La vorágine/Primera parte

De Wikisource, la biblioteca libre.

Primera Parte

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.

Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En vano mis brazos —tediosos de libertad— se tendieron ante muchas mujeres implorando para ellos una cadena. Nadie adivinaba mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón.

Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones, esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó casarse conmigo en aquellos días en que sus parientes fraguaron la conspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me denunció los planes arteros. Yo moriré sola, decía: mi desgracia se opone a tu porvenir.

Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una noche, en su escondite, resueltamente: «¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor».

¡Y huimos!

* * *

Aquella noche, la primera de Casanare, tuve por confidente al insomnio.

Al través de la gasa del mosquitero, en los cielos ilímites, veía parpadear las estrellas. Los follajes de las palmeras que nos daban abrigo enmudecían sobre nosotros. Un silencio infinito flotaba en el ámbito, azulando la transparencia del aire. Al lado de mi «chinchorro», en su angosto catrecillo de viaje, Alicia dormía con agitada respiración.

Mi ánima atribulada tuvo entonces reflexiones agobiadoras: ¿Qué has hecho de tu propio destino? ¿Qué de esta jovencita que inmolas a tus pasiones? ¿Y tus sueños de gloria, y tus ansias de triunfos y tus primicias de celebridad? ¡Insensato! El lazo que a las mujeres te une, lo anuda el hastío. Por orgullo pueril te engañaste a sabiendas, atribuyéndole a esta criatura lo que en ninguna otra descubriste jamás, y ya sabías que el ideal no se busca; lo lleva uno consigo mismo. Saciado el antojo, ¿qué mérito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste? Porque el alma de Alicia no te ha pertenecido nunca, y aunque ahora recibas el calor de su sangre y sientas su respiro cerca de tu hombro, te hallas, espiritualmente, tan lejos de ella como de la constelación taciturna que ya se inclina sobre el horizonte.

En aquel momento me sentí pusilánime. No era que mi energía desmayara ante la responsabilidad de mis actos, sino que empezaba a invadirme el fastidio de la manceba. Poco empeño hubiera sido el poseerla, aun a trueque de las mayores locuras; pero ¿después de las locuras y de la posesión?...

Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas. El instinto de la aventura me impelía a desafiarlas, seguro de que saldría ileso de las pampas libérrimas y de que alguna vez, en desconocidas ciudades, sentiría la nostalgia de los pasados peligros. Pero Alicia me estorbaba como un grillete. ¡Si al menos fuera más arriscada, menos bisoña, más ágil! La pobre salió de Bogotá en circunstancias aflictivas; no sabía montar a caballo, el rayo del sol la congestionaba, y cuando a trechos prefería caminar a pie, yo debía imitarla pacientemente, cabestreando las cabalgaduras.

Nunca di pruebas de mansedumbre semejante. Yendo fugitivos, avanzábamos lentamente, incapaces de torcer la vía para esquivar el encuentro con los transeúntes, campesinos en su mayor parte, que se detenían a nuestro paso interrogándome conmovidos: patrón, ¿por qué va llorando la niña?

Era preciso pasar la noche por Cáqueza, en previsión de que nos detuvieran las autoridades. Varias veces intenté romper el alambre del telégrafo, enlazándolo con la soga de mi caballo; pero desistí de tal empresa por el deseo íntimo de que alguien me capturara y, librándome de Alicia, me devolviera esa libertad del espíritu que nunca se pierde en la reclusión. Por las afueras del pueblo pasamos a prima noche, y desviando luego hacia la vega del río, entre cañaverales ruidosos que nuestros jamelgos descogollaban al pasar, nos guarecimos en una «enramada» donde funcionaba un trapiche. Desde lejos lo sentimos gemir, y por el resplandor de la hornilla, donde se cocía la miel, cruzaban interminables las sombras de los bueyes que movían el mayal y del chicuelo que los aguijaba. Unas mujeres aderezaron la cena y le dieron a Alicia un cocimiento de yerbas para calmarle la fiebre.

Allí permanecimos una semana.

* * *

El peón que envié a Bogotá a caza de noticias me las trajo inquietantes. El escándalo ardía, avivado por las murmuraciones de mis malquerientes; comentábase nuestra fuga y los periódicos usufructuaban el enredo. La carta del amigo a quien me dirigí pidiéndole su intervención, tenía este remate: «¡Los prenderán! No te queda más refugio que Casanare. ¿Quién podría imaginar que un hombre como tú busque el desierto?».

Esa misma tarde me advirtió Alicia que pasábamos por huéspedes sospechosos. La dueña de casa le había preguntado si éramos hermanos, esposos legítimos o meros amigos, y la instó con zalemas a que le mostrara algunas de las monedas que hacíamos, caso de que las fabricáramos, «en lo que no había nada malo, dada la tirantez de la situación». Al siguiente día partimos antes del amanecer.

—¿No crees, Alicia, que vamos huyendo de un fantasma cuyo poder se lo atribuimos nosotros mismos? ¿No sería mejor regresar?

—¡Tanto me hablas de eso, que estoy convencida de que te canso! ¿Para qué me trajiste? ¡Porque la idea partió de ti! ¡Vete, déjame! ¡Ni tú ni Casanare merecen la pena!

Y de nuevo se echó a llorar.

El pensamiento de que la infeliz se creyera desamparada me movió a tristeza, porque ya me había revelado el origen de su fracaso. Querían casarla con un viejo terrateniente en los días que me conoció. Ella se había enamorado, cuando impúber, de un primo suyo, paliducho y enclenque, con quien estaba en secreto comprometida; luego aparecí yo, y alarmado el vejete por el riesgo de que le birlara la prenda, multiplicó las cuantiosas dádivas y estrechó el asedio, ayudado por la parentela entusiástica. Entonces, Alicia, buscando la liberación, se lanzó a mis brazos.

Mas no había pasado el peligro: el viejo, a pesar de todo, quería casarse con ella.

—¡Déjame! —repitió, arrojándose del caballo—. ¡De ti no quiero nada! ¡Me voy a pie, a buscar por estos caminos un alma caritativa! ¡Infame, nada quiero de ti!

Yo, que he vivido lo suficiente para saber que no es cuerdo replicarle a una mujer airada, permanecí mudo, agresivamente mudo, en tanto que ella, sentada en el césped, con mano convulsa arrancaba puñados de yerba...

—Alicia, esto me prueba que no me has querido nunca.

—¡Nunca!

Y volvió los ojos a otra parte.

Quejose luego del descaro con que la engañaba:

—¿Crees que no advertí tus persecuciones a la muchacha de allá abajo? ¡Y tanto disimulo para seducirla! Y alegarme que la demora obedecía a quebrantos de mi salud. Si esto es ahora, ¿qué no será después? ¡Déjame! ¡A Casanare, jamás; y, contigo, ni al cielo!

Este reproche contra mi infidelidad me ruborizó. No sabía qué decir. Hubiera deseado abrazar a Alicia, agradeciéndole sus celos con un abrazo de despedida. ¿Si quería que la abandonara, tenía yo la culpa?

Y cuando me desmontaba a improvisar una explicación, vimos descender por la pendiente un hombre que galopaba en dirección a nosotros. Alicia, conturbada, se agarró de mi brazo.

El sujeto, apeándose a corta distancia, avanzó con el hongo en la mano.

—Caballero, permítame una palabra.

—¿Yo? —repuse con voz enérgica.

—Sí, sumercé —y terciándose la ruana, me alargó un papel enrollado—. Es que lo manda notificar mi padrino.

—¿Quién es su padrino?

—Mi padrino, el Alcalde.

—Esto no es para mí —dije, devolviendo el papel, sin haberlo leído.

—¿No son, pues, sus mercedes los que estuvieron en el trapiche?

—Absolutamente. Voy de Intendente a Villavicencio y esta señora es mi esposa.

Al escuchar tales afirmaciones, permaneció indeciso.

—Yo creí —balbuceó—, que eran sus mercedes los acuñadores de monedas. De la ramada estuvieron mandando razón al pueblo para que la autoridad los acompañara, pero mi padrino estaba en su hacienda, pues sólo abre la Alcaldía los días de mercado. Recibió también varios telegramas, y como ahora soy Comisario único...

Sin dar tiempo a más aclaraciones, le ordené que acercara el caballo de la señora. Alicia, para ocultar la palidez, velóse el rostro con la gasa del sombrero. El importuno nos veía partir, sin pronunciar palabra. Mas, de repente, montó en su yegua, y acomodándose en la enjalma que le servía de montura, nos flanqueó sonriendo:

—Sumercé, firme la notificación para que mi padrino vea que cumplí. Firme como Intendente.

—¿Tiene usted una pluma?

—No, pero adelante la conseguimos. Es que, de lo contrario, el Alcalde me archiva.

—¿Cómo así? —respondíle sin detenerme.

—Ojalá sumercé me ayude, si es cierto que va de empleado. Tengo el inconveniente de que me achacan el robo de una novilla y me trajeron preso, pero mi padrino me dio el pueblo por cárcel, y luego a falta de Comisario, me hizo el honor a mí. Yo me llamo Pepe Morillo Nieto, y por mal nombre me dicen «Pipa».

El cuatrero, locuaz, caminaba a mi diestra, relatando sus padecimientos. Pidióme la maleta de la ropa y la atravesó en la enjalma, sobre sus muslos, cuidando de que no se cayera.

—No tengo —dijo— con qué comprar una ruana decente, y la situación me ha reducido a vivir descalzo. Aquí, donde sus mercedes me ven, este sombrero tiene más de dos años, y lo saqué de Casanare.

Alicia, al oír esto, volvió hacia el hombre los ojos asustadizos.

—¿Ha vivido usted en Casanare? —le preguntó.

—Sí, sumercé; y conozco el Llano y las caucherías del Amazonas. Mucho tigre y mucha culebra he matado con la ayuda de Dios.

A la sazón encontrábamos arrieros que conducían sus recuas. El Pipa les suplicaba:

—Háganme el bien y me prestan un lápiz para una firmita.

—No «cargamos» eso.

—Cuidado con hablarme de Casanare en presencia de la señora —le dije en voz baja—. Siga usted conmigo y en la primera oportunidad me da a solas los informes que pueden ser útiles al Intendente.

El dichoso Pipa habló cuanto pudo, derrochando hipérboles. Pernoctó con nosotros en las cercanías de Villavicencio, convertido en paje de Alicia, a quien distraía su verba. Y esa noche se «picureó», robándose mi caballo ensillado.

* * *

Mientras mi memoria se empañaba con estos recuerdos, una claridad rojiza se encendió de súbito. Era la fogata de insomne reflejo, colocada a pocos metros de los chinchorros, para conjurar el acecho del tigre y otros riesgos nocturnos. Arrodillado ante ella como ante una divinidad, don Rafo la soplaba con su resuello.

Entretanto, continuaba el silencio en las melancólicas soledades, y en mi espíritu penetraba una sensación de infinito que fluía de las constelaciones cercanas.

Y otra vez volví a recordar. Con la hora desvanecida se había hundido irremediablemente la mitad de mi ser, y ya debía iniciar una nueva vida, distinta de la anterior, comprometiendo el resto de mi juventud y hasta la razón de mis ilusiones, porque cuando florecieran ya no habría, quizás, a quien ofrendarlas o dioses desconocidos ocuparían el altar a que se destinaron. Alicia pensaría lo mismo, y de esta suerte al par que me servía de remordimiento, era el lenitivo de mi congoja, la compañera de mi pesar, porque ella iba también, como la semilla en el viento, sin saber adónde y miedosa de la tierra que la esperaba.

Indudablemente, era de carácter apasionado: de su timidez triunfaba a ratos la decisión que imponen las cosas irreparables. Dolíase otras veces de no haberse tomado un veneno.

—Aunque no te ame como quieres —decía—, ¿dejarás de ser para mí el hombre que me sacó de la inexperiencia para entregarme a la desgracia? ¿Cómo podré olvidar el papel que has desempeñado en mi vida? ¿Cómo podrás pagarme lo que me debes? No será enamorando a las campesinas de las posadas ni haciéndome ansiar tu apoyo para abandonarme después. Pero si esto es lo que piensas, no te alejes de Bogotá, porque ya me conoces. ¡Tú responderás!

—¿Y sabes que soy ridículamente pobre?

—Demasiado me lo repitieron cuando me visitabas. El amparo que ahora te pido no es el de tu dinero, sino el de tu corazón.

—¿Por qué me imploras lo que me apresuré a ofrecerte de manera espontánea? Por ti dejé todo, y me lancé a la aventura, cualesquiera que fuesen los resultados. ¿Pero tendrás valor de sufrir y confiar?

—¿No hice por ti todos los sacrificios?

—Pero le temes a Casanare.

—Le temo por ti.

—¡La adversidad es una sola y nosotros seremos dos!

Tal fue el diálogo que sostuvimos en la casucha de Villavicencio la noche que esperábamos al jefe de la Gendarmería. Era éste un «quídam» semicano y rechoncho, vestido de kaki, de bigotes ariscos y aguardentosa catadura.

—Salud, señor —le dije en tono despectivo cuando apoyó su sable en el umbral.

—¡Oh, poeta!, ¡esta chica es digna hermana de las nueve musas! ¡No seas egoísta con los amigos!

Y me echó un tufo de acetol en la cara.

Frotándose contra el cuerpo de Alicia al acomodarse en el banco, resopló, asiéndola de las muñecas:

—¡Qué pimpollo! ¿Ya no te acuerdas de mí? ¡Soy Gámez y Roca, el General Gámez y Roca! Cuando eras pequeña solía sentarte en mis rodillas.

Y probó sentarla de nuevo.

Alicia, inmutada, estalló:

—¡Atrevido, atrevido! —y lo empujó lejos.

—¿Qué quiere usted? —gruñí, cerrando las puertas. Y lo degradé con un salivazo.

—Poeta, ¿qué es esto? ¿Corresponde así a la hidalguía de quien no quiere echarlo a prisión? Déjeme la muchacha, porque soy amigo de sus papás y en Casanare se le muere. Yo le guardaré la reserva. ¡El cuerpo del delito para mí, para mí! ¡Déjemela para mí!

Antes que terminase, con esguince colérico, le zafé a Alicia uno de sus zapatos y lanzando al hombre contra el tabique, lo acometí a golpes de tacón en el rostro y en la cabeza. El borracho, tartamudeando, se desplomó sobre los sacos de arroz que ocupaban el ángulo de la sala.

Allí roncaba media hora después, cuando Alicia, don Rafo y yo, huímos en busca de las llanuras intérminas.

* * *

—Aquí está el café —dijo don Rafo, parándose delante del mosquitero—. Despabílense, niños, que estamos en Casanare.

Alicia nos saludó con tono cordial y ánimo limpio:

—¿Ya quiere salir el sol?

—Tarda todavía: el carrito de estrellas apenas va llegando a la loma —y nos señaló don Rafo la cordillera, diciendo—: «Despidámonos de ella, porque no la volveremos a ver. Sólo quedan llanos, llanos y llanos».

Mientras apurábamos el café, nos llegaba el vaho de la madrugada, un olor a «pajonal» fresco, a surco removido, a leños recién cortados, y se insinuaban leves susurros en los abanicos de los «moriches». A veces, bajo la transparencia estelar, cabeceaba alguna palmera humillándose hacia el oriente. Un regocijo inesperado nos henchía las venas, a tiempo que nuestros espíritus, dilatados como la pampa, ascendían agradecidos de la vida y de la creación.

—Es encantador Casanare —repetía Alicia—. No sé por qué milagro, al pisar la llanura, aminoró la zozobra que me inspiraba.

—Es que —dijo don Rafo— esta tierra lo alienta a uno para gozarla y para sufrirla. Aquí, hasta el moribundo ansía besar el suelo en que va a podrirse. Es el desierto, pero nadie se siente solo: son vuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni se les teme ni se les maldice.

Al decir esto, me preguntó don Rafo si era tan buen jinete como mi padre, y tan valeroso en los peligros.

—Lo que se hereda no se hurta —respondí jactancioso, en tanto que Alicia, con el rostro iluminado por el fulgor de la hoguera, sonreía confiada.

Don Rafo era mayor de sesenta años y había sido compañero de mi padre en alguna campaña. Todavía conservaba ese aspecto de dignidad que denuncia a ciertas personas venidas a menos. La barba canosa, los ojos tranquilos, la calva luciente, convenían a su estatura mediana, contagiosa de simpatía y de benevolencia. Cuando oyó mi nombre en Villavicencio, y supo que sería detenido, fue a buscarme con la buena nueva de que Gámez y Roca le había jurado interesarse por mí. Desde nuestra llegada hizo compras para nosotros, atendiendo los encargos de Alicia. Ofreciónos ser nuestro baquiano de ida y regreso, y que a su vuelta de Arauca llegaría a buscarnos al hato de un cliente suyo, donde permaneceríamos alojados unos meses.

Casualmente, hallábase en Villavicencio, de salida para Casanare. Después de su ruina, viudo y pobre, les cogió apego a los Llanos, y, con dinero de su yerno, los recorría anualmente, como ganadero y mercader ambulante al pormenor. Nunca había comprado más de cincuenta reses, y entonces arreaba unos caballejos hacia las fundaciones del bajo Meta y dos mulas cargadas de baratijas.

—¿Se reafirma usted en la confianza de que estamos ya libres de las pesquisas del General?

—Sin duda alguna.

—¡Qué susto me dio ese canalla! —comentó Alicia—. Piensen ustedes que yo temblaba como azogue. ¡Y aparecerse a la medianoche! ¡Y decir que me conocía! Pero se llevó su merecido.

Don Rafo tributó a mi osadía un aplauso feliz: ¡era yo el hombre para Casanare!

Mientras hablaba, iba desmaneando las bestias y poniéndoles los cabezales. Ayudábale yo en la faena y pronto estuvimos listos para seguir la marcha. Alicia, que nos alumbraba con una linterna, suplicó que esperásemos la salida del sol.

—¿Conque el mentado Pipa es un zorro llanero? —pregunté a don Rafo.

—El más astuto de los salteadores; varias veces prófugo, tras de curar sus fiebres en los presidios, vuelve con mayores arrestos a ejercer la piratería. Ha sido capitán de indios salvajes, sabe idiomas de varias tribus y es boga y es vaquero.

—Y tan disimulado, y tan hipócrita y tan servil —apuntaba Alicia.

—Tuvieron ustedes la fortuna de que les robara una sola bestia. Por aquí andará...

Alicia me miraba nerviosa, pero calmó sus preocupaciones con las anécdotas de don Rafo.

Y la aurora surgió ante nosotros; sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron y en la lontananza de ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una pincelada violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba hendieron el aire los patos chillones, las garzas morosas como copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las guacamayas multicolores. Y de todas partes, del pajonal y del espacio, del «estero» y de la palmera, nacía un hálito jubiloso que era vida, era acento, claridad y palpitación. Mientras tanto, en el arrebol que abría su palio inconmensurable, dardeó el primer destello solar, y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras, enrojeciéndose antes de ascender al azul. Alicia, abrazándome llorosa y enloquecida, repetía esta plegaria:

—¡Dios mío, Dios mío! ¡El sol, el sol!

Luego, nosotros, prosiguiendo la marcha, nos hundimos en la inmensidad.

* * *

Poco a poco el regocijo de nuestras lenguas fue cediendo al cansancio. Habíamos hecho copiosas preguntas que don Rafo atendía con autoridad de conocedor. Ya sabíamos lo que eran una «mata», un «caño», un «zural», y por fin Alicia conoció los venados. Pastaban en un estero hasta media docena, y al ventearnos enderezaron hacia nosotros las orejas esquivas.

—No gaste usted los tiros de revólver —ordenó don Rafo—. Aunque vea usted los bichos cerca, están a más de quinientos metros. Fenómenos de la región.

Dificultábase la charla porque don Rafo iba de «puntero», llevando «de diestro» una bestia, en pos de la cual trotaban las otras en los pajonales retostados. El aire caliente fulgía como lámina de metal, y bajo el espejo de la atmósfera, en el ámbito desolado, insinuábase a lo lejos la masa negruzca de un monte. Por momentos se oía la vibración de la luz.

Con frecuencia me desmontaba para refrescar las sienes de Alicia, frotándolas con un limón verde. A guisa de quitasol llevaba sobre el sombrero una chalina blanca, cuyos extremos empapaba en llanto cada vez que la afligía el recuerdo del hogar. Aunque yo fingía no reparar en sus lágrimas, inquietábame el tinte de sus arreboladas mejillas, miedoso de la congestión. Mas imposible sestear bajo la intemperie asoleada: ni un árbol, ni una gruta, ni una palmera.

—¿Quieres descansar? —le proponía, preocupado. Y sonriendo me respondía:

—¡Cuando lleguemos a la sombra! ¡Pero, cúbrete el rostro, que la resolana te tuesta!

Hacia la tarde parecían surgir en el horizonte ciudades fantásticas. Las ponentinas matas de monte provocaban el espejismo, perfilando en el cielo penachos de palmeras, por sobre cúpulas de ceibas y copeyes, cuyas floraciones de bermellón evocaban manchas de tejados.

Los caballos que iban sueltos, orientándose en la llanura, empezaron a galopar a considerable distancia de nosotros.

—Ya ventearon el bebedero —observó don Rafo—. No llegaremos a la mata antes de media hora; pero allí calentaremos el bastimento.

Rodeaban el monte pantanos inmundos, de flotante lama, cuya superficie recorrían avecillas acuáticas que chillaban balanceando la cola. Después de un gran rodeo, y casi por opuesto lado, penetramos en la espesura costeando el tremedal, donde abrevábanse las caballerías, que iba yo maneando en la sombra. Limpió don Rafo con el machete las malezas cercanas a un árbol enorme, agobiado por festones amarillentos, de donde llovían, con espanto de Alicia, gusanos inofensivos y verdosos. Puesto el chinchorro, la cubrimos con el amplio mosquitero, para defenderla de las abejas que se le enredaban en los rizos, ávidas de chuparle el sudor. Humeó luego la hoguera consoladora y nos devolvió la tranquilidad.

Metía yo al fuego la leña que me aventaba don Rafo, mientras Alicia me ofrecía la suya.

—Esos oficios no te corresponden a ti.

—¡No me impacientes, ya ordené que descanses, y debes obedecer!

Resentida por mi actitud, empezó a mecerse, al impulso que su pie le imprimía al chinchorro. Mas cuando fuimos a buscar agua, me rogó que no la dejara sola.

—Ven, si quieres —le dije. Y siguió tras de nosotros por una trocha enmalezada.

La laguneta de aguas amarillosas estaba cubierta de hojarasca. Por entre ellas nadaban unas tortuguitas llamadas «galápagos», asomando la cabeza rojiza; y aquí y allí, los caimanejos, nombrados «cachirres», exhibían sobre la nata del pozo los ojos sin párpados. Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas evaporaciones maléficas flotaban bajo los árboles como velo mortuorio. Partiendo una rama, me incliné para barrer con ella las vegetaciones acuáticas, pero don Rafo me detuvo, rápido como el grito de Alicia. Había emergido bostezando para atraparme, una serpiente «guío», corpulenta como una viga, que a mis tiros de revólver se hundió removiendo el pantano y rebasándolo en las orillas.

Y regresamos con los calderos vacíos.

Presa de pánico, Alicia se reclinó temblorosa bajo el mosquitero. Tuvo vahídos, pero la cerveza le aplacó las náuseas. Con espanto no menor comprendí lo que le pasaba, y sin saber cómo, abrazando a la futura madre, lloré todas mis desventuras.

* * *

Al verla dormida, me aparté con don Rafael y sentándome sobre una raíz de árbol, escuché sus consejos inolvidables:

No convenía, durante el viaje, advertirla del estado en que estaba, pero debía rodearla de todos los cuidados posibles. Haríamos jornadas cortas y regresaríamos a Bogotá antes de tres meses. Allí las cosas cambiarían de aspecto.

Por lo demás, los hijos legítimos o naturales, tenían igual procedencia y se querían lo mismo. Cuestión del medio. En Casanare así acontecía.

Él ambicionó en un tiempo hacer un matrimonio brillante, pero el destino le marcó ruta imprevista: la joven con quien vivía en aquel entonces, llegó a superar a la esposa soñada, pues, juzgándose inferior, se adornaba con la modestia y siempre se creyó deudora de un exceso de bien. De esta suerte, él fue más feliz en el hogar que su hermano, cuya compañera, esclava de los pergaminos y de las mentiras sociales, le inspiró el horror a las altas familias, hasta que regresó a la sencillez favorecido por el divorcio.

No había que retroceder en la vida ante ningún conflicto, pues solo afrontándolos de cerca se ve si tienen remedio. Era verdad que preveía el escándalo de mis parientes si me echaba a cuestas a Alicia o la conducía al altar. Mas no había que mirar tan lejos, porque los temores van más allá de las posibilidades. Nadie me aseguraba que había nacido para casado, y aunque así fuera, ¿quién podría darme una esposa distinta de la señalada por mi suerte? Y Alicia, ¿en qué desmerecía? ¿No era inteligente, bien educada, sencilla y de origen honesto? ¿En qué código, en qué escritura, en qué ciencia había aprendido yo que los prejuicios priman sobre las realidades? ¿Por qué era mejor que otros, sino por mis obras? El hombre de talento debe ser como la muerte, que no reconoce categorías. ¿Por qué ciertas doncellas me parecían más encumbradas? ¿Acaso por irreflexivo consentimiento del público que me contagiaba su estulticia; acaso por el lustre de la riqueza? ¿Pero ésta, que suele nacer de fuentes oscuras, no era también relativa? ¿No resultaban misérrimos nuestros potentados en parangón con los de fuera? ¿No llegaría yo a la dorada medianía, a ser relativamente rico? En este caso, ¿qué me importarían los demás, cuando vinieran a buscarme con el incienso? Usted sólo tiene un problema sumo, a cuyo lado huelgan todos los otros: adquirir dinero para sustentar la modestia decorosamente. El resto viene por añadidura.

Callado, escarmentaba mentalmente las razones que oía, separando la verdad de la exageración.

—Don Rafo —le dije—, yo miro las cosas por otro aspecto, pues las conclusiones de usted, aunque fundadas, no me preocupan ahora: están en mi horizonte, pero están lejos. Respecto a Alicia, el más grave problema lo llevo yo, que sin estar enamorado, vivo como si estuviera supliendo mi hidalguía lo que no puede dar mi ternura, con la convicción íntima de que mi idiosincrasia caballeresca me empujará hasta el sacrificio, por una dama que no es la mía, por un amor que no conozco.

Fama de rendido galán gané en el ánimo de muchas mujeres, gracias a la costumbre de fingir, para que mi alma se sienta menos sola. Por todas partes fui buscando en qué distraer mi inconformidad e iba de buena fe, anheloso de renovar mi vida y de rescatarme a la perversión: pero, dondequiera que puse mi esperanza, hallé lamentable vacío, embellecido por la fantasía y repudiado por el desencanto. Y así, engañándome con mi propia verdad, logré conocer todas las pasiones y sufro su hastío, y prosigo desorientado, caricatureando el ideal para sugestionarme con el pensamiento de que estoy cercano a la redención. La quimera que persigo es humana, y bien sé que de ella parten los caminos para el triunfo, para el bienestar y para el amor. Mas han pasado los días y se va marchitando mi juventud sin que mi ilusión reconozca su derrotero; y viviendo entre mujeres sencillas, no he encontrado la sencillez, ni entre las enamoradas el amor, ni la fe entre las creyentes. Mi corazón es como una roca cubierta de musgo, donde nunca falta una lágrima. Hoy me ha visto usted llorar, no por flaqueza de ánimo, que bastante rencor le tengo a la vida: ¡lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis ensueños desvanecidos, por lo que no fui, por lo que ya no seré jamás!

Paulatinamente iba levantando la voz y comprendí que Alicia estaba despierta. Me acerqué cauteloso y la sorprendí en actitud de escuchar.

—¿Qué quieres? —le dije. Y su silencio me desconcertó.

Fue preciso continuar la marcha hasta el «morichal» vecino, según decisión de don Rafo, porque la mata era peligrosa en extremo: a muchas leguas en contorno, sólo en ella encontraban agua los animales y de noche acudían las fieras. Salimos de allí, paso a paso, cuando la tarde empezó a suspirar y bajo los últimos arreboles nos preparamos para la queda. Mientras don Rafo encendía fuego, me retiré por los pajonales a amarrar los caballos. La brisa del anochecer refrescaba el desierto, y de repente, en intervalos desiguales, llegó a mis oídos algo como un lamento de mujer. Instintivamente pensé en Alicia, que acercándose me preguntaba:

—¿Qué tienes? ¿Qué tienes?

Reunidos después, sentíamos la sollozante quejumbre, vueltos hacia el lado de donde venía, sin que acertáramos a descifrar el misterio: una palmera de macanilla, fina como un pincel, obedeciendo a la brisa, hacía llorar sus flecos en el crepúsculo.

* * *

Ocho días después divisamos la fundación de La Maporita. La laguna próxima a los corrales se doraba al sol. Unos mastines enormes vinieron a nuestro encuentro, con ladridos desaforados, y nos dispersaron las bestias. Frente al «tranquero» de la entrada, donde se asoleaba un «bayetón» rojo, exclamó don Rafo, empinándose en los estribos:

—¡Alabado sea Dios!

—... Y su madre santísima —respondió una voz de mujer.

—¿No hay quien venga a espantar los perros?

—Ya va.

—¿La niña Griselda?

—En el caño.

Complacidos observábamos el aseo del patio, lleno de caracuchos, siemprevivas, habanos, amapolas y otras plantas del trópico. Alrededor de la huerta daban fresco los platanales, de hojas susurrantes y rotas, dentro de la cerca de «guadua» que protegía la vivienda, en cuyo caballete lucía sus resplandores un pavo real.

Por fin, una mulata decrépita asomó a la puerta de la cocina, enjugándose las manos en el ruedo de las enaguas.

—¡Chite, uise! —gritó, tirando una cáscara a las gallinas que escarbaban la era—. «Prosigan», que la niña Griselda se tá bañando. ¡Los perros no muerden, ya mordieron!

Y volvió a sus quehaceres.

Sin testigos, ocupamos el cuarto que servía de sala, en donde no había otro menaje que dos chinchorros, una «barbacoa», dos banquetas, tres baúles y una máquina «Singer». Alicia, sofocada, se mecía ponderando el cansancio, cuando entró la niña Griselda, descalza, con el «chingue» al brazo, el peine en la crencha y los jabones en una totuma.

—Perdone usted —le dijimos.

—Tienen a sus órdenes el «rancho» y la persona. ¡Ah! ¿También vino don Rafael? ¿Qué hace en la «ramáa»? Y saliendo al patio, le decía familiarmente:

—Trascordao, ¿se le volvió a olvidá el cuaerno? Estoy entigrecía contra usté. No me salga con ésas, porque peleamos.

Era una hembra morena y fornida, ni alta ni pequeña, de cara regordeta y ojos simpáticos. Se reía enseñando los dientes anchos y albísimos, mientras que con mano hacendosa exprimía los cabellos goteantes sobre el corpiño desabrochado. Volviéndose a nosotros interrogó:

—¿Ya les trajeron café?

—Se pone usted en molestias...

—¿Tiana, Bastiana, qué hubo?

Y sentándose en el chinchorro al lado de Alicia, preguntábale si los diamantes de sus zarcillos eran «legales» y si traía otros para vender.

—Señora, si le gustan...

—Se los cambio por esa máquina.

—Siempre avispada para el negocio —galanteó don Rafo.

—¡Náa! Es que nos estamos recogiendo pa dejá la tierra.

Y con acento cálido refirió que Barrera había venido a llevar gente para las caucherías del Vichada.

—Es la ocasión de mejorá: dan alimentación y cinco pesos por día. Así se lo he dicho a Franco.

—¿Y qué Barrera es el enganchador? —preguntó don Rafo.

—Narciso Barrera, que ha traído mercancías y «morrocotas» pa dá y convidá.

—¿Se creen ustedes de esa ficha?

—Cáyese, don Rafo. ¡Cuidao con desanimá a Fidel! ¡Si le tá ofreciendo plata anticipáa y no se resuelve a dejá este pegujal! ¡Quiere má a las vacas que a la mujé! Y eso que nos cristianamos en Pore, porque sólo éramos casaos militarmente.

Alicia, mirándome de soslayo, se sonrió.

—Niña Griselda, ese viaje puede resultar un percance.

—Don Rafo, el que no arriesga no pasa el má. Ora díganme ustées si valdrá la pena un enganche que los ha entusiasmao a tóos. Porque ayí en el hato no va a queá gente. Ha tenío que bregáles el viejo pa que le ayuden a terminá los trabajos de ganao. ¡Nadie quiere hacer náa! ¡Y de noche tienen unos «joropos»!... Pero supóngase: tando ahí la Clarita… Yo le prohibí a Fidel que se quede ayá, y no me hace caso. Dende el lunes se jue. Mañana lo espero.

—¿Dice usted que Barrera trajo mucha mercancía? ¿Y la da barata?

—Sí, don Rafo. No vale la pena que usté abra sus «petaquitas». Ya todo el mundo ha comprao. ¿A que no me trajo los cuaernos de las moas cuando má los menesto? Tengo que yevá ropa de primera.

—Por ahí le traigo uno.

—¡Dios se lo pague!

La vieja Sebastiana, arrugada como un higo seco, de cabeza gris y brazos temblorosos, nos alargó sendos pocillos de café amargo, que ni Alicia ni yo podíamos tomar y que don Rafo saboreaba vertiéndolo en el platillo. La niña Griselda se apresuró a traer una miel oscura, que sacaba de un garrafón para que endulzáramos la bebida.

—Muchas gracias, señora.

—¿Y esta buena moza es su mujé? ¿Usté es el yerno de don Rafo?

—Como si lo fuera.

—¿Y ustées también son tolimas?

—Yo soy de ese departamento; Alicia, bogotana.

—Parece que usté juera pa algún joropo, según ta de «cachaca». ¡Qué bonito traje y qué buenos botines! ¿Ese vestío lo cortó usté?

—No, señora, pero entiendo algo de modistería. Estuve tres años en el colegio asistiendo a la clase.

—¿Me enseña? ¿No es verdá que me enseña? Pa eso compré máquina. Y miren qué lujo de telas las que tengo aquí. Me las regaló Barrera el día que vino a vernos. A Tiana también le dio. ¿Onde tá la tuya?

—Colgá en la «percha». Ora la traigo.

Y salió. La niña Griselda, entusiasmada porque Alicia le ofreció ser su maestra de corte, se zafó de la pretina las llaves y, abriendo el baúl, nos enseñó unas telas de colores vivos.

—¡Ésas son etaminas comunes!

—Puros cortes de sea, don Rafo, Barrera es «rasgaísimo». Y miren las vistas del «fábrico» en el Vichada, a onde quere yevarnos. Digan imparcialmente si no son una preciosidá esos edificios y si estas fotografías no son primorosas. Barrera las ha repartío por toas partes. Miren cuántas tengo pegáas en el baúl.

Eran unas postales en colores. Se veían en ellas, a la orilla montuosa de un río, casas de dos pisos, en cuyos barandales se agrupaba la gente. Lanchas de vapor humeaban en el puertecito.

—Aquí viven má de mil hombres y tóos ganan una libra diaria. Ayá voy a poné asistencia pa las peonáas. ¡Supónganse cuánta plata cogeré con el solo amasijo! ¿Y lo que gane Fidel?... Miren, estos montes son los cauchales. Bien dice Barrera que otra oportunidá como ésta no se presentará.

—Lo que yo siento es tar tan cascáa; si no, me iba también tras de mi zambo —dijo la vieja, acurrucándose de nuevo en el quicio.

—Aquí ta la tela —añadió, desdoblando una zaraza roja.

—Con este traje parecerás un tizón encendido.

—Blanco —me replicó—; pior es no parecer náa.

—Andá —ordenó la niña Griselda—, búscale a don Rafo unos «topochos» maúros pa los cabayos. Pero primero decíle al Miguel que se deje de estar echao en el chinchorro, porque no se le quitan las fiebres: que le saque el agua a la «curiara» y le ponga cuidao al anzuelo, a vé si los «caribes» se tragaron ya la caráa. Puée que haya «afilao» algún «bagrecito». Y danos vos algo de comé, que estos blancos yegan de lejos. Venga pa acá, niña Alicia, y aflójese la ropa. En este cuarto nos quearemos las dos.

Y parándose ante mí —agregó con picaresco descaro—: ¡Me la yevo! ¿Ustées ya separaron cama?

* * *

Verdadera lástima sentí por don Rafael ante el fracaso de su negocio. Tenía razón la niña Griselda: todos se habían provisto ya de mercancías.

Sin embargo, dos días después de nuestra llegada, vinieron del hato unos hombres enjutos y pálidos cuyas monturas húmedas disimulaban su mal aspecto con el bayetón que los jinetes dejaban colgando sobre las rodillas. Del otro lado del monte pidieron a gritos la curiara y, creyendo no ser oídos, hicieron disparos de winchester. Vista la tardanza, sin desmontarse, lanzaron sus cabalgaduras al caño y lo cruzaron trayendo las ropas amarradas en la cabeza.

Llegaron. Vestían calzones de lienzo, camisa suelta llamada «lique» y anchos sombreros de felpa castaña. Sus pies, desnudos, oprimían con el dedo gordo el aro de los estribos.

—Buen día... —prorrumpieron con voz melancólica entre los ladridos de los perros.

—Ojalá que nos hubieran matao por ta de chistosos, exclamó la niña Griselda.

—Era pa la curiara...

—¡Qué curiara! ¡Éste no es paso rial!

—Venimos a ve la mercancía...

—Sigan, pero dejen sus «rangos» afuera.

Los hombres se apearon, y con los ronzales de cerda torcida que servían de rendaje, amarraron los trotones bajo el samán de la entrada y avanzaron con los bayetones al hombro. Alrededor del cuero en que don Rafo había extendido la «chuchería» se acuclillaron indolentes.

—Miren los diagonales extras; aquí están unos cuchillos garantizados; fíjense en esa faja de cuero, con funda para el revólver, todo de primera clase.

—¿Trajo quinina?

—Muy buena, y píldoras para las calenturas.

—¿A cómo el hilo?

—Diez centavos la madeja.

—¿No la da en cinco?

—Llévela en nueve.

Todo lo fueron tocando, examinando, comparando, casi sin hablar. Para saber si una tela desteñía, se empapaban en saliva los dedos y la refregaban. Don Rafael, con la vara de medir, les señalaba todo, agotando los encomios para cada cosa. Nada les gustó.

—¿Me deja en veinte riales esa navaja?

—Llévela.

—¿Le doy por los botones lo que le dije?

—Tómelos.

—Pero me encima la aguja pa prenderlos.

—Cójala.

Así compraron bagatelas por dos o tres pesos. El hombre de la carabina, desanudando la punta del pañuelo, alargó una morrocota:

—Páguese de tóo, es de veinte dólares.

Y la hizo retiñir contra el acero del arma.

—¡A vé los trueques!

—¿Por qué no compran el restico?

—A esos precios no se alcanza ni con la carabina. Vaya usté al hato pa que vea cosas regaláas.

—¡Adió, pué!

Y montaron.

—Hola, socio, —voceó, regresando, el de peor estampa—; nos mandó Barrera a quitate la mercancía, y es mejó que te largues con ella. Quedás notificao: ¡lejos con ella! ¡Si no te la quitamos ahora, es po lo poquita y lo cara!

—¿Y quitarla por qué? —indagó don Rafo.

—¡Por la competencia!

—¿Crees tú, infeliz, que este anciano está solo? —prorrumpí, empuñando un cuchillo, entre los aspavientos de las mujeres.

—Mirá —repuso el hombre— por sobre yo, mi sombrero. Por grande que sea la tierra, me quema bajo los pies. Con vos no me toy metiendo. ¡Pero si querés, pa vos también hay! Espoleando el potro, me tiró a la cara los objetos comprados y galopó con sus compañeros a lo largo de la llanura.

* * *

Esa noche, como a las diez, llegó Fidel Franco a la casa. Aunque la embarcación se deslizaba sin ruido sobre el agua profunda, los gozques la sintieron y al instante cundió la alarma.

—Es Fidel, es Fidel —decía la niña Griselda, tropezando en nuestros chinchorros. Y salió al patio en camisola, envuelta desde la cabeza en un pañolón oscuro, seguida de don Rafael.

Alicia, asustada en las tinieblas, empezó a llamarme desde su cuarto:

—Arturo, ¿sentiste? ¡Ha llegado gente!

—¡Sí, no te afanes, no vengas! Es el dueño de la casa.

Cuando en franela y sin sombrero salí al aire libre, iba un grupo bajo los platanales llevando un hachón encendido. La cadena de la curiara sonó al atracar y desembarcaron dos hombres armados.

—¿Qué ha pasado por aquí? —dijo uno, abrazando secamente a la niña Griselda.

—¡Náa, náa! ¿Por qué te aparecés a semejante hora?

—¿Qué huéspedes han llegado?

—Don Rafael y dos compañeros, hombre y mujé.

Franco y don Rafo, después de un apretón amistoso, regresaron con los del grupo hacia la cocina.

—Me vine alarmadísimo porque esta noche al yegar al hato con la torada supe que Barrera había mandado una comisión. No querían prestarme cabayo, pero apenas comenzó la «juerga» me traje la curiara de ayá. ¿A qué vinieron esos forajidos?

—A quitarme el «chucho» —repuso humildemente don Rafo.

—¿Y qué pasó, Griselda?

—¡Na! Si má, hay camorra, porque el «guatecito» se les encaró «cachiblanco» en mano. ¡Un horror! ¡Nos hizo chiyá!

—Seguí pa dentro —agregó de repente la patrona, lívida, trémula, y mientras les daban el trago de café— guindá tu chinchorro en el correor, porque toy en el cuarto con la doña.

—De ningún modo: Alicia y yo nos alojaremos en la enramada —dije avanzando hacia el corrillo.

—Usté no manda aquí —replicó la niña Griselda esforzándose por sonreír—. Venga, conozca a este yanero, que es el mío.

—Servidor de usted —repuse devolviendo el abrazo.

—¡Cuente conmigo! Basta que usted sea compañero de don Rafael.

—¡Y si vieras con qué trozo de mujé se ha enyugao! ¡Coloraíta que ni un merey! ¡Y las manos que tiene pa cortá la sea, y lo modosa pa enseñá!

—Pues manden a sus nuevos criados —repetía Franco.

Era cenceño y pálido, de mediana estatura, y acaso mayor que yo. Cuadrábale el apellido al carácter y su fisonomía y sus palabras eran menos elocuentes que su corazón. Las facciones proporcionadas, el acento y el modo de dar la mano advertían que era hombre de buen origen, no salido de las pampas sino venido a ellas.

—¿Usted es oriundo de Antioquia?

—Sí, señor. Hice algunos estudios en Bogotá, ingresé luego en el ejército, me destinaron a la guarnición de Arauca y de allí deserté por un disgusto con mi capitán. Desde entonces vine con Griselda a calentar este rancho, que no dejaré por nada en la vida. —Y recalcó—: ¡Por nada en la vida!

La niña Griselda, con mohín amargo, permanecía muda. Como advirtiera que estaba en traje de alcoba, se fue con pretexto de vestirse, llevando dentro de la mano ahuecada la luz de una vela.

Y no volvió más.

Mientras tanto, la vieja Tiana hacía llamear el fogón de tres piedras sobre las cuales pendía un alambre para colgar el caldero o la «marma». Al tibio parpadear de la lumbre nos sentamos en círculo, sobre raíces de guadua o sobre calaveras de caimán que servían de banquetas. El mocetón que llegó con Franco me miraba con simpatía, sosteniendo entre las rodillas desnudas una escopeta de dos cañones. Como sus ropas estaban húmedas, desarremangóse los calzoncillos y los oreaba sobre las pantorrillas de nudosos músculos. Llamábase Antonio Correa y era hijo de Sebastiana tan cuadrado de espaldas y tan fornido de pecho, que parecía un ídolo indígena.

—Mamá —dijo rascándose la cabeza— ¿cuál jué el entrometío que yevó al hato el chisme de la mercancía?

—Eso no tié náa de malo: avisando se vende.

—Sí, pero ¿qué jué a hacé ayá la tarde que yegaron estos blancos?

—¡Yo qué sé! Lo mandaría la niña Griselda.

En esta vez fue Franco quien hizo el mohín. Después de corto silencio indagó:

—Mulata, ¿cuántas veces ha venido Barrera?

—Yo no he reparao. Yo vivo ocupáa aquí en mi cocina.

Saboreado el café y referido por don Rafo algún incidente de nuestro viaje, repreguntó Franco, obedeciendo a su obstinada preocupación:

—¿Y el Miguel y el Jesús qué han estao haciendo? ¿Buscaron los marranos en la sabana? ¿Compusieron el tranquero de los corrales? ¿Cuántas vacas ordeñan?

—Sólo dos de ternero grande. Las otras las hizo soltá la niña Griselda porque ya empieza a habé plaga y los zancúos matan las crías.

—¿Y dónde están esos flojos?

—Miguel con calentura. No se quié hace el remedio: son cinco hojitas de borraja, pero arrancás de pa arriba, porque de pa abajo proúcen vómito. Ahí le tengo el cocimiento, pero no lo traga. Y eso que ta enviajao pa las caucherías. ¡Se la pasa jugando naipes con el Jesús, y ése sí que ta perdío por irse!

—Pues que se larguen desde ahora, en la curiara del hato, y no vuelvan más. No tolero en mi posada ni chismosos ni espías. Mulata, asómate al caney y diles que desocupen: ¡que ni me deben, ni les debo!

Cuando salió Sebastiana, preguntó don Rafael por la situación del hato: ¿Era verdad que todo andaba «manga por hombro»?

—Ni sombra de lo que usted conoció. Barrera lo ha trastornado todo. Ayá no se puede vivir. Mejor que le prendieran candela.

Luego refirió que los trabajos se habían suspendido porque los vaqueros se emborrachaban y se dividían en grupos para toparse en determinados sitios de la llanada, donde, a ocultas, les vendían licor los áulicos de Barrera. Unas veces dejaban matar los caballos, entregándose estúpidamente a los toros; otras, se dejaban coger de la soga, o al «colear» sufrían golpes mortales; muchos se volvían a «juerguear» con Clarita; éstos derrengaban los rangos apostando carreras, y nadie corregía el desorden ni normalizaba la situación, porque ante el señuelo del próximo viaje a las caucherías ninguno pensaba en trabajar cuando estaba en vísperas de ser rico. De esta suerte, ya no quedaban caballos mansos sino potrones, ni había vaqueros sino enfiestados; y el viejo Zubieta, el dueño del hato, borracho y gotoso, ignorante de lo que pasaba, esparrancábase en el chinchorro a dejar que Barrera le ganara dinero a los dados, a que Clarita le diera aguardiente con la boca, a que la peonada del enganchador sacrificara hasta cinco reses por día, desechando, al desollarlas, las que no parecieran gordas.

Y para colmo, los indios guahibos de las costas del Guanapalo, que flechaban reses por centenares, asaltaron la fundación del Hatico, llevándose a las mujeres y matando a los hombres. Gracias a que el río detuvo el incendio, pero hasta no sé qué noche, se veía el lejano resplandor de la candelada.

—¿Y qué piensa usted hacer con su fundación? —pregunté.

—¡Defenderla! Con diez jinetes de vergüenza, bien encarabinados, no dejaremos indio con vida.

En ese instante volvió Sebastiana:

—Ya se fueron —dijo.

—Mamá, cuidao se yevan mi «tiple».

—Que si no manda razón alguna.

—Sí: al viejo Zubieta que no me espere. Que le sigo dirigiendo la vaquería cuando me dé mejores yaneros.

En pos de la mulata salimos al patio. La noche estaba obscura y comenzaba a lloviznar. Franco nos siguió a la sala y se tendió en la barbacoa. Afuera los que se marchaban cantaron a dúo:

Corazón no seas caballo;
aprendé a tener vergüenza;
al que te quiera, querelo,
y al que no, no le hagás fuerza.

Y la pala del remo en la onda y el repentino rebotar de la lluvia apagaron el eco de la tonada.

* * *

Pasé mala noche. Cuando menudeaba el canto de los gallos conseguí quedarme dormido. Soñé que Alicia iba sola, por una sabana lúgubre, hacia un lugar siniestro donde la esperaba un hombre, que podía ser Barrera. Agazapado en los pajonales iba espiándola yo, con la escopeta del mulato en balanza; mas cada vez que intentaba tenderla contra el seductor, se convertía entre mis manos en una serpiente helada y rígida. Desde la cerca de los corrales, don Rafo agitaba el sombrero exclamando: ¡Véngase! ¡Eso ya no tiene remedio!

Veía luego a la niña Griselda, vestida de oro, en un país extraño, encaramada en una peña de cuya base fluía un hilo blancuzco de caucho. A lo largo de él lo bebían gentes innumerables echadas de bruces. Franco, erguido sobre un promontorio de carabinas, amonestaba a los sedientos con este estribillo: «¡Infelices, detrás de estas selvas está ‘el más allá’!» y al pie de cada árbol se iba muriendo un hombre, en tanto que yo recogía sus calaveras para exportarlas en lanchones por un río silencioso y oscuro.

Volvía a ver a Alicia, desgreñada y desnuda, huyendo de mí por entre las malezas de un bosque nocturno, iluminado por luciérnagas colosales. Llevaba yo en la mano una hachuela corta, y, colgando al cinto, un recipiente de metal. Me detuve ante una araucaria de morados corimbos, parecida al árbol del caucho, y empecé a picarle la corteza, para que escurriera la goma. «¿Por qué me desangras?», suspiró una voz desfalleciente. «Yo soy tu Alicia, y me he convertido en una parásita».

Agitado y sudoroso desperté como a las nueve de la mañana. El cielo, después de la lluvia anterior, resplandecía lavado y azul. Una brisa discreta suavizaba los grandes calores.

—Blanco, aquí tá el desayuno —murmuró la mulata—. Don Rafo y los hombres montaron, y las mujeres tán bañándose.

Mientras que yo desayunaba, sentóse en el suelo y comenzó a ajustar con los dientes la cadenita de una medalla que llevaba al cuello. Resolví ponerme esta prenda, porque tá bendita, y es milagrosa. A vé si el Antonio se anima a cebarme. Por si me dejare desamparáa, le di en el café el corazón de un pajarito llamao «piapoco». Puée irse muy lejos y corré tierras; pero onde oiga cantá otro pájaro semejante, se pondrá triste y tendrá que volverse, porque la «guiña» tá en que viene la pesaúmbre a poné de presente la patria y el rancho y el queré olvida, y tras los suspiros tiée que encaminarse el suspiraor o se muere de pena. La medalla también ayúa si se le cuelga al que se va.

—¿Y Antonio pretende ir al Vichada?

—Quien sabe. Franco no quiere desarraigarse, pero la mujé tá enviajáa. Antonio hace lo que le diga el hombre.

—¿Y anoche, por qué se fueron los muchachos?

—El hombre no los aguantó má. Ta malicioso. El Jesús jué al hato la tardecita que yegaron ustées, no a yamá al Barrera, sino a decile que no arrimara porque no se podía. Esto jué tóo. Pero el hombre es avispao y los despachó.

—¿Barrera viene frecuentemente?

—Yo no sé. Si acaso habla con la Griselda es en el caño, porque ella, en achaque del anzuelito anda remolona con la curiara. Barrera es mejó que el hombre; Barrera es una oportunidá. Pero el hombre es «atravesao» y la mujé le tiée mieo dende lo acontecío en Arauca. Le soplaron que el Capitán andaba tras de ella y le madrugó: ¡con dos puñaláas tuvo!

En ese momento, interrumpiéndose el palique, avanzaban en animado trío, Alicia, la niña Griselda y un hombre elegante, de botas altas, vestido blanco y fieltro gris.

—Ahí tá don Barrera. ¿No lo quería conocé?

—Caballero —exclamó inclinándose—, doble fortuna es la mía que, impensadamente, me pone a los pies de un marido tan digno de su linda esposa.

Y sin esperar otra razón, besó en mi presencia la mano de Alicia. Estrechando luego la mía, añadió zalamero:

—Alabada sea la tierra que ha esculpido tan bellas estrofas. Regalo de mi espíritu fueron en el Brasil, y me producían suspirante nostalgia, porque es privilegio de los poetas encadenar al corazón de la patria los hijos dispersos y crearle súbditos en tierras extrañas. Fui exigente con la fortuna, pero nunca aspiré al honor de declararle a usted, personalmente, mi admiración sincera.

Aunque estaba prevenido contra ese hombre, confieso que fui sensible a la adulación y que sus palabras templaron el disgusto que me produjo su cortesanía con mi garbosa daifa.

Pidiónos perdón por entrar en la sala con botas de campo; y después de averiguar por la salud del dueño de casa, me suplicó que le aceptara una copa de whisky. Ya había advertido yo que la niña Griselda traía la botella en la mano.

Cuando Sebastiana colocó sobre la barbacoa los pocillos y el hombre se inclinó a colmarlos, observé que éste llevaba al cinto niquelado revólver y que la botella no estaba llena.

Alicia, mirándome, se resistía a tomar.

—Otra copita, señora. Ya se convenció usted de que es licor suave.

—¡Cómo! —dije ceñudo—. ¿Tú también has bebido?

—Insistió tanto el señor Barrera... Y me ha regalado este frasco de perfume —musitó, sacándolo del cestillo donde lo tenía oculto.

—Un obsequio insignificante. Perdone usted, lo traía especialmente...

—Pero no para mi mujer. ¡Quizá para la niña Griselda! ¿Acaso ya los tres se conocían?

—Absolutamente, señor Cova; la dicha me había sido adversa.

Alicia y la niña Griselda enrojecieron.

—Supe —aclaró el hombre— que ustedes estaban aquí por noticias de unos mozuelos que anoche llegaron al hato. Inmenso pesar me causó la nueva de que seis jinetes ladrones sin duda, habían pretendido expropiar en mi nombre una mercancía; y tan pronto como amaneció, me encaminé a presentar mis respetuosas protestas contra el atentado incalificable. Y ese whisky y ese perfume, ofrendas humildes de quien no tiene, fuera de su corazón, más que ofrecer, estaban destinados a corroborar la ferviente adhesión que les profeso a los dueños de casa.

—¿Oyes, Alicia? Dale ese frasco a la niña Griselda.

—¿Y luego no son también ustées dueños de este rancho? —apuntó la patrona, con voz resentida.

—Como tales los considero yo, porque dondequiera que lleguen, son, por derecho de simpatía, amos de cuanto los rodea.

A pesar de mi semblante agresivo, el hombre no se desconcertó; mas dióle al discurso giro diverso; sucedían tantas cosas en Casanare, que daba grima pensar en lo que llegaría a convertirse esa privilegiada tierra, fuerte cuna de la hospitalidad, la honradez y el trabajo. Pero con los asilados de Venezuela que la infestaban como dañina langosta, no se podía vivir. ¡Cuánto había sufrido él con los voluntarios que le pedían enganche! ¡Tantos se le presentaban explotando la condición de los desterrados políticos, y eran vulgares delincuentes, prófugos de penitenciarías! Mas era peligroso rechazarlos de plano, en previsión de algún desmán. Indudablemente a esta clase pertenecían los que pretendieron desvalijar a don Rafael. Jamás podría indemnizarlo la empresa del Vichada de tantos disgustos. Era verdad, y sería ingratitud no reconocerlo y proclamarlo, que le había hecho distinciones honrosas. Primero lo envió al Brasil, residencia de los principales accionistas, con un gran cargamento de caucho, y ellos le rogaron que aceptara la gerencia de la explotación; mas la rehusó por carecer de aptitudes. ¡Ah! ¡Si entonces hubiera adivinado que yo quería habitar el desierto! Si yo pudiese indicarle un candidato, con cuánto orgullo propondría su nombre; y si ese candidato quisiera irse con él, en la seguridad de que sería nombrado...

—Señor Barrera —interrumpí— jamás tuve noticias de que en el Vichada hubiera empresas de la magnitud de la suya.

—¡Mía, no; mía, no! Soy un modesto empleado a quien solo le pagan dos mil libras anuales, fuera de gastos.

Audazmente fijó en mí los ojos sobornadores, pasóse por el rostro un pañuelo de seda, acarició el nudo de la corbata y se despidió, encareciéndonos una y otra vez que saludáramos a los caballeros ausentes y les transmitiéramos su protesta contra el abuso de los salteadores. Sin embargo, él pensaba volver otro día a presentarla personalmente.

La niña Griselda lo acompañó hasta el caño, y allí se detuvo más tiempo del que requiere una despedida.

—¿De dónde salió este sujeto? —dije en tono brusco, encarándome con Alicia, apenas quedamos solos.

—Llegó a caballo por aquella costa y la niña Griselda lo pasó en la curiara.

—¿Tú lo conocías?

—No.

—¿Te parece interesante?

—No.

—¿Resuelves aceptar el perfume?

—No.

—¡Muy bien! ¡Muy bien!

Y rapándole el frasco del bolsillo del delantal, lo estrellé con furia en el patio, casi a los pies de la niña Griselda que regresaba.

—¡Cristiano, usté tá loco, usté tá loco!

Alicia, entre humillada y sorprendida, abrió la máquina y empezó a coser. Hubo momentos en que sólo se oía el ruido de los pedales y el charloteo del loro en la estaca.

La niña Griselda, comprendiendo que no debía abandonarnos, dijo, sonreída y astuta:

—Esos caprichos de este Barrera sí que me hacen gracia. Ora se le ha encajao la idea de conseguí unas esmeraldas y les ha puesto el ojo a las de mis «candongas». ¡De las orejas me las robaría!

—No sea que se las lleve con su cabeza —repliqué, realzando la sátira con una carcajada eficaz.

Y me fuí a los corrales, sin escuchar las alarmadas disculpas.

—¡Bien hace en no discutí conmigo, porque se la yevo ganáa!

Trepado en la «talanquera» daba desahogo a mi acritud, al rayo del sol, cuando vi flotar a lo lejos, por encima de los morichales, una nube de polvo, ondulosa y espesa. A poco, por el lado opuesto, divisé la silueta de un jinete que, desalado, cruzaba a saltos las ondas pajizas de la llanura, volteando la soga y revolviéndose presuroso. Un gran tropel hacía vibrar la pampa, y otros vaqueros atravesaron el «banco» antes que la yeguada apareciera a mi vista, de cuyo grupo desbandábase a veces alguna potranca cerril, loca de juventud, quebrándose en juguetones corcovos. Oía ya claramente los gritos de los jinetes que ordenaban abrir el tranquero; y apenas tuve tiempo de obedecerles, cuando se precipitó en el corral el «atajo», nervioso, bravío, resoplador.

Franco, don Rafael y el mulato Correa se apearon de sus trotones jadeantes que, sudando espuma, refregaban contra la cerca las cabezas estremecidas.

—Egoístas, ¿por qué no me convidaron?

—El que primero madruga comulga dos veces. Ya lo veremos enlazar en otra ocasión.

En tanto que aseguraban las puertas de los reductos liándoles gruesos travesaños, acudieron las mujeres a contemplar por entre los claros del «palo a pique», la yeguada pujante, que se revolvía en círculo, ganosa de atropellar el encierro. Alicia, que traía en la mano su tela de labor, chillaba de entusiasmo al ver la confusión de ancas lucientes, crines huracanadas, cascos sonoros. ¡Aquél para mí! ¡Éste es el más lindo! ¡Miren el otro como patea! Y de los ijares convulsos, del polvo pisoteado y de los relinchos rebeldes, ascendía un hálito de alegría, de fuerza y brutalidad.

Correa estaba feliz.

—¡Cogimos el resabiao! ¡Es aquel padrote negro, crinúo patiblanco! ¡Se le negó su día, y más vale que no hubiera nacío! ¡No he visto zambo que no le tenga mieo, pero ya dirán ustées si tumba al hijo e mi máma!

—Mulato condenao, ¿qué vas a hacé? —gruñó la vieja—. ¿Pensás que ese cabayo te ha parío?

Estimulado por nuestra presencia, le dijo a Alicia:

—Le voy a dedicá la faena. ¡Apenas almuercen, me monto!

Y como percibiera el olor de la esencia derramada en el patio, dilató las ventanillas de la nariz repitiendo:

—¡Ah!... ¡Güele a mujé, güele a mujé!

No quiso almorzar. Echóse a la boca un puñado de plátano frito, deshilachó un trozo de carne y remojó la lengua con café cerrero. Mientras tanto, entre el refunfuño de Sebastiana, montura al hombro, salió a esperarnos en el corral.

También fuimos parcos en el comer, por la exaltación de ánimo, agravada con la novedad del espectáculo próximo. Alicia, en breve rezo mental, encomendaba el mulato a Dios.

—¡Hombres! —plañía Sebastiana— no vayan a dejá que esa bestia me mate al «motoso».

Sacamos las sogas, de cuero peludo, y unas maneas cortas, llamadas «sueltas», de medio metro de longitud, en cuyos extremos se abotonaban gruesos anillos de fique trenzado.

Como el potro esquivaba los lazos, agachándose entre el tumulto, ordenó Franco dividir la yeguada, para lo cual se abrió el tranquero de la corraleja contigua. Cuando el caballo quedó solo, atrevió las manos contra la cerca, a tiempo que el mulato lo «arropó» con la soga. Grandes saltos dio el animal, agachando la maculada cerviz en torno de la horqueta del «botalón» donde humeaba la cuerda vibrante; y al extremo de ella se colgó colérico, ahorcándose en hipo angustioso, hasta caer en tierra, desfallecido, pataleador.

Franco sentósele en el ijar, y agarrándolo por las orejas le dobló sobre el dorso el gallardo cuello, mientras el mulato lo enjaquimaba después de ajustarle las sueltas y de amarrarle un rejo en la cola. De esta manera lo sometían, y en vez de cabestrearlo por la cabeza, lo tiraban del rabo, hasta que el infeliz, debatiéndose contra el suelo, quedó fuera de los corrales. Allí lo vendamos con la testera y la montura le oprimió por primera vez los lomos indómitos.

En medio de vociferante trajín soltaron las yeguas, que se adueñaron de la llanura; y el semental, puesto de frente a la planicie, temblaba receloso, enfurecido.

Al tiempo de zafarle las maneas, exclamó el jinete:

—¡Máma, a ve el escapulario!

Franco y don Rafael requirieron las cabalgaduras, mas el domador impidió que le sujetaran el potro:

—Quédense atrá, y si quiee voltearse, échenle rejo pa evitá que me coja debajo.

Luego, entre los gritos de Sebastiana, se suspendió del cuello la reliquia, santiguóse, y con gesto rápido destapó el animal.

Ni la mula cimarrona que manotea espantada si el tigre se le monta en la nuca; ni el toro salvaje que brama recorriendo el circo apenas le clavan las banderillas, ni el manatí que siente el arpón, gastan violencia igual a la de aquel potro cuando recibió el primer latigazo. Sacudióse con berrido iracundo, coceando la tierra y el aire en desaforada carrera, ante nuestros ojos despavoridos, en tanto que los amadrinadores lo perseguían, sacudiendo las ruanas. Describió grandes pistas a brincos tremendos, y tal como pudiera corcovear un centauro, subía en el viento, pegada a la silla, la figura del hombre, como torbellino, del pajonal, hasta que sólo se miró a lo lejos la nota blanca de la camisa.

Al caer la tarde regresaron. Las palmeras los saludaban con tremulantes cabeceos.

Llegó el potro quebrantado, sudoroso, molido, sordo a la fusta y a la espuela. Ya sin taparlo, le quitaron la silla, maneáronlo a golpes y quedó inmóvil y solo a la vera del llano.

Gozosos abrazamos a Correa.

—¿Qué opina de mi «patojo»? —repetía Sebastiana orgullosa.

—A él se le debe todo —apuntó Franco—. Tuvo la idea de ofrecerles la mejor fiesta de Casanare. Por casualidad encerramos las yeguas del hato y cogimos ese potro, que es mío y de ustedes. Ya vieron lo que pasó.

Al venir la noche, aquel rey de la pampa, humillado y maltrecho, despidióse de sus dominios, bajo la luna llena, con un relincho desolado.

* * *

Confieso, arrepentido, que en aquella semana cometí un desaguisado. Di en enamorar a la niña Griselda, con éxito escandaloso.

En los días que Alicia tuvo fiebres, le prodigué las más delicadas atenciones; mas ahora, consultando mi conciencia, comprendo que el regocijo de barajarme con la patrona en los cuidados de la enfermería, me importaba tanto como la enferma.

La niña Griselda pasó una vez cerca de mi chinchorro y con mano insinuante la cogí del cuadril. Cerrando el puño, hizo ademán de abofetearme, miró hacia donde Alicia dormía y me sacudió con un cosquilleo.

—Pocapena, ya sabía que eras «alebrestao».

Al inclinarse sobre mi pecho, sus zarcillos, columpiados hacia delante, le golpeaban los pómulos.

—¿Éstas son las esmeraldas que ambiciona Barrera?

—Sí, pero dejálas pa vos.

—¿Cómo podría quitarlas?

—Así, dijo, mordiéndome bruscamente la oreja. Y, ahogada en risa, me dejó solo. Luego, con el dedo en la boca, regresó para suplicarme:

—¡Que no lo vaya a sabé mi hombre! ¡Ni tu mujé!

Sin embargo, la lealtad me dominó la sangre, y con desdén hidalgo puse en fuga la tentación. Yo, que venía de regreso de todas las voluptuosidades, ¿iba a injuriar el honor de un amigo, seduciendo a su esposa, que para mí no era más que una hembra, y una hembra vulgar? Mas en el fondo de mi determinación corría una idea mentora: Alicia me trataba ya no sólo con indiferencia sino con mal disimulado desdén. Desde entonces comencé a apasionarme por ella y hasta me dio por idealizarla.

Creí haber sido miope ante la distinción de mi compañera. En verdad no es linda, mas por donde pasa los hombres sonríen. Placíame sobre todo otro encanto, el de su mirada tristona, casi despectiva, porque la desgracia le había contagiado el espíritu de una reserva dolorosa. En sus labios discretos apaciguábase la voz con un dejo de arrullo, con acentuación elocuente, a tiempo que sus grandes pestañas se tendían sobre los ojos de almendra oscura, con un guiño confirmador. El sol le había dado a su cutis un tinte levemente moreno y, aunque era carnosa, me parecía más alta, y los lunares de sus mejillas más pálidos.

Cuando la conocí, me dio la impresión de la niña apasionada y ligera. Después llevaba el nimbo de su pesadumbre digna y sombríamente, por la certeza de la futura maternidad. Un día provoqué la suprema revelación, y casi con enojo repuso:

—¿No te da pudor?

Trajeada de olanes claros, era más fresca con el sencillo descote y con el peinado negligente, en cuyos rizos parecía aletear la cinta de seda azul, anudada en forma de mariposa. Cuando se sentaba a coser, tendíame en el chinchorro frontero, aparentando no reparar en ella, pero mirándola a hurtadillas; y llenábame de impaciencia la frialdad de su trato, a tal punto, que repetidas veces la interrogué colérico:

—¿Pero no estoy hablando contigo?

Ávido de conocer la causa de su retraimiento, llegué a pensar que estuviera celosa, e intenté hacer leve alusión a la niña Griselda, con quien se mantenía en roce constante y solía llorar.

—¿Qué te dice de mí la patrona?

—Que eres inferior a Barrera.

—¡Cómo! ¿En qué sentido?

—No sé.

Esta revelación salvó definitivamente el honor de Franco, porque desde ese momento la niña Griselda me pareció detestable.

—¿Inferior porque no la persigo?

—No sé.

—¿Y si la persiguiera?

—Que responda tu corazón.

—Alicia, ¿has visto algo?

—¡Qué ingenuo eres! ¿Todas se enamoran de ti?

Me provocó en ese instante, herido en mi orgullo, desnudarme los brazos y gritarle una y otra vez: ¡Imbécil, pregunta quien me dio estos mordiscos!

Don Rafo apareció en el umbral.

* * *

Venía del hato, a donde fue esa mañana a ofrecer los caballos. Franco y la niña Griselda, que lo acompañaron, regresarían por la tarde. Él se vino pronto, aprovechando la curiara, para consultarme un negocio y requerir mi consentimiento. El viejo Zubieta daba al fiado mil o más toros, a bajo precio, a condición de que los cogiéramos, pero exigía seguridades y Franco arriesgaba su fundación con ese fin. Era la oportunidad de asociarnos: la ganancia sería cuantiosa.

Gozoso le dije a don Rafo:

—¡Haré lo que ustedes quieran! —Y agregué estrechando a Alicia en mis brazos—: ¡Ese dinero será para ti!

—Yo daré mis caballos como aporte y volaré a Arauca a exigir la cancelación de algunas deudas. Podré reunir hasta mil pesos, y con esa suma se harán, en parte, los gastos de «saca». Además, empeñada la fundación, el viejo cerrará el negocio con Franco, de cuyos servicios necesita siempre, y más ahora que la ganadería está paralizada por el desorden de los vaqueros.

—Tengo aún treinta libras en el bolsillo. ¡Aquí están, aquí están! Sólo restaré algo para ciertos gastos de Alicia y para pagar nuestra permanencia en esta casa.

—¡Muy bien! Marcharé dentro de tres días, y aquí me tendrán a mediados del mes entrante, antes de las grandes lluvias, porque ya el invierno se acerca. A fines de junio llegaremos a Villavicencio con el ganado. ¡Luego, a Bogotá! ¡A Bogotá!

Cuando Alicia y don Rafael salieron al patio, abrió mi fantasía las alas.

Me vi de nuevo entre mis condiscípulos, contándoles mis aventuras de Casanare, exagerándoles mi repentina riqueza, viéndoles felicitarme, entre sorprendidos y envidiosos. Los invitaría a comer a mi casa, porque ya para entonces tendría una propia, de jardín cercano a mi cuarto de estudio. Allí los congregaría para leerles mis últimos versos. Con frecuencia Alicia nos dejaría solos, urgida por el llanto del pequeñuelo, llamado Rafael, en memoria de nuestro compañero de viaje.

Mi familia, realizando un antiguo proyecto, se radicaría en Bogotá; y aunque la severidad de mis padres los indujera a rechazarme, les mandaría a la nodriza con el pequeño los días de fiesta. Al principio se negarían a recibirlo, mas luego, mis hermanas, curiosas, alzándolo en los brazos, exclamarían: «¡Es el mismo retrato de Arturo!». Y mi mamá, bañada en llanto, lo mimaría gozosa, llamando a mi padre para que lo conociera; mas el anciano, inexorable, se retiraría a sus aposentos, trémulo de emoción.

Poco a poco, mis buenos éxitos literarios irían conquistando el indulto. Según mi madre, debía tenérseme lástima. Después de mi grado en la Facultad se olvida todo. Hasta mis amigas, intrigadas por mi conducta, disimularían mi pasado con esta frase: ¡Esas cosas de Arturo...!

—Venga usted acá, soñador —exclamó don Rafo— a saborear el último brandy de mis alforjas. Brindemos los tres por la fortuna y el amor.

—¡Ilusos! ¡Debimos brindar por el dolor y la muerte!

* * *

El pensamiento de la riqueza se convirtió en esos días en mi dominante obsesión, y llegó a sugestionarme con tal poder, que ya me creía ricacho fastuoso, venido a los llanos para dar impulso a la actividad financiera. Hasta en el acento de Alicia encontraba la despreocupación de quien cuenta con el futuro, sostenido por la abundancia del presente. Verdad que ella seguía enclaustrada en su misterio, mas yo me agasajaba con esta seguridad: son extravagancias de mujer rica.

Cuando Fidel me avisó que el contrato se había perfeccionado, no tuve la menor sorpresa. Parecióme que el administrador de mis bienes estaba rindiéndome un informe sobre el modo acertado como había cumplido mi voluntad.

—¡Franco, esto saldrá a pedir de boca! ¡Y si el negocio fallare, tengo mucho con qué responder!

Entonces Fidel, por primera vez, me averiguó el objeto de mi viaje a las pampas. Lúcidamente, ante la posibilidad de que mi compañera hubiera cometido alguna indiscreción, respondí.

—¿No habló usted con don Rafael? —y añadí, después de la negativa:

—¡Caprichos, caprichos! Se me antojó conocer a Arauca, bajar el Orinoco y salir a Europa. ¡Pero Alicia está tan maltratada que no sé qué hacer! Además, el negocio no me disuena. Haremos algo.

—Pena me da que esta «pechugona» de Griselda quiera convertir en una modista a la señora de usted.

—Despreocúpese. Alicia encuentra distracción en practicar lo que le enseñaron en el colegio. En casa divide el tiempo entre la pintura, el piano, los bordados, los encajes...

—Sáqueme de una duda: ¿Los cabayos de don Rafo se los dio usted?

—¡Ya sabe cuánto lo estimo! ¡Me robaron el mejor, ensillado, y todo el equipaje!

—Sí, me contó don Rafo... Pero quedan algunos buenos.

—Regulares; los de nuestras monturas.

—Al viejo Zubieta le gustarán. ¡Qué casualidad ésta del negocio, con un hombre tan desconfiado! Probablemente nos hizo el ofrecimiento en previsión de que Barrera «se le atravesara». Nunca había vendido semejante cosecha. Les respondía a los compradores: ¡si ya no tengo que vender! ¡Sólo me quedan cuatro bichitos! Y para estimularlo a la venta, se le debían depositar, con pretexto de que las guardara, las libras destinadas al trato, en la seguridad de que el oro se quedaría allí. Una vez tuvo esa táctica un «saquero» de Sogamoso, hombre corrido y negociante avisado, quien, para ganarse la voluntad del abuelo, duró borracho con él varios días. Mas cuando fueron a separar la torada, extendió Zubieta su bayetón fuera de los corrales y desnudó la mochila del cliente, advirtiéndole: «A cada torito que salga, écheme aquí una morrocotica, porque yo no entiendo de números». Agotado el depósito, insinuó el «reinoso»: «¡Me faltó dinero! ¡Fíeme los animalitos restantes!». Zubieta sonrió: «¡Camaráa, a usté no le falta dinero; es que a mí me sobra ‘ganao’!».

Y recogiendo el bayetón regresó irreductible.

Satisfecho de mi fortuna, escuchaba la anécdota.

—Franco —le dije, golpeándole el hombro—. ¡No se sorprenda usted de nada! El viejo sabe lo que hace. ¡Habrá oído mi nombre...!

* * *

—¡Veleta, veleta, cómo tas de cambiao!

—Hola, niña Griselda, ¿qué es ese tuteo?

—¿Tas entonao por el negocio? Pa morrocotas, el Vichada. Yévame. ¡Quiero irme con vos!

Se echó a abrazarme, pero la aparté con el codo. Ella vaciló, sorprendida.

—¡Ya sé, ya sé! ¡Le tenés «terronera» a mi marío!

—¡Le tengo aversión a usted!

—¡Desagradecío! La niña Alicia no sabe náa. Sólo me encargó que no te creyera.

—¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted?

—Que el yanero es el sincero; que al serrano ni la mano.

Pálido de cólera, entré en la sala.

—¡Alicia, no me agrada tu compañerismo con la niña Griselda! ¡Puede contagiarte su vulgaridad! ¡No conviene que sigas durmiendo en su cuarto!

—¿Quieres que te la deje sola? ¿No respetarás ni al dueño de casa?

—¡Escandalosa! ¿Vuelven ya tus celos ridículos?

La dejé llorando y me fuí al caney. La vieja Tiana prendía remiendos en la camisa del mulato, que, semidesnudo, con las manos bajo la cabeza, esperaba la obra tendido en un cuero.

—Blanco, refrésquese en ese chinchorro. ¡Ta haciendo un caló de agua!

En vano pretendía conciliar el sueño. Me importunaba el cacareo de una gallina que escarbaba en el zarzo, mientras sus compañeras, con los picos abiertos, acezaban a la sombra, indiferentes al requiebro del gallo que venía a arrastrarles el ala.

—¡Estas condenáas no dejan ni dormí!

—Mulata —le dije— ¿cuál es tu tierra?

—Esta onde me hayo.

—¿Eres colombiana de nacimiento?

—Yo soy únicamente yanera, del lao de Manaure. Dicen que soy craveña, pero yo no soy del Cravo; que pauteña, pero no soy del Pauto. ¡Yo soy de todas estas yanuras! ¡Pa qué más patria, si son tan beyas y tan dilatáas! Bien dice el dicho: ¿Onde ta tu Dios? ¡Onde te salga el sol!

—¿Y quien es tu padre? —le pregunté a Antonio.

—Mi mamá sabrá.

—¡Hijo, lo importante es que hayás nacío!

Con doliente sonrisa, indagué:

—Mulato, ¿te vas al Vichada?

—Tuve cautivao unos días, pero lo supo el hombre y me «empajó». Y como dicen que son montes y más montes, onde no se puée andá a cabayo, ¡eso pa qué! A mí me pasa lo que al ganao: sólo quero los pajonales y la libertá.

—Los montes pa los indios —agregó la vieja.

—A los «pelaos» también les gusta la sabana: que lo diga el daño que hacen. ¡En qué no se ve pa enlazá un toro! Necesita hayarse bien remontao y que el potro empuje. ¡Y eyos los cogen de a pie, a carrera limpia, y los desjarretan uno tras otro, que da gusto! Hasta cuarenta reses por día, y se tragan una y las demá pa los «zamuros» y los «caricaris». Y con los cristianos también son atrevíos: ¡al dijunto Jaspe le salieron del matorral, casi debajo del cabayo, y lo cogieron en estampía y lo «envainaron»! Y no valió gritarles. ¡Aposta, andábamos desarmaos, y eyos eran como veinte y echaban flecha pa toas partes!

La vieja, apretándose el pañuelo que llevaba en las sienes, terció en esta forma:

—Era que el Jaspe los perseguía con los vaqueros y con el «perraje». Onde mataba uno, prendía candela y hacía como que se lo taba comiendo asao, pa que lo vieran los fugitivos o los vigías que atalayaban sobre los moriches.

—Mamá, jué que los indios le mataron a él la familia, y como puaquí no hay autoridá, tié uno que desenredarse solo. Ya ven lo que pasó en el Hatico: «machetearon» a tóos los racionales y toavía humean los tizones. Blanco, ¡hay que apandillarnos pa echarles una buscáa!

—¡No, no! ¿Cazarlos como a fieras? ¡Eso es inhumano!

—Pues lo que usté no haga contra eyos, eyos lo harán contra usté.

—¡No contradigas, zambo alegatista! El blanco es más leído que vos. Preguntále más bien si masca tabaco y dále una mascáa.

—No, gracias, viejita. Eso no es conmigo.

—Ahí tan remendaos tus «chiros» —díjole al mulato, aventándole la camisa—. ¡Ora rómpelos en el monte! ¿Ya trujiste la «vengavenga»? ¿Cuánto hace que te la han solicitao?

—Si me da café, la traigo.

—¿Y qué es eso de vengavenga?

—Encargos de la patrona. ¡Es la cascarita de un palo que sirve pa enamorá!

* * *

Mi sensibilidad nerviosa ha pasado por grandes crisis en que la razón trata de divorciarse del cerebro. A pesar de mi exuberancia física, mi mal de pensar, que ha sido crónico, logra debilitarme de continuo, pues ni durante el sueño quedo libre de la visión imaginativa. Frecuentemente las impresiones logran su máximum de potencia, en mi excitabilidad, pero una impresión suele degenerar en la contraria a los pocos minutos de recibirla. Así, con la música, recorro la gama del entusiasmo para descender luego a las más refinadas melancolías; de la cólera paso a la transigente mansedumbre, de la prudencia a los arrebatos de la insensatez. En el fondo de mi ánimo acontece lo que en las bahías: las mareas suben y bajan con intermitencia.

Mi organismo repudia los excitantes alcohólicos, aunque saben llevar el marasmo a las penas. Las pocas veces que me embriagué, lo hice por ociosidad o por curiosidad: para matar el tedio o para conocer la sensación tiránica que bestializa a los bebedores.

El día que don Rafo se separó de nosotros sentí vago pesar, augurio de males próximos, certidumbre de ausencia eterna. Yo participaba, al ver que se iba, del entusiasmo de la empresa, cuyo programa empezaba a cumplirse con las gestiones encomendadas a él. Pero a la manera que la bruma asciende a las cimas, sentía subir en mi espíritu el vaho de la congoja humedeciéndome los ojos. Y bebí con ahínco las copas que precedieron a la despedida.

Así, por un momento, reconquisté la animación veleidosa; pero mi mente seguía deprimiéndose con el eco tenaz de los sollozos de Alicia, cuando le dijo a don Rafael en un abrazo desesperado:

—¡Desde hoy quedaré en el desierto!

Yo entendí que ese desierto tenía algo que ver con mi corazón.

Recuerdo que Fidel y Correa debían acompañar al viajero hasta el propio Tame, en previsión de que los secuaces de Barrera lo asaltaran. Allí contratarían vaqueros remontados para nuestra cogienda y no podían tardar más que una semana en volver a La Maporita.

«En sus manos queda mi casa», había dicho Franco, y yo acepté la comisión con disgusto. ¿Por qué no me llevaban a las faenas? ¿Imaginarían que era menos hombre que ellos? Quizás me aventajaban en destreza, pero nunca en audacia y en fogosidad.

Ese día les cobré repentino resentimiento, y loco de alcohol estuve a punto de gritar: ¡El que cuida a dos mujeres con ambas se acuesta!

Cuando partieron entré en la alcoba a consolar a Alicia. Estaba de bruces sobre su catre, oculto el rostro en los brazos, hipante y llorosa. Me incliné para acariciarla, y apenas hizo un movimiento para alargarse el traje sobre las pantorrillas. Luego me rechazó con brusquedad.

—¡Quita! ¡Sólo me faltaba verte borracho!

Entonces, en su presencia, le di un abrazo a la patrona.

—¿No es verdad que tú si me quieres? ¿Que sólo he tomado dos copitas?

—Y si las bebieras con cáscaras de quinina, no te darían calenturas.

—¡Sí, amor mío! ¡Lo que tú quieras! ¡Lo que tú quieras!

Indudablemente, fue entonces cuando salió con la botella hacia la cocina y le puso «vengavenga». Pero yo, a los pies de Alicia, me quedé profundamente dormido.

Y esa tarde no bebí más.

* * *

Desperté con el alma ensombrecida por la tristeza, huraño y nervioso. Miguel había llegado del hato en un potro «coscojero» de falsa rienda, y mantenía conversación en el caney con Sebastiana.

—Vengo a yevá mi gayo y a ve si Antonio me presta su tiple.

—Aquí el que manda ahora es el blanco. Pedile permiso pa cogé tu poyo. El requinto no lo pueo prestá no tando su dueño.

El hombre, desmontándose, acercóseme tímidamente:

—Ese gayito es mío y lo quero poné en cuerda pa las riñas que vienen. Si me lo deja yevá, espero que escurezca pa cogelo en el palo.

El recién venido me pareció sospechoso.

—¿No mandó razón ninguna el señor Barrera?

—Pa usté, no.

—¿Para quién?

—Pa naide.

—¿Quién te vendió esa montura? —dije, reconociendo la mía, la misma que me robaron en Villavicencio.

—Se la mercó el señor Barrera a un guate que vino del interió hace dos semanas. Dijo que se la vendía porque una culebra le había matao el cabayo.

—¿Y cómo se llama el que la vendió?

—Yo no lo vi. Apenas escuché el cuento.

—¿Y tú acostumbras a usar la silla de Barrera? —rugí, acogotándolo— ¡si no me confiesas dónde está él, dónde quedó escondido, te trituro a palos! Pero si eres leal a mi pregunta, te daré el gallo, el tiple y dos libras.

—Suélteme, pa que no malicéen que le confieso.

Lo llevé hacia la corraleja, y me dijo:

—Quedó agazapao en la otra oriya del monte, porque no vido la señal convenía, es decir, el bayetón extendío en el tranqueo por el lao rojo. Por eso me mandó con la recomienda de que si no había peligro desensiyara el rango y lo esperara. El vendrá con la noche, y yo, como aviso debo tocá tiple, pero no he podido hablá con la mujé.

—¡No le digas nada!

Y lo obligué a desensillar.

Ya había oscurecido, y sólo en el límite de la pampa diluía el crepúsculo su huella sangrienta. La vieja Tiana salió de la cocina, llevando encendido el mechero de «kerosén». Las otras mujeres rezaban el rosario con murmullo lúgubre. Dejé al hombre en espera y me fui al cuartucho de Antonio por el requinto. A oscuras lo descolgué de la percha y saqué la escopeta de dos cañones.

Acabado el rezo, me presenté con las manos vacías ante la niña Griselda:

—Un hombre le espera en el patio.

—¡Ah! ¡Miguelito! ¿Vino a buscá el tiple?

—Sí. Es bueno prestárselo. Lléveselo usted. En ese rincón está.

Cuando salió, pretendí, en vano, descubrir en los ojos de Alicia alguna complicidad. Estaba fatigada, quería recogerse temprano.

—¿No apetece ver la salía de la luna? —propuso Sebastiana.

—No —dije—. La llamaré cuando sea tiempo.

Y con disimulo cogí la botella bajo la ruana. Serenamente, sin que en mi rostro se delatara el propósito trágico, le advertí a la niña Griselda apenas regresó:

—Sebastiana puede quedarse aquí en la sala. Yo guindaré mi chinchorro en el corredor del caney. Necesito aire fresco.

—Eso sí es bien pensao. Con estos calores no se puée dormí —observó la mulata.

—Si querés —propúsole la patrona— dejá la puerta de par en par.

Al oír esto sentí maligna satisfacción. Di las buenas noches acentuando estas frases:

—Miguel me ofreció cantar un «corrido». No tardaré en acostarme.

Al breve rato apagaron la luz.

* * *

Mi primer cuidado fue mirar si en el patio estaban los perros. Los llamé en voz baja, anduve por todas partes con extraordinaria cautela. ¡Nada! Afortunadamente habrían seguido a los viajeros.

Llegué al caney, orientado por el tabaco que fumaba el hombre.

—Miguelito, ¿quieres un trago?

Devolvióme la botella escupiendo:

—Qué amargo tá ese ron.

—Dime: ¿con quién tiene cita Barrera?

—No sé bien con cuál es.

—¿Con ambas?

—Así será.

El corazón empezó a golpearme el pecho, como un redoblante. En mi garganta se ahogaba, seca, la voz.

—¿Barrera es un caballero generoso?

—Es de «chuzo». Dicen que da cuanta mercadería quera el solicitante, lo hace firmá en un libro y le entrega cualquier retazo advirtiendo: «Lo demá se lo tengo en el Vichada». Yo le he perdío la voluntá.

—¿Y cuánto dinero te dio?

—Cinco pesos, pero me cogió recibo por diez. Me tiée ofrecía una muda nueva y nada me ha dao. Así con tóos. Ya despachó gente hacia San Pedro de Arimena, pa que le alisten «bongos» en el Muco. El hato ha quedao casi solo. Hasta el Jesús ya se largó, pero pasando por Orocué con una razón del viejo Zubieta pa la autoridá.

—¡Está bien! Toma el requinto y canta.

—Toavía es temprano.

Esperamos casi una hora. La idea de que Alicia me fuera infiel llenábame de cóleras súbitas, y para no estallar en sollozos me mordía las manos.

—¿Usté piensa matá al hombre?

—¡No, no! Sólo quiero saber a qué viene.

—¿Y si es a toparse con su mujercita?

—Tampoco.

—Pero eso le quedaría feo a usté.

—¿Crees que debo matarlo?

—Ésas son cosas suyas. Lo que ha de tené es cuidao con yo. Aguáitelo en la talanquera porque me voy a poné a cantá.

Le obedecí. A poco, me dijo:

—No se emborrache. Póngale pulso a la puntería.

Por encima de la platanera tendió más tarde la luna un reflejo indeciso, que fue dilatándose hasta envolver la inmensidad. El tiple elevó su rasgueo melancólico en el preludio de la tonada:

Pobrecita palomita,
que el gavilán la cogió;
aquí va la sangrecita
por donde se la llevó.

Con el alma en los ojos, tendía yo la escopeta hacia el caño, hacia los corrales, hacia todas partes. El pavo, desde la cumbrera de la cocina, hirió la noche con destemplados gritos. Afuera, en alguna senda del pajonal, aullaron los perros.

Aquí va la sangrecita
por donde se la llevó.

Las mujeres encendieron luz en el cuarto. La vieja Tiana, como una ánima en pena, asomó al umbral:

—¡Hola, Miguel!; dice la niña Griselda que dejés dormí.

El cantador enmudeció y fue luego a buscarme.

—Se me olvidó decile que yo estaba obligao a yevarle la curiara. Me voy. Cuando volvamos, tírele al de adelante. ¡Si le pega, yo se lo echaré a los caimanes y acabáas son cuentas!

Lo vi alejarse en la embarcación, sobre el agua enlutada donde los árboles tendían sus sombras inmóviles. Entró luego en la zona oscura del charco, y sólo percibí el cabrilleo del canalete, rútilo como cimitarra anchurosa.

Esperé hasta la madrugada. Nadie volvió.

¡Dios sabe lo que hubiera pasado!

* * *

Al rayar el día, ensillé el caballo de Miguel y puse la escopeta en el zarzo. La niña Griselda, que andaba con un cubo rociando las matas, me observaba inquieta.

—¿Qué tas haciendo?

—Aguardo a Barrera, que amaneció por aquí.

—¡Exagerao! ¡Exagerao!

—Oiga, niña Griselda: ¿cuánto le debemos?

—¡Cristiano! ¿Qué me decís?

—Lo que oye. La casa de usted no es para gentes honradas. Ni a usted le conviene echarse en el pajonal teniendo su barbacoa.

—¡Ponele freno a tu lengua! Tas bebío.

—Pero no con el licor que le trajo Barrera.

—¿Acaso fue pa mí?

—¿Quiere decir usted que fue para Alicia?

—Vos no la podés obligá ni a que te quiera ni a que te siga, porque el cariño es como el viento: sopla pa cualquier lao.

Al oír esto, con alterna premura, chupé la botella y bajé el arma. La niña Griselda salió corriendo. Empujé la puerta. Alicia, a medio vestir, estaba sentada en el catre.

—¿Comprendes lo que está pasando por ti? ¡Vístete! ¡Vámonos! ¡Aprisa! ¡Aprisa!

—¡Arturo, por Dios!...

—¡Me voy a matar a Barrera en presencia tuya!

—¡Cómo vas a cometer ese crimen!...

—¡No llores! ¿Te dueles ya del muerto?

—¡Dios mío!... ¡Socorro!

—¡Matarlo! ¡Matarlo! ¡Y después a ti, y a mí y a todos! ¡No estoy loco! ¡Ni tampoco digan que estoy borracho! ¿Loco? ¡No! ¡Mientes! ¡Loco, no! ¡Quítame ese ardor que me quema el cerebro! ¿Dónde estás? ¡Tiéntame! ¿Dónde estás?

Sebastiana y la niña Griselda se esforzaban por sujetarme.

—¡Calma, calma, por lo más querío! Soy yo. ¿No me conocés?

Me echaron en un chinchorro y pretendieron coserlo por fuera; mas, con pataleo brutal rompí las cabuyas, y agarrando a la niña Griselda del moño, la arrastré hasta el patio.

—¡Alcahueta! ¡Alcahueta! —y de un puñetazo en el rostro la bañé en sangre.

Luego, en el delirio vesánico, me senté a reír. Divertíame el zumbido de la casa, que giraba en rápido círculo, refrescándome la cabeza. «¡Así, así! ¡Que no se detenga porque estoy loco!». Convencido de que era un águila, agitaba los brazos y me sentía flotar en el viento, por encima de las palmeras y de las llanuras. Quería descender para levantar en las garras a Alicia, y llevarla sobre una nube, lejos de Barrera y de la maldad. Y subía tan alto, que contra el cielo aleteaba, el sol me ardía el cabello y yo aspiraba el ígneo resplandor.

Cuando la convulsión hizo crisis, intenté caminar, pero sentía correr el suelo bajo mis plantas en sentido contrario. Apoyándome en la pared, entré en la sala vacía. ¡Habían huido! Tenía sed y de nuevo apuré la botella. Recogí el arma y para enfriarme las mejillas las oprimía contra los cañones. Triste porque Alicia me desamparaba, empecé a llorar. Luego declamé a gritos:

—¡No le hace que me dejes solo! ¡Para eso soy hombre rico! ¡Nada quiero de ti, ni de tu muchacho, ni de nadie! ¡Ojalá que ese bastardo te nazca muerto! ¡Ni será hijo mío! ¡Lárgate con el que se te antoje! Tú no eres más que una querida cualquiera.

Después hice disparos.

—¿Dónde está Franco, que no sale a defender a su hembra? ¡Aquí me tiene! ¡Yo vengaré la muerte del Capitán! ¡Al que se presente lo mato! ¡A Barrera no, a Barrera no; para que Alicia se vaya con él! ¡Se la cambio por brandy, por una botella no más!

Y recogiendo la que tenía, monté en el potro, me tercié la escopeta y partí a escape por el llano impasible, dando a los aires este pregón enronquecido y diabólico:

—¡Barrera, Barrera! ¡Alcohol, alcohol!

* * *

Media hora después, los del hato me vieron pasar. Del otro lado del caño me gritaban y me hacían señas. Por el vado que me indicaron hostigué el potro y salí al patio, dispersando la gente a pechadas, entre una algarabía de protestas.

—¡A ver! ¿Quién manda aquí? ¿Por qué se esconde Barrera? ¡Que salga!

Y colgando la escopeta en la montura, salté desarmado. Todos esperaban perplejos. Algunos sonrieron mirándose.

—¡Guá, chico! ¿Qué quieres tú?

Tal dijo una mujercilla, halconera de rostro envilecido por el colorete, cabello oxigenado y brazos flacuchos, puestos en jarras sobre el cinturón del traje vistoso.

—¡Quiero jugar a los dados! ¡Nada más que jugar! ¡En este bolsillo están las libras!

Y tiré unas a lo alto, y se regaron en el suelo.

Entonces oí la voz carrasposa del viejo Zubieta, que ordenaba desde el cuarto contiguo:

—Clarita, el cabayero, que siga.

Acaballado en el chinchorro y tendido de espaldas, en camiseta y calzoncillos, estaba el hacendado, de barriga protuberante, ojos de lince, cara pecosa y pelo rojizo. Alargándome sus manos, que además de ser escabrosas parecían hinchadas, hizo rechinar entre los bigotes una risa:

—¡Cabayero, dispense que no me pueo enderezá!

—¡Yo soy el socio de Franco, el cliente de los mil toros, y, si quiere, se los pagaré al contado!

—¡Ansina sí, ansina sí! Pero usté debe cogerlos porque el «zambaje» que tengo ta de pie, y no sirve pa náa.

—Yo conseguiré vaqueros, bien montados, y no dejaré que me los sonsaquen para el Vichada.

—Me gusta usté. ¡Eso tá bien hablao!

Salí a meter mis aperos y vi a Clarita, cuchicheando con mi enemigo, mientras que con una totuma le echaba agua en las manos. Al verme, se escondieron detrás de la casa.

—¿Qué ladrón recogió el oro que tiré aquí?

—Vení, quitámelo —replicó un hombre, en quien reconocí al del winchester que pretendió decomisarle la mercancía a don Rafael—. ¡Ora sí podemos arreglá lo del otro día! ¡Sinvergüenza, ora sí me topás!

Adelantóse amenazante, mirando hacia el punto donde su patrón estaba escondido, como en espera de una orden. ¡Sin darle tiempo, lo aplasté de una sola trompada!

Barrera acudió exclamando:

—Señor Cova ¿qué pasa? ¡Venga usted acá! ¡No haga caso de los peones! ¡Un caballero como usted!...

El ofendido fue a sentarse contra el petril, y, sin apartar de mí los ojos, se enjugaba la sangre de las narices.

Barrera lo reprendió con dictados crueles: «¡Malcriado, atrevido! ¡El señor Cova merece respeto!». Mas, a tiempo que me invitaba a penetrar en el corredor, prometiendo que el oro me sería devuelto, el hombre desensilló mi caballo y guardóse la escopeta y yo me olvidé del arma. La gente hacía comentarios en la cocina.

En el cuarto, Clarita estaba refiriéndole al viejo lo que pasaba, porque enmudecieron al verme.

—¿El cabayero se regresa hoy?

—No, amigo Zubieta. ¡No se me antoja! ¡Vine a beber y a jugar, a bailar y a cantar!

—Es un honor que no merecemos —afirmó Barrera—. El señor Cova es una de las glorias de nuestro país.

—¿Y gloria, por qué? —interrogó el viejo—. ¿Sabe montá? ¿Sabe enlazá? ¿Sabe toreá?

—¡Sí, sí! —grité—. ¡Lo que usted quiera!

—¡Ansina me gusta, ansina me gusta! —Y se agachó hacia el cuero de tigre que tenía bajo el chinchorro—. Clarita, danos unos «brándises» —dijo, indicándole el garrafón.

Barrera, para no beber, salió al corredor, y a poco, vino alargándome un puñado de oro.

—Estas monedas son de usted.

—¡Miente! Desde ahora son de Clarita.

Ella las recibió sonriendo y me dio las gracias con este cumplido:

—¡Aprendan! ¡Es una dicha encontrar cabayeros!

Zubieta se quedó pensativo. De pronto mandó que acercaran la mesa y, cuando vaciamos otras copas, señaló un morralito suspendido de un cuerno en la pared fronteriza:

—Clarita, danos «las muelas de santa Polonia».

Clarita puso los dados sobre la mesa.

* * *

Indudablemente, mi nueva amiga me favoreció aquella noche en ese juego plebeyo, desconocido para mí. Tiraba yo los dados con nerviosidad y a veces caían debajo del chinchorro. Entonces el viejo, entre carcajadas y toses, preguntaba: ¿Me ganó? ¿Me ganó? Y ella, entre una humareda de tabaco, ladeando la farola, respondía: Echó «cenas». Es un chico de suerte.

Barrera, simulando confianza en las palabras de la mujer, confirmaba tales decisiones pero vivía celoso de que no escaseara el licor. Clarita, ebria, me apretaba la mano al descuido; el viejo, ebrio, tatareaba una canción obscena; mi rival, por encima de la luz temblorosa, me sonreía irónico; yo, semiinconsciente, repetía las «paradas». En la puerta del acalorado cuartucho, los peones seguían el juego con interés.

Cuando quedé dueño de casi todo el montón de frisoles que representaba un valor convenido, Barrera me propuso jugarlo en «paro», «vaciando» las morrocotas del chaleco. «Tire por mitad, cien toros», exclamó el vejete, dando fuertes golpes en la mesa. Entonces noté que los zapatos de mi adversario pisaban los de Clarita y tuve el presentimiento de que llegaba el fraude.

Con frase feliz decidí a la mujer:

—Juguemos esto en compañía.

Ella extendió al instante sobre el montoncillo de granos las manos avaras. El rubí de su anillo se encendió en sangre.

Zubieta maldijo su suerte cuando lo venció mi jugada.

—Ahora con usted —le dije a Barrera, sonando los dados. Recogiólos sin inmutarse, y, mientras los agitaba, cambiándolos, pretendió distraernos con un chiste de baja ley. Pero al lanzarlos sobre la mesa, los atrapé de un golpe:

—¡Canalla, estos dados son falsos!

Trabóse de súbito una reyerta y la lámpara rodó por el suelo. Gritos, amenazas, imprecaciones. El viejo cayó del chinchorro, pidiendo auxilio. Yo, a oscuras, esgrimía los puños a diestro y siniestro hacia cualquier sitio donde oyera una voz de hombre. Alguien hizo un disparo, ladraron los perros, rechinaba la puerta con el afán del ahuyentado tumulto, y la ajusté de un empellón, sin saber quién quedaba adentro.

Barrera exclamó en el patio:

—¡Ese bandido vino a matarme y a robar al señor Zubieta! ¡Anoche me estuvo «puesteando»! ¡Gracias a Miguel, que se opuso al crimen y me denunció la asechanza! ¡Prendan a ese miserable! ¡Asesino! ¡Asesino!

Yo, desde adentro, le lanzaba atrevidos insultos, y Clarita, conteniéndome, suplicaba:

—¡No salgas, no salgas, porque te acribillan!

El viejo gimoteaba espantado:

—¡Alumbren, que escupo sangre!

Cuando me ayudaron a echar el cerrojo, sentí humedecida una de mis muñecas. Tenía una puñalada en el brazo izquierdo.

Con nosotros quedó encerrada una persona que me puso en las manos un winchester. Al sentir que me buscaba, intenté cogerla, por lo cual, susurrando, me repetía:

—¡Cuidado con yo! ¡Soy el tuerto Mauco, amigo de tóo el mundo!

Afuera empujaban la puerta, y yo, sin permanecer en un solo punto, perforaba las tablas a tiros, iluminando la estancia con el relampagueo de los fogonazos. Al fin terminó la agresión. Quedamos sumidos en el más pavoroso silencio y mi oído acechante dominaba la oscuridad. Por los huecos que abrieron mis balas, observé con sigilosa pupila. Hacía luna y el patio estaba desierto.

Mas por instantes recogía el rumor de voces y risotadas que venían quien sabe de dónde. El dolor de la herida empezó a rendirme y el vértigo del alcohol me echó a tierra. Allí me desangré hasta que Dios quiso, entre el pánico de mis compañeros, que en algún rincón se decían: Parece que está agonizando.

—¡Agua, agua! ¡Estoy herido! ¡Me muero de sed!

* * *

Al amanecer, abrieron el cuarto y me dejaron solo. Desperté con desmayada dolencia a los gritos que daba el dueño del hato, reprendiendo a la peonada por indolente, pues no quiso salvarlo de la batahola.

—¡Gracias al guate —repetía—, gracias al guate estoy contando el cuento! Él tenía razón, los dados eran falsos y con eyos me había estafao mi plata ese tramposo del Barrera. ¡Aquí topé uno bajo la mesa! Convénzanse. Tiene azogue por dentro.

—No podíamos arrimá por los tiros.

—¿Y quién hirió a Cova?

—¿Quién sabrá?

—Vayan a decirle al Barrera que no lo quero aquí; que pa eso tiene sus toldos, que se quede ayá. ¡Que si no sabe pa qué son los caminos; que el guate tá aquí con la carabina!

Clarita y el tuerto Mauco vinieron en mi socorro trayendo un caldero de agua caliente. Descosieron la manga de la camisa para quitármela sin lastimar el brazo tumido, y luego, humedeciendo los bordes de la tela pegada, descubrieron la herida, pequeña pero profunda, abierta sobre el músculo cercano al hombro. La lavaron con aguardiente, y, antes de extenderle la cataplasma tibia, el tuerto, con unción ritual, exclamó:

—Pongan fe, porque la voy a rezá.

Admirado yo, observaba al hombruco, de color terroso, mejillas fofas y amoratados labios. Puso en el suelo, con solicitud minuciosa, el bordón en que se apoyaba, y encima el sombrero grasiento, de roídas alas, que tenía como cinta un mazo de cabuyas a medio torcer. Por entre los harapos se le veían las carnes hidrópicas, principalmente el abdomen, escurrido en rollo sobre el empeine. Volvió parpadeando hacia la puerta el ojillo tuerto, para regañar a los muchachos que se asomaban.

—¡Esto no es cosa de juego! ¡Si no han de poné fe, lárguense, porque se pierde la virtú!

Los gandules permanecieron fervorosos, como en un templo, y el viejo Mauco, después de hacer en el aire algunos signos de magia, masculló una retahíla que se llamaba «La oración del justo juez».

Satisfecho de su ministerio, recogió el sombrero y el palo, y dijo, inclinándose sobre el cuero de toro donde me hallaba tendido:

—No se deje «acochiná» del doló. Yo lo curo presto: con otra rezáa tiene.

Miré con asombro a Clarita como para indagar la certidumbre de cuanto estaba pasando. Era convencida creyente que manifestaba respeto fanático. Para ahuyentar mis dudas, expuso:

—¡Guá, chico!, Mauco sabe de medicina. Es el que mata las gusaneras, rezándolas. Cura personas y animales.

—No sólo eso —añadió el mamarracho—. Sé muchas oraciones pa tóo. Pa topá las reses perdías, pa sacá entierros, pa hacerme invisible a los enemigos. Cuando el reclutamiento de la guerra grande me vinieron a cogé, y me les convertí en mata de plátano. Una vez me apañaron antes de acabá el rezo y me encerraron en una pieza, con doble yave; pero me volví hormiga y me picurié. Si no hubiera sío por yo, quién sabe qué nos hubiera acontecío en la gresca de anoche. Yo tuve listo pa evaporarme cuando entraran y taparlos a tóos con mi neblina. Apenas supe que usté taba herío, le recé la oración del «sana que sana» y la hemorragia se contuvo.

Lentamente fui cayendo en una quietud sonámbula, en un vago deseo de dormir. Las voces iban alejándose de mis oídos y los ojos se me llenaron de sombra. Tuve la impresión de que me hundía en un hoyo profundo, a cuyo fondo no llegaba jamás.

* * *

Un sentimiento de rencor me hacía odioso el recuerdo de Alicia, la responsable de cuanto pasaba. Si alguna culpa podía corresponderme en el trance calamitoso, era la de no haber sido severo con ella, la de no haberle impuesto a toda costa mi autoridad y mi cariño. Así, con la sinrazón de este razonamiento, envenenaba mi ánima y enconaba mi corazón.

¿Verdaderamente me habría sido infiel? ¿Hasta qué punto le había mareado el espíritu la seducción de Barrera? ¿Habría existido esa seducción? ¿A qué hora pudo llegarle la influencia del otro? ¿Las palabras reveladoras de la niña Griselda, no serían mensajes de astucia para decidirme en su favor, calumniando a mi compañera? Tal vez había sido yo injusto y violento; pero ella debía perdonarme, aunque no le pidiera perdón, porque le pertenecía con mis cualidades y defectos, sin que le fuera dable hacer distingos en mí. Agregábase en descargo mío que la vengavenga me llevó a la locura. ¿Cuándo en sano juicio le di motivos de queja? Entonces, ¿por qué no venía a buscarme?

Parecíame a ratos verla llegar, bajo el sombrero de lánguidas plumas, tendiéndome los brazos entre sollozos:

«¿Qué desalmado te hirió por causa mía? ¿Por qué estás tendido en el suelo? ¿Cómo no te dan la cama?». Y anegándome el rostro en lágrimas sentábase a mi cabecera, dándome por almohada sus muslos trémulos, peinando hacia atrás mis cabellos, con mano enternecida y amorosa.

Alucinado por la obsesión, me reclinaba sobre Clarita, apartándome al reconocerla.

—Chico, ¿por qué no descansas en mis rodillas? ¿Quieres más limonada para la fiebre? ¿Te cambio el vendaje?

A veces sentía la tos impaciente de Zubieta en el corredor.

—Mujé, quítate de ahí que acaloras al enfermo. ¡Ni tu marío que juera!

Clarita se alzaba de hombros.

¿Y por qué aquella mujer no me desamparaba, siendo una escoria de lupanar, una sombra del bajo placer, una loba ambulante y famélica? ¿Qué misterio redimía su alma cuando me consentía con avergonzada ternura, como cualquier mujer de bien, como Alicia, como todas las que me amaron?

Alguna vez me preguntó cuántas libras me quedaban en el bolsillo. Eran pocas, y las guardó en el seno; mas en un momento que nos dejaron solos, me leyó un papel al oído: «Zubieta te debe doscientos cincuenta toros; Barrera cien libras, y yo te tengo guardadas veintiocho».

—Clarita, tú me has dicho que mi ganancia en el juego estuvo exenta de dolo. Todo eso es para ti, que has sido tan buena conmigo.

—Chico, ¿qué estás diciendo? No creas que te sirvo por interés. Sólo quiero volver a mi tierra, a pedirle perdón a mis padres, a envejecer y morir con eyos. Barrera quedó de costearme el viaje a Venezuela, y, en compensación, abusa de mí, sin más medida que su deseo. Zubieta dice que se quiere casar conmigo y yevarme a Ciudad Bolívar, al lado de mis viejecitos. Confiada en esta promesa, he vivido borracha casi dos meses, porque él me amonesta con su norma invariable: «¿Cuál será mi mujé? La que me acompañe a bebé».

«En estas fundaciones me dejó botada el Coronel Infante, guerriyero venezolano, que tomó a Caicara. Ayí me rifaron al tresiyo, como simple cosa, y fuí ganada por un tal Puentes, pero Infante me descontó al liquidar el juego. Después lo derrotaron, tuvo que asilarse en Colombia y me abandonó por aquí.

»Antier, cuando yegaste a cabayo, con la escopeta al arzón, atropellando a la gente, caída la gorra sobre la nuca, te me pareciste a mi hombre. Luego simpaticé contigo desde que supe que eras poeta».

* * *

Mauco entraba a rezarme la herida y tuve el tino de aparentar que creía en la eficacia de sus oraciones. Sentábase en el chinchorro a mascar tabaco, royéndolo de una rosca que parecía tasajo reseco, e inundaba el piso a salivazos sonoros. Después me daba informes sobre Barrera:

—Se la pasa metío en el toldo, afiebrao. Sólo me pregunta que hasta cuando va a quearse usté aquí. ¡Quién sabe pa qué cosas le tará haciendo usté «mal tercio»!

—¿Por qué no ha venido Zubieta a ocupar su chinchorro?

—Porque es «alertao» y teme otra «chirinola». Duerme en la cocina y se tranca por dentro.

—¿Y Barrera ha vuelto a La Maporita?

—Las calenturas no lo dejan pará.

Esta afirmación me aquietaba el espíritu, pues vivía celoso de Alicia y hasta de la niña Griselda. ¿Qué estarían haciendo? ¿Cómo calificarían mi conducta? ¿Cuándo vendrían por mí?

El primer día que tuve fuerzas para levantarme, suspendí el brazo de un pañuelo, a manera de cabestrillo, y salí al corredor. Clarita barajaba los naipes junto al chinchorro donde el viejo dormía la siesta. La casa, pajiza y a medio construir, desaseada como ninguna, apenas tenía habitable el tramo que ocupaba yo. La cocina, de paredones cubiertos de hollín, defendía su entrada con un barrizal formado por las aguas que derramaban las cocineras, sucias, sudorosas y desarrapadas. En el patio, desigual y fragoso, se secaban al sol, bajo el zumbido de los moscones, cueros de reses sacrificadas y de ellos desprendía un zamuro sanguinolentas tiras. En el caney de los vaqueros vigilaban, amarrados sobre perchas, los gallos de riña y en el suelo refocilábanse perros y lechones.

Sin ser visto, me acerqué al tranquero. En los corrales, de gruesos troncos clavados, la torada prisionera se trasijaba de sed. Detrás de la casa dormían unos gañanes sobre un bayetón extendido encima de las basuras. A poco trecho, en la costa del caño, divisábanse los toldos de mi rival, y en el horizonte, hacia la fundación de La Maporita, perdíase la curva de los morichales... ¡Alicia estaría pensando en mí!

Clarita, al verme, acudió con la sombrilla de muaré blanco:

—Chico, el sol puede irritarte la herida. Vente a la sombra. ¡No vuelvas a cometer despropósitos semejantes!

Y sonreía, exhibiendo los dientes llenos de oro.

Como intencionalmente me hablaba en voz alta, el viejo, al oírla, se incorporó:

—¡Ansina me gusta! ¡Los jóvenes no deben vivir encamaos!

Sentéme sobre la viga que servía de pretil y avoqué el meditado interrogatorio.

—¿A cómo piensa darnos las resecitas?

—¿Cuáles serán?

—Las de nuestro negocio con Franco.

—Con él, propiamente, no quedamos en náa. La fundación que da en prenda vale muy poco. Pero como usté las paga de «relance», será bueno cogelas, si tiene cabayos, y después les ponemos precio.

Clarita interrumpiónos:

—¿Y cuándo le das a Cova las doscientas cincuenta que te ganó?

—¡Cómo! ¿Qué doscientas cincuenta?

Enderezándose me argüía:

—Y si usté hubiera perdío, ¿con qué había pagao? Enséñeme las libras que trujo.

—¿Qué es eso? —replicó la mujer—. ¿Acaso el único rico eres tú? ¡El que pierde paga!

El viejo hundía los dedos entre las mallas del chinchorro. De repente propuso:

—Mañana es domingo, y me da el desquite en las riñas de gayos.

—¡Muy bien!

* * *

«Mi admirado señor Cova:

»¿Qué poder maléfico tiene el alcohol, que humilla la razón humana, abajándola a la torpeza y al crimen? ¿Cómo pudo comprometer la condición mansa de mi temperamento en un altercado que me enloqueció la lengua, hasta ofender de palabra la dignidad de usted, cuando sus merecimientos me imponen vasallaje enaltecedor que me llena de orgullo?

»Si pudiera públicamente, echarme a sus pies para que me pisoteara antes de perdonarme las reprobables ofensas, créame usted que no tardaría en implorarle esa gracia; mas como no tengo derecho ni de ofrecerle esa satisfacción, heme aquí cohibido y enfermo, maldiciendo los pasados ultrajes que por fortuna no alcanzaron a salpicarle siquiera la merecida fama de que goza.

»Como estoy envilecido por mis desaciertos, mientras usted no me dignifique con su benevolencia, no ha de parecerle extraña la condición lamentable en que a usted llego, convertido en un mercachifle común, que trata de introducir en los dominios de la poesía, la propuesta de un negocio burgués. Es el caso —y perdone usted el atrevimiento— que nuestro buen amigo el señor Zubieta me debía sumas de consideración, por dinero prestado y por mercancías, y me las pagó con unos toros que se hallan en el corral, y que yo recibí entonces en la expectativa de que usted pudiera necesitarlos. Véalos, pues, y si algún precio se digna ponerles, sepa que mi mayor ganancia, será la de haberle sido útil en algo.

»Besa sus pies, fervorosamente, su desgraciado admirador,

Barrera»

Delante de Clarita me fue entregada esta carta. El chicuelo que la trajo me veía palidecer de cólera y se iba retirando, cautelosamente, ante la tardanza de la respuesta.

—¡Diga usted a ese desvergonzado que cuando se encuentre a solas conmigo, sabrá en qué para su adulación!

Mientras tanto, Clarita releía el papelucho.

—Chico, nada te dice de lo que te debe, ni de la puñalada, ni del disparo; porque él fue quien te hirió. Aquel día, al verte yegar, preparó el revólver y engrasó el estilete. «Ojo de garza» con el Miyán, el hombre a quien le pegaste en el patio: ése tiene órdenes terminantes. ¿Y sabes tú que Zubieta nada le debe al cauchero por sumas prestadas? Éste le dio a guardar unas morrocotas, en la confianza de que yo se las robaría; pero el viejo las enterró. Después lo estafó con los dados que conoces. Cada mañana me pregunta: «¿Ya le sacaste las amariyas? De ayí te daré para el viaje. Bien se conoce que no deseas volver a tu extraordinario país». Ese hombre tiene planes siniestros. Si no hubieras estado aquí...

—Dame la carta para mostrársela al viejo.

—No le digas nada, que él es muy sabido. Comprende que Barrera es peligroso y para distraerlo, le entregó la torada que está en el corral; mas porque no pueda sacarla, mandó a esconder los cabayos. Apenas le dejó los peones en alquiler, después de enviar emisarios a todas partes con la noticia de que este año no le vendería ganados a nadie. Como Barrera se enteró de eyo, el viejo, para desmentirlo, hizo un simulacro de negocio con Fidel Franco, sin advertirle que era una simple treta contra el molesto huésped.

—¿De suerte que no nos venderá ganado ninguno?

—Parece que ha congeniado contigo.

—¿Cómo haré para ganarme su voluntad?

—Es muy senciyo. Soltar el ganado que le dio a Barrera. Con solo asustarlo, romperá los corrales.

—¿Me ayudarás esta noche en la empresa?

—Cuando te dé la gana. Bastará que yo, con este vestido blanco, me asome al tranquero para que la torada «barajuste». Lo importante es que no mueran atropeyaos los peones que velan en contorno de los encierros. Afortunadamente se retiran temprano.

—¿Y podrán descubrirnos?

—Absolutamente. Los pocos hombres y mujeres que no han enganchado, se van a los toldos a jugar naipes, tan pronto como el viejo se «encocina». Yo también iré, para alejar falsos testimonios; y cuando calcules que vuelvo, me esperas en el corredor con la piel de tigre que Zubieta tiene en la sala bajo el chinchorro abandonado. La yevamos por la platanera y la sacudimos en el corral.

Después, el que pudiera vernos pensaría: «Ésos se levantaron al fragor del tropel».

* * *

Sepulté en mi ánimo el ardid vengativo como puede guardarse un alacrán en el seno: a cada instante se despertaba para clavarme el aguijón.

Ya cuando la tarde se reclinó en las praderas, regresaron los vaqueros con la torada numerosa. Habíanla llevado al pastoreo vespertino, de gramales profusos y charcales inmóviles, donde, al abrevarse, borraban con sus belfos la imagen de alguna estrella crepuscular. Venía adelante el rapaz que servía de puntero, acompasando al trotecito de su yegua la tonada pueril que amansa los ganados salvajes. Seguíanlo en grupos los toros de venerable testa y enormes cuernos, solemnes en la cautividad, hilando una espuma en la trompa, adormilados los ojos, que enrojece, con repentino fuego, la furia. Detrás, al paso de sus rocines y entre el dejo de silbidos monótonos, avanzaban las filas de peones, a los flancos del «rodeo» formidable y letárgico.

Lo encerraron de nuevo, con maña paciente, cuidadosos de la dispersión. Oíase apenas el melancólico sonsonete del guía, más eficaz que el toque de cuerno en las majadas de mi tierra. Corrieron las trancas y las liaron con «rejos» indóciles. Y cuando oscureció, encendieron alrededor del corral fogatas de boñiga seca, para aquerenciar al rebaño, que absorto miraba las candelas y el humo, con rumiar apacible, al amparo de las constelaciones.

Mientras tanto, yo meditaba en nuestro plan de la media noche, en pugna con el temor que me enfriaba las sienes y me fruncía las cejas. Mas la certidumbre de la venganza, la posibilidad de causarle a mi enemigo algún mal, ponía viveza en mis ojos, ingenio en mis palabras, ardentía en mi decisión.

A eso de las ocho, el tuerto Mauco protestó contra las hogueras porque le trasnochaban los gallos de riña. Como nadie quiso apagarlas, los llevó a mi cuarto.

—Démelos posaíta que los poyos son güenos. ¡Pero si se desvelan, se vuelven náa!

Mas tarde, el hato quedó en silencio. Sobre los pajonales vecinos tendían su raya luminosa las lámparas de los toldos.

Clarita volvió casi ebria.

—¡Animo, chico, y sígueme!

Llegamos a la barda de los corrales por entre el platanar. Un vasto reposo adormecía a la manada. Afuera estornudaban los caballos de los veladores. Entonces Clarita, trepada en mi rodilla, sacudió la aurimanchada piel.

Súbito, el ganado empezó a remolinear, entre espantado choque de cornamentas, apretándose contra la valla del encierro, como vertiginosa marejada, con ímpetu arrollador. Alguna res quebróse el pecho contra la puerta y murió al instante, pisoteada por el tumulto. Los vigías empezaron a cantar, acudiendo con los caballos, y la torada se contuvo; mas pronto volvió a remecerse en aborrascadas ondas, crujió el tranquero, hubo berridos, empujones, cornadas. Y así como el derrumbe descuaja montes y rebota por el desfiladero satánico, rompió el grupo mugiente los troncos de la prisión y se derramó sobre la llanura, bajo la noche pávida, con un estruendo de cataclismo, con una convulsión de embravecido mar.

La peonada y el mujerío acudieron con lámparas, pidiendo socorro. Hasta Zubieta, siempre encerrado, averiguaba a gritos qué ocurría. Los perros persiguieron el barajuste, cloquearon las gallinas medrosas y los zamuros de la ceiba vecina hendieron la sombra con vuelos entorpecidos.

En los portillos de la corraleja quedaron aplastadas diez reses, y más lejos, cuatro caballos. Clarita vino con estos pormenores a encarecerme la reserva de nuestra complicidad.

Cuando coloqué en su antiguo sitio la piel de tigre, todavía retumbaba el desierto.

* * *

Al siguiente día me levanté después de los comentarios al suceso nocturno y de las bravatas del viejo, que disimulaba con blasfemias su regocijo interior:

—¡Maldita sea! Yo no tengo la culpa de que el ganao barajustara. Díganle al Barrera que vaya a cogerlo, si tiene bagajes pa remontá la gente. ¡Pero que me pague primero los cabayos que se malograron! ¡Maldita sea!

—El señó Barrera quié vení pa acá a discutí con usté lo de anoche.

—Aquí no puée acercarse, porque el guate anda armao y no quero más disgustos en mis propiedades.

—Se me pone —observaba uno— que jue la ánima del difunto Julián Hurtao la que se presentó en el corral, y por eso barajustó la toráa. Alguno de los veladores vio una figura blanca sobre la cerca del lao onde dicen que dejó el entierro.

—Puée ser verdá.

—Sí, porque la otra noche se nos apareció, con una linternita en la mano, por la oriya de la sabana, caminando sin pisar el suelo.

—¿Y por qué no le preguntaron, de parte de Dios, qué quería?

—Porque apagó la lucecita y casi quedamos privaos.

—Bandíos —rugió Zubieta—: Ustedes jueron entonces los que tuvieron cavando entre las raíces del algarrobo. ¡Ojalá los tope yo en esas vagabunderías pa echales bala!

Cuando salí al patio, había mucha gente reunida, pero Barrera no estaba allí. Dándolas de inocente, me asomé al corral, donde varios hombres descuartizaban los toros destripados.

—No valió —decía uno— que yo me le pusiera adelante al ganao, corriendo en estampía y cantándole en la oscuridá pa vé si lo apaciguaba. Fuí hasta muy lejos, y, gracias a mi potro, no morí atropeyao.

Momentos después, al regresar a la casa, vi que Clarita les vendía ron, en un coquillo labrado, a los de la junta. Había hombres desconocidos y debajo de los bayetones les cantaban los gallos. Quiénes discurrían cazando apuestas «a la tapada», o les afilaban las espuelas a los campeones, o con buches de aguardiente les rociaban el costado, alzándoles el ala. Patiamarrados con cordeles, escarbando el suelo, desafiábanse los rivales de plumajes vistosos y cuellos congestionados. Por fin Zubieta tomó un carbón y trazó en el piso del caney un círculo irregular. Colocóse en su asiento, recostándolo a una columna, frecuentó la botella y con áspera risotada propuso:

—¡Voy cien toretes al «requemao» contra el «canaguay»!

Clarita, detrás del grupo, movió la cabeza para indicarme que no apostara. Pero yo, con insolente arrogancia, avancé diciendo:

—¡Escojo el pollo y voy las doscientas cincuenta reses que le gané a los dados!

El viejo «se corrió».

Entonces le dijo un sujeto, apretando el puño:

—Eche diez toros contra las libras que hay aquí, o contra el resto que guardo en mi faja.

Zubieta tampoco aceptó. Pero el hombre replicaba porfiado:

—¡Mire, patrón, son «aguilitas» y «reinitas» pa su entierrito de la «topochera»!

—¡Mentís! Pero si el oro es legítimo, te lo cambio por monea papel.

—No «le jalo».

—Préstame una libra pa reconocerla.

Observóla el viejo por todas partes, con hambrientos ojos, palpó el grabado, hízole sonar y luego la llevó a los dientes. Satisfecho, gritó:

—¡Pago! ¡Ta ida la pelea contra el canaguay!

—Pero con la condición de que el tuerto Mauco se largue, porque puée rezarme el poyo.

—¡Yo qué rezo ni qué náa!

No obstante, lo hicieron salir del grupo refunfuñando, y lo encerraron en la cocina.

Los careadores levantaron los pollos, y chupándoles los espolones, se los frotaron luego con limón, a contentamiento del público. Presto, a la voz del juez de pelea, los enfrentaron dentro del círculo.

El gallero gritaba, agachado sobre el palenque:

—¡Hurra, poyito! ¡Al ojo, que es rojo; a la pierna que es tierna; al ala, que es rala; al pico, que es rico; al pescuezo, que es tieso; al codo, que es gordo; a la muerte, que es mi suerte!

Miráronse los contendores con ira, picoteando la arena, esponjando sobre el dorso rasurado y sanguíneo la gorguera de plumas tornasoladas y temblorosas. Con simultáneo revuelo, en azul resplandor, lancearon al vacío, por encima de sus cabezas, esquivas a la punzada y al aletazo. Rabiosos, entre el vocerío de los espectadores que ofrecían «gabelas», se acometieron una y otra vez, se cosían a puñaladas, se prendían jadeantes y donde agarraba el pico, entraba la espuela, con tesón homicida, entre el centelleo de los plumajes, entre el salpique de la sangre ardorosa, entre el ruido de las monedas en el estadio, entre la ovación palmoteada que hizo la gente cuando vio rodar al canaguay con el cráneo abierto, sacudiéndose bajo la pata del vencedor, que erguido sobre el moribundo, saludó a la victoria con un clarineo triunfal.

En ese momento palidecí: Franco pasó el tranquero, seguido de varios jinetes.

* * *

Zubieta no se impresionó menos al ver a los recién llegados. Arrastrando el paso les salió al encuentro:

—¿Y ustées, zamarras, pa ónde bueno caminan?

—Para aquí no más —dijo Franco, apeándose.

Y me abrazó con efusión.

—De mi rancho, ¿qué noticias me tienes? ¿Qué te pasó en el brazo?

—¡Nada! ¿Acaso no vienes de La Maporita?

—Salimos directamente de Tame; pero desde ayer le ordené al mulato Correa que extraviara hacia mi casa y se viniera contigo trayendo los cabayos. Este abrazo te lo manda don Rafael. Siguió su viaje sin complicaciones, gracias a Dios. ¿Dónde podemos desensiyar?

—Aquí, en el caney —rezongó Zubieta. Y les gritó a los jugadores—: ¡Váyanse lejos con su vagabundería, porque «menesteo» la ramáa!

Ellos, recogiendo sus gallos, salieron en dirección a los toldos, con jaleo de tiples y «maracas». Y los vaqueros desensillaron.

—¿Verdá que anoche hubo barajuste?

—¿Por qué lo dices?

—Desde esta mañana vimos partidas de ganado que corrían solas. Y pensamos: ¡o barajuste, o los indios! Pero ahora que pasamos por los corrales...

—¡Sí! Barrera me dejó ir al rodeo. No sé cómo remediará, sin cabayos...

—Nosotros nos comprometemos a cogerle las reses que quiera, según lo que él nos pague —repuso Franco.

—Yo no permito más correteos en mis sabanas, porque los bichos se «mañosean».

—Quería decir que como desde mañana empezamos la cogienda de los toros que negociamos...

—¡Yo no he firmao documento con nadie, ni recuerdo de trato ninguno!

Al repetir esto se golpeaba la pierna.

Cuando el viejo ocupó la hamaca, vino el gallero perdidoso y nos dijo:

—Dispensen que los interrumpa.

—Echáme pa acá las libras que te gané.

—De eso quería tratarle: al canaguay, lo volvieron loco, al canaguay le dieron quinina, porque desde ayer el tuerto Mauco mermó las píldoras en los toldos, y usté mismo las revolvió con granos de maíz. El señor Barrera quiso que yo apostara contra usté, a pesar de lo sucedío, pa probarle que tampoco hace juego legal y que no debe seguir desacreditándolo delante del señor Cova.

—Eso lo arreglarán después —interrumpió Franco, sacudiendo al amostazado vejete—. ¡Lo importante es que me aclare ahora mismo lo del negocio, porque usted se equivoca si piensa que puede jugar conmigo!

—Franquito, ¿venís a matarme?

—Vengo a coger el ganado que me vendió, y para eso traje vaqueros. ¡Lo cogeré, cueste lo que cueste! ¡Y si no, que nos yeve el Judas!

Los vaqueros, ganosos de nuevo espectáculo, se agruparon alrededor del chinchorro. Al verlos, exclamó Zubieta:

—Señores, sírvanme de testigos que me taba chanceando.

Y cadavérico, porque Franco tenía revólver, se volvió hacia mí con párpados húmedos:

—¡Guate, por Dios! ¡Yo te pago tus resecitas! ¡Franquito, no me hablés de ese modo, que me asustás!

El intruso, que presumía de leguleyo, sentenció:

—¡La legalidá es pa tóos! Páguele también al señor Barrera y quedamos en paz. El tá de salía pal Vichada, y usted es responsable de la demora y los perjuicios.

Con energúmena reprimenda estalló el anciano, colocándose entre Fidel y yo:

—¡Juyero, juyero! ¿No sabes quiénes tan aquí? ¿Querés que te saquemos a palos? ¿Por qué te mezclas con estos cabayeros, que son mis clientes y amigos queríos? ¡Decíle a tu Barrera que «no me sobe», porque éstos me hacen respetá!

Y, apoyándose en nuestros hombros, le asestó un puntapié.

* * *

Cuando Franco me vio la herida y le conté lo sucedido, cogió el winchester para desafiar a Barrera y salió corriendo. Clarita lo contuvo en el patio.

—¿Qué vas a hacer? Nosotros tomamos ya venganza —y le refirió lo del barajuste.

Al ver la decisión de aquel hombre leal que arriesgaba la vida por mí, sobrecogíme de remordimiento y quise confesarle lo sucedido en La Maporita para que me matara.

—Franco —le dije—. Yo no soy digno de tu amistad. ¡Yo le pegué a la niña Griselda!

Desconcertado, se ahogó en estas voces:

—¿Alguna falta que te cometió? ¿A tu señora? ¿A ti?

—¡No, no! Me emborraché y las ofendí a ambas, sin motivo alguno. ¡Hace ya siete días que las dejé solas! ¡Dispara contra mí esa carabina!

Tirándola al suelo, se echó en mis brazos:

—Tú debes tener razón, y si no tienes te la concedo.

Y nos separamos sin decir una palabra más.

Entonces Clarita me estrechó la mano:

—¿Por qué no me habías dicho que tienes señora?

—Porque de ella no debemos hablar los dos.

Quedóse pensativa, con la vista baja, volteando entre los dedos el cordón de una llave. Después me la ofreció, diciendo:

—¡Ahí te queda tu oro!

—Yo te lo regalé, y si no lo aceptas como obsequio, déjalo en pago de tus solicitudes durante mi enfermedad.

—¡Ojalá que te hubieras muerto!

La vi alejarse hacia la cocina, donde los músicos bebían «guarapo». Desde allí, para que yo la oyera, acentuó:

—¡Díganle a Barrera que siempre me voy con él!

Y, despechada, empezó a bailotear un «bunde», alzándose el traje más arriba de las rodillas, entre cuchufletas y palmoteos.

Mi corazón, libertado del peso de la inquietud, comenzó a latir ágilmente. Ya no me quedaba otra congoja que la de haber ofendido a Alicia, pero cuán dulce era el pensamiento de la reconciliación, que se anunciaba como aroma de sementera, como lontananza de amanecer. De todo nuestro pretérito sólo quedaría perdurable la huella de los pesares, porque el alma es como el tronco del árbol, que no guarda memoria de las floraciones pasadas sino de las heridas que le abrieron en la corteza. Pero, cuitados o dichosos, debíamos serlo en grado sumo, para que más tarde, si la fatalidad nos apartaba por diversos caminos, nos aproximara el recuerdo al hallar abrojos semejantes a los que un día nos sangraron, o perspectivas como las que otrora sonrieron, cuando teníamos la ilusión de que nos amábamos, de que nuestro amor era inmortal.

Hasta tuve deseos de confinarme para siempre en esas llanuras fascinadoras, viviendo con Alicia en una casa risueña, que levantaría con mis propias manos a la orilla de un caño de aguas opacas, o en cualquiera de aquellas colinas minúsculas y verdes donde hay un pozo glauco al lado de una palmera. Allí de tarde se congregarían los ganados, y yo, fumando en el umbral, como un patriarca primitivo de pecho suavizado por la melancolía de los paisajes, vería las puestas de sol en el horizonte remoto donde nace la noche; y libre ya de las vanas aspiraciones, del engaño de los triunfos efímeros, limitaría mis anhelos a cuidar de la zona que abarcaran mis ojos, al goce de las faenas campesinas, a mi consonancia con la soledad.

¿Para qué las ciudades? Quizá mi fuente de poesía estaba en el secreto de los bosques intactos, en la caricia de las auras, en el idioma desconocido de las cosas; en cantar lo que dice al peñón la onda que se despide, el arrebol a la ciénaga, la estrella a las inmensidades que guardan el silencio de Dios. Allí en esos campos soñé quedarme con Alicia, a envejecer entre la juventud de nuestros hijos, a declinar ante los soles nacientes, a sentir fatigados nuestros corazones entre la savia vigorosa de los vegetales centenarios, hasta que un día llorara yo sobre su cadáver, o ella sobre el mío.

* * *

Franco dispuso que yo no fuera a las sabanas porque podía gangrenarse mi brazo si se enconaba la cicatriz. Además, los potros escaseaban y era mejor destinarlos a los vaqueros reconocidos. Este razonamiento me llenó de amargura.

Salieron del hato quince jinetes a las dos de la madrugada, después de apurar el sorbo de café tinto tradicional. Al lado de las monturas, sobre el ijar derecho de las caballerías, colgaban en rollo las sogas llaneras, cuyo extremo se anudaba a la cola de cada trotón. Lucían los vaqueros sendos bayetones, extendidos sobre los muslos para defenderse del toro en los lances frecuentes, y al cinto portaban el dentado cuchillo para descornar. Franco me dio el revólver, pero colgó su winchester del borrén de la silla.

Volvió luego a rendirme el sueño. ¡Ah, si hubiera sentido lo que entonces debió pasar!

A poco de salir el sol, llegó el mulato Correa, trayendo reatados los caballos de don Rafael. Le salí al encuentro, por delante de los toldos, y vi que Barrera estaba afeitándose. Clarita, sentada sobre un baúl, le sostenía el espejo con las manos. Sin contestarles el saludo, me puse al estribo del mulato y entramos en la corraleja.

—¿Viste a Alicia, qué recado me traes?

—Con eya no pude verme porque taba yorando encerráa. La niña Griselda les mandó esta maleta de ropa, será pa que se le presenten mudaos. A tóo momento se asoma, a vé si ustedes yegan. Taba arreglando petacas y dijo que hoy se venían pa acá.

Esta noticia me tornó jovial. ¡Por fin mi compañera vendría a buscarme!

—¿Y llegarán en la curiara?

—La patrona hizo dejá tres cabayos.

—¿Y te preguntaron por mí?

—Mi mamá me dijo que usté le iba a yená al hombre la cabeza de cuentos.

—¿Y sabían lo de mi brazo?

—¿Qué le pasó? ¿Lo tumbó alguna bestia?

—Una heridita, pero ya estoy bien.

—¿Y ónde me tiene mi «morocha»?

—¿Tu escopeta? Debe estar con mi montura en los toldos. Vete a reclamarla.

Al quedar solo, una duda lancinante me conmovió: ¿Barrera habría vuelto a La Maporita? Yo lo hacía vigilar por Mauco a mañana y noche: ¿pero el tuerto me diría la verdad? Y pensé: puesto que Barrera se acicala, ha sabido ya que Alicia llega. Tal vez sí, tal vez no.

Pero Alicia sabría conducirse. Además, aquel hombre me tenía miedo. ¿Por qué no lo apartaba de mi pensamiento para hundirme en el augurio de la visita feliz? Si Alicia me buscaba, era obedeciendo al amor, y vendría a reconquistarme, a hacerme suyo para siempre, entre azorada y puntillosa. Con agravado acento, con tono de reconvención, me reprocharía mis faltas; y para hacérmelas mayores se ayudaría de aquel gesto inolvidable y habitual con que sellaba su boca, contrayendo los labios para llenar de gracia los hoyuelos de las mejillas. Y queriendo perdonar, me repetiría que era imposible el perdón, aunque la enmienda superara al propósito y a la súplica.

Por mi parte, pondría también en juego mi habilidad para retardarle el instante del beso gemebundo y conciliador. Desde la orilla del caño le alargaría la mano ceremoniosa para que saliera de la curiara, cuidando de que advirtiera el cabestrillo de mi brazo enfermo, y negándome después a la urgencia de sus preguntas:

—¿Estás herido? ¿Estás herido?

—No es nada grave, señora. ¡Me apena tu palidez!

Lo mismo haría al acercármele a su caballo, si venían por tierra.

Pensé exhibírmele cual no me vio entonces: con cierto descuido en el traje, los cabellos revueltos, el rostro ensombrecido de barba, aparentando el porte de un macho almizcloso y trabajador. Aunque Mauco solía desollarme la cara con su navaja de tajar correas, tomé la resolución de no ocuparlo aquel día para distinguirme de mi rival.

¡Decidí luego irme del hato, sin esperar a las mujeres, y aparecer más tarde confundido con los vaqueros, trayendo a la cola del potrejón algún toro iracundo, que me persiguiera bufando y me echara a tierra la cabalgadura, para que Alicia, desfallecida de pánico, me viera rendirlo con el bayetón y mancornarlo de un solo coleo, entre el anhelar de la peonada atónita!

El mulato volvió de los toldos con arma y montura.

—El señó Barrera quedó apenaísimo. Que no sabía que estas cosas taban ayá. Les entendí que mandarían gente a cogé los bichos dispersaos.

—Te prohíbo esa compañía. Si no quieres ir solo, iré contigo.

—¿Onde le dijeron que anochecían?

—En Matanegra.

—Pero don Fidel me indicó la vega del Pauto. Me voy porque me coge la noche y se me riega la brigáa.

—Guarda esa ropa en aquel cuarto y tráeme la carabina. Vamos a cualquier parte. Yo te acompañaré.

Fui a la cocina a despedirme de Zubieta. Llamélo varias veces. Nadie respondió.

* * *

Cuando íbamos tan distantes del hato que sólo se advertían los airones de sus palmeras, el mulato se desmontó a cargar la escopeta.

—Siempre es bueno andá prevenío. Pólvora poca y munición hasta la boca.

—¿A qué obedece tu precaución?

—Puée alcanzarnos la gente del hombre. Por eso repetí que íbamos a la vega del Pauto, pa que lo oyeran los «mucharejos» que componían las puertas del corral. Ora cogemos ponde dijo usté.

Habríamos caminado tres leguas más, cuando volvió a apartarme del pensamiento de Alicia.

—Yo quiero consultarle mi caso, y perdone. La Clarita «me ha puesto el ojo».

—¿Estás enamorado de ella?

—Ésa es la consulta. Hace quince días me echó este floreo: «¡Qué negrito tan bien jormao! ¡Ansina me provoca uno!».

—¿Y qué respondiste?

—Me dio vergüenza...

—¿Y después?

—Eso también va con la consulta: me propuso que colgáramos al viejo Zubieta y nos juyéramos pa lejos.

—¿Y por qué? ¿Cómo? ¿Para que?

—Pa que diga ónde timé el oro enterrao.

—¡Imposible! ¡Imposible! Ésa es una sugestión de Barrera.

—Cabalmente, porque él me dijo después: «Si este mulatito se vistiera bien, cómo quedara de plantao y qué mujeres las que topara. Yo sé de una personita que lo quere mucho».

—¿Y qué respondiste?

—«¡Esa personita con usté duerme!». Ansina se las eché, pero el maldito no se ofende por náa. Se puso a desbarré contra Zubieta, diciendo que no le pagaba al zambaje su trabajo; y que cuando se le ocurría darle a uno alguito, sacaba los daos pa descamisarlo al juego. Y ésa sí es la verdá.

Como me iba sofocando el calor, le ordené al mulato que me llevara a algún estero donde pudiera saciar la sed.

—Puaquí no topamos agua en ninguna parte. Onde hay un «jagüey» famoso es al lao de aqueyos médanos.

Empezamos a atravesar unos terrenales inmensos, de tierra tan reseca y endurecida, que limaba los cascos de las cabalgaduras. Y era necesario avanzar por allí, pues zurales laberínticos extendían a los lados sus redes de acequias exhaustas, conocidas sólo del tigre y de la serpiente.

El bebedero era una poceta de agua salobre y turbia, espesa como jarabe, ensuciada por los cuadrúpedos de la región. Al verla, sentí repugnancia instintiva, pero Correa me sedujo con el ejemplo. Agachóse sobre el estribo y de entre las patas de los caballos sitibundos sacó su cuerno rebosante.

—Tápelo con el pañuelo pa que le sirva de cedazo.

Así lo hice varias veces, sacudiendo los animalillos que hervían pegados en el revés de la tela húmeda.

—Blanco, puaquí anda gente forastera. Aquí ta el rastro de una mula herráa, y eso no es de ley en estas sabanas, onde no hay piedra.

El mulato tenía razón, porque a poco trecho del pozo columbramos dos puntos que se movían a distancia.

—Ésas son personas que andan perdías.

—Parece más bien ganado.

—Le apuesto a que son racionales.

Probablemente nos habrían visto, porque se enderezaron hacia nosotros. Ya percibíamos el paraguas rojo del que venía adelante, afligiendo a la mula con los estribos, envueltos en una sábana enorme, a la manera de las matronas rurales. Los esperamos bajo un moriche de egoísta sombra, con curiosidad y recelo.

Mientras Correa remudaba los bagajes, llegaron los sujetos desconocidos, saludándonos a grandes voces:

—¡Favor a la justicia, que anda extraviada!

—Ora y siempre —respondió el mulato ingenuo.

—Muéstrenos el camino de Hato Grande. Este doctor es Juez de Orocué, y yo su secretario interino, por añadidura, baquiano.

Al oírlo le averigüé si ese funcionario era el que firmaba José Isabel Rincón Hernández; e hice esta pregunta porque de tal yo sabía que de peoncejo de carretera ascendió a músico de banda municipal y luego a Juez del Circuito de Casanare, donde sus abusos lo hacían célebre.

—¡Sí! —respondió el emparaguado—. Yo soy el doctor y éste que les habla es un simple escribiente.

El tísico rostro del señor Juez era bilioso como sus espejuelos de celuloide y repulsivo como sus dientes llenos de sarro. Simiescamente risible, apoyaba en el hombro el quitasol para enjugarse el pescuezo con una toalla, maldiciendo los deberes de la justicia que le imponía tantos sacrificios, como el de viajar mal montado por tierras salvajes, en inevitable comercio con gentes ignorantes y mal nacidas, dándose al riesgo de los indios y de las fieras.

—Llévennos ahora mismo —ordenó con acento declamador revolviendo el «mulengue»— al hato infernal donde un tal Cova comete crímenes cotidianos; donde mi amigo, el potentado Barrera, corre serios peligros de vida y hacienda; donde el prófugo Franco abusa de mi criterio tolerante, que sólo le exige conducta correcta y nada más. ¡Pónganse ustedes incondicionalmente al servicio de la justicia, y cámbiennos estas bestias por otras mejores!

—Se equivoca usted, señor, tanto en sus conceptos como en el camino que busca. Ni el hato queda por ahí, ni las personas que nombra son todas como usted piensa, ni mis caballos bienes mostrencos.

—Sepa usted, irrespetuoso joven —replicóme airado—, que por celo plausible nos aventuramos solos en estas pampas. El mensajero que me envió Zubieta clamando auxilio contra Barrera, fue seguido por otro de éste, para exigir caución al facineroso Cova. Venimos a dispensar garantías, y ustedes se favorecen también con ellas, porque la justicia es como el cielo, que nos cubre a todos. Y si es verdad que el empíreo nos cobija de balde, no es menos cierto que las relaciones de los humanos hacen necesario el sostenimiento unánime del bien común. Toda contribución es legal y pertenece al derecho público. Si no quieren ustedes servir de guías, entréguenme una cuota equivalente a lo que un baquiano de buena voluntad pidiera por su servicio.

—¿Nos decreta usted una multa?

—¡Irrevocable, sin apelación! —confirmó el secretario—. Considere que ahora no nos pagan los sueldos.

—Pues miren ustedes —repuse maleante— el hato está cerca y nosotros vamos para Carozal. Descabecen aquella sabana, orillen luego la mata de monte, crucen el caño, «déjense ir» por el esterón, y desde allí divisarán la casa antes de media hora.

—¿Oyes? —regañó el juez—. ¡Lo que yo te decía! Tú me hiciste asolear por aquí, por rutas desacostumbradas, por pajonales trágicos, defraudando tus obligaciones de conocer. ¡Te impongo una multa de cinco pesos!

Y después de reducirnos la nuestra al suministro de tabaco y fósforo, entraron en el horizonte, con rumbo contrario.

* * *

Correa me aclaró algunos detalles relativos al embrollo de Franco en Arauca. Un joven llamado Helí Mesa, que «actualmente vivía como colono en el caño Caracarate», vino una vez a La Maporita, y mientras desyerbaban el «conuco», le relató los sucesos como testigo presencial. Franco era teniente de la guarnición, y estableció su casa lejos del cuartel, a la orilla del río. El capitán dio en perseguir a la niña Griselda, y, para cortejarla a su antojo, dejaba en servicio al subalterno.

Éste, enterado ya de los propósitos del jefe, abandonó el puesto una noche y corrió a su habitación. Nadie ha sabido qué pasaría a puerta cerrada. El capitán apareció con dos puñaladas en el pecho, y, debilitado por el desangre, murió de fiebres en la misma semana, después de hacerle declaraciones a la justicia, favorables al acusado.

Ni el hombre ni su mujer fueron perseguidos jamás, aunque desaparecieron la misma noche de la desgracia. Sólo el juez de Orocué les expedía motu proprio boletas de comparendo, equivalente a letras de cambio, pues el oro corría a hablar por ellos, con tan descarada costumbre, que ya las órdenes judiciales se limitaban a decir: «Manden lo de este mes».

En tanto que departíamos por la estepa, un cefirillo repentino y creciente empezó a alborotar las crines de los caballos y a retozar con nuestros sombreros. A poco, unas nubes endemoniadas se levantaron hacia el sol, devorando la luz, y un cañoneo subterráneo estremecía la tierra. Correa me advirtió que se avecinaba el chubasco, y abreviamos las planicies a galope tendido, arreando la brigada, suelta, para que se defendiese con libertad. Buscábamos el abrigo de los montes lontanos, y salimos a una llanada donde gemían las palmeras, zarandeadas por el brisote con tan poderosa insolencia que las hacía desaparecer del espacio, agachándolas sobre el suelo, para que barrieran el polvo de los pastizales crispados. En las rampas, con disciplinada premura congregábanse los rebaños, presididos por toros mugientes, de desviadas colas, que se imponían al vendaval agrupando a las hembras cobardes, y abriendo en contorno una brecha categórica y defensiva. Las aguas corrían al revés y las bandadas de patos volteaban en las alturas, cual hojas dispersas. Súbito, cerrando las lejanías entre cielo y tierra, descolgó sus telones el nublado, terrible, rasgado por centellas, aturdido por truenos, convulsionado por borrascas que venían empujando a la oscuridad.

El huracán fue tan furibundo que casi nos desgajaba de las monturas, y nuestros caballos detuviéronse, dando las grupas a la tormenta. Rápidamente nos desmontamos y, requiriendo los bayetones bajo el chaparrón, nos tendimos de pecho entre el pajonal. Oscurecióse el ámbito que nos separaba de las palmeras, y sólo veíamos una, de grueso tallo y luengas alas, que se erguía como la bandera del viento y zumbaba al chispear cual una yesca bajo el relámpago que la encendía; y era bello y aterrador el espectáculo de aquella palmera heroica, que agitaba alrededor del hendido tronco las fibras del penacho flamante y moría en su sitio, sin humillarse ni enmudecer.

Cuando pasó la tromba, advertimos que la brigada había desaparecido y cabalgamos para perseguirla. Calados, entre la ventolera procelosa, anduvimos leguas y leguas sin poder encontrarla, y caminando tras la nube que corría como negro muro, dimos con los peñones del desbordado Meta. Desde allí mirábamos hervir las revolucionadas ondas, en cuyos crestones mojábanse los rayos en culebreo implacable, mientras que los barrancos ribereños se desprendían con sus colonias de monte virgen, levantando altísimas columnas de agua. Y el estruendo de la caída era seguido por el traqueteo de los bejucos, hasta que al fin giraba el bosque en el oleaje, como la balsa del espanto.

Después, entre yerbales llovidos donde las palmeras iban enderezándose con miedo, proseguimos la busca de la bestiada, y ambulando siempre, cayó sobre nosotros la noche. Mohíno, trotaba en pos de Correa, al parpadeo de los postreros relámpagos, metiéndonos hasta la cincha en los inundados bajíos, cuando desde el comienzo de una ajarafe divisamos lejanas hogueras que parecían alegrar el monte. «¡Allí vivaquean nuestros compañeros, allí están!». Y alborozado, principié a gritarles.

—¡Por Dios, por Dios, cierre la boca que son indios!

Y otra vez nos alejamos por el desierto oscuro, donde comenzaban a himplar las panteras, sin resolvernos a descansar, sin abrigo, sin rumbo, hasta que la aurora tardía abrió su alcázar de oro a nuestra desfalleciente esperanza.

* * *

Apenas aclaró el día, vimos unos vaqueros que traían por delante la «madrina» de bueyes amaestrados, indispensable en toda faena, pues sirve para aquietar a los toros recién cogidos. Había salido el sol, y, sobre los grandes reflejos que extendía en la llanura, avanzaban las reses descopando la grama.

Entre los jinetes que nos saludaron no estaba Fidel, pero Correa los llamó por sus nombres, atropellándose en los detalles del repentino chubasco, de la desaparición de las bestias, del encuentro con los indígenas.

—Mano Ugenio, es la primera vez que me «embejuco» de noche en estas sabanas, y pa colmo, con este blanco tan resignao, que ni siquiera tiene los brazos güenos. Ya pensará que soy un zambo indecente.

—Eso nos pasa a tóos, mano Antuco: Yanero no bebe caldo ni pregunta por camino; pero con agua, trueno y relámpago no se puée garantizá.

—¿Y ustées andaban de «ojeo»? ¿Cómo les jué?

—Cochinamente. Nos alegramos de que yoviera y nos vinimos por la tardecita. Toa la noche velamos sin ver ninguna «punta» porque el ganao se asustó con la tronamenta, y no quiso dejá el monte. A la madrugáa salió una manchita de reses, pero no jué posible ojearla, aunque la madrina se portó rebién, convidándola con mugíos. Entonces resolvimos echarle los rangos encima, pa ve qué cogíamos: era puro «vacaje» viejo y se perdió la carrera. Tóos enlazamos sin provecho, menos aquel zambito del interió, que dejó esnucá el cabayo corriendo en la oscuridá. Por eso viene a pie, con la montura en las costiyas.

—Mano Tista, —gritó Correa—, venga, móntese en este potro que yo deseo desentumirme.

Porque no se creyera que me acoquinaban las fatigas, invoqué el recuerdo de Alicia para avivarme y dije:

—Mano Sidoro, ¿cuántas reses cogieron ayer a lazo?

—Como cincuenta. Pero por la tarde «burriaron» los pescozones y casi hay «vaina» entre Miyán y Fidel.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—Que Miyán se apareció con una gente a decí que menestaba los corrales de Matanegra, pa meté los toros del barajuste, porque venían a cogelos de nuevo. Franco no quiso responderle ni jota, pero cuando vio que habían traído perraje, «le mentó la mamá». Mientras tanto, los otros, que andan por cierto mal montaos, se asomaron a la madrina y dijeron que los «orejanos» que taban cogíos eran los mesmos que se le jueron a don Barrera, y querían quitarlos por la juerza. Entonces nos prendimos a «muecos» unos con otros, y Franco le tendió la carabina a Miyán.

—¿Y dónde echa soga la gente de Barrera?

—Unos se volvieron. Otros, andan por ahí, enmachetaos. Esto se pone feo. Y pa pior, ustées dejaron ir los cabayos.

—Lo malo no es eso —exclamó uno a quien nombraban mano Jobián—; lo grave es que el Juez tá en el hato, según dijeron. Como que lo toparon «embarbascao», y Miyán hizo que un vaquero lo encaminara hasta la vivienda. Y con la justicia no nos metamos, porque nos coge sin plata. Nosotros queremos irnos.

—¡Compañeros —repuse—, yo les responderé de que nada pasa!

—¿Y quién responde por usté, que es el que busca la autoridá?

* * *

Fidel no se amilanó por el contratiempo ni le hizo reprensiones al mulato; hasta se alegró de ver que mi brazo herido podía regir las riendas. Era de opinión que la brigada se había vuelto a los comedores acostumbrados y que en La Maporita la hallaríamos.

Lo noté reacio a referirme el altercado con Millán. «Esa discusión no vale un comino. Además, en esta sabana caben muchísimas sepulturas; el cuidado está en conseguir que otros hagan de muertos y nosotros de enterradores». Así dijo sonriente; pero recibió sobresaltado la noticia de que los vaqueros querían dejarnos solos. «De seguro se irán, porque todos tienen cuentas con la justicia, porque todos roban ganado».

—¿Y a qué hora seguirá la cogienda? —averigüéle, devorando el almuerzo de carne tostada, que cortaba yo mismo de la costilla chirriante al rescoldo.

—Sólo esperábamos la madrina. fue un error yevarla al Guanapalo, sabiendo que por ahí ganadean los indios y que los rodeos se enmontan por eyo. Pero en este banco hay dos mil «cachones» a cual mejor. Los cabayos resisten todavía dos carreras, o sean treinta toros cogidos, porque el jinete que pierde lazo paga multa.

—Y los enviados de Barrera, ¿dónde se hallan?

—Míralos: en aqueyos mogotes amanecieron. Esa gente no es del oficio, a excepción del Miyán, que «es una lanza» para el coleo. Ya les notifiqué personalmente que si el perraje me alborotaba la vaquería se encomendaran al diablo y le llevaran saludes nuestras, porque los mandaríamos al infierno.

Entretanto, los de la madrina encaminábanla llanura abajo, y la dejaron en un estero, pastoreada por varios rapaces. Al límite opuesto de un morichal veíanse puntas de toros pastando al descuido. Avanzamos abiertos en arcos para caerles como turbión, cuando oyéramos el grito de los caporales; pero las reses nos ventearon y corrieron hacia los montes, quedando sólo algún macho desafiador que empinaba la cornamenta para amedrentar a la cabalgata.

Entonces lanzáronse los caballos sobre el desbande, por encima de jarales y conejeras, con vertiginosa celeridad, y los fugitivos se fatigaron bajo el zumbido de las lazadas que abiertas cruzaban el viento para caerles en los «cachos». Y cada vaquero enlazó su toro, desviándose a la izquierda, para que saltara lejos de la montura el resto de la soga enrollada y el potro resistiera el tirón en la cola sin enredarse ni flaquear.

Brincaba en los matorrales la fiera indómita al sentirse cogida, y se aguijaba tras del jinete ladeando su media luna de puñales. Con frecuencia le empitonaba el rocín, que se enloquecía corcoveando para derribar al cabalgador sobre las astas enemigas. Entonces el bayetón prestaba ayuda: o caía extendido para que el toro lo corneara mientras el potro se contenía, o en manos del desmontado vaquero coloreaba como un capote, en suertes desconcertantes, sin espectadores ni aplausos, hasta que la res, coleada, cayera. Diestramente la maneaba, le hendía la nariz con el cuchillo y por allí le pasaba la soga, anudando las puntas a la crin trasera del potrajón, para que el vacuno quedara sujeto por la ternilla en el vibrante seno de la cuerda doble. Así era conducido a la madrina, y cuando en ella se incorporaba, volvíase el jinete sobre la grupa, soltaba un cabo del rejo brutal y lo hacía salir a tirones por la nariz atormentada y sangrante.

Montaba yo, alegremente, un caballito coral, apasionado por las distancias, que al ver a sus compañeros abalanzarse sobre la grey, disparóse a rienda tendida tras de ellos, con tan ágil violencia, que en un instante le pasó la llanura bajo los cascos. Adiestrado por la costumbre, dióse a perseguir a un toro barcino, y era de verse con qué pujanza le hacía sonar el freno sobre los lomos. Tiraba yo el lazo una y otra vez, con mano inexperta; mas, de repente, el bicho, revolviéndose contra mí, le hundió a la cabalgadura ambos cuernos en la verija. El jaco, desfondado, me descargó con rabioso golpe y huyó enredándose en las entrañas, hasta que el cornúpeto embravecido lo ultimó a pitonazos contra la tierra.

Advertidos del trance en que me veía, desbocáronse dos jinetes en mi demanda. Fugóse el animal por los terronales. Correa me dio su potro, y al salir desalado tras de Franco, vi que Millán, con emulador aceleramiento, tendía su caballo sobre la res; mas ésta, al inclinarse el hombre para colearla, lo enganchó con un cuerno por el oído de parte a parte, desgajólo de la montura, y llevándolo en alto como un pelele, abría con los muslos del infeliz una trocha profunda en el pajonal. Sorda la bestia a nuestro clamor, trotaba con el muerto de rastra, pero en horrible instante, pisándolo, le arrancó la cabeza de un golpe y, aventándola lejos, empezó a defender el mútilo tronco a pezuña y a cuerno, hasta que el winchester de Fidel, con doble balazo, le perforó la homicida testa. Gritamos auxilio y nadie venía; corrí a todas partes con la noticia y a nadie encontraba. Al fin topé unos vaqueros que tenían unidos caballo y toro a los extremos de cada soga. Al verme, las cortaron con sus cuchillos para acudir a mi llamamiento.

Y corríamos más pálidos que el cadáver.

* * *

Cuando llegamos al sitio de la tragedia, llevaban hacia el monte los despojos del victimado, en la hamaquilla de un bayetón sostenido por las cuatro puntas. Franco tenía la camisa llena de sangre y desfogaba a voces su agitación entre el grupo de peones silenciosos. El muerto yacía de espaldas sobre un moriche caído, y lo tenían cubierto con su propia ruana, en espera de la rigidez.

Entonces fuimos a buscar los restos de la cabeza entre las matujas atropelladas, y en parte ninguna los hallamos. Los perros, alrededor del toro yacente, le lamían la cornamenta.

A pleno sol regresamos al montezuelo. Correa, con una rama, le espantaba al muerto las moscas. Franco, en un esterito próximo, se limpiaba los cuajarones. Los compañeros de Millán hacían proyectos para bailar el «velorio».

—Lo que es yo —rezongaba uno—, tuviera agradecío si dende ayer se hubieran discogotao en nuestra presencia. Pero esto de decir que lo mató el toro, cuando oímos claramente los tiros, poco me suena. No había pa qué arrastrarlo y descabezarlo. Esa crueldá sí ofende a Dios.

—¿No sabe usted cómo fue la desgracia?

—Sí, señó. El asesino, el toro; el muerto, Miyán; los cómplices, nosotros, y los inocentes, ustées. ¡Por eso me voy adelante con el aviso, pa que abran el hoyo y alisten música y trago y corten la mortaja pa quen la merece! Así dijo, y mascullando amenazas, alejóse a escape.

Yo no quería ver al difunto. Sentía repugnancia al imaginar aquel cuerpo reventado, incompleto, lívido, que fue albergue de una alma enemiga y que mi mano castigó. Me perseguía el recuerdo de aquellos ojos colorados y rencorosos que me asaltaron por doquier, calculando si en mi cintura iba el revólver. Aquellos ojos, ¿dónde cayeron? ¿Colgarían de alguna breña, adheridos al frontal roto, vaciados, repulsivos, goteantes? ¿Qué sería de aquella cabeza obtusa, centro de la malicia, filtro de la venganza, cubil de la maldad y del odio? Yo la sentí crujir al choque del cuerno curvo, que le asomó por la sien opuesta, mientras el sombrero embarboquejado saltaba en el aire; la vi cuando el toro, desgarrándola de la cerviz, la proyectó hacia arriba, cual greñudo balón. ¿Y qué se hizo? ¿Dónde sangraba? ¿La enterraría la fiera con sus pezuñas, cuando defendiendo el cadáver, trilló el barzal?

Lentamente, el desfile mortuorio pasó ante mí: un hombre de a pie cabestreaba el caballo fúnebre, y los taciturnos jinetes venían detrás. Aunque el asco me fruncía la piel, rendí mis pupilas sobre el despojo. Atravesado en la montura, con el vientre al sol, iba el cuerpo decapitado, entreabriendo las yerbas con los dedos rígidos, como para agarrarlas por última vez. Tintineando en los calcañares desnudos, pendían las espuelas que nadie se acordó de quitar, y del lado opuesto, entre el paréntesis de los brazos, destilaba aguasangre el muñón del cuello, rico de nervios amarillosos, como raicillas recién arrancadas. La bóveda del cráneo y la mandíbula que la sigue faltaban allí, y solamente el maxilar inferior reía ladeado, como burlándose de nosotros. Y esa risa sin rostro y sin alma, sin labios que la corrigieran, sin ojos que la humanizaran, me pareció vengativa, torturadora y aun al través de los días que corren me repite su mueca desde ultratumba y me estremece de pavor.

* * *

Más tarde, cuando la comitiva empezó a fumar y la charla se hizo ruidosa, propuso Franco:

—Pues que será preciso suspender la cogienda, mientras se normaliza la situación, conviene regresar en busca de las cabayerías. Los vaqueros mejor montados, vengan acá; los otros yeven la madrina tras el muerto. Por ayá les caeremos al anochecer.

Sólo siete peones obedecieron. Antes de abandonar a los remisos, le rogué a un muchacho adelantarse con noticias nuestras, para prevenir el ánimo de Alicia cuando divisara el cortejo, que en aquel minuto entraba en el morichal de la lejanía, como entre las columnatas de una basílica descubierta. Los bueyes del madrineo alargaban la procesión.

Aunque el mulato me señalaba las sabanetas donde anochecíamos la víspera, fuéme imposible reconocerlas, por su semejanza con las demás; pero advertía el rastro del ventarrón en el desgreño de los ramajes, en los fulminados troncos de algunas palmeras, en el desgonce de los pastos vencidos. En tanto, el recuerdo del mutilado me acompañaba; y con angustia jamás padecida quise huir del llano bravío, donde se respira un calor guerrero y la muerte cabalga a la grupa de los cuartagos. Aquel ambiente de pesadilla me enflaquecía el corazón, y era preciso volver a las tierras civilizadas, al remanso de la molicie, al ensueño y a la quietud.

Destemplado por la zozobra, me atrasé de mis camaradas cuando nos alcanzaron los perros. De repente, la aulladora jauría, con la nariz en alto, circundó el perímetro de una laguna disimulada por elevados juncos. Mientras los jinetes corrían haciendo fuego, vi que una tropa de indios se dispersaba entre la maleza, fugándose en cuatro pies, con tan acelerada «vaquía», que apenas se adivinaba su derrotero por el temblor de los pajonales. Sin gritos ni lamentos las mujeres se dejaban asesinar, y el varón que pretendiera vibrar el arco, caía bajo las balas, apedazado por los colosos. Mas con repentina resolución surgieron indígenas de todas partes y cerraron con los potros para desjarretarlos a macana y vencer cuerpo a cuerpo a los jinetes. Diezmados en las primeras arremetidas, desbandáronse a la carrera en larga competencia con los caballos, hasta refugiarse en intrincados montes.

—¡Aquí Dólar, aquí Martel! —gritaba yo de estampía, defendiendo a un indio veloz que desconcertaba con sus corvetas a dos perros feroces. Siguiéndolo siempre, paralelo a las curvas que describía, lo vi desandar la misma huella, gateando mañosamente, sin abandonar su sarta de pescados. Al toparme, se enmatorró, y yo, receloso de sus arrestos, paré las riendas. Mas, de rodillas, abrió los brazos:

—¡Señor Intendente, señor Intendente! ¡Yo soy el Pipa! ¡Piedad de mí!

Y sin esperar que le respondiera, miedoso de la perrada, saltó a la grupa de mi alazán, abrazándome compungido:

—¡Perdón, perdón! ¡Ahora le refiero lo del caballo!

Creyendo que el cuitado me maltrataba, acudieron los hombres en mi socorro y Correa lo tiró al suelo de un culatazo; pero más se tardó en caer que en encaramarse de nuevo, exclamando:

—¡Nosotros somos amigos! ¡Yo soy el paje de la señora!

—Miren a este come–ganao, capitán de la «guajibera», salteador de las fundaciones, a quien tantas veces hemos corrío. ¡Ora me las pagás de contao!

—¡Caballero, no se equivoque, no se precipite, no me confunda; fue que los indios me aprehendieron, me «empelotaron» y el señor Intendente me libertó! ¡Él me conoce mucho, y su señora me necesita!

Como todos le achacaban los incendios en el Hatico, fingía llorar a mares, consternado por la calumnia. Luego, aferrándose a mis cuadriles, alzó sus piernas sobre las mías para que los perros no lo mordieran, simulando vergüenza de verse desnudo. Y yo, que pasé de la sorpresa a la caridad, lo conduje en ancas con rumbo al hato, entre la protesta de mis compañeros, que lo amenazaban con la castración en represalia de sus fechorías.

* * *

Apenas recobró la confianza, inició el cautivo su mendoso discurso, que interrumpía para pedirme que les ordenara a los vaqueros adelantarse.

—¡No lo hago por mí —decía—, sino por usted: se les puede salir un tiro y nos atraviesan las espaldas!

Luego, en el tono del amante que convence al oído, agregó:

—¿Cómo iba a ser posible que el señor Intendente llegara a su capital sin que le hicieran digno recibimiento? Estas minucias me desvelaban aquella noche, y monté en su caballo para llevar la noticia al pueblo, tan decidido a regresar pronto, que le dejé a usted mi yegua enjalmada. Pero al saber las tropelías que iban a cometerle por la traída de la señora, eché cabeza de este modo: Si lo encarcelan, nadie me libra de mi padrino; si le registran el equipaje, se quedan con todo; el caballo vale más que la potranca, pero ambos a dos se los quitarán, y es preferible que yo dé mi trotadita por Casanare y regrese al fin del verano a devolver todo, rango y montura. Mas al bajar por estas sabanas, me atajaron los vaqueros de un tal Barrera diciendo que yo andaba tras del ganado, y querían llevarme preso para el Hatico, y me robaron hasta el sombrero, y, por quedar a pie, me cautivaron los guahibos. Pero olvidaba preguntarle por la señora. ¿Cómo la tiene?

En cualquiera otra situación me habría divertido la pintoresca trama de sus disculpas; pero entonces, casi al anochecer, sólo quería alcanzar al muerto para impedir que Alicia lo viera.

Por las llanuras, a media luz, iban dos jinetes a paso lento.

Cuando los alcanzamos, sus caras no se distinguían, pero Franco los reconoció:

—¿Por dónde siguen los del cadáver?

—Los caporales resolvieron tirarlo al caño, porque no se aguantaba la «jedentina». Después se jueron a sus tierras, pues no querían trabajar más.

—Nosotros tampoco los acompañaremos —advirtieron unos.

—A mí no me gustan los sinvergüenzas, y prefiero quedar solo. El que quiera sus jornales, véngase conmigo.

Ellos pronunciaron esta gran frase:

—«Nosotros preferimos la libertá».

—¿Pa qué lao cogieron los camaráas?

—Pa la costa del Guachita.

—¡Adió, pué!

Y galoparon ante la noche.

Los cuatro restantes caminamos a toda prisa en busca del hato semiborroso, donde hacía guiños una candela. Aunque el Pipa clamaba amparo, lo forcé a que se apeara. Y zaguero, como oscuro fantasma, nos perseguía en la sobretarde.

* * *

Raro temor me escalofriaba cuando nos acercamos a los corrales. Desde allí percibimos que la ramada estaba en silencio y que un gran fogón esclarecía el patio. Miré hacia los toldos y ya no los vi. Con súbita carrera llegué al tranquero, y el potro, encandilado, se resistía a invadir la estancia. Mauco y unas mujeres acudieron.

—¡Por Dios! ¡Váyanse presto, que los cogen!

—¿Qué pasa? ¿Dónde está Alicia? ¿Dónde está Alicia?

—El viejo Zubieta duerme enterrao y tamos consolándonos con la candela.

—¿Qué ha sucedido? ¡Dilo pronto!

—Que esa «voláa» les salió mal.

Hubo que amenazarlo para que informara; se había cometido un crimen la víspera. Viendo que Zubieta no se levantaba, desquiciaron la puerta de la cocina. Colgado por las muñecas en el lazo del chinchorro, balanceábase el vejete, vivo todavía, sin quejarse ni articular, porque en la raíz de la lengua le amarraron un cáñamo. Barrera no quiso verlo; mas cuando el juez llegó al hato, hizo contra nosotros imputaciones tremendas. Juró que en días anteriores habíamos amenazado al abuelo para que revelara el escondrijo de sus tesoros; que esa noche, apenas la gente se fue a los toldos a embriagarse, penetramos por la cumbrera y cometimos la atrocidad, distribuidos en grupos, para cavar simultáneamente en la topochera, en el cuartucho, en los corrales. El juez hizo firmar a todos la consabida declaración y regresó esa misma tarde, custodiado por Barrera y su personal, y el occiso fue sepultado en una de aquellas excavaciones, bajo el mango grande, quizás encima de las tinajas de morrocotas, sin ponerle alpargatas nuevas, sin que le ajustaran las quijadas con un pañuelo, ni le rezaran el Santo Dios, ni le bailaran las nueve noches. Y para mayor desgracia, tenían que cuidar ellos de que los marranos no revolcaran la sepultura, pues ya una vez habían desenterrado un brazo del muerto y se lo tragaron entre horribles gruñidos.

Tan aturdido estaba yo con tal historia, que no había reparado en que una de las mujeres era Bastiana. Al verla le grité con pávido acento:

—¿Dónde está Alicia? ¿Dónde está mi Alicia?

—¡Se jueron! ¡Se jueron y nos dejaron!

—¿Alicia? ¿Alicia? ¿Qué estás diciendo?

—¡Se la yevó la niña Griselda!

Apoyando en el tranquero los codos, comencé a llorar con llanto fácil, sin sollozos ni contorsiones; era que la fuente de la desgracia, vertiéndose de mis ojos, me aliviaba el corazón de tan desconocida manera, que permanecí un momento insensible a todo. Miré con cara aflictiva a mis compañeros, sin sentir pudor por mis lágrimas, y los veía consolarme como en un sueño. Allí me rodearon todos, el Pipa se había apropiado uno de mis vestidos, las mujeres asaban carne y Franco exigía que me acostara. Mas al decirme que Alicia y Griselda eran dos vagabundas y que con otras mejores las reemplazaríamos, estalló mi despecho como un volcán, y saltando al potro, partí enloquecido para darles alcance y muerte. Y en el vértigo del escape me parecía ver a Barrera, descabezado como Millán, prendido por los talones a la cola de mi corcel, dispersando miembros en las malezas, hasta que, atomizado, se extinguía entre el polvo de los desiertos.

Tan cegado iba por la iracundia, que sólo tarde advertí que galopaba tras de Franco y que íbamos llegando a La Maporita. ¡Era verdad que Alicia no estaba allí! En la hamaca de mi rival se tendería libidinosa, mientras que yo, desesperado, desvelaba a gritos la inmensidad.

Entonces fue cuando Franco le prendió fuego a su propia casa.

* * *

La lengua del fósforo hizo vibrar los flecos de la «palmicha», abriéndose en ola sonante que llenó la comarca de resplandores cárdenos. Al momento el platanal, chamuscado, aflojó las hojas y las chispas multiplicaron el estrago en la cocina y el caney. A la manera de la víbora mapanare, que vuelve los colmillos contra la cola, la llamarada se retorcía sobre sí misma, ahumando la limpidez de la noche, y empezó a disparar bombas en la llanura, donde el viento —aliado luciferino— le prestó sus alas a la candela.

Nuestros caballos, espantados, retrocedieron hacia el caño de aguas bermejas, y desde allí vi desplomarse la morada que brindó abrigo a mis sueños de riqueza y paternidad. Entre los muros de la alcoba que fue de Alicia se columpiaba el fuego como una cuna.

Idiotizado contemplaba el piélago asolador sin darme cuenta del peligro; mas cuando vi que Franco se alejaba de aquellos lares maldiciendo la vida, clamé que nos arrojáramos a las llamas. Alarmado por mi demencia, recordóme que era preciso perseguir a las fugitivas hasta vengar la ofensa increíble. Y corriendo, corriendo entre claridades desmesuradas, observamos que la casa del hato ardía también y que la gente daba alaridos en los montes.

La calurosa devastación campeaba en los pajonales de ambas orillas, culebreando en los bejuqueros, trepándose a los moriches, y reventándolos con retumbos de pirotecnia. Saltaban cohetes llameantes a grandes trechos, hurtándole combustible a la línea de retaguardia, que tendía hacia atrás sus melenas de humo, ávida de abarcar los límites de la tierra y batir sus confalones flamígeros en las nubes. La devoradora falange iba dejando fogatas en los llanos ennegrecidos, sobre cuerpos de animales achicharrados, y en toda la curva del horizonte los troncos de las palmeras ardían como cirios enormes.

El tranquido de los arbustos, el ululante coro de las sierpes y de las fieras, el tropel de los ganados pavóricos, el amargo olor a carnes quemadas, agasajáronme la soberbia; y sentí deleite por todo lo que moría a la zaga de mi ilusión, por ese océano purpúreo que me arrojaba contra la selva, aislándome del mundo que conocí, por el incendio que extendía su ceniza sobre mis pasos.

¿Qué restaba de mis esfuerzos, de mi ideal y mi ambición? ¿Qué había logrado mi perseverancia contra la suerte? ¡Dios me desamparaba y el amor huía!...

¡En medio de las llamas empecé a reír como Satanás!