como el célebre Carranza.
Su oficio es secretario del más grave
príncipe de la corte, donde vive
con gallarda opinión.

LUCENCIO:

Así lo escribe.
   ¿Cuándo salistes de Madrid?

ROSANO:

Sospecho
que habré tardado solos cuatro días.

LUCENCIO:

¿Hay nuevas?

ROSANO:

No sé cosa de provecho.
Pero mucho del caso te desvías;
muéstrame en él más descubierto el pecho,
si acaso de mi crédito le fías;
y muéstrame esta viuda, porque el vella
me importa para darles nuevas della.
   Encargáronme mucho que la viese,
que allá tiene gran fama de hermosura.

LUCENCIO:

Eso podría ser si ella quisiese;
mas es más que su fama su clausura.
Y aunque de oírlo por ahora os pese,
sabed que es la mujer más bronca y dura
que ha criado la sierra más fragosa,
supuesto que es discreta y es hermosa.

LUCENCIO:

   Ha un mes y más que ya no la visito,
sobre esto de tratarle casamientos;
que de mi enojo y suyo en esto quito
malas palabras y desabrimientos;
y si el de aquese hidalgo solicito,
serán, sospecho, vanos pensamientos;
porque quien no se casa aquí en Valencia
menos hará para Madrid ausencia.
   Con todo eso, diligencia haremos.

ROSANO:

Mucho me habéis, señor, desconsolado;
pero será razón que lo intentemos,
porque diga, aunque mal, que he negociado.

LUCENCIO:

Digo que ordenaré de que hoy la hablemos,
que siempre a Ercino estuve yo obligado.

FLORO:

Prosigue, por tu vida, tan buen cuento.

LUCENCIO:

Gente es esta; no entienda nuestro intento.

(Vanse y salen CAMILO y FLORO.)

CAMILO:

   Después de la primer noche,
como te he contado, Floro,
en que, como halcón y ciego,
ciego fui siguiendo a otro,
otras seis o siete fui
por el mismo estilo y modo,
hasta que al fin la gocé,
sin más luz que de los ojos.
No había pájaro de estos
que de noche vuelan solos,
cuyos ojos no envidiase,
por ver lo que a tiento adoro.
Hela cobrado afición,
sin ver más que lo que toco
de tacto, como los ciegos,
que es peregrino negocio.

CAMILO:

He hecho cosas por verla
-que no pienses que soy corto-
que hubieran enternecido
un indio, un bárbaro, un mostruo;
ya fingiéndome morir
con suspiros y sollozos,
ya jurando de no vella
con juramentos y votos.
Pero ni por mis ternezas,
ni por mis rabias y enojos,
se ha dejado ver; y así,
estoy encantado y loco.

FLORO:

   ¿Cómo no? ¡Gracioso cuento!
Lleva tú luz encendida.

CAMILO:

Podrame costar la vida,
Floro, aqueste atrevimiento;
   que si Psiques vio al Amor,
a quien ascuras gozaba,
perdió la gloria en que estaba,
y negoció su dolor.

FLORO:

   Pues ¿qué has de hacer encantado,
enamorado sin ver?

CAMILO:

Imitar a Amor, y ser
sin ojos enamorado.

FLORO:

   ¿No puedes llevar un [y]eso
con que la puerta señales?

CAMILO:

Tiene el hombre industrias tales,
que me hace perder el seso.
   Fuera de la puerta estoy,
y dice que estoy en casa.

FLORO:

Un coche de damas pasa.

CAMILO:

Y baja, a fe de quien soy,
(Salen LEONARDA y JULIA, con mantos.)
de él una hermosa viuda.

FLORO:

Y no es mala la criada.

LEONARDA:

Esta huerta es estremada.

JULIA:

En ningún tiempo se muda.

LEONARDA:

[Aparte.]
   (Julia, Camilo es aquél.

JULIA:

   ¡Ay, señora, ya le vi!)

CAMILO:

¿Hay algo en que os sirva aquí?

LEONARDA:

[Aparte.]
(¿Hablaréle?

JULIA:

Habla con él;
   que todo el campo está solo.)

LEONARDA:

Yo os agradezco el favor.

CAMILO:

Débese a vuestro valor,
como aquesta luz a Apolo;
   y a ella misma os comparo,
porque es lo que más deseo
de cuanto veo, aunque veo
pocas veces mi bien claro;
   pero en fin, la luz es cosa
de tanta estima que al suelo
no la ha dado igual el cielo,
después de haceros hermosa.

LEONARDA:

   Mucho la luz estimáis
para no ser ciego.

CAMILO:

Nace
de una falta que me hace,
que no es bien que la sepáis.

LEONARDA:

   Ello se entiende; es de amor.

CAMILO:

Pues más os espantaréis
si de mi dama sabéis
que [es el] mismo resplandor.

LEONARDA:

   ¿Es por encarecimiento?

CAMILO:

No, sino porque es Diana
tan divina y soberana,
que no la veo y la siento.

LEONARDA:

   ¿Cómo Diana? ¿La luna?

CAMILO:

La propia.

LEONARDA:

Pues no andáis bien,
que esa mil vistas la ven;
mas no la toca ninguna.

CAMILO:

   Pues yo la toco sin vella.

LEONARDA:

Sin duda os tengo por loco.

CAMILO:

Sí, pues a escuras la toco,
y me he enamorado de ella.

LEONARDA:

   Y esa luna, ¿veos a vos?

CAMILO:

Ella lo afirma, y es fe
que cada día me ve;
mas yo no la veo, ¡por Dios!

LEONARDA:

   Pues os ve no lo dudéis,
sino que está enamorada.

CAMILO:

Pienso que de mí se agrada.

LEONARDA:

Y en los efetos lo veis.
   ¿Hay mujer por quien ahora
la dejásedes?

CAMILO:

Me agravio
de que ponga vuestro labio
tal duda en mi fe, señora.
   Si un ángel de hermosa fuese,
y una romana en valor,
no es posible que el amor
a mi imposible perdiese.

LEONARDA:

   Si la viésedes, yo os juro
que os trocase el desengaño.

CAMILO:

Bien puedo estar de ese daño
por muchas causas seguro;
   que con las manos la tiento,
y la frente es estremada
la nariz perficionada,
que es de un rostro el fundamento.
   Los ojos son relevados,
que es señal que buenos son;
todo esotro es perfeción;
cuellos y pecho estremados.
   Entendimiento y donaire,
es locura hablar en ello;
que no falta más de vello
para dar el seso al aire.
   Pues ¡una Iris que tiene,
y un Mercurio embajador!
No tiene el mundo valor
cuando de su cielo viene.

LEONARDA:

   Vos sois estraño galán;
nunca tal oí decir.

CAMILO:

Ni a nadie he visto sufrir
la escuridad que me dan;
   y aunque en parte mi alegría
con este rigor se aniebla,
más quiero yo mi tiniebla
que alguno estima su día.

LEONARDA:

   Y ¿cómo os llaman?

CAMILO:

Camilo.

LEONARDA:

Es justo saber el nombre
de un más que Amadís, de un hombre
que ama por tal estilo;
   ahora bien, por muchos años
vuestra Diana gocéis.

CAMILO:

Si vivo, no lo dudéis,
a pesar de sus engaños.

LEONARDA:

   A Dios, escuro galán.

CAMILO:

Él un rico esposo os dé.

FLORO:

[Aparte.]
(Diga: ¿Hablarla no podré
esta noche en el zaguán?

JULIA:

   Vivo junto a la Zaidía;
no quiera dama tan lejos.)
(Vanse LEONARDA y JULIA.)

FLORO:

Hablado habéis como viejos.
¡Qué ocasión esta, qué día!
   ¿Por qué no la requebrabas?
Que es una viuda bella,
que andan mil muertos por ella.

CAMILO:

¡En mi pensamiento estabas!
   Por ella ni otras más bellas,
respeto de mi sujeto,
no se me da, te prometo,
lo que por mí, Floro, a ellas.
   Esta no vale dos clavos,
ni cuantas puedes nombrar,
porque es querer comparar
los reyes con los esclavos.
   Yo te digo que la mía
es algún ángel sin duda.

FLORO:

¿Tan mala era la viuda?

CAMILO:

Así, así; pasar podía.

FLORO:

   A mí, bien me pareció.

CAMILO:

¡Ah, Floro, si aquesta vieras,
qué bien que la encarecieras!

FLORO:

La viuda tomara yo.
(Sale URBÁN, con la espada desnuda, retirándose de OTÓN, LISANDRO y VALERIO.)

URBÁN:

   ¡Tres hombres, a uno solo!

OTÓN:

¡Muera el perro!

URBÁN:

¿No me diréis qué ofensa os hice?

VALERIO:

¡Muera!

CAMILO:

¡Paso, señores, ténganse! ¡Ya basta!
Si estar yo de por medio en cortesía
de caballero recebirse suele,
Camilo soy, y amigo soy de todos.

FLORO:

Ponte detrás.

URBÁN:

Vinieran uno a uno...

OTÓN:

Él tuvo en vos, Camilo, buen padrino;
que es un lacayo vil, desvergonzado.

CAMILO:

No haya más, por mi vida, que por dicha
no os habrá conocido.

VALERIO:

Basta y sobra
quererlo vos.

LISANDRO:

¿Mandáis en qué os sirvamos?

CAMILO:

Quedo en obligación notable.

OTÓN:

Vamos.
(Vanse OTÓN, LISANDRO y VALERIO.)

CAMILO:

Decid, hombre del diablo, ¿qué habéis hecho
[a] aquestos caballeros?

URBÁN:

Buen Camilo,
después de echarme a vuestros pies, os juro
que ni en obra, palabra o pensamiento,
los ofendí jamás.

CAMILO:

Pues sin ofensa,
¡caballeros mataban en cuadrilla
un hombre solo! No es posible.

URBÁN:

Es cierto,
y puede ser que se hayan engañado
y tenídome a mí por otro.

CAMILO:

Créolo.