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La vorágine/Segunda parte

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Segunda Parte

¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? ¿Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, por qué no tiemblan en tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando al través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpura las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y sólo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos!

Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturosos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea raquítica, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.

¡Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras, formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad! ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vista no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejeo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine, para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza, diosa implacable que sólo sonríe sobre las tumbas!

* * *

Olvidada sea la época miserable en que vagamos por el desierto en cuadrilla prófuga, como salteadores. Sindicados de un crimen ajeno, desafiamos a la injusticia y erguimos la enseña de la rebelión. ¿Quién osó desafiar el rencor bárbaro en mi pecho? ¿Quién habría podido amansarnos? Las sendas múltiples de la pampa quedaron chafadas en aquellos días al galope de nuestros potros, y no hubo noche en que no prendiéramos en distinto paraje la fugitiva llamarada del vivac.

Después, bajo moriches inextricables, improvisamos un refugio. Allí amontonábanse los enseres que Mauco y Tiana salvaron de la ignición, y que pusieron en nuestras manos antes de irse a Orocué, en misión de espionaje. Mas no sabíamos qué suerte hubieran corrido. Fidel y el mulato, el Pipa y yo, nos turnábamos cada día en atalayar sobre una palmera la presencia de alguna gente en el horizonte o el triángulo de humo, convenido como señal.

¡Nadie nos buscaba ni perseguía! ¡Nos habían olvidado todos!

Yo no era más que un residuo humano de fiebres y pesares. De noche, el hambre nos desvelaba como un vampiro, y porque ya venían las lluvias, concertamos la dispersión para asilarnos luego en Venezuela. Pensé entonces que don Rafo vendría de regreso a La Maporita, y que con él podríamos volver a Bogotá. Muchos días lo esperábamos en las llanuras aledañas a Tame. Mas apenas declaró Franco que continuaría su vida nómade, no por recelo de la justicia ordinaria, sino por el peligro de que algún Consejo de Guerra lo castigara como a desertor, desistí de la idea del viaje para mancomunarnos en el destierro y afrontar vicisitudes iguales, ya que una misma desventura nos había unido y no teníamos otro futuro que el fracaso en cualquier país.

Y nos decidimos por el Vichada.

El Pipa nos condujo a los platanares silvestres de Macuana, sobre la margen del túrbido Meta, después de la desembocadura del Guanapalo. Moraba en esos montes una tribu guahiba, semidomada, que convino en acogernos a condición de que acogiéramos el «guayuco», respetáramos a las «pollonas» y les ordenáramos a los winchester «no echar truenos».

Aparecióse una tarde el Pipa con cinco indígenas, que se resistían a acercarse mientras no amarráramos los dogos. Acurrucados en la maleza, erguíanse para observarnos, listos a fugarse al menor desliz, por lo cual el ladino intérprete fue conduciéndoles de la mano hasta nuestro grupo, donde recibían el advertido abrazo de paz con esta frase protocolaria: «Cuñao, yo queriéndote mucho, perro no haciendo nada, corazón contento».

Todos eran fornidos y jóvenes, de achocolatado cutis y hercúleas espaldas, cuya membratura se estremecía temerosa de los fusiles. Arcos y aljabas habíanlos dejado entre la canoa, que iba a mecernos sobre las aguas desconocidas de un río salvaje, hacia refugios recónditos y temibles, adonde un fátum implacable nos expatriaba, sin otro delito que el de ser rebeldes, sin otra mengua que la de ser infortunados.

Había llegado el momento de licenciar nuestros caballos, que nos dieron apoyo en la adversidad. Ellos recobraban la pampa virgen y nosotros perdíamos lo que gozosos recuperaban, la zona donde sufrimos y batallamos inútilmente, comprometiendo la esperanza y la juventud. Cuando mi alazán sudoroso se sacudió, libre de la montura, y galopó con relinchos trémulos en busca del bebedero lejano, me sentí indefenso y solo, y copié en mis ojos tristes el confín, con la amargura del condenado a muerte que se resigna al sacrificio y ve sobre los paisajes de su niñez arrebolarse el último sol.

Al descender el barranco que nos separaba de la curiara, torné la cabeza hacia el límite de los llanos, perdidos en una nébula dulce, donde las palmeras me despedían. Aquellas inmensidades me hirieron, y, no obstante, quería abrazarlas. Ellas fueron decisivas en mi existencia y se injertaron en mi ser. Comprendo que en el instante de mi agonía se borrarán de mis pupilas vidriosas las imágenes más leales; pero en la atmósfera sempiterna por donde ascienda mi espíritu aleteando, estarán presentes las medias tintas de esos crepúsculos cariñosos, que, con sus pinceladas de ópalo y rosa, me indicaron ya sobre el cielo amigo la senda que sigue el alma hacia la suprema constelación.

* * *

La curiara, como un ataúd flotante, siguió aguas abajo, a la hora en que la tarde alarga las sombras. Desde el dorso de la corriente columbrábanse las márgenes paralelas, de sombría vegetación y de plagas hostiles. Aquel río, sin ondulaciones, sin espumas, era mudo, tétricamente mudo como el presagio, y daba la impresión de un camino oscuro que se moviera hacia el vórtice de la nada.

Mientras proseguíamos silenciosos principió a lamentarse la tierra por el hundimiento del sol, cuya vislumbre palidecía sobre las playas. Los más ligeros ruidos repercutieron en mi ser, consustanciado a tal punto con el ambiente, que era mi propia alma la que gemía, y mi tristeza la que, a semejanza de un lente opaco, apenumbraba todas las cosas. Sobre el panorama crepuscular fuese ampliando mi desconsuelo, como la noche, y lentamente una misma sombra borró los perfiles del bosque estático, la línea del agua inmóvil, las siluetas de los remeros...

Desembarcamos al comienzo de una barranca, suavizada por escalones que descendían al puerto, en cuyo remanso se agrupaban unas canoas. Por un sendero lleno de barro que se perdía entre el gramalote salimos a una plazuela de árboles derribados, donde nos aguardaba el rancho pajizo, tan solitario en aquel momento, que vacilábamos en ocuparlo, sospechosos de alguna emboscada. El Pipa alegaba con los nativos que a semejante vivienda nos condujeron, y nos transmitía la traducción de la jerigonza, según la cual los de la ramada se dispersaron al ver los mastines. Los bogas me pedían permiso para dormir entre las curiaras.

Y cuando se fueron, Fidel le ordenó a Correa que se acostara con el Pipa en la barbacoa, por si intentaba traicionarnos esa noche; les quitó los collares a los perros, y, a oscuras, les mudó el sitio a nuestras hamacas.

Ofreciéndole mi costado a la carabina, me entregué al sueño.

* * *

El Pipa solía hacerme protestas de adhesión incondicional, y acabó por relatarme la pavorosa serie de sus andanzas. Su mano sabía disparar la barbada flecha en cuya punta iba ardiendo la pelota de «peramán», que cruzaba el aire como un cometa, con el aullido de la consternación y del incendio.

Muchas veces, para librarse del enemigo, se aplanó en el fondo de las lagunas como un caimán, y emergía sigiloso entre los juncales para renovar la respiración; y si los perros le nadaban sobre la cabeza, buscándolo, los destripaba y consumía, sin que los vaqueros pudieran ver otra cosa que el chapoteo de algunos juncos en el apartado centro de los charcones.

Adolescente apenas, vino a los llanos cuando estaba en su auge el hato de San Emigdio, y allí sirvió de «coquis» varios meses. Trabajaba todo el día con los llaneros, y por la noche agregábase a sus fatigas la de acopiar la leña y el agua, prender el fuego y asar carne. De madrugada lo despertaban los caporales a puntapiés, para que recociera el café cerrero; y tras de tomarlo, se iban sin ayudarle a ensillar la mañosa bestia ni decirle hacia qué banco se dirigían. Y él, llevando del cabestro la mula de los calderos y los víveres, trotaba por las estepas oscurecidas, poniendo oído a las voces de los jinetes, hasta orientarse y seguir con ellos.

Para colmo, la cocinera de la ramada le exigía cooperar en sus menesteres, y él, tiznado y humilde como un guiñapo, se resignaba a su situación. Más de una vez, al vaciar el «cocido» en la barbacoa, sobre las hojas frescas que servían de manteles, atropáronse los peones con la presteza de buitres hambrientos, y él tendió, como todos, las desaseadas manos a la carne para trinchar algún trozo con su «belduque». El «arrimado» de la maritornes, un abuelote de empaque torvo, que lo celaba estúpidamente y que ya lo había vapuleado con el cinturón, comenzó a vociferar, masticando, porque no se repetía presto la calderada. Como el coquis no se afanó por obedecerle, lo agarró de una oreja y le bañó la cara en caldo caliente. El muchacho, enfurecido, le rasgó el buche de un solo tajo, y la asadura del comilón se regó humeando en la barbacoa, por entre las viandas.

El dueño del hato apresó al chicuelo, liándole garganta y brazos con un «mecate», y mandó dos hombres a que lo mataran ese mismo día, debajo de las resacas del Yaguarapo. Por fortuna, pescaban allí unos indios, que destriparon a los verdugos y le dieron al sentenciado la libertad, pero llevándoselo consigo.

Errante y desnudo vivió en las selvas más de veinte años, como instructor militar de las grandes tribus, en el Capanaparo y en el Vichada; y como cauchero, en el Inírida y en el Vaupés, en el Orinoco y en el Guaviare, con los piapocos y los guahibos, con los baniyas y los barés, con los cuivas, los carijonas y los huitotos. Pero su mayor influencia la ejercía sobre los guahibos, a quienes había perfeccionado en el arte de las guerrillas. Con ellos asaltó siempre las rancherías de los sálivas y las fundaciones que baña el Pauto. Cayó prisionero en distintas épocas, cuando una «raya» le lanceó el pie, o cuando las fiebres le consumían; pero, con riesgosa suerte, se hizo pasar por vaquero cautivo de los hatos de Venezuela, y conoció diferentes cárceles, donde observaba intachable conducta para volver pronto a la inclemencia de los desiertos y al usufructo de las revoltosas capitanías.

—Yo —decía—, seré su lucero en estos confines, si pone a mi cuidado la expedición: conozco trochas, vaguadas, caminos, y en algunos caños tengo amistades. Buscaremos a los caucheros por dondequiera, hasta el fin del mundo; pero no vuelva a permitir que el mulato Correa duerma conmigo, ni que me satirice con tanta roña. Eso no es corriente entre cristianos y desanima a cualquier hombre de sentimiento. ¡Algún día lo rasguño, y quedamos en paz!

Por ese tiempo me invadió la misantropía, ensombreciéndome las ideas y descoyuntándome la decisión. En el sonambulismo de la congoja devoraba mis propias hieles, inepto, adormilado, como la serpiente que muda escama. Nadie había vuelto a nombrar a Alicia, por desterrarla de mi pensamiento; mas esa misma delicadeza sublevaba en mi corazón todos los odios reconcentrados, al comprender que me compadecían como a un vencido. Entonces las blasfemias sollamaban mis labios y un velo de sangre se reteñía sobre mis ojos.

¿Y a Fidel lo atormentaba el tenaz recuerdo? Sólo me parecía triste en sus confidencias, quizás por acoplarse con mi quebranto. Todo lo había perdido en hora impensada, y sin embargo daba a entender que desde ese instante se sintió más libre y poderoso, cual si el infortunio fuera simple sangría para su espíritu.

¿Y yo por qué me lamentaba como un eunuco? ¿Qué perdía en Alicia que no lo topara en otras hembras? Ella había sido un mero incidente en mi vida loca y tuvo el fin que debía tener. ¡Barrera merecía mi gratitud!

Además, la que fue mi querida tenía sus defectos: era ignorante, caprichosa y colérica. Su personalidad carecía de relieve: vista sin el lente de la pasión amorosa, aparecía la mujer común, la de encantos atribuidos por los admiradores que la persiguen. Sus cejas eran mezquinas, su cuello corto, la armonía de su perfil un poquito convencional. Desconocía la ciencia del beso y sus manos fueron incapaces de inventar la menor caricia. Jamás escogió un perfume que la distinguiera; su juventud olía como la de todas.

¿Cuál era la razón de sufrir por ella? Había que olvidar, había que reír, había que empezar de nuevo. Mi destino así lo exigía, así lo deseaban, tácitos, mis camaradas. El Pipa, disfrazando la intención con el disimulo, cantó cierta vez un «llorao» genial, a los compases de las maracas, para infundirme la ironía confortadora:

El domingo la vi en misa,
el lunes la enamoré,
el martes ya le propuse,
el miércoles me casé;
el jueves me dejó solo,
el viernes la suspiré;
el sábado el desengaño...
y el domingo a buscar otra
porque solo no me amaño.

Mientras tanto, se iniciaba en mi voluntad una reacción casi dolorosa, en que colaboraron el rencor y el escepticismo, la impenitencia y los propósitos de venganza. Me burlé del amor y de la virtud, de las noches bellas y de los días hermosos. No obstante, alguna ráfaga del pasado volvía a refrescar mi ardido pecho, nostálgico de ilusiones, de ternura y serenidad.

* * *

Los aborígenes del bohío eran mansos, astutos, pusilánimes, y se parecían como las frutas de un mismo árbol. Llegaron desnudos, con sus dádivas de «cambures» y «mañoco», acondicionadas en cestas de palmarito, y las descargaron sobre el barbecho, en lugar visible. Dos de los indios que manejaban la canoa traían pescados cocidos al humo.

Cuidadosos de que los perros no gruñeran, fuimos al encuentro del arisco grupo, y después de una libre plática en gerundios y monosílabos castellanos, resolvieron los visitantes ocupar un extremo de la vivienda, el inmediato a los montes y a la barranca.

Con indiscreta curiosidad les pregunté dónde habían dejado a las mujeres, pues ninguna venía con ellos. Apresuróse a explicarme el Pipa que era imprudencia hacer tan desusadas indagaciones, so riesgo de que se alarmaran los celosos indios, a cuyas «petrivas» les fue negado, por tradicional experiencia, mostrar incautamente su desnudez a forasteros blancos, siempre lujuriosos y abusivos. Agregó que no tardarían en acercarse las indias viejas, para ir aquilatando nuestra conducta, hasta convencerse de que éramos varones morigerados y recomendables.

Dos días después apareciéronse las matronas, en traje de paraíso, seniles, repugnantes, batiendo al caminar los flácidos senos, que les pendían como estropajos. Traían sobre la greña sendas «taparas» de chicha mordicante, cuyos rezumos pegajosos les goteaban por las arrugas de las mejillas, con apariencia de sudor ácido. Ofreciéronnos la bebida a pico de calabazo, imponiendo su hierático gesto, y luego rezongaron malhumoradas al ver que solo el Pipa pudo saborear el cáustico brebaje.

Más tarde, cuando principió a resonar la lluvia, acurrucáronse junto al fogón, como gorilas momificadas, mientras los hombres enmudecían en los chinchorros con el letargo de la desidia. Nosotros callábamos también en el tramo opuesto, viendo caer el agua en la extensión de la umbrosa vega, que oprimía el espíritu con sus neblinas y cerrazones.

—Es imperioso —prorrumpió Franco— decidir esta situación poniendo en práctica algún propósito. En la semana entrante dejaremos esta guarida.

—Ya las indias vinieron a prepararnos el bastimento —repuso el Pipa—. Remontaremos el río, cruzándolo frente a Caviona, un poco más arriba de las lagunas. Por allí va una senda terrestre para el Vichada y en recorrerla se gastan siete días. Hay que llevar a cuestas el equipo, mas ninguno de estos «cuñaos» quiere ir de carguero. Yo estoy trabajando para decidirlos. Pero es urgente la compra de algunos «corotos» en Orocué.

—¿Y con qué dinero los adquirimos? —advertí alarmado.

—Eso corre de mi cuenta. Sólo pido que crean en mí, y que sigan siendo afables con la tribu. Necesitamos sal, anzuelos, «guarales», tabacos, pólvora, fósforos, herramientas y mosquiteros. Todo para ustedes porque a mí nada me es indispensable. Y como nadie sabe qué nos espera en esas lejanías...

—¿Será preciso vender las sillas y los aperos?

—¿Y quién los compra? ¿Y quién los vende sin que lo apañen? Ya podemos irlos botando. De aquí en adelante no tendremos otro caballo que la canoa.

—¿Y en qué lugar escondes el oro para tus planes?

—En el garcero de Las Hermosas. Cuatro libras de pluma fina, si mal nos va. Cada semana cambiaremos un manojito por mercancías. Cuando les provoque, yo soy baquiano, pero es muy lejos.

—¡Eso no importa! ¡Mañana mismo!

* * *

¡Bendita sea la difícil landa que nos condujo a la región de los revuelos y la albura! El inundado bosque del garcero, millonario de garzas reales, parecía algodonal de nutridos copos; y en la turquesa del cielo ondeaba, perennemente, un desfile de remos cándidos, sobre los cimborrios de los moriches, donde bullía la empeluzada muchedumbre de polluelos. A nuestro paso se encumbraba en espiras la nívea flota, y, tras de girar con insólito vocerío, se desbandaba por unidades que descendían al estero, entrecerrando las alas lentas, como un velamen de seda albicante.

Pensativo, junto a las linfas, demoraba el «garzón soldado» de rojo kepis, heroica altura y marcial talante, cuyo ancho pico es prolongado como una espada; y a su alrededor revoloteaba el mundo babélico de zancudas y palmípedas, desde la «corocora» lacre, que humillaría el ibis egipcio, hasta la azul cerceta de dorado moño y el pato ilusionante de color de rosa, que en el rosicler del alba llanera tiñe sus plumas. Y por encima de ese alado tumulto volvía a girar la corona eucarística de garzas, se despetalaba sobre la ciénaga, y mi espíritu sentíase deslumbrado, como en los días de su candor, al evocar las hostias divinas, los coros angelicales, los cirios inmaculados.

Parecíame imposible que pudiéramos arrimar al sitio de los nidos y las plumas. El transparente charco nos dejó ver un sumergido ejército de caimanes, en contorno de las palmeras, ocupado en recoger pichones y huevos, que caían cuando las garzas, entre algarabías y picotazos, desnivelaban con su peso las ramazones. Nadaba por doquiera la innúmera banda de caribes, de vientre rojizo y escamas plúmbeas, que se devoran unos a otros y descarnan en un segundo todo ser que cruce las ondas de su dominio, por lo cual hombres y cuadrúpedos se resisten a echarse a nado, y mucho más al sentirse heridos, que la sangre excita instantáneamente la voracidad del terrible pez. Veíase la traidora raya, de aletas gelatinosas y arpón venenoso, que descansa en el fango como un escudo; la anguila eléctrica, que inmoviliza con sus descargas a quien la toca, la palometa de nácar y oro, semejante al disco lunar, que desciende al fondo y enturbia el agua para escaparse a las dentelladas de la tonina. Y todo el inmenso acuario se extendía hacia el horizonte, como un lago de peltre donde flotan las plumas ambicionadas.

Bogando en balsitas inverosímiles, nos distribuimos aquí y allí para recoger el caro tesoro. Los indios invadían a trechos las espesuras, hurgando en las tinieblas con las palancas, por miedo de güíos y caimanes, hasta completar su manojo blanco, que a veces cuesta la vida de muchos hombres, antes de ser llevado a las lejanas ciudades a exaltar la belleza de mujeres desconocidas.

* * *

Aquella tarde rendí mi ánimo a la tristeza y una emoción romántica me sorprendió con vagas caricias. ¿Por qué viviría siempre solo en el arte y en el amor? Y pensaba con dolorida inconformidad: ¡si tuviera ahora a quien ofrecerle este armiñado ramillete de plumajes, que parecen espigas blancas! ¡Si alguien quisiera abanicarse con este alón de «codúa» marina, donde va prisionero el iris! ¡Si hubiera hallado con quién contemplar el garcero nítido, primavera de aves y colores!

Con humillada pena advertí luego que en el velo de mi ilusión se embozaba Alicia y procuré manchar con realismo crudo el pensamiento donde la intrusa resurgía.

Afortunadamente, tras penoso viaje por cenagosas llanuras y hondos caños, dimos con el lugar donde habían quedado las canoas; y a palanca, comenzamos a remontar los sinuosos ríos, hasta que entramos, a boca de noche, en el atracadero de la ramada.

Desde lejos nos llevó la brisa el llanto de un niño y, cuando llegamos a la huta, salieron corriendo unas indias jóvenes, sin atender al Pipa, que en idioma terrígeno alcanzó a gritarles que éramos gente amiga. En soleras y horcones había chinchorros numerosísimos, y en el fogón, a medio rescoldo, gorgoreaba la olla de las infusiones.

Lentamente, apenas la candela irguió su lumbre, se nos fueron presentando los indios nuevos, acompañados de sus mujeres, que les ponían la mano derecha en el hombro izquierdo, para advertirnos que eran casadas. Una que llegó sola, nos señalaba el chinchorro de su marido y se exprimía el lechoso seno, dando a entender que había dado a luz ese día. El Pipa, ante ella, comenzó a instruirnos en las costumbres que rigen la maternidad en dicha tribu: al presentir el alumbramiento, la parturienta toma el monte y vuelve, ya lavada, a buscar a su hombre para entregarle la criatura. El padre, al punto, se encama para guardar dieta, mientras la madre le prepara cocimientos contra las náuseas y los cefálicos.

Como si entendiera estas explicaciones, hacía la moza signos de aprobación a cuanto el Pipa refería; y el cónyuge follón, de cabeza vendada con hojas, se quejaba desde el chinchorro y pedía cocos de chicha para aliviar sus padecimientos.

Las indias que habían huido eran las pollonas, y cada uno de nosotros podía coger la que le placiera, cuando el jefe, un cacique matusalénico, recompensara con esa suerte nuestra adhesión. Mas sería candidez pensar que con requiebros y sonrisas aceptarían nuestro agasajo. Era preciso atisbarlas como a gacelas y correr en los bosques hasta rendirlas, pues la superioridad del macho debe imponérseles por la fuerza, en cambio de sumisión y ternura.

Yo me sentía incapaz de toda ilusión.

* * *

El jefe de la familia me manifestaba cierta frialdad, que se traducía en un silencio despectivo. Procuraba yo halagarlo en distintas formas, por el deseo de que me instruyera en sus tradiciones, en sus cantos guerreros, en sus leyendas; inútiles fueron mis cortesías, porque aquellas tribus rudimentarias y nómades no tienen dioses, ni héroes, ni patria, ni pretérito, ni futuro.

Aconteció que traje del garcero dos patos grises, pequeños como palomas, ocultos en una mochila. Hallé uno muerto al día siguiente, y lo desplumé junto al fogón para que mis perros se lo comieran. Mas, al verme, el cacique tomó sus flechas y me amenazó con la macana, dando alaridos y trenos, hasta que las mujeres, pavoridas, recogieron las plumas y las soplaron al aire de la mañana.

Rodeáronme mis compañeros y me arrebataron la carabina porque no amenazara al abuelo audaz. Este arrojóse al suelo, cubriéndose la cara con las manos se retorcía en epilépticas convulsiones, empezó a dar sollozos de despedida, besaba la tierra y la manchaba con espumarajos. Luego quedóse rígido, entre el espanto del desnudo harén, pero el Pipa le echó rescoldo en las orejas para que la muerte no le comunicara su fatal secreto.

Entonces me advirtió nuestro intérprete que las almas de aquellos bárbaros residen en distintos animales, y que la del cacique se asemejaba a un pato gris. Probablemente moriría de sugestión por haber contemplado al ave sin vida, y la tribu se vengaría de mi «homicidio». Apresuréme a sacar el otro pato y lo dejé revolotear entre la ramada; al verlo, el indio quedóse en éxtasis ante el milagro y siguió los zigzags del vuelo sobre la plenitud del inmediato río.

El pueril incidente bastó para acreditarme como ser sobrenatural, dueño de almas y destinos. Ningún aborigen se atrevía a mirarme, pero yo estaba presente en sus pensamientos, ejerciendo influencias desconocidas sobre sus esperanzas y sus pesadumbres. A mis pies cayeron dos muchachos, y se brindaron a acompañar nuestra expedición sin que sus mujeres se resistieran. Nunca he podido recordar sus nombres vernáculos, y apenas sé que traducidos a buen romance querían decir, casi literalmente, «Pajarito del Monte» y «Cerrito de la Sabana». Abracélos en señal de que aceptaba su ofrecimiento, por lo cual descolgaron del techo las palancas y les remudaron el fique de las horquetas, para que soportaran el impulso de la canoa al hincarse en los «carameros» de los charcos o en los arrecifes costaneros.

A su vez, las indias viejas rallaban yuca para la preparación del «cazabe» que debía alimentarnos en el desierto. Echaban la mezcla acuosa en el «sebucán», ancho cilindro de hojas de palma retejidas, cuyo extremo inferior se retuerce con un tramojo para exprimir el almidonoso jugo de la rallada. Otras, desnudas en contorno de la candela, recalentaban el «budare», tiesto redondo y plano, sobre cuya superficie iban extendiendo la masa inmunda y la alisaban con los dedos ensalivados hasta que la torta endureciera. Quiénes torcían sobre los muslos las fibras sacadas del cogollo de los moriches, para tejer un chinchorro nuevo, digno de mi estatura y mi persona, mientras el cacique, gesticulando, me hacía entender que celebraría con baile pomposo el vasallaje debido a mi fortaleza y mi autoridad.

Mi espíritu pregustaba el acre sabor de las próximas aventuras.

* * *

Los indios encargados de procurarnos la mercancía fueron estafados por los tenderos de Orocué. En cambio de los artículos que llevaron: «seje», chinchorros, «pendare» y plumas, recibieron baratijas que valían mil veces menos. Aunque el Pipa les enseñó cuidadosamente los precios razonables, sucumbieron a su ignorancia y la avilantez de los explotadores volvió a enriquecerse con el engaño. Unos paquetes de sal porosa, unos pañuelos azules y rojos y algunos cuchillos, fueron írrito pago de la remesa, y los emisarios tornaron felices de que, como otras veces, no los hubieran obligado a barrer las tiendas, cargar agua, desyerbar la calle, empacar cueros.

Fallida la esperanza de acrecentar los equipajes, nos consolamos con la certeza de que el viaje sería menos complicado. Y, al fin, una noche de plenilunio, quedó lista la gran curiara que, con blando meneo, ofrecía conducirnos a Caviona.

Afluyeron al baile más de cincuenta indios, de todo sexo y edad, pintarrajeados y licenciosos, y fueron amojonándose en la abierta playa, con los calabazos de hervidora chicha. Desde por la tarde habían hecho acopio de «mojojoyes», gruesos gusanos de anillos peludos, que viven enroscados en los troncos podridos. Descabezábanlos con los dientes, como el fumador que despunta el cigarro, y sorbían el contenido mantequilloso, refregándose luego la vacía funda del animal en las cabelleras, para lustrarlas. Las de las pollonas, de altivos senos, resplandecían como el charol, bajo el nimbo de plumas de guacamayo y sobre los collares de corozos y cornalinas.

El cacique se había embijado el rostro con achiote y miel y aspiraba el polvo del «yopo», introduciéndose en las narices, sendos canutillos. Cual si lo hubiera atacado el «delirium tremens», bamboleábase embrutecido entre las muchachas, y las apretaba y perseguía, semejante a un cabrío rijoso, pero impotente. A veces, a media lengua, venía a felicitarme porque, según el Pipa, era yo, como él, enemigo de los vaqueros y les había quemado las fundaciones, cosas que me hacían digno de una macana fina y de un arco nuevo.

En medio de la orgiástica barahúnda, prodigábase la chicha de fermento atroz, y las mujeres y los chicuelos irritaban con su vocerío la bacanal. Luego empezaron a girar sobre las arenas en moroso círculo, al compás de los fotutos y las cañas, sacudiendo el pie izquierdo a cada tres pasos, como lo manda el rigor del baile nativo. Parecía más bien la danza un tardo desfile de prisioneros, alrededor de inmensa argolla, obligados a repisar una sola huella, con la vista al suelo, gobernados por el quejido de la chirimía y del grave paloteo de los tamboriles. Ya no se oía más que el son de la música y el cálido resollar de los danzantes, tristes como la luna, mudos como el río que los consentía sobre sus playas. De pronto las mujeres, que permanecían silenciosas dentro del círculo, abrazaron las cinturas de sus amantes y trenzaban el mismo paso, inclinadas y entorpecidas, hasta que con súbito desahogo corearon todos los pechos ascendente alarido, que estremecía selvas y espacios como una campanada lúgubre: ¡Aaaaay... Ohé!...

Tendido de codos sobre el arenal, aurirrojizo por las luminarias, miraba yo la singular fiesta, complacido de que mis compañeros giraran ebrios en la danza. Así olvidarían sus pesadumbres y le sonreirían a la vida otra vez siquiera. Mas, a poco, advertí que gritaban como la tribu, y que su lamento acusaba la misma pena recóndita, cual si a todos les devorara el alma un solo dolor. Su queja tenía la desesperación de las razas vencidas, y era semejante a mi sollozo, ese sollozo de mis aflicciones que suele repercutir en mi corazón aunque lo disimulen los labios: ¡Aaaaay... Ohé!...

* * *

Cuando me retiré a mi chinchorro, en la más completa desolación, siguieron mis pasos unas indias y se acurrucaron cerca de mí. Al principio conversaban a medio tono, pero más tarde atrevióse una a levantar la punta de mi mosquitero. Las otras, por sobre el hombro de su compañera, me atisbaban y sonreían. Cerrando los ojos, rechacé la provocación amorosa, con profundo deseo de libertarme de la lascivia y pedirle a la castidad su refugio tranquilo y vigorizante.

Al amanecer regresaron a la ramada los juerguistas. Tendidos en el piso, como cadáveres, disolvían en el sueño la pesadilla de la embriaguez. Ninguno de mis camaradas había vuelto, y sonreí al notar que faltaban algunas pollonas. Mas cuando bajé al río para observar el estado de la curiara, vi al Pipa, boca abajo en la arena, exánime y desnudo al rayo del sol.

Cogiéndolo por los brazos lo arrastré hacia la sombra, disgustado por su prurito de desnudarse. Aquel hombre, vanidoso de sus tatuajes y cicatrices, prefería el guayuco a la vestimenta, a pesar de mis reprensiones y amenazas. Dejélo que dormitara la borrachera, y allí permaneció hasta la noche. Rayó el día siguiente y ni despertaba ni se movía.

Entonces, descolgando la carabina, cogí al cacique por la melena y lo hinqué en la grava, mientras que Franco hacía ademán de soltar los perros. Abrazóme el anciano las pantorrillas, trabajando una explicación:

—¡Nada, nada! Tomando «yagé», tomando «yagé»...

Ya conocía las virtudes de aquella planta, que un sabio de mi país llamó «telepatina». Su jugo hace ver en sueños lo que está pasando en otros lugares. Recordé que el Pipa me habló de ella, agradecido de que sirviera para saber con seguridad a qué sabanas van los vaqueros y en cuáles sitios abunda la caza. Habíale ofrecido a Franco ingerirla para adivinar el punto preciso donde estuviera el raptor de nuestras mujeres.

El visionario fue conducido en peso y recostado contra un estantillo. Su cara singular y barbilampiña había tomado un color violáceo. A veces babeaba su propio vientre, y, sin abrir los ojos se quería coger los pies. Entre el lelo corro de espectadores le sostuve la frente con mis manos.

—Pipa, Pipa, ¿qué ves?, ¿qué ves?

Con angustioso pujo principió a quejarse y saboreaba su lengua como un confite. Los indios afirmaban que sólo hablaría cuando despertara.

Con descreída curiosidad nuevamente dije:

—¿Qué ves? ¿Qué ves?

—Un... rí... o. Hom... bres, dos... hombres...

—¿Qué más? ¿Qué más?

—U... n... a... ca... no... a...

—¿Gente desconocida?

—Uuuuh... Uuuuuh... Uuuuuh...

—Pipa ¿te sientes mal? ¿Qué quieres? ¿Qué quieres?

—Dor... mir... dor... mir... dor...

Las visiones del soñador fueron estrafalarias: procesiones de caimanes y tortugas, pantanos llenos de gente, flores que daban gritos. Dijo que los árboles de la selva eran gigantes paralizados y que de noche platicaban y se hacían señas. Tenían deseos de escaparse con las nubes, pero la tierra los agarraba por los tobillos y les infundía la perpetua inmovilidad. Quejábanse de la mano que los hería, del hacha que los derribaba, siempre condenados a retoñar, a florecer, a gemir, a perpetuar, sin fecundarse, su especie formidable, incomprendida. El Pipa les entendió sus airadas voces, según las cuales debían ocupar barbechos, llanuras y ciudades, hasta borrar de la tierra el rastro del hombre y mecer un solo ramaje en urdimbre cerrada, cual en los milenios del Génesis, cuando Dios flotaba todavía sobre el espacio como una nebulosa de lágrimas.

¡Selva profética, selva enemiga! ¿Cuándo habrá de cumplirse tu predicción?

* * *

Llegamos a las márgenes del río Vichada derrotados por los zancudos. Durante la travesía los azuzó la muerte tras de nosotros y nos persiguieron día y noche, flotando en halo fatídico y quejumbroso, trémulos como una cuerda a medio vibrar. Éranos imposible mezquinar nuestra sangre asténica, porque nos succionaban al través de sombrero y ropa, inoculándonos el virus de la fiebre y la pesadilla.

Las que enantes fueron sabanas úberes, se habían convertido en desoladas ciénagas; y con el agua a la cintura, seguíamos el derrotero de los baquianos, bañada en sudor la frente y húmedas las maletas que portábamos a la espalda, famélicos, macilentos, pernoctando en altiplanos de breña inhóspita, sin hoguera, sin lecho, sin protección.

Aquellas latitudes son inmisericordes en la sequía y en el invierno. Cierta vez en La Maporita, cuando Alicia me amaba aún, salí al desierto a coger para ella un venadillo recental. Calcinaba el verano la estepa tórrida, y las reses, en el fogaje del calor, trotaban por todas partes buscando agua. En los meandros de árido cauce escarbaban la tierra del bebedero unas vaquillonas, al lado de un caballejo que agonizaba con el hocico puesto sobre el barrizal. Una bandada de caricaris cogía culebras, ranas, lagartijas, que palpitaban locas de sed entre carroñas de «cachicamos» y «chigüires». El toro que presidía la grey repartía topes con protectora solicitud, para obligar a sus hembras a acompañarlo hacia otros parajes en busca de alguna charca, y mugía arreando a sus compañeras en medio del banco centelleante y pajonaloso.

Empero, una novilla recién parida, que se destapó las pezuñas cavando el secadal, regresó a buscar a su ternerillo para ofrecerle la ubre cuarteada. Echóse para lamerlo, y allí murió. Levanté la cría y expiró en mis brazos.

Mas luego, al caer unas cuantas lluvias, invertía el territorio su hostilidad: por doquiera, encaramados sobre troncos, veíanse «lapas», zorros y conejos, sobreaguando en la inundación; y aunque las vacas pastaban en los esteros, con el agua sobre los lomos, perdían sus tetas en los dientes de los caribes.

Por aquellas intemperies atravesamos a pie desnudo, cual lo hicieron los legendarios hombres de la conquista. Cuando al octavo día me señalaron el monte del Vichada, sobrecogióme intenso temblor y me adelanté con el arma al brazo, esperando encontrar a Alicia y a Barrera en sensual coloquio, para caerles de sorpresa, como el halcón sobre la nidada. Y jadeante, y entigrecido, me agazapé sobre los barrancos de la orilla.

¡Nadie! ¡Nadie! El silencio, la inmensidad...

* * *

¿A quién podíamos preguntarle por los caucheros? ¿Para qué seguir caminando río arriba sobre la costa desapacible? Era mejor renunciar a todo, tendernos en cualquier sitio y pedirle a la fiebre que nos rematara.

El fantasma impávido del suicidio, que sigue esbozándose en mi voluntad, me tendió sus brazos esa noche; y permanecí entre el chinchorro, con la mandíbula puesta sobre el cañón de la carabina. ¿Cómo iría a quedar mi rostro? ¿Repetiría el espectáculo de Millán? Y éste solo pensamiento me acobardaba.

Lenta y oscuramente insistía en adueñarse de mi conciencia un demonio trágico. Pocas semanas antes, yo no era así. Pero pronto los conceptos de crimen y los de bondad se compensaban en mis ideas, y concebí el morboso intento de asesinar a mis compañeros, movido por la compasión. ¿Para qué la tortura inútil, cuando la muerte era inevitable y el hambre andaría más lenta que mi fusil? Quise libertarlos rápidamente y morir luego. Con la siniestra mano entre el bolsillo, principié a contar las cápsulas que tenía, escogiendo para mí la más puntiaguda. ¿Y a cuál debía matar primero? Franco estaba cerca de mí. En la noche lluviosa extendí el brazo y le tenté la cabeza febricitante.

—¿Qué quieres? —dijo—. ¿Por qué le movías el manubrio al winchester? La fiebre me vuelve loco.

Y pulsándome la muñeca repetía:

—¡Pobre...! La tuya tiene más de cuarenta grados. Abrígate con mi ruana hasta que sudes.

—¡Esta noche será interminable!

—Pronto saldrá el lucero de la madrugada. ¿Sabes —agregó—, que el mulatito puede «rasgarse»? ¿No has sentido como se queja? Ha delirado con Sebastiana y con los rodeos. Dice que tiene el hígado endurecido como piedra.

—Tuya es la culpa. No quisiste que se quedara. Ardías por verlo morir en el desamparo.

—Creí que su ansia de regreso obedecía a la aversión que siente por el Pipa.

—Yo los reconciliaré para siempre.

—Es que Correa le teme por la amenaza de que va a causarle maleficio. Ha dado en entristecerse cuando escucha cantar cierto pájaro.

Recordando los filtros de Sebastiana, repuse dudoso:

—¡Ignorancia, superstición!

—Ayer sacó el tiple para reponerle la clavija rota. Pero al tocarlo se puso a yorar.

—Dime, ¿no habrá moronas de cazabe en tu maletera? Párate, acércate.

—¿Para qué? ¡Todo se acabó! ¡Cómo me duele que tengas hambre!

—¿Las pepas de este árbol serán venenosas?

—Probablemente. Pero los indios están pescando. Aguardemos hasta mañana.

Y con los ojos llenos de lágrimas, balbucí, desviando el calibre:

—¡Bueno, bueno! Hasta mañana.

* * *

Los perros comenzaron a manotear en mi mosquitero para que abandonáramos el playón. Evidentemente, seguía creciendo el río.

Cuando nos guarecimos en una laja del promontorio, había estrellas sobre los montes. Los perros ladraban desde los barrancos.

—Pipa, llama a esos cachorros, que aúllan como viendo al diablo.

Y los silbé lúgubremente.

Franco me aclaró que el Pipa andaba con los indígenas.

Entonces advertimos un reflejo como de linterna que, muy abajo, parecía surcar el agua. Con intermitencia alumbraba y se perdía, y al amanecer no lo vimos más.

Pajarito del Monte y Cerrito de la Sabana llegaron fatigosos con esta noticia:

—«Falca» subiendo río. Compañero siguiéndola por la orilla. Falca picureándose.

El Pipa nos trajo nuevos informes: era una canoa ligera, con techo de palma entretejida. Al notar que en la sombra andaban indios, apagó el candil y sesgó rumbo. Debíamos acecharla, hacerle fuego.

Como a las once del día, remontó a palanca, sigilosamente, escondiéndose en los rebalses, bajo los densos guamos. Se empeñaba en forzar un chorro, y, por escaparse al remolino, tocó la costa para que un hombre la remolcara al extremo de la cadena. Enderezamos hacia el boga la puntería, mientras que Franco le salió al encuentro con el machete en alto. Al instante, el que timoneaba la embarcación exclamó de pie:

—¡Teniente! ¡Mi teniente!, ¡yo soy Helí Mesa!

Y saltando a la orilla, se apretaron enternecidos.

Después, al ofrecernos la «yucuta» hecha de mañoco, el cual parecía salvado grueso, expuso Mesa, repartiéndonos la ración:

—¿Qué proyectos ocultan ustedes, que me preguntan por los caucheros? El tal Barrera se robó esa gente y se la lleva para el Brasil, a venderla en el río Guainía. A mí también me enganchó hace ya dos meses, pero me le fugué a la entrada del Orinoco, después de matarle a un capataz. Estos dos indios que me acompañan son de Maipures.

Miré estupefacto a mis camaradas, sintiendo un vértigo más horripilante que el de la fiebre. Callábamos cogitabundos, estremecidos. Mesa nos observaba con inquietud. Franco rompió el silencio.

—Dime, ¿con los caucheros va la Griselda?

—Sí, mi Teniente.

—¿Y una muchacha llamada Alicia? —le pregunté con voz convulsa.

—¡También, también!...

* * *

Junto al fogón que fulgía en la arena, nos envolvíamos en el humo, para esquivar la plaga. Ya sería la medianoche cuando Helí Mesa resumió su brutal relato, que escuchaba yo sentado en el suelo, hundida la cabeza entre las rodillas.

—Si ustedes hubieran visto el caño Muco el día del embarco, habrían pensado que aquella fiesta no tenía fin. Barrera prodigaba abrazos, sonrisas, enhorabuenas, satisfecho de la mesnada que iba a seguirlo. Los tiples y las maracas no descansaban, y, a falta de cohetes, disparábamos los revólveres. Hubo cantos, botellas, almuerzo a rodo. Luego, al sacar nuevas damajuanas de aguardiente, pronunció Barrera un falaz discurso, empalagoso de promesas y cariño, y nos suplicó que llevásemos nuestras armas a un solo bongo, no fuera que tanto júbilo provocara alguna desgracia. Todos le obedecimos sin protesta.

«Aunque muy bebido, me siguió la corazonada de que por aquí no hay monte apropiado para organizar caucherías, y estuve a punto de volverme a buscar mi rancho, a rejuntarme con la indiecita que dejé. Pero como hasta la niña Griselda hacía burlas a mis recelos, resolví gritar como todos al embarcarme: ‘¡Viva el progresista señor Barrera! ¡Viva nuestro empresario! ¡Viva la expedición!’.

»Ya les referí lo que aconteció después de una marcha de horas, apenas caímos al Vichada. El “Palomo” y el “Matacano” estaban acampados con quince hombres en un playón, y cuando arribábamos, nos intimaron requisa a todos, diciendo que habíamos invadido territorios venezolanos. Barrera, director de la jungla, nos ordenó: ‘Compatriotas queridos, hijos amados, no os resistáis. Dejad que estos señores esculquen bongo por bongo, para que se convenzan de que somos gente de paz.

»Aquellos hombres entraron pero no salieron: se quedaron en popa y en proa como centinelas. Seguros de que íbamos desarmados, nos mandaron permanecer en un solo sitio, o dispararían sobre nosotros. Y descalabraron a los cinco que se movieron.

»Entonces clamó Barrera que él seguiría adelante, hacia San Fernando del Atabapo, a protestar contra el abuso y a reclamar del coronel Funes una crecida indemnización. Iba en el mejor bongo, con las mujeres aludidas, y con las armas y las provisiones. Y se fue, se fue, sordo a los llantos y a los reproches.

»Aprovechando la borrachera que nos vencía, nos filiaba el Palomo y nos amarraba de dos en dos. Desde ese día fuimos esclavos y en ninguna parte nos dejaban desembarcar. Tirábamos el mañoco en unas ‘coyabras’, y arrodillados, lo comíamos por parejas, como perros en yunta, metiendo la cara en las vasijas, porque nuestras manos iban atadas.

»En el bongo de las mujeres van los chicuelos, a pleno sol, mojándose las cabecitas para no morir carbonizados. Parten el alma con sus vagidos, tanto como las súplicas de las madres, que piden ramas para taparlos. El día que salimos al Orinoco, un niño de pechos lloraba de hambre. El Matacano, al verlo lleno de llagas por las picaduras de los zancudos, dijo que se trataba de la viruela, y, tomándolo de los pies, volteólo en el aire y lo echó a las ondas. Al punto, un caimán lo atravesó en la jeta, y poniéndose a flote, buscó la ribera para tragárselo. La enloquecida madre se lanzó al agua y tuvo igual suerte que la criaturilla. Mientras los centinelas aplaudían la diversión, logré zafarme las ligaduras, y, rapándole el grazt al que estaba cerca, le hundí al Matacano la bayoneta entre los riñones, lo dejé clavado contra la borda, y, en presencia de todos, salté al río.

»Los cocodrilos se entretuvieron con la mujer. Ningún disparo hizo blanco en mí. ¡Dios premió mi venganza y aquí estoy!».

* * *

Las manos de Helí Mesa me reconfortaron. Estrechélas, ansioso, y me transmitían en sus pulsaciones la contracción con que le hincaron al capataz el temerario acero en su carne odiosa. Aquellas manos, que sabían amansar la selva, también desbravaban los ríos con el canalete o con la palanca, y estaban cubiertas de dorado vello, como las mejillas del indomable joven.

—¡No me felicite usted —decía—, yo debí matarlos a todos!

—¿Y entonces, para qué mi viaje? —le repliqué.

—Tiene usted razón. A mí no me han robado mujer ninguna, pero un simple sentimiento de humanidad me enfurece el brazo. Bien sabe mi Teniente que seguiré siendo subalterno suyo, como en Arauca. Vamos, pues, a buscar a los forajidos, a libertar a los enganchados. Estarán en el río Guainía, en el «siringal» de Yaguanarí. Dejando el Orinoco, pasarían por el Casiquiare, y quién sabe qué dueño tengan ahora, porque allí dizque abundan los compradores de hombres y mujeres. El Palomo y El Matacano eran socios de Barrera en este comercio.

—¿Y tú crees que Alicia y Griselda vivan esclavas?

—Lo que sí garantizo es que valen algo, y que cualquier pudiente dará por una de ellas hasta diez quintales de goma. En eso las avaluaban los centinelas.

Me retiré por el arenal a mi chinchorro, sombrío de pesar y satisfacción. ¡Qué dicha que las fugitivas conocieran la esclavitud! ¡Qué vengador el latigazo que las hiriera! Andarían por los montes sórdidos, desgreñadas, enflaquecidas, portando en la cabeza los calderos llenos de goma, o el tercio de leña verde o los peroles de fumigar. La venenosa lengua del sobrestante las aguijaría con indecencias y no les daría respiro ni para gemir. De noche dormirían en el tambo oscuro, con los peones, en hedionda promiscuidad, defendiéndose de pellizcos y manoseos, sin saber quiénes las forzaban y poseían, en tanto que la guardia pasaría número, como indicando el turno a la hombrada lúbrica: ¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!...

De repente, con el augurio de tales visiones, el corazón empezó a crecerme dentro del pecho hasta postrarme en sofocadora impotencia. ¿Alicia llevaría en sus entrañas martirizadas a mi hijo? ¿Qué tormento más inhumano que mi tormento podía inventarse contra varón alguno? Y caí en un colapso sibilador y mi cabeza desangrábase bajo mis uñas.

Insensiblemente reaccioné de modo perverso. Barrera la habría reservado para su lecho y para su negocio, porque aquel miserable era capaz de tener concubina y vivir de ella. ¡Qué salaces depravaciones, qué voluptuosos refinamientos le habría enseñado! ¡Y de haberla vendido, bien, muy bien! ¡Diez quintales de caucho la repagaban! ¡Ella se entregaría por una sola libra!

Quizás no estaba de peona en los siringales, sino de reina en la entablada casa de algún empresario, vistiendo sedas costosas y finos encajes, humillando a sus siervas como Cleopatra, riéndose de la pobreza en que la tuve, sin poder procurarle otro goce que el de su cuerpo. Desde su mecedora de mimbre, en el corredor de olorosa sombra, suelta la cabellera, amplio el corpiño, vería desfilar a los cargadores con los bultos de caucho hacia las balandras, sudorosos y desgarrados, mientras que ella, ociosa y rica, entre los abanicos de las «iracas», apagaría sus ojos en bochorno, al son de una victrola de sedantes voces, satisfecha de ser hermosa, de ser deseada, de ser impura.

¡Pero yo era la muerte y estaba en marcha!...

* * *

En la ranchería autóctona de Ucuné nos regaló un cacique tortas de cazabe y discutió con el Pipa el derrotero que debíamos seguir: cruzar la estepa que va del Vichada al caño del Vúa, descender a las vegas del Guaviare, subir por el Inírida hasta el Papunagua, atravesar un istmo selvoso en busca del Isana bramador, y pedirle a sus corrientes que nos arrojen al Guainía, de negras ondas.

Este trayecto, que implica una marcha de meses, resulta más corto que la ruta de los caucheros por el Orinoco y el Casiquiare. Carenamos la embarcación con «peramán», y nos dimos a navegar sobre las enlagunadas sabanetas, arrodillados en la canoa, en martirizadora incomodidad, con perros y víveres, sacando, por turnos, en una concha, el agua impertinente de las lluvias.

El mulato Correa seguía con fiebre, ovillado entre la curiara, bajo el bayetón llanero que otros días le sirvió para defenderse de los toros perseguidos. Cuando le oí decir que inclinaba la cabeza sobre el pecho para escuchar un tenaz gorgojo que le iba carcomiendo el corazón, lo abracé con lástima:

—¡Animo, ánimo! ¡No pareces el hombre que conocí!

—Blanco, ésa es la verdá. El que yo era quedó en los yanos.

Quejóseme de que el Pipa le quería «apretar la maturranga» porque él se resistió a prestarle el tiple. Llamé al marullero y lo sacudí.

—Si vuelves a asustar a este pobre muchacho con tantas mentiras te amarraré desnudo en un hormiguero.

—No me crea usted de tan mala índole. Cierto que les apreté la maturranga a los fugitivos, pero a este socio se le ha encajao que el maleficio es para él. Convénzase de lo que oye —sacó de su mochila un manojo de paja, liada con alambre por la mitad, como si fuera escoba inútil, y la desenrolló, exponiendo—: Todas las noches la retorcía, pensando en el Barrera, para que sienta el estrangulamiento en la cintura y vaya trozándose hasta dividirse. ¡Ah, si yo le pudiera clavar las uñas! Conste, pues, que se salva por los miedos de este mulatito ignorante —y diciendo esto, arrojó lejos la hechicería.

A veces llevábamos en «guando» la canoa, por las costas de los raudales, o la cargábamos en hombros, como si fuera la caja vacía de algún muerto incógnito a quien íbamos a buscar en remotas tierras.

—Esta curiara parece un féretro —dijo Fidel.

Y el mulato sibilino respondió:

—Bien pué ser pa nosotros mesmos.

Aunque ignorados ríos nos ofrecían pródiga pesca, la falta de sal nos mermó el aliento y a los zancudos se sumaron los vampiros. Todas las noches agobiaban los mosquiteros, rechinando, y era indispensable tapar los perros. Alrededor de la hoguera el tigre rugía, y hubo momentos en que los tiros de nuestros fusiles alarmaron las selvas, siempre interminables y agresivas.

Una tarde, casi al oscurecer, en las playas del río Guaviare advertí una huella humana. Alguien había estampado sobre la greda el contorno de un pie, enérgico y diminuto, sin que su vestigio reapareciera por ninguna parte. El Pipa, que cazaba peces con las flechas, acudió a mi llamamiento, y en breve todos mis camaradas le hicieron círculo a la señal, procurando indagar el rumbo que hubiera seguido. Pero Helí Mesa interrumpió la cavilación con esta noticia:

—¡He aquí el rastro de la indiecita Mapiripana!

Y esa noche, mientras volteaba una tortuga en el asador, remató sus polémicas con el Pipa:

—No sigas argumentándome que ha sido «El Poira» el que anduvo anoche por estas playas. El Poira tiene pies torcidos, y como carga en la cabeza un brasero ardiente que no se le apaga ni al sumergirse en los remansos, se ve dondequiera el hilo de ceniza indicadora. Tracemos en este arenal una mariposa con el dedo del corazón, como exvoto propicio a la muerte y a los genios del bosque, pues voy a contar la historia de la indiecita Mapiripana.

A excepción de los maipureños, todos obedecimos.

* * *

«La indiecita Mapiripana es la sacerdotisa de los silencios, la celadora de manantiales y lagunas. Vive en el riñón de las selvas, exprimiendo las nubecillas, encauzando las filtraciones, buscando perlas de agua en la felpa de los barrancos, para formar nuevas vertientes que den su tesoro claro a los grandes ríos. Gracias a ella, tienen tributarios el Orinoco y el Amazonas.

»Los indios de estas comarcas le temen, y ella les tolera la cacería a condición de no hacer ruido. Los que la contrarían no cazan nada; y basta fijarse en la arcilla húmeda para comprender que pasó asustando los animales y marcando la huella de un solo pie, con el talón hacia adelante, como si caminara retrocediendo. Siempre lleva en las manos una parásita y fue quien usó primero los abanicos de palmera. De noche se la siente gritar en las espesuras, y en los plenilunios costea las playas, navegando sobre una concha de tortuga, tirada por “bufeos”, que mueven las aletas mientras ella canta.

»En otros tiempos vino a estas latitudes un misionero, que se emborrachaba con vino de palmas y dormía en el arenal con indias impúberes. Como era enviado del cielo a derrotar la superstición, esperó que la indiecita bajara cierta noche de los remansos del Chupave, para enlazarla con el cordón del hábito y quemarla viva, como a las brujas. En un recodo de estos playones, tal vez en esa arena donde ustedes están sentados, veíala robarse los huevos de “terecay”, y advirtió al fulgor de la luna llena que tenía un vestido de telarañas y apariencias de viudita joven. Con lujurioso afán empezó a seguirla, mas se le escapaba en las tinieblas; llamábala con premura, y el eco engañoso respondía. Así lo fue internando en las soledades hasta dar con una caverna donde lo tuvo preso muchos años.

»Para castigarle el pecado de la lujuria, chupábale los labios hasta rendirlo, y el infeliz, perdiendo su sangre, cerraba los ojos para no verle el rostro, peludo como el de un mono orangután. Ella, a los pocos meses, quedó encinta y tuvo dos mellizos aborrecibles: un vampiro y una lechuza. Desesperado el misionero porque engendraba tales seres, se fugó de la cueva, pero sus propios hijos lo persiguieron, y de noche, cuando se escondía, lo sangraba el vampiro, y la lechuza lo reflejaba, encendiendo sus ojos parpadeantes, como lamparillas de vidrio verde.

»Al amanecer proseguía la marcha, dando al flácido estómago alguna ración de frutas y “palmitos”. Y desde la que hoy se conoce con el nombre de Laguna Mapiripana, anduvo por tierra, salió al Guaviare, por aquí arriba, y, desorientado, remontólo en una canoa que halló clavada en un varadero; pero le fue imposible vencer el chorreón de Mapiripán, donde la indiecita había enfurecido el agua, metiendo en la corriente enormes piedras. Descendió luego a la hoya del Orinoco y fue atajado por los raudales del Maipures, obra endemoniada de su enemiga, que hizo también los saltos del Isana, del Inírida y del Vaupés. Viendo perdida toda esperanza de salvación, regresó a la cueva, guiado por los foquillos de la lechuza, y al llegar vio que la indiecita le sonreía en su columpio de enredaderas florecidas. Postróse para pedirle que lo defendiera de su progenie, y cayó sin sentido al escuchar esta cruel amonestación: ‘¿Quién puede librar al hombre de sus propios remordimientos?’.

»Desde entonces se entregó a la oración y a la penitencia y murió envejecido y demacrado. Antes de la agonía, en su lecho mísero de hojas y líquenes, lo halló la indiecita tendido de espaldas agitando las manos en el delirio, como para coger en el aire a su propia alma; y al fenecer, quedó revolando entre la caverna una mariposa de alas azules, inmensa y luminosa como un arcángel, que es la visión final de los que mueren de fiebres en estas zonas».

* * *

Nunca he conocido pavura igual a la del día que sorprendí a la alucinación en mi cerebro. Por más de una semana viví orgulloso de la lucidez de mi comprensión, de la sutileza de mis sentidos, de la finura de mis ideas; me sentía tan dueño de la vida y del destino, hallaba tan fáciles soluciones a sus problemas, que me creí predestinado a lo extraordinario. La noción del misterio surgió en mi ser. Gozábame en adiestrar la fantasía y me desvelaba noches enteras, queriendo saber qué cosa es el sueño y si está en la atmósfera o en las retinas.

Por primera vez mi desvío mental se hizo patente en el hosco Inírida, cuando oí a las arenas suplicarme: «No pises tan recio, que nos lastimas. Apiádate de nosotras y lánzanos a los vientos, que estamos cansadas de ser inmóviles».

Las agité con braceo febril, hasta provocar una tolvanera, y Franco tuvo que sujetarme por el vestido porque no me arrojara al agua al escuchar las voces de las corrientes: «¿Y para nosotras no hay compasión? Cógenos en tus manos, para olvidar este movimiento, ya que la arena impía no nos detiene y le tenemos horror al mar».

Apenas toqué las ondas se fugó la demencia, y comencé a sufrir la tortura de que mi propio ser me causara recelo.

A veces, por distraer la preocupación, empuñaba el remo hasta quedar exhausto, procurando indagar en las miradas de mis amigos el estado de mi salud. Con frecuencia los sorprendía haciéndose guiños de desconsuelo, pero me estimulaban así: «No te fatigues mucho: hay que saber lo que son las fiebres».

Sin embargo, yo comprendía que se trataba de algo más grave, y hacía esfuerzos poderosos de sugestión para convencerme de mi normalidad. Enriquecía mis discursos con amenos temas, resucitaba en la memoria antiguos versos, complacido de la viveza de mi razón, y me hundía luego en lasitudes letárgicas, que terminaban de esta manera: «Franco, dime, por Dios, si me has oído algún disparate».

Poco a poco mis nervios se restauraron. Una mañana desperté alegre y me di a silbar un aire de amor. Más tarde me tendí sobre las raíces de una caoba, y, de cara a los grumos, me burlé de la enfermedad, achacando a la neurastenia mis aprensiones pretéritas. Mas, de pronto, empecé a sentir que estaba muriéndome de catalepsia. En el vahído de la agonía, me convencí de que no soñaba. ¡Era lo fatal, lo irremediable! Quería quejarme, quería moverme, quería gritar, pero la rigidez me tenía cogido y solo mis cabellos se alborotaban, con la premura de las banderas durante el naufragio. El hielo me penetró por las uñas de los pies, y ascendía progresivamente, como el agua que invade un terrón de azúcar; mis nervios se iban cristalizando, retumbaba mi corazón en su caja vítrea y el globo de mi pupila relampagueó al endurecerse.

Aterrado, aturdido, comprendí que mis clamores no herían el aire; eran ecos mentales que se apagaban en mi cerebro, sin emitirse, como si estuviera reflexionando. Mientras tanto, proseguía la lucha tremenda de mi voluntad con el cuerpo inmóvil. A mi lado empuñaba una sombra la guadaña y principió a esgrimirla en el viento, sobre mi cabeza. Despavorido esperaba el golpe, mas la muerte se mantenía irresoluta, hasta que, levantando un poco el astil, lo descargó a plomo en mi cráneo. La bóveda parietal, a semejanza de un vidrio ligero, tintineó, al resquebrajarse y sus fragmentos resonaron en el interior, como las monedas entre la alcancía.

Entonces la caoba meció sus ramas y escuché en sus rumores estos anatemas: «Picadlo, picadlo con vuestro hierro, para que experimente lo que es el hacha en la carne viva. ¡Picadlo aunque esté indefenso, pues él también destruyó los árboles y es justo que conozca nuestro martirio!».

Por si el bosque entendía mis pensamientos, le dirigí esta meditación: «¡Mátame, si quieres, que estoy vivo aún!».

Y una charca podrida me replicó: «¿Y mis vapores? ¿Acaso están ociosos?».

Pasos indiferentes avanzaron en la hojarasca. Franco acercose sonriendo y con la yema de su dedo índice me tentó la pupila estática: «¡Estoy vivo, estoy vivo! —le gritaba dentro de mí—. Pon el oído sobre mi pecho y escucharás las pulsaciones».

Extraño a mis súplicas mudas, llamó a mis compañeros para decirles sin una lágrima: «Abrid la sepultura, que está muerto. Era lo mejor que podría sucederle». Y sentí con angustia desesperada los golpes de la pica en el arenal.

Entonces, en un esfuerzo sobrehumano, pensé al morir: «¡Maldita sea mi estrella aciaga, que ni en vida ni en muerte se dieron cuenta de que yo tenía corazón!».

Moví los ojos. Resucité. Franco me sacudía:

—¡No vuelvas a dormir sobre el lado izquierdo, que das alaridos pavorosos!

¡Pero yo no estaba dormido! ¡No estaba dormido!

* * *

Los maipureños que vinieron del Vichada con Helí Mesa parecían mudos. Adivinar su edad era empresa tan aleatoria como calcularles los años a los «careyes». Ni el hambre, ni la fatiga, ni las contrariedades alteraron el pasivo ceño de su indolencia. A semejanza de los ánades pescadores, que exhiben en la playa su pareja gris, acordes en el vuelo y en el descanso, siempre juntos, señeros y tristes, convivían aquellos indígenas, entendiéndose a medias voces y apartándose de nosotros en las quedadas, para acomodarse en mellizo grupo a sorber el pocillo de yucuta, después de encender las fogatas, de recoger las puyas de pescar, y de fornir anzuelos y guarales.

Nunca los vi mezclarse con los guahibos de Mucucuana ni celebrarle al Pipa sus anécdotas y carantoñas. Ni pedían ni daban nada. El Catire Mesa era su intermediario y con él sostenían lacónicos diálogos, exigiendo la entrega de la curiara —que era su única hacienda—, pues ansiaban tornar a su río.

—Ustedes deben acompañarnos hasta el Isana.

—No podemos.

Cuando entrábamos al Inírida, el mayor de ellos me encareció, en tono mitad de súplica y amenaza:

—Déjanos regresar al Orinoco. No remontes estas aguas que son malditas. Arriba, caucherías y guarniciones. Trabajo duro, gente maluca, matan los indios.

Esto me confirmaba viejos informes que el Pipa nos dio para que desistiéramos de acercarnos a las barracas del Guaracú.

Por la tarde hice que Franco los interrogara más ampliamente, y, aunque remisos al cuestionario, dijeron que en el istmo del Papunagua vivía una tribu cosmopolita, formada por prófugos de siringales desconocidos, hasta del Putumayo y del Acajú, del Apoporis y del Macaya, del Vaupés y del Papurí, del Ti–Paraná (río de la sangre), del Tui–Paraná (río de la espuma), y tenían corredores entre la selva, para cuando fueran patrullas armadas a perseguirlos; que, desde años atrás, unos guayaneses de poca monta establecieron una fábrica cerca al Isana, para ir avasallando a los fugitivos, y los administraba un corso llamado «El Cayeno»; que debíamos torcer rumbo, porque si dábamos con los prófugos nos tratarían como a enemigos; y si con las barracas, nos pondrían a trabajar por el resto de nuestra vida.

Destiñóse en las aguas el postrer lampo. Oscureció. Encontradas preocupaciones me combatían con el desvelo. Aquella noticia, verídica o falsa, me puso triste. En los montes se espesaba la oscuridad. ¿Qué acontecimientos se cumplirían con mi presencia más allá de esas sombras?

Hacia la media noche sentí ladridos y palabras de gresca. Frente a la canoa se destacaba el corrillo discutidor.

—¡Mátalo! ¡Mátalo!, —decía Mesa. Franco me llamó a gritos. Acudí presuroso, revólver en mano.

—Estos bandidos iban a largarse con la canoa. ¡Querer botarnos en estas selvas, a morir de hambre! ¡Dicen que el Pipa los aconsejó!

—¿Quién me calumnia? ¡Eso no es posible! ¿Seré yo capaz de malos consejos?

Los maipureños le argumentaron tímidos:

—Nos rogaste embarcar tu cama y dos carabinas.

—¡Confusión lamentable! Yo les propuse que se fugaran, por conocer sus intenciones. Dijeron que no. Resulta que sí. ¡No haberlos denunciado de cualquier modo! ¡No poder clavarles las uñas!

Cortando la discusión, decidí flagelar al Pipa y encomendé tal faena a sus cómplices. Culebreábase más que los látigos, imploraba clemencia entre plañidos y hasta llegó a invocar el nombre de Alicia. Por eso, cuando le saltó la primera sangre, lo amenacé con tirárselo a los caribes. Entonces aparentó que se desmayaba, ante el pasmo angustioso de maipureños y guahibos, a quienes advertí, enfáticamente, que en lo sucesivo dispararía sobre cualquiera que se levantara del chinchorro sin dar el aviso reglamentario.

Las semanas siguientes las malgastamos en domeñar raudales tronitosos. Mas cuando creíamos escaladas todas las torrenteras, nos trajo el eco del monte el fragor de otro rápido turbulento, que batía a lo lejos su espuma brava como un gallardete sobre el peñascal. En zumbadora rapidez enarcábase el agua, provocando una ventolina que remecía las guedejas de los bambúes y hacía vacilar el iris ingrávido, con un bamboleo de la arcada móvil entre la niebla de los hervideros.

A lo largo de ambas orillas erguía sus fragmentos el basalto roto por el río —tormentoso torrente en estrecha gorja—, y a la derecha, como un brazo que el cerro les tendía a los vórtices, sobreaguaba la hilera de rocas máximas con su serie de cascadas fulgentes. Era preciso forzar el paso de la izquierda porque los cantiles no permitían sacar en vilo la curiara. Acostumbrados a vencer estas maniobras, la sirgábamos por la cornisa de un voladero, pero al dar con el triángulo de los arrecifes, resistióse a bandazos y cabezadas en el torbellino ensordecedor, falta de lastre y de timonel. Helí Mesa, que dirigía el trajín titánico, montó el revólver al ordenarles a los maipureños que descendieran por una laja y ganaran de un salto la embarcación para palanquearla de popa y de proa. Los briosos nativos obedecieron, y dentro del leño resbaladizo, que zigzagueaba sobre las espumas, forcejearon por impelerlo hacia la chorrera; mas de repente, al reventarse las amarras, la canoa retrocedió sobre el tumbo rugiente, y antes que pudiéramos lanzar un grito, el embudo trágico los sorbió a todos.

Los sombreros de los dos náufragos quedaron girando en el remolino, bajo el iris que abría sus pétalos como la mariposa de la indiecita Mapiripana.

* * *

La visión frenética del naufragio me sacudió con una ráfaga de belleza. El espectáculo fue magnífico. La muerte había escogido una forma nueva contra sus víctimas, y era de agradecerle que nos devorara sin verter sangre, sin dar a los cadáveres livores repulsivos. ¡Bello morir el de aquellos hombres, cuya existencia apagase de pronto, como una brasa entre las espumas, al través de las cuales subió el espíritu haciéndolas hervir de júbilo!

Mientras corríamos por el peñasco a tirar el cable de salvamento, en el ímpetu de una ayuda tardía, pensaba yo que cualquier maniobra que acometiéramos aplebeyaría la imponente catástrofe; y, fijos los ojos en la escollera, sentía el dañino temor de que los náufragos sobreaguaran, hinchados, a mezclarse en la danza de los sombreros. Mas ya el borbotón espumante había borrado con oleadas definitivas las huellas últimas de la desgracia.

Impaciente por la insistencia de mis compañeros, que rondaban de piedra en piedra, grité:

—¡Franco, tú eres un necio! ¿Cómo pretendes salvar a quienes perecieron súbitamente? ¿Qué beneficio les brindarías si resucitaran? ¡Déjalos ahí, y envidiemos su muerte!

Franco, que recogía desde la margen tablones rotos de la embarcación, se armó con uno de ellos para golpearme.

—¿Nada te importan tus amigos? ¿Así nos pagas? ¡Jamás te creí tan inhumano, tan detestable!

Yo, en el estallido de su cólera, permanecía perplejo. Tuve vagas nociones del deber y busqué con la mirada mi carabina. Por sobre el eco de los torrentes me herían las palabras de la agresión, que Franco seguía emitiendo a gritos al par que manoteaba ante mi rostro. Jamás había conocido yo una iracundia tan elocuente y tumultuosa. Habló de su vida sacrificada por mi capricho, habló de mi ingratitud, de mi carácter voluntarioso, de mi rencor. Ni siquiera había sido leal con él cuando pretendí disfrazar mi condición en La Maporita: decirle que era hombre rico, cuando la penuria me denunciaba como un herrete; decirle que era casado, cuando Alicia revelaba en sus actitudes la indecisión de la concubina. ¡Y celarla como a una virgen después de haberla encanallado y pervertido! ¡Y desgañitarme porque otro se la llevaba, cuando yo, al raptarla, la había iniciado en la perfidia! ¡Y seguirla buscando por el desierto, cuando en las ciudades vivían aburridas de su virtud solícitas mujeres de índole dócil y de hermosa estampa! ¡Y arrastrarlos a ellos en la aventura de un viaje mortífero, para alegrarme de que perecieran trágicamente! ¡Todo por ser yo un desequilibrado, tan impulsivo como teatral!

Esta última frase me cayó como un martillazo. ¿Yo desequilibrado? ¿Por qué? Apresuréme a devolverle el golpe y fue feliz mi acometida.

—¡So estúpido! ¿En dónde está mi desequilibrio? ¡Lo que voy haciendo por Alicia lo hiciste ya por Griselda! ¿Crees que no lo sabía? ¡Por ella asesinaste a tu Capitán!

Y para ofenderlo con el mayor ahínco, agregué, parodiando un concepto célebre:

—¡No está lo malo en tener querida, sino en casarse con ella!

Mientras lo hería con risotadas de sarcasmo, apoyóse en la roca enhiesta. Hubo un instante en que creí que fuera a caer. Mi voz lo había traspasado como una lanza. Entonces escuché revelaciones abrumantes:

—Yo no le di muerte a mi Capitán. Lo apuñaló la Griselda misma. Aquí está el «Catire». Mesa, que fue a darme el aviso. Es verdad que en la sala oscura hice tiros, sin saber cómo. La mujer me quitó el revólver y encendió luz, advirtiéndome con frase heroica: «Éste apagó la vela para venírseme por las malas, y aquí lo tienes». ¡Estaba revolcándose en su propia sangre!

«La Griselda, por culpable que resultara, se había redimido con su bravura. Le quité el puñal y me di preso, declarando ser el autor de todo. Pero el Capitán evitó el escándalo. ¡No acusó a nadie!

»Digan éstos que me oyen, cómo me expoliaba el Juez de orocué. Quiso sumariar mi amancebamiento, pero vaciló ante la idea de que pudiéramos ser casados. Por eso la Griselda, que es mujer viva, no perdía ocasión de predicar nuestro matrimonio. En esa mentira se apoyaba nuestra conveniencia. ¡Juro que he dicho la verdad!».

Tanta sorpresa me causaron aquellos hechos, que sentía un mareo de confusión e incertidumbre. Fidel seguía desnudando su corazón y descubriendo dramas íntimos, penas de hogar, hastíos de convivencia con la homicida, proyectos de anhelada separación. Todos los días cultivó el deseo de que la mujer lo abandonara, ahorrándole así la vergüenza de repudiarla sin motivo justificable. Mas ella, por desgracia, no le había sido infiel, y de tal manera se dio a considerarlo y atenderlo, que lo ligó indestructiblemente con una lástima cariñosa, superior al más grave desvío. Para ella había organizado, a fuerza de sudores, la fundación de La Maporita. Quería dejarle un pasar mediano, mientras prescribía la deserción, para después volverse a Antioquia. Mas cuando se dio cuenta de que Barrera la anhelaba, se encendió en celos. Tal vez sin mi ejemplo pernicioso se hubiera resignado a dejarla libre; pero yo le contagié mi furor y ahora seguía mis pasos hacia el desastre. Y ya era imposible la reflexión. ¡No podía volverse atrás! ¡Ni viva ni muerta admitiría a la desertora; pero tampoco iba a causarle daño! ¡En verdad no sabía qué hacer!

No guardo otra memoria de su discurso: aunque lo oía no lo escuchaba. El velo del pasado se descorrió a mis ojos. Olvidados detalles se esclarecieron y me di cuenta de inadvertidas circunstancias. ¡Con razón la niña Griselda quería emigrar! ¡Por algo elevó sus alaridos de consternación el día que empuñé mi cuchillo contra Millán para impedir que arrebatara la mercancía a don Rafael! El relampagueo del arma lúcida le representaría la escena terrible, cuando sobre la sangre del seductor encendió la vela, señalándolo: «Quiso venírseme por las malas, y aquí lo tienes». Recordé asimismo sus sentencias contra los hombres y hasta el estribillo con que morigeraba mis atrevimientos: «¡Si no has de yevarme, no seas indino! ¿Qué tás pensando? ¡Con vos he sido mujer chancera, pero con otros... me hice valé!». Y, estremecida, descargaba el puño sobre mi pecho como para clavarme el hierro vengador.

Y de esa mujer sonriente y salvaje había hecho Alicia su asesora, su confidente. En su alma reconcentrada e inexperta iba desarrollándose un carácter nuevo, bajo la influencia peligrosa de la amiga. Pensando tal vez que yo la repudiaría en cualquier momento, puso su esperanza en el amparo de la patrona, a quien imitaba hasta en sus defectos, sin admitir mis reconvenciones, para darme a entender que no estaba sola y que podía yo abandonarla cuando quisiera.

Cierta vez la niña Griselda, ausente yo, le daba clases de tiro al blanco. Sorprendílas con el revólver humeante y permanecieron impasibles, como si estuvieran con la costura.

—¿Qué es esto, Alicia? ¿A tal punto has perdido la timidez?

Sin responderme, encogióse de hombros, pero su compañera dictaminó sonriendo:

—¡Es que las mujeres debemos saber de tóo! ¡Ya no hay garantía ni con los maríos!

Helí Mesa vino a interrumpir mi meditación con esta súplica:

—¡Una amistad como la de ustedes resiste choques! Este altercado no tiene importancia. Las manos del Teniente no se han manchado. Puede estrecharlas.

Mientras oprimía las de Fidel, le ordené al Catire:

—¡Dame también las tuyas, que por justicieras se mancharon!

El Pipa y los guahibos se fugaron aquella noche.

* * *

«Amigos míos, faltaría a mi conciencia y a mi lealtad si no declarara en este momento, como anoche, que sois libres de seguir vuestra propia estrella, sin que mi suerte os detenga el paso. Más que en mi propia vida pensad en la vuestra. Dejadme solo, que mi destino desarrollará su trayectoria. Aún es tiempo de regresar a donde queráis. El que siga mi ruta va con la muerte.

»Si insistís en acompañarme, que sea corriendo el mundo por cuenta propia. Seremos solidarios por la amistad y el provecho común; pero cada cual afrontará por separado su destino. De otra manera, no aceptaré vuestra compañía.

»Decís que desde la boca de esta corriente en el Guaviare sólo se gasta media jornada en bajar al pueblo de San Fernando. Si no teméis que el coronel Funes pueda prenderos como sospechosos, desandad las orillas de estos rápidos, haceos una balsa de platanillos y dejadla rodar hacia el Atabapo. Vuestra despensa está en los montes: leche de seje, tallos de “manaca”.

»Por mi parte, sólo os demando que me ayudéis a ganar la opuesta margen. Aseveraban los maipureños que el Papunauga abre su delta a pocos kilómetros de este salto y que allí moran los indios “puinabes”. Con ellos quiero atreverme hasta el Guainía. Y ya sabéis lo que pretendo, aunque parezcan cosas de loco».

Así amonesté a mis compañeros la mañana que amanecimos en el Inírida abandonados sobre unas rocas.

El Catire Mesa respondió por todos:

—Los cuatro formaremos un solo hombre. No hemos nacido para reliquias. ¡A lo hecho, pecho!

Y me precedió por la orilla abrupta, buscando el punto mejor para aventurarnos en la travesía, sin llevar otro equipo que los chinchorros y las armas.

Claramente, desde aquel día, tuve el presentimiento de lo fatal. Todas las desgracias que han sucedido se me anunciaron en ese momento. Sin embargo, avancé indomable por la playa arriba, mirando a veces, con íntimo afán la contraria costa, seguro de que mis plantas no volverían a hollar nunca el suelo que invadían. Cuando mis ojos encontraban los de Fidel, sonreíamos silenciosos.

—Mejor que el Pipa se picuriara —exclamó Correa—. Ese bandío endemoniao y repelente, era peligroso. ¡Cómo fregó con la cantaleta de que saliéramos al Guainía por el arrastraero del caño Neuquén! ¡Toos estos montes le metían mieos! Pero más el coronel Funes.

—Dices bien —le repuse—. Siempre temía que en cualquier raudal saliera a atacarnos la indiada prófuga que se guarece en este desierto, donde son sus defensas chorros y espesuras.

—Y dale que dale con la «fregancia» de que veía humos en los riscos. Y no admitía que eran vapores de otras cascáas.

—Pero es innegable que ha andado gente por aquí —observó Mesa—. Miren la poyata del remanso: espinas de pescado, fogones, cáscaras.

—Algo más raro aún —agregó Franco—. Latas de salmón, botellas vacías. No se trata de indios solamente. Éstos son gomeros recién entrados.

Al escuchar tales palabras pensé en Barrera, mas afirmó el Catire, cual si adivinara mis cavilaciones:

—Tengo plena evidencia de que nuestra gente está en el Guainía. Por lo demás, los rastros son pocos. No han pisoteado el arenal veinte personas, y todas las huellas son de pies grandes. Éstos han sido venezolanos. Conviene tirarnos a la orilla para buscar más señas. En la línea oscura de aquellos montes se ve un claro. Tal vez el estuario del río Papunagua.

Y aquella tarde, tendidos de pecho en una balsa y braceando en la espuma por falta de remos, pasamos a la opuesta riba, sobre la onda apacible que ensangrentaba el sol.

* * *

Mi dureza contra el vigía fue bestial. Lo hubiera matado al menor intento de resistencia. Cuando bajaba con trémulos pies los escalones del palo oblicuo que servía de escalera al zarzo, lo empujé para que cayera; y al mirarlo de bruces, inofensivo, atolondrado, lo agarré por el pelo para verle la cara. Era un anciano de elevada estatura, que me miraba con tímidos ojos y erguía los brazos sobre la cabeza por impedir que lo macheteara. Sus labios se estremecían con suplicantes balbuceos:

—¡Por Dios! ¡No me mate usted, no me mate usted!

Al escuchar tal imploración, percibiendo la semejanza que la ancianidad venerable da a los hombres, me acordé de mi anciano padre, y, con alma angustiada, abracé al cautivo para levantarlo del suelo en que yacía. En mi propio sombrero le ofrecí agua.

—Perdóneme —le dije—; no me había dado cuenta de su vejez.

Mientras tanto mis compañeros, que sitiaban el barracón para garantizar mi acometida, saquearon el zarzo, antes que pudiera contenerlos. Persona alguna hallábase en él. Bajaron con la carabina del prisionero.

—¿De quién es este máuser? —le gritó Franco.

—Mío, señor —dijo el aludido con voz agitada.

—¿Y qué hace usted aquí armado de máuser?

—Me dejaron enfermo hace días.

—¡Usted es centinela de los raudales! ¡Y si lo niega, lo fusilamos!

El hombre, vuelto hacia Franco, quería postrarse:

—¡Por Dios, no me mate! ¡Piedad de mí!

—¿Dónde están —pregunté— las personas que lo dejaron?

—Se fueron antier para el alto Inírida.

—¿Qué cadáveres han guindado sobre los peñascos cimeros del río?

—¿Cadáveres?

—¡Sí, señor; sí señor! Los encontramos esta mañana porque los zamuros los denunciaron. Cuelgan de unas palmeras, desnudos, amarrados con alambres por las mandíbulas.

—Es que el Coronel Funes vive en guerra con el Cayeno. Hace una semana que los vigías vieron remontar una embarcación. Y como el Cayeno tiene correos, le llegó el aviso al día siguiente. Trajo desde el Isana veinticinco hombres y asaltó a los navegantes.

—Esa embarcación —repuso el Catire— fue la de las huellas en los playones. Ésos eran los humos que observaba el Pipa.

—Díganos usted qué gente era ésa.

—Unos secuaces del coronel que venían de San Fernando a robar caucho y cazar indios. Todos murieron. Y es costumbre colgarlos para escarmiento de los demás.

—¿Y el Cayeno dónde se halla?

—Hace lo que los otros venían a hacer.

El viejo agregó después de una pausa:

—¿Y la tropa de ustedes, dónde está? ¿Por dónde vino sin que la vieran?

—Una parte esculca los montes; otra ya remonta el Papunagua. El Cayeno asesinó nuestra descubierta mientras forzábamos los raudales.

—Señor, dígale a su gente que si da con tambos desiertos no utilice el mañoco que en ellos encuentre. Ese mañoco tiene veneno.

—¿También los mapires que están aquí?

—También. El mañoco que sirve lo tenemos oculto.

—Tráigalo, y coma usted en nuestra presencia.

Cuando el anciano se movió para obedecerme, le miré las canillas llenas de úlceras. Dióse cuenta de mis miradas y con acento humilde encareció:

—Abran ustedes mismos el «mapire». Verdaderamente, provoco asco.

Y al recibir la afrechosa harina que le ofreció el mulato en una totuma, empezó a ingerirla, sin velar sus lágrimas. Por reanimarlo, le dije solícito:

—No se aflija usted si la vida es dura. Déjenos saborear sus provisiones. ¡Usted es alguien! Ya seremos buenos amigos.

* * *

Aquella noche incendiaban la sombra los relámpagos y la selva crujía con rumores tétricos. Hasta cuando el viento lluvioso apagó la hoguera, estuve escuchando la conversación de mis camaradas con el inválido; pero me vencía el pesado sueño y perdí la ilación de la conferencia. El viejo se llamaba Clemente Silva y decía ser pastuso. Dieciséis años había vagado por los montes, trabajando como cauchero, y no tenía ni un solo centavo.

En un momento que desperté, exponía en el tono explícito de quien hace constar un favor:

—Yo vi las avanzadas de ustedes. Tres nadadores cruzaban el río. Temeroso de que el Cayeno regresara, callé. Y hoy cuando había resuelto coger la trocha...

—Hola —interrumpí, enderezándome en el chinchorro—. ¿Cuántas personas vio usted? ¿Y cuándo?

—Tengo seguridad de lo que digo: Tres nadadores, hace dos días. Serían las siete de la mañana. Por más señas, traían sus ropas amarradas en la cabeza. Ha sido milagro que el Cayeno no los capturara. Pasan tantas cosas en este infierno...

—Buenas noches. Sé quienes son. No conversemos más.

Así dije, para evitar posibles indiscreciones de mis compañeros. Pero ya no pude dormir, pensando en el Pipa y los indígenas. Ante los peligros que nos rodeaban me sentía nervioso, alicaído; mas formé la resolución de acabar con aquella vida de sobresaltos, sucumbiendo de cualquier modo, con mis rencores y caprichos, antes que cejar en mis propósitos. ¿Por qué don Clemente Silva no me descerrajó un tiro, si con esa ilusión lo asalté? ¿Por qué se retardaba el Cayeno con las cadenas y los suplicios? ¡Ojalá me guindara de un árbol, donde el sol pudriera mis carnes y el viento me agitara como un péndulo!

—¿Dónde está don Clemente Silva? —le pregunté al Catire Mesa cuando amaneció.

—Lavándose la cara en la zanjita.

—¿Y por qué lo dejaron solo? Si se fugara...

—No hay ningún temor. Franco anda con él. Toda la madrugada estuvo quejándose de la pierna.

—¿Y tú qué opinas de ese pobre viejo?

—Es nuestro paisano y no lo sabe. Creo que se le debe confesar todo y pedirle ayuda.

Cuando bajé a la fuente, me enternecí al ver que Fidel le lavaba las llagas al afligido. Éste, al sentir mis pasos, avergonzóse de su miseria y alargó hasta el tobillo el pantalón. Con turbado acento me contestó los buenos días.

—¿Estas lacraduras de qué provienen?

—Ay, señor, parece increíble. Son picaduras de sanguijuelas. Por vivir en las ciénagas picando goma, esa maldita plaga nos atosiga, y mientras el cauchero sangra los árboles, las sanguijuelas lo sangran a él. La selva se defiende de sus verdugos, y al fin el hombre resulta vencido.

—A juzgar por usted, el duelo es a muerte.

—Eso sin contar los zancudos y las hormigas. Está la «veinticuatro», está la «tambocha», venenosas como escorpiones. Algo peor todavía: la selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre. El ansia de riquezas convalece al cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones. El peón sufre y trabaja con deseo de ser empresario que pueda salir un día a las capitales a derrochar la goma que lleva, a gozar de mujeres blancas y a emborracharse meses enteros, sostenido por la evidencia de que en los montes hay mil esclavos que dan sus vidas por procurarle estos placeres, como él lo hizo para su amo anteriormente. Sólo que la realidad anda más despacio que la ambición y el beri–beri es mal amigo. En el desamparo de vegas y estradas, muchos sucumben de calentura, abrazados al árbol que mana leche, pegando a la corteza sus ávidas bocas, para calmar, a fuerza de agua, la sed de la fiebre con caucho líquido; y allí se pudren como las hojas, roídos por ratas y hormigas, únicos millones que les llegaron, al morir.

»El destino de otros es menos precario: a fuerza de ser crueles ascienden a capataces, y esperan cada noche, con libreta en mano, a que entreguen los trabajadores la goma extraída para sentar su precio en la cuenta. Nunca quedan contentos con el trabajo y el rebenque mide su disgusto. Al que trajo diez litros le abonan sólo la mitad, y con el resto enriquecen ellos su contrabando, que venden en reserva al empresario de otra región, o que entierran para cambiarlo por licores y mercancías al primer “chuchero” que visite los siringales. Por su parte, algunos peones hacen lo propio. La selva los arma para destruirlos, y se roban y se asesinan, a favor del secreto y la impunidad, pues no hay noticia de que los árboles hablen de las tragedias que provocan».

—¿Y usted por qué soporta tantas desdichas? —repliqué indignado.

—Ay, señor, la desgracia lo anula a uno.

—¿Y por qué no se vuelve a su tierra? ¿Qué podemos hacer para libertarlo?

—Gracias, señor.

—Por ahora es preciso curar sus llagas. Permítame que le haga remedios.

Y aunque el viejo, asombrado, se resistía, remánguele hasta la corva el pantalón, y me arrodillé para examinarlo.

—Fidel, ¿estás ciego? ¡En estas úlceras hay gusanos!

—¡Gusanos! ¡Gusanos!

—Sí, hay que buscar «otoba» para matárselos.

El viejo comentaba, quejándose:

—¿Será posible? ¡Qué humillación! ¡Gusanos! ¡Gusanos! ¡Y fue que un día me quedé dormido y me sorprendieron los moscones!

Cuando lo condujimos a la barraca, repetía:

—¡Engusanado, engusanado y estando vivo!

* * *

—Sepa usted, —le dije esa tarde— que soy por idiosincrasia el amigo de los débiles y de los tristes. Aunque supiera que usted iba a traicionarnos mañana mismo, sería respetada su invalidez de hoy. No sé si tengan crédito mis palabras, pero piense que podríamos ultimarlo sólo por ser cómplice de un bandido como el Cayeno. Me ruega usted que le diga adónde queremos conducirlo preso y se le permita lavar sus trapos para morir con ropa limpia; pues bien, ni lo mataremos ni lo apresaremos. Antes, le pido que se encargue de nuestra suerte, porque somos paisanos suyos y venimos solos.

El anciano púsose de pie para convencerse de que no soñaba. Sus ojos incrédulos nos medían con insistencia, y, tendiendo los brazos hacia nosotros, exclamó:

—¡Sois colombianos! ¡Sois colombianos!

—Como lo oye, y amigos suyos.

Paternalmente nos fue estrechando contra su pecho, sacudido por la emoción. Después quiso hacernos preguntas promiscuas acerca de la patria, de nuestro viaje, de nuestros nombres. Mas yo le interrumpí de esta manera:

—Ante todo, jure usted que contaremos con su lealtad.

—¡Lo juro por Dios y por su justicia!

—Muy bien. ¿Pero qué piensa hacer con nosotros? ¿Cree que el Cayeno nos matará? ¿Será necesario matarlo a él?

Y agregué, para ayudarlo en su desconcierto:

—O mejor: ¿el Cayeno puede volver aquí?

—No lo creo. Se fue para Caño Grande a robar caucho y cazar indios. No tiene interés ninguno en regresar pronto a sus barracones del Guaracú, donde está la «madona», que ha venido a cobrarle.

—¿Quién es esa madona de que habla?

—Es la turca Zoraida Ayram, que anda por estos ríos negociando corotos con los «siringueros» y tiene en Manaos una pulpería de renombre.

—Oiga usted. Es indispensable que nos conduzcan al Guaracú, para hablar con la señora Zoraida Ayram antes que regrese el Cayeno.

—La conozco mucho y fuí su sirviente. Ella me trajo al Río Negro desde el Putumayo. Me trataban allí tan mal, que me eché a sus pies rogándole que me comprara. Mi deuda valía dos mil soles: la pagó con mercaderías, me llevó a Manaos y a Iquitos, sin reconocerme jornal ninguno, y luego me vendió por seis contos de reis a su compatriota Miguel Pezil, para los gomales de Naranjal y Yaguanarí.

—Hola, ¿qué dice usted? ¿Conoce el siringal de Yaguanarí?

Franco, el Catire y el mulato prorrumpieron:

—¡Yaguanarí!... ¡Yaguanarí!... ¡Para allá vamos!

—¡Sí, señores! Y, según decía la madona, llegaron hace un mes a dicho lugar veinte colombianos y varias mujeres a picar goma.

—¡Veinte! ¡Tan solo veinte! ¡Si eran setenta y dos!

Hubo un grave silencio de indecisión. Nos mirábamos unos a otros, fríos y pálidos. Y repetíamos inconscientes:

—¡Yaguanarí! ¡Yaguanarí!

* * *

—Como ya les dije —agregó don Clemente Silva, después que le relatamos nuestra odisea—, no puedo suministrar otros informes. Conozco a Barrera de oídas, pero sé que tiene negocios con Pezil y con el Cayeno, y que tratan de liquidar la compañía porque la madona reclama el pago de un dinero y se niega a conceder más prórrogas. Entiendo que Barrera se había obligado a sacar de Colombia un personal de doscientos hombres; mas se apareció con un número exiguo, pues ha venido abonando a sus acreedores deudas viejas con caucheros de los que trae. Por lo demás, los colombianos no tenemos precio en estas comarcas: dicen que somos insurrectos y volvedores. Comprendo perfectamente el deseo de ponerse al habla con la madona; pero es preciso tener paciencia. Mi turno de vigía sólo se me vence el sábado próximo.

—Y si su relevo nos sorprendiera, ¿qué diría?

—No hay cuidado. Él bajará por el Papunagua y nosotros regresaremos por la «pica» nueva, dejándole un fogón prendido para que vea que estuve aquí. Desde este zarzo se domina el río y se divisan los navegantes. No comprendo cómo me capturaron ustedes.

—Veníamos perdidos por esta ribera. Y como los perros encontraron huellas humanas... Mas ese detalle poco importa. ¿Con que será preciso esperar?

—Y aparecer en las barracas a la hora que el «Váquiro» esté ausente, inspeccionando en las entradas a los caucheros. Ese capataz es muy malgeniado. Cuando yo les señale los caneyes, se presentan ustedes, solos, a quejarse de que traían, para vender, mañoco fresco y unos gendarmes se lo arrebataron. (Allá se sabe ya que esos gendarmes eran de Funes y que el Cayeno los acuchilló). Agreguen que les «trambucaron» en los raudales la curiara, y tuvieron ustedes que venirse por las orillas y los montes, hasta que yo les puse la mano. Adviertan que, como venían a pedir auxilio, los llevé a la trocha de Guaracú, y que ustedes llegan, acatando mis instrucciones, a implorar garantías. Este discurso agradará, porque aumenta el crédito de la empresa y desmiente a sus detractores.

—Cuente usted con que la novela tendrá más éxito que la historia.

—Yo llegaré luego para hacer resaltar la circunstancia de que ustedes se fueron solos y no desconfiaron.

—¿Y si nos ponen a trabajá? —observó Correa.

—Mulato, —sentencié—, no tengas miedo ¡Venimos a jugar la vida!

—En cuanto a eso, no sabría qué aconsejarles. El Cayeno es cauteloso y cruel como un cazador. Cierto que ustedes nada le deben y que van de paso hacia el Brasil. Pero si se le antoja decir que se picurearon de otras barracas...

—Explique, don Clemente. Poco sabemos de estas costumbres.

—Cada empresario de caucherías tiene caneyes, que sirven de viviendas y bodegas. Ya conocerán los del Guaracú. Esos depósitos o barracas jamás están solos, porque en ellos se guarda el caucho con las mercancías y las provisiones y moran allí los capataces y sus barraganas.

«El personal de trabajadores está compuesto, en su mayor parte, de indígenas y enganchados, quienes, según las leyes de la región, no pueden cambiar de dueño antes de dos años. Cada individuo tiene una cuenta en la que se le cargan las baratijas que le avanzan, las herramientas, los alimentos, y se le abona el caucho a un precio irrisorio que el amo señala. Jamás cauchero alguno sabe cuánto le cuesta lo que recibe ni cuánto le abonan por lo que entrega, pues la mira del empresario está en guardar el modo de ser siempre acreedor. Esta nueva especie de esclavitud vence la vida de los hombres y es transmisible a sus herederos.

»Por su lado, los capataces inventan diversas formas de expoliación: les roban el caucho a los siringueros, arrebátanles hijas y esposas, los mandan a trabajar a caños pobrísimos, donde no pueden sacar la goma exigida, y esto da motivos a insultos y latigazos, cuando no a balas de winchester. Y con decir que fulano se picureó o que murió de fiebre, se arregla el cuento.

»Mas no es justo olvidar la traición y el dolo. No todos los peones son palomas blancas: algunos solicitan enganche sólo para robarse lo que reciben, o salir a la selva por matar a algún enemigo o sonsacar a sus compañeros para venderlos en otras barracas.

»Esto dio pie a un convenio riguroso, por el cual se comprometen los empresarios a prender a todo individuo que no justifique su procedencia o que presente el pasaporte sin la constancia de que pagó lo que debía y fue dado libre por su patrón. A su vez, las guarniciones de cada río cuidan de que tal requisito se cumpla inexorablemente.

»Mas esta medida es fuente inexhausta de abusos y secuestros. ¿Si el amo se niega a expedir el salvoconducto? ¿Si el capturador despoja de él a quien lo presenta? Réstame aún advertir a ustedes que es frecuentísimo el último caso. El cautivo pasa a poder de quien lo cogió, y éste lo encentra en sus siringales, a trabajar como preso prófugo, mientras se averigua “lo conveniente”. Y corren años y años, y la esclavitud nunca termina. ¡Esto es lo que me pasa con el Cayeno!

»¡Y he trabajado dieciséis años! ¡Dieciséis años de miseria! ¡Mas poseo un tesoro que vale un mundo, que no pueden robarme, que llevaré a mi tierra si llego a ser libre: un cajoncito lleno de huesos!».

* * *

—Para poder contarles mi historia —nos dijo esa tarde— tendría que perder el pudor de mis desventuras. En el fondo de cada alma hay algún episodio íntimo que constituye su vergüenza. El mío es una mácula de familia: ¡mi hija María Gertrudis «dio su brazo a torcer»!

Había tal dolor en las palabras de don Clemente, que nosotros aparentábamos no comprender. Franco se cortaba las uñas con la navaja. Helí Mesa escarbaba el suelo con un palillo, yo hacía coronas con el humo del cigarro. Tan sólo el mulato parecía invaído en la punzante narración.

—Sí, amigos míos —continuó el anciano—. El miserable que la engañaba con promesas de matrimonio, la sedujo en mi ausencia. Mi pequeño Luciano abandonó la escuela y fue a buscarme al pueblo vecino, donde yo ejercía un modesto empleo, para contarme que los novios hablaban de noche por el solar y que su madre lo había reñido cuando le dio noticia de ello. Al oír su relato perdí el aplomo, regañélo por calumniador, le exalté la virtud de María Gertrudis y le prohibí que siguiera oponiéndose con celos y malquerencias al matrimonio de los jóvenes, que ya habían cambiado argollas. Desesperado, el pequeñuelo empezó a llorar y me declaró que estaba resuelto a perder la tierra antes que la deshonra de la familia lo hiciera sonrojarse ante sus compañeros de escuela primaria.

«Montado en una borrica, se lo envié a mi esposa con un peón, que llevaba cartas para ésta y María Gertrudis, llenas de admoniciones y consejos. ¡Ya María Gertrudis no era hija mía!

»Calculen ustedes cuál sería mi pena en presencia de mi deshonor. Medio loco, olvidé el hogar por perseguir a la fugitiva. Acudí a las autoridades, imploré el apoyo de mis amigos, la protección de los influyentes; todos me hacían tragar las lágrimas obligándome a referir detalles pérfidos, y, al final, con gestos de lástima, me recriminaban así: ‘La responsabilidad es de los padres. Hay que saber educar a los hijos’.

»Cuando, humillado por la tortura, volví a casa, me esperaba un nuevo dolor: la pizarra de Lulianito pendía del muro, cerca al pupitre, donde la brisa agitaba las páginas de un libro descuadernado; en el cajón vi los premios y los juguetes: la cachucha que le bordó la hermana, el reloj que le regalé, la medallita de la mamá. Reteñidas en la pizarra, bajo una cruz, leí estas palabras: ‘¡Adiós, adiós!’.

»Más que la parálisis, mató la pena a mi pobre esposa. Sentado a la orilla del lecho, la veía empapar en llanto la almohada, procurando infundirle el consuelo que no he conocido jamás. A veces me agarraba del brazo y lanzaba su grito demente: ‘¡Dame mis hijos! ¡Dame mis hijos!’ Por aliviarla acudí al engaño: inventéle que había logrado hacer casar a María Gertrudis y que Lulianito estaba interno en el instituto. Saboreando su pesadumbre la encontró la muerte.

»Un día, viendo que nadie, ni parientes ni amigos me acompañaban, llamé por el cercado a mi vecina para que viniera a cuidar a la enferma, mientras me ausentaba en busca del médico. Cuando regresé, vi que mi esposa tenía en las manos la pizarra de Lucianito y que la remiraba, convencida de que era el retrato del pequeñuelo. ¡Así acabó! Al colocarla en el ataúd sollocé esta frase: ‘¡Juro por Dios y por su justicia que traeré a Luciano, vivo o muerto, a que acompañe tu sepultura!’ La besé en la frente y puse sobre el pecho de la infeliz la pizarra yerta, para que llevara a la eternidad la cruz que su propio hijo había estampado».

—Don Clemente, no resucite esos recuerdos que hacen daño. Procure omitir en su narración todo lo sagrado y lo sentimental. Háblenos de sus éxodos en la selva.

Por un momento estrechó mi mano, murmurando:

—Es cierto. Hay que ser avaros con el dolor.

«Pues bien: seguía las huellas de Lucianito hacia el Putumayo. fue en Sibundoy donde me dijeron que había bajado con unos hombres un muchachito pálido, de calzón corto, que no representaba más de doce años, sin otro equipaje que un pañuelo con ropa. Negóse a decir quién era, ni de dónde venía, pero sus compañeros predicaban con regocijo que iban buscando las caucherías de Larrañaga, ese pastuso sin corazón, socio de Arana y otros peruanos que en la hoya amazónica han esclavizado más de treinta mil indios.

»En Mocoa sentí la primera vacilación: los viajeros habían pasado, pero nadie pudo decirme qué senda del cuadrivio siguieron. Era posible que hubieran ido por tierra al Caño Guineo, para salir al Putumayo un poco arriba del puerto de San José, y bajar el río hasta encontrar el Igaraparaná; tampoco era improbable que hubieran tomado la trocha de Mocoa a Puerto Limón, sobre el Caquetá, para descender por esa arteria al Amazonas y remontar éste y el Putumayo en busca de los cauchales de “La Chorrera”. Yo me decidí por la última vía.

»Por fortuna, en Mocoa me ofreció curiara y protección un colombiano de amables prendas, el señor Custodio Morales, que era colono del río Cuimañí, indicóme el peligro de acometer los rápidos de Araracuara, y me dejó en Puerto Pizarro para que siguiera, al través de los grandes bosques, por el rumbo que va al puerto de La Florida, en el Caraparaná, donde los peruanos tenían barracas.

»Solo y enfermo emprendí ese viaje. Al llegar solicité enganche y abrí una cuenta. Ya me habían dicho que a mi pequeño no se le conocía en la región, pero quise convencerme y salí a trabajar goma.

»Era verdad que en mi cuadrilla no estaba el niño, pero podía hallarse en otras. Ningún cauchero oyó jamás su nombre. A veces se alegraba mi reflexión al considerar que Lucianito no había palpado la bruta inmoralidad de esas costumbres; mas ¡cuán poco me duraba el consuelo! Era seguro que se encontraba en remotos cauchales, bajo otros amos, educándose en la crueldad y la villanía, enloquecido de humillación y de miseria. Mi capataz principió a quejarse de mi trabajo. Un día me cruzó la cara de un latigazo y me envió preso al barracón. Toda la noche estuve en el cepo, y, en la siguiente, me mandaron para “El Encanto”. Había logrado lo que pretendía: buscar a Lucianito en otros gomales».

Don Clemente Silva enmudeció. Tocábase la frente con las manos estremecidas, como si aún sintiera en su rostro el culebreo del látigo infame. Y agregó después:

—Amigos, esta pausa abarca dos años. De allí me picurié para La Chorrera.

* * *

«Recuerdo que la noche de mi llegada celebraban el Carnaval. Frente a los barandales del corredor discurría borracha una muchedumbre clamorosa. Indios de varias tribus, blancos de Colombia, Venezuela, Perú y Brasil, negros de las Antillas, vociferaban pidiendo alcohol, pidiendo mujeres y chucherías. Entonces, desde una trastienda, aventábanles triquitraques, botones, potes de atún, cajas de galletas, tabaco de mascar, alpargatas, franelas, cigarros. Los que no podían coger nada, empujaban, por diversión, a sus compañeros sobre el objeto que caía, y encima de él arracimábase el tumulto, entre risotadas y pataleos. Del otro lado, junto a las lámparas humeantes, había grupos nostálgicos, escuchando a los cantores que entonaban aires de sus tierras: el bambuco, el joropo, la “cumbia–cumbia». De repente, un capataz velludo y bilioso se encaramó sobre una tarima y disparó al viento su winchester. Expectante silencio. Todas las caras se volvieron al orador. ‘Caucheros —exclamó éste—, ya conocéis la munificencia del nuevo propietario. El señor Arana ha formado una compañía que es dueña de los cauchales de La Chorrera y los de El Encanto. ¡Hay que trabajar, hay que ser sumisos, hay que obedecer! Ya nada queda en la pulpería para regalaros. Los que no hayan podido recoger ropa, tengan paciencia. Los que están pidiendo mujeres, sepan que en las próximas lanchas vendrán cuarenta, oídlo bien, cuarenta, para repartirlas de tiempo en tiempo entre los trabajadores que se distingan. Además, saldrá pronto una expedición a someter a las tribus «andoques» y lleva encargo de recoger «guarichas» donde las haya. Ahora, prestadme todos atención: cualquier indio que tenga mujer o hija debe presentarla en este establecimiento para saber qué se hace con ella.

»Inmediatamente otros capataces tradujeron el discurso a la lengua de cada tribu, y la fiesta siguió como antes, coreada por exclamaciones y aplausos.

»Yo me escurría por entre la gente, temeroso de hallar a mi hijo. fue la primera vez que no quise verlo. Sin embargo, miraba a todas partes y resolví preguntar por él: señor, ¿usted conoce a Luciano Silva? Dígame, ¿entre esta gente habrá algún pastuso? ¿Sabe usted, por casualidad, si Larrañaga o Juanchito Vega viven aquí?

»Como mis preguntas producían hilaridad, me atreví a penetrar en el corredor. Los centinelas me rechazaron. Un hombre vino a advertirme que el aguardiente lo repartían en las barracas. Y era verdad: por allí desfilaba la multitud presentando jarros y totumas al vigilante que hacía la distribución. Un cuadrillero venático quería chancearse: vertió petróleo en una ponchera y lo ofreció a unos indios. Como ninguno aceptó el engaño, les tiró encima la vasija llena. No sé quién “rastrilló” sus fósforos; pero al momento una llamarada crepitante achicharró a los indígenas, que se abalanzaron sobre el tumulto con alaridos locos, coronados de fuego lívido, abriéndose paso hacia las corrientes, donde se sumergieron agonizando.

»Los empresarios de La Chorrera asomaron a la baranda, con los naipes de póker en las manos. “¿Qué es esto? ¿Qué es esto?”, repetían. El judío Barchilón tomó la palabra: “¡Hola, muchachos, no sean patanes! ¡Van a quemarnos el ‘ensoropado’ de los caneyes!”. Larrañaga calcó la orden de Juancho Vega: “¡No más diversión! ¡No más diversión!”.

»Y al sentir el hedor de la grasa humana, escupieron sobre la gente y se encerraron impasibles.

»Así como el caballo entra en los corrales y a coces y mordiscos aparta las hembras de su rodeo, integraron los capataces sus cuadrillas a culatazos y las empujaron a cada barraca, en medio de un bullicio atormentador.

»Yo alcancé a gritar con toda la fuerza de mis pulmones: ‘¡Lucianito! ¡Lucianito, aquí está tu padre!’».

* * *

«Al día siguiente, mi paciencia se puso a prueba. Eran casi las dos y los empresarios continuaban durmiendo. Por la mañana, cuando las cuadrillas salieron a los trabajos, se me presentó un negrote de Martinica, afilando en la vaina de su machete la hoja terrible.

»—¡Hola! —me dijo—, ¿vos por qué te quedás aquí?

»—Porque soy “rumbero» y voy a salir a exploración.

»—Vos parecés picure. Vos estabas en El Encanto.

»—Y aunque así fuera, ¿no son de un solo dueño ambas regiones?

»—Vos eras el sinvergüenza que escribía letreros en los árboles. Agradecé que te perdonaban.

»Púsele fin al riesgoso diálogo porque vi al tenedor de libros abriendo la puerta de la oficina. Ni siquiera volvió a mirarme cuando le di el saludo, pero avancé hasta el mostrador.

»—Señor Loaiza —le dije con miedosa lengua—, quiero saber, si fuera posible, cuánto vale la cuenta de un hijo mío.

»—¿Un hijo tuyo? ¿Querés comprarlo? ¿Te dijeron ya que lo vendían?

»—Para hacer mis cálculos... Se llama Luciano Silva.

»El hombre plegó un gran libro y tomando su lápiz hizo números. Las rodillas me temblaban de emoción, ¡al fin encontraba el paradero de Lucianito!

»—Dos mil doscientos soles —afirmó Loaiza—. ¿Qué recargo te piden sobre esa suma?

»—¿Recargo?... ¿Recargo?

»—Naturalmente. No estamos para vender el personal. Por el contrario, la empresa busca gente.

»—¿Podría decirme usted dónde está ahora?

»—¿Tu muchacho? Fíjate con quién tratás. Eso se les pregunta a los cuadrilleros.

»Por desgracia mía, el negrote entró en ese instante.

»—Señor Loaiza —exclamó—, no pierda palabras con este viejo. Es un picure de El Encanto y de La Florida, flojo y destornillado, que en vez de picar los árboles, grababa letreros en las cortezas con la punta del cuchillo. Vaya usted a los siringales y se convencerá. Por todas las estradas la misma cosa: ‘Aquí estuvo Clemente Silva en busca de su querido hijo Luciano’. ¿Ha visto usted vagabundería?

»Yo, como un acusado, bajé los ojos.

»—¡Hombres —prorrumpí—, bien se conoce que ustedes nunca han sido padres!

»—¿Qué opinan de este viejo tan descocado? ¡Cómo habrá sido de mujeriego cuando hace gala de reproductor!

»Así me respondieron, desenfrenando carcajadas; pero yo me erguí como un mástil, y mi mano debilitada, abofeteó al contabilista. El negro, de un puntapié, me tiró boca abajo contra la puerta. ¡Al levantarme, lloré de orgullo y satisfacción!».

* * *

«En la pieza vecina se alzó una voz trasnochada y amenazante. No tardó en asomar, abotonándose el piyama, un hombre gordote y abotagado, pechudo como una hembra, amarillento como la envidia. Antes que hablara, apresuróse el contabilista a informarle lo sucedido:

»—¡Señor Arana, voy a morir de pena! ¡Perdone usted! Este hombre que está presente vino a pedirme un extracto de lo que está debiéndole a la compañía, mas apenas le enuncié el saldo, se lanzó a romper el libro, lo trató a usted de ladrón y amenazó con apuñalarme.

»El negro hizo señal de asentimiento; permanecí aturrullado de indignación; Arana enmudecía más. Pero con mirada desmentidora consternó a los dos infames, y me preguntó, poniéndome sus manos en los hombros:

»—¿Cuántos años tiene Luciano Silva, el hijo de usted?

»—No ha cumplido los quince.

»—¿Usted está dispuesto a comprarme la cuenta suya y la de su hijo? ¿Cuánto debe usted? ¿Qué abonos le han hecho por su trabajo?

»—Lo ignoro, señor.

»—¿Quiere darme por las dos cuentas cinco mil soles?

»—Sí, sí, pero aquí no tengo dinero. Si usted quisiera la casita que poseo en Pasto... Larrañaga y Vega son paisanos míos. Ellos podrían darle informes, ellos fueron mis condiscípulos.

»—No le aconsejo ni saludarlos. Ahora no quieren amigos pobres. Dígame —agregó sacándome al patio—, ¿usted no tiene goma con qué pagar?

»—No, señor.

»—¿Ni sabe cuáles son los caucheros que me la roban? Si me denuncia algún escondite, nos dividiremos la que allí haya.

»—No, señor.

»—¿Usted no podría conseguirla en el Caquetá? Yo le daría compañerazos para que asaltara barracones.

»Disimulando la repulsión que me producían aquellas maquinaciones rapaces, pasé de la astucia a la doblez. Aparenté quedar pensativo. Mi sobornador estrechó el asedio:

»—Me valgo de usted porque comprendo que es honrado y que sabrá guardarme la reserva. Su misma cara le hace el proceso. De no ser así, lo trataría como a picure, me negaría a venderle a su hijo y a uno y a otro los enterraría en los siringales. Recuerde que no tienen con qué pagarme y que yo mismo le doy a usted los medios de quedar libres.

»—Es verdad, señor. Mas eso mismo obliga mi fe de hombre reconocido. No quisiera comprometerme sin tener la seguridad de cumplir. Me gustaría ir al Caquetá, por lo pronto, como rumbero, mientras estudio la región y abro alguna trocha estratégica.

»—Muy bien pensado, y así será. Eso queda al cuidado suyo, y el hijo de usted a mi cuidado. Pida un winchester, víveres, una brújula y llévese un indio como carguero.

»—Gracias, señor, pero mi cuenta se aumentaría.

»—Eso lo pago yo, ése es mi regalo de Carnaval».

* * *

«El pasaporte que me dio el amo hacía rabiar de envidia a los capataces. Podía yo transitar por donde quisiera y ellos debían facilitarme lo necesario. Mis facultades me autorizaban para escoger hasta treinta hombres y tomarlos de las cuadrillas que me placieran, en cualquier tiempo. En vez de dirigirme hacia el Caquetá, resolví desviarme por la hoya del Putumayo. Un vigilante de las entradas del caño Eré, a quien llamaban “El Pantero» por sobrenombre, me puso preso y envió en consulta el salvoconducto. La respuesta fue favorable, pero me reformaron la atribución: en ningún caso podía escoger a Luciano Silva.

»La citada orden echó por tierra mis planes, porque yo buscaba a mi hijo para llevármelo. Muchas veces, al sentir el estruendo de los cauchales derribados por las peonadas, pensaba que mi chicuelo andaría con ellas y que podía aplastarlo alguna rama. Por entonces se trabajaba el caucho negro tanto como el “siringa”, llamado “goma borracha” por los brasileños; para sacar éste, se hacen incisiones en la corteza, se recoge la leche en petaquillas y se cuaja al humo; la extracción de aquel exigía tumbar el árbol, hacerle lacraduras de cuarta en cuarta, recoger el jugo y depositarlo en hoyos ventilados, donde lentamente se coagulaba. Por eso era tan fácil que los ladrones lo traspusieran.

»Cierto día sorprendí a un peón tapando su depósito con tierra y hojas. Circulaba ya la falsa especie de que yo ejercía fiscalización por cuenta del amo, leyenda que me puso en grandes peligros porque me granjeó muchas odiosidades. El sorprendido cogió el machete para destroncarme, pero yo le tendí mi winchester, advirtiéndole:

»—Te voy a probar que no soy espía. No contaré nada. Pero si mi silencio te hace algún bien, dime dónde está Luciano Silva.

»—¡Ah!... ¿Silvita?... ¿Silvita?... Trabaja en Capalurco, sobre el río Napo, con la peonada de Juan Muñeiro.

»Esa misma tarde principié a picar la trocha que va desde el caño Eré hasta el Tamboriaco. En esa travesía gasté seis meses: tuve que comer yuca silvestre, a falta de mañoco. ¡Qué tan grande sería mi extenuación, cuando decidí descansar un tiempo, en el abandono y la soledad!

»En el Tamboriaco encontré peones de la cuadrilla que residían en un lugar llamado “El Pensamiento”. El capataz me invitó a remontar el caño, so pretexto de que visitara el barracón, donde me daría víveres y curiara. Esa noche, apenas quedamos solos, me preguntó:

»—¿Y qué dicen los empresarios contra Muñeiro? ¿Lo perseguirán?

»—Acaso Muñeiro...

»—Se fugó con peones y caucho, hace cinco meses. ¡Noventa quintales y trece hombres!

»—¡Cómo! ¡Cómo! ¿Pero es posible?

»—Trabajaron últimamente cerca de la laguna de Cuyabeno, volvieron a Capalurco, se escurrieron por el Napo, saldrían al Amazonas, y estarán en el extranjero. Muñeiro me había propuesto que tiráramos esa parada; pero yo tuve mi recelillo, porque está de moda entre los sagaces picurearse con los caucheros, prometiéndoles realizar la goma que llevan, prorratearles el valor y dejarlos libres. Con esta ilusión se los cargan para otros ríos y se los venden a nuevos patronos. ¡Y ese Muñeiro es tan faramallero! Y como hay un resguardo en la boca del río Mazán...

»Al oír esta declaración me descoyunté. El resto de mi vida estaba de sobra. Un consuelo triste me reconfortó: con tal que mi hijo residiera en país extraño, yo, para los días que me quedaban, arrastraría gustoso la esclavitud en mi propia patria.

»—Pero —prosiguió mi interlocutor—, también se rumorea que ese personal no se ha picureado. Piensan que usted lo llevó consigo a no sé qué punto.

»—¡Si ni siquiera he visto el río Napo!

»—Eso es lo curioso. Usted sabe muy bien que una cuadrilla cela a la otra y que hay obligación de contarle al dueño común lo bueno y lo malo. Envié posta al Encanto con este aviso: ‘Muñeiro no aparece’. Me contestaron que averiguara si usted se lo había llevado con su gente para el Caquetá, y que, en todo caso, por precaución, remitiera preso a Luciano Silva. A usted lo esperan hace tiempo y varias comisiones lo andan buscando. Yo le aconsejaría que se volviera a poner en claro estas cosas. Dígales allá que no tengo víveres y que mi personal está muriéndose de calenturas.

»Quince días más tarde regresé a El Encanto, a darme preso. Ocho meses antes había salido a la exploración. Aunque aseveré haber descubierto caños de mucha goma y ser inocente de la fuga de Juan Muñeiro y su grupo, me decretaron una novena de veinte azotes por día y sobre las heridas y desgarrones me rociaban sal. A la quinta flagelación no podía levantarme; pero me arrastraban en una estera sobre un hormiguero de “congas” y tenía que salir corriendo. Esto divirtió de lo lindo a mis victimarios.

»De nuevo volvía a ser el cauchero Clemente Silva, decrépito y lamentable.

»Sobre mis esperanzas pasaron los tiempos.

»Lucianito debía tener diecinueve años».

* * *

«Por esa época hubo para mi vida un suceso trascendental: un señor francés, a quien llamábamos el “mosiú», llegó a las caucherías como explorador y naturalista. Al principio se susurró en los barracones que venía por cuenta de un gran museo y de no sé qué sociedad geográfica; luego se dijo que los amos de los gomales le costeaban la expedición.

»Y así sería, porque Larrañaga le entregó víveres y peones. Como yo era el rumbero de mayor pericia, me retiraron de la tropa trabajadora en el río Cahuinarí para que lo guiara por donde él quisiera.

»Al través de las espesuras iba mi machete abriendo la trocha, y detrás de mí desfilaba el sabio con sus cargueros, observando plantas, insectos, resinas. De noche, en playones solemnes, apuntaba a los cielos su teodolito y se ponía a coger estrellas, mientras que yo, cerca del aparato, le iluminaba el lente con un foco eléctrico. En lengua enrevesada solía decirme:

»—Mañana te orientarás en la dirección de aquellos luceros. Fíjate bien de qué lado brilla y recuerda que el sol sale por aquí.

»Y yo le respondía regocijado:

»—Desde ayer hice el cálculo de ese rumbo, por puro instinto.

»El francés, aunque reservado, era bondadoso. Es cierto que el idioma le oponía complicaciones; pero conmigo se mostró siempre afable y cordial. Admirábase de verme pisar el monte con pies descalzos, y me dio botas; dolíase de que las plagas me persiguieran, de que las fiebres me achajuanaran, y me puso inyecciones de varias clases, sin olvidarse nunca de dejarme en su vaso un sorbo de vino y consolar mis noches con algún cigarro.

»Hasta entonces parecía no haberse enterado de la condición esclava de los caucheros. ¡Cómo pensar que nos apalearan, nos persiguieran, nos mutilaran aquellos señores de servil ceño y melosa charla que salieron a recibirlo en La Chorrera y en El Encanto! Mas cierto día en que vagábamos en una vega del Yacuruma, por donde pasa un viejo camino que une barracones abandonados en la soledad de esas montañas, se detuvo el francés a mirar un árbol. Acérqueme por alistarle, según costumbre, la cámara fotográfica y esperar órdenes. El árbol, castrado antiguamente por los gomeros, era un “siringo” enorme, cuya fortaleza quedó llena de cicatrices, gruesas, protuberantes, tumefactas, como lobanillos apretujados.

»—¿El señor desea tomar alguna fotografía? —le pregunté.

»—Sí. Estoy observando unos jeroglíficos.

»—¿Serán amenazas puestas por los caucheros?

»—Evidentemente: aquí hay algo como una cruz.

»Me acerqué congojoso, reconociendo mi obra de antaño, desfigurada por los repliegues de la corteza: ‘Aquí estuvo Clemente Silva’. Del otro lado, las palabras de Lucianito: ‘Adiós, Adiós...’.

»—¡Ay, Mosiú —murmuré—, esto lo hice yo!

»Y apoyado en el tronco me puse a llorar».

* * *

«Desde aquel instante tuve, por primera vez, un amigo y un protector. Compadecióse el sabio de mis desgracias y ofreció libertarme de mis patrones, comprando mi cuenta y la de mi hijo, si aún era esclavo. Le referí la vida horrible de los caucheros, le enumeré los tormentos que soportábamos, y, porque no dudara, lo convencí objetivamente:

»—Señor, diga si mi espalda ha sufrido menos que ese árbol.

»Y, levantándome la camisa, le enseñé mis carnes laceradas.

»Momentos después, el árbol y yo perpetuamos en la Kodak nuestras heridas, que vertieron para igual amo distintos jugos: siringa y sangre.

”De allí en adelante, el lente fotográfico se dio a funcionar entre las peonadas, reproduciendo fases de tortura, sin tregua ni disimulo, abochornando a los capataces, aunque mis advertencias no cesaban de predicarle al naturalista el grave peligro de que mis amos lo supieran. El sabio seguía impertérrito, fotografiando mutilaciones y cicatrices. ‘Estos crímenes, que avergüenzan a la especie humana —solía decirme— deben ser conocidos por todo el mundo para que los gobiernos se apresuren a remediarlos’. Envió notas a Londres, París y Lima, acompañando vistas de sus denuncias, y pasaron tiempos sin que se notara ningún remedio. Entonces decidió quejarse a los empresarios, adujo documentos y me envió con cartas a La Chorrera.

»Sólo Barchilón se encontraba allí. Apenas leyó el abultado pliego, hizo que me llevaran a su oficina.

»—¿Dónde conseguiste botas de “soche»? —gruñó al mirarme.

»—El mosiú me las dio con este vestido.

»—¿Y dónde ha quedado ese vagabundo?

»—Entre el caño Campuya y Lagarto–cocha —afirmé mintiendo—. Poco más o menos a treinta días.

»—¿Por qué pretende ese aventurero ponerle pauta a nuestro negocio? ¿Quién le otorgó permiso para darlas de retratista? ¿Por qué diablos vive alzaprimándome los peones?

»—Lo ignoro, señor. Casi no habla con nadie y cuando lo hace, poco se le entiende...

»—¿Y por qué nos propone que te vendamos?

»—Cosas de él...

»El furioso judío salió a la puerta y examinaba contra la luz algunas postales de la kodak.

»—¡Miserable! ¿Este espinazo no es el tuyo?

»—¡No, señor; no, señor!

»—¡Pélate medio cuerpo, inmediatamente!

»Y me arrancó a tirones blusa y franela. Tal temblor me agitaba, que, por fortuna, la confrontación resultó imposible. El hombre requirió la pluma de su escritorio, y, tirándomela de lejos, me la clavó en el homoplato. Todo el cuadril se me tiñó de rojo.

»—Puerco, quita de aquí, que me ensangrientas el entablado.

»Me precipitó contra la baranda y tocó un silbato. Un capataz, a quien le decíamos “El Culebrón”, acudió solícito. El amo ordenó al entrar:

»—Ajústale las botas con un par de grillos, porque, de seguro, le quedan grandes.

»Así se hizo.

»El Culebrón se puso en marcha con cuatro hombres, a llevar la respuesta, según se decía.

»¡El infeliz francés no salió jamás!».

* * *

«El año siguiente fue para los caucheros muy fecundo en expectativas. No sé cómo, empezó a circular subrepticiamente en gomales y barracones un ejemplar del diario “La Felpa», que dirigía en Iquitos el periodista Saldaña Roca. Sus columnas clamaban contra los crímenes que se cometían en el Putumayo, y pedían justicia para nosotros. Recuerdo que la hoja estaba maltrecha, a fuerza de ser leída, y que en el siringal del caño Algodón, la remendamos con caucho tibio, para que pudiera viajar de estrada en estrada oculta entre un cilindro de bambú que parecía cabo de hachuela.

»A pesar de nuestro recato, un gomero del Ecuador a quien llamábamos “El Presbítero”, le sopló al vigilante lo que ocurría, y sorprendieron cierta mañana, entre unos palmares de “chiquichiqui”, a un lector descuidado y a sus oyentes, tan distraídos en la lectura que no se dieron cuenta del nuevo público que tenían. Al lector le cosieron los párpados con fibras de “cumare” y a los demás les echaron en los oídos cera caliente.

»El capataz decidió regresar a El Encanto para mostrar la hoja; y como no tenía curiara, me ordenó que lo condujera por entre el monte. Una nueva sorpresa me esperaba: había llegado un visitador y en la propia casa recibía declaraciones.

»Al darle mi nombre, comenzó a filiarme y en presencia de todos me preguntó:

»—¿Usted quiere seguir trabajando aquí?

»Aunque he tenido la desgracia de ser tímido, alarmé a la gente con mi respuesta:

»—¡No, señor; no, señor!

»El letrado acentuó con voz enérgica:

»—Puede marcharse cuando le plazca, por orden mía. ¿Cuáles son sus señales particulares?

»—Estas —afirmé, desnudando mi espalda.

»El público estaba pálido. El Visitador me acercaba sus espejuelos. Sin preguntarme nada, repitió:

»—¡Puede marcharse mañana mismo!

»Y mis amos dijeron sumisamente:

»—¡Señor Visitador, mande Su Señoría!

»Uno de ellos con el desparpajo de quien recita un discurso aprendido, agregó ante el funcionario:

»—Curiosas cicatrices las de este hombre, ¿verdad? ¡Tiene tantos secretos la botánica, particularmente en estas regiones! No sé si Su Señoría habrá oído hablar de un árbol maligno, llamado “mariquita» por los gomeros. El sabio francés, a petición nuestra, se interesó por estudiarlo. Dicho árbol, a semejanza de las mujeres de mal vivir brinda una sombra perfumada; mas ¡ay!, del que no resista a la tentación: su cuerpo sale de allí veteado de rojo, con una comezón desesperante, y van apareciendo lamparones que se supuran y luego cicatrizan arrugando la piel. Como este pobre viejo que está presente, muchos siringueros han sucumbido a la inexperiencia.

»—Señor... —iba a insinuar, pero el hombre siguió tan cínico:

»—¿Y quién creerá que este insignificante detalle le origina complicaciones a la empresa? Tiene tantas rémoras este negocio, exige tal patriotismo y perseverancia, que si el Gobierno lo desatiende quedarán sin soberanía estos grandes bosques, dentro del propio límite de la patria. Pues bien: ya Su Señoría nos hizo el honor de averiguar en cada cuadrilla cuáles son las violencias, los azotes, los suplicios a que sometemos a las peonadas, según el decir de nuestros vecinos, envidiosos y despechados, que buscan mil maneras de impedir que nuestra Nación recupere sus territorios y que haya peruanos en estas lindes, para cuyo intento no faltan nunca ciertos escritorcillos asalariados.

»Ahora retrocedo al tema inicial: La empresa abre sus brazos a quien necesite de recursos y quiera enaltecerse mediante el esfuerzo. Aquí hay trabajadores de muchos lugares, buenos, malos, díscolos, perezosos. Disparidad de caracteres y de costumbre, indisciplina, amoralidad, todo eso ha encontrado en la mariquita un cómplice cómodo; porque algunos —principalmente los colombianos— cuando riñen y se golpean o padecen “el mal del árbol”, se vengan de la empresa que los corrige, desacreditando a los vigilantes, a quienes achacan toda lesión, toda cicatriz, desde las picaduras de los mosquitos hasta la más parva rasguñadura.

»Así dijo, y volviéndose a los del grupo, les preguntó:

»—¿Es verdad que en estas regiones abunda la mariquita? ¿Es cierto que produce pústulas y nacidos?

»Y todos respondieron con grito unánime:

»—¡Sí, señor, sí señor!

»—Afortunadamente —agregó el bellaco—, el Perú atenderá nuestra iniciativa patriótica: le hemos pedido a la autoridad que nos militarice las cuadrillas, mediante la dirección de oficiales y sargentos, a quienes pagaremos con mano pródiga su permanencia en estos confines, con tal que sirvan a un mismo tiempo de fiscales para la empresa y de vigilantes en las estradas. De esta suerte, el gobierno tendrá soldados, los trabajadores garantías innegables y los empresarios estímulo, protección y paz.

»El Visitador hizo un signo de complacencia».

* * *

«Un abuelo, Balbino Jácome, nativo de Garzón, a quien se le secó la pierna derecha por la mordedura de una tarántula, fue a visitarme al anochecer; y recostando sus muletas bajo el alero de la barraca donde mi chinchorro pendía, dijo quedo:

»—Paisano, cuando pise tierra cristiana, pague una misa por mi intención.

»—¿En premio de que confirma las desvergüenzas de los empresarios?

»—No. En memoria de la esperanza que hemos perdido.

»—Sepa y entienda —le repuse—, que usted no debe valerse de mi persona. Usted ha sido el más abyecto de los “lambones», el favorito de Juancho Vega, a quien superó en renegar de nuestro país y en desacreditar a los colombianos.

»—Sin embargo —replicó—, mis compatriotas algo me deben. Pues que usted se va, puedo hablarle claro: he tenido la diplomacia de enamorar a los enemigos, aparentando esgrimir el rebenque para que hubiera un verdugo menos. He desempeñado el puesto de espía porque no pusieran a otro, de verdaderas capacidades. No hice más que amoldarme al medio y jugar al tute escogiendo las cartas. ¿Que era necesario atajar un chisme? Yo lo sabía y lo tergiversaba. ¿Que a un tal lo maltrataron en la cuadrilla? Aplaudía el maltratamiento, ya inevitable, y luego me vengaba del esbirro. ¿Por qué los vigilantes me miman tanto? Porque soy el hombre de las influencias y de la confianza. ‘Oye, le digo a uno: Los amos han sabido cierta cosita...’. Y éste se me postra, prorrumpiendo en explicaciones. Entonces consigo lo que nadie obtendría: ‘¡No me les pegues a mis paisanos; si aprietas allá, te remacho aquí!’.

»De esta manera practico el bien, sin escrúpulos, sin gloria y con sacrificios que nadie agradece. Siendo una escoria andante, hago lo que puedo como buen patriota, disfrazado de mercenario. Usted mismo se irá muy pronto odiándome, maldiciéndome, y al pisar su valle, fértil como el mío, sentirá alegría de que yo sufra en tierras de salvajes, la expiación de pecados que son virtudes.

»Confiéselo, paisano: ¿cuando su viaje al Caquetá no le rogué que se picureara? ¿No le pinté, para decidirlo, el caso de Julio Sánchez, que en una basta canoa se fugó con la esposa encinta, por toda la vena del Putumayo, sin sal ni fuego, perseguido por lanchas y guarniciones, guareciéndose en los rebalses, remontando tan sólo en noches oscuras, y en tal largo tiempo, que al salir a Mocoa la mujer penetró en la iglesia llevando de la mano a su muchachito, nacido en la curiara?

»Mas usted despreció muchas facilidades. ¡Si yo las hubiera tenido, si no me maneara esta invalidez! Cuantos se fugan, por consejos míos, me prometieron venir por mí y llevarme en hombros; pero se largan sin avisarme, y si los prenden, cargo la culpa, y vienen a decir que fuí cómplice, por lo cual tengo que exigir que les echen palo, para recuperar así mi influencia mermada. ¿Quién le rogó al francés que pidiera de rumbero a Clemente Silva? ¿Qué mejor coyuntura para un picure? ¡Y usted, lejos de agradecer mis sugestiones, me trató mal! Y en vez de impedir que el sabio se metiera en tantos peligros, lo dejó solo, y tuvo la ocurrencia de venir con esas cartas donde el patrón, para que sucediera lo que ha sucedido. ¡Y ahora quiere que me ponga a contradecir lo que dicen los amos, cuando nos ha perdido el Visitador!

»—¡Hola, paisano, explíqueme eso!

»—No, porque nos oyen en la cocina. Si quiere, más tardecito nos vemos en la curiara, con el pretexto de pescar.

»Así lo hicimos».

* * *

«En el puerto había diversas embarcaciones. Mi compañero se detuvo a hablar con un boga que dormía a bordo de una gran lancha. Ya me impacientaba la demora cuando oí que se despidieron. El marinero prendió el motor y encendióse la luz eléctrica. Sobre la bombilla de mayor volumen comenzó a zumbar el ventilador.

»Entonces, por un tablón que servía de puente, pasaron a la barca varias personas, de vestidos almidonados, y entre ellas una dama llena de joyas y arandelas, que se reía con risa de circo. Mi compañero se me acercó.

»—Mire —dijo en voz baja—, los señores amos están de té. Esa hermosura a quien le da la mano Su Señoría, es la madona Zoraida Ayram».

»Nos metimos en la curiara, y, a poco de bogar, la amarramos en un remanso, desde donde veíamos luces de focos reflejadas en la corriente. Balbino Jácome dio principio a su exposición:

»—Según me contaba Juanchito Vega, las cartas que el sabio mandó al exterior produjeron alarmas muy graves. A esto se agrega que el francés desapareció, como desaparecen aquí los hombres. Pero Arana vive en Iquitos y su dinero está en todas partes. Hace como seis meses empezó a mandar los periódicos enemigos para que la empresa los conociera y tomara con tiempo precauciones.

»Al principio ni siquiera me los mostraban; después me preguntaron si podían contar conmigo y me gratificaron con la administración de la pulpería.

»Cierta vez que los empresarios se trasladaron a La Chorrera, unos cuadrilleros pidieron quinina y pólvora. Como bien conozco qué capataces no deletrean, hice paquetes en esos periódicos y los despaché a los barracones y a los siringales, por si algún día, al quedar por ahí volteando, daban con un lector que los aprovechara.

»—Paisano —exclamé—, ahora sí le creo. Entre nosotros circuló uno. ¡Por causa de él vine a dar aquí, a encontrar salvación! ¡Gracias a usted!

»—No se alegre, paisano: ¡Estamos perdidos!

»—¿Por qué? ¿Por qué?

»—¡Por la venida de este maldito Visitador! ¡Por este Visitador que al fin no hizo nada! Mire usted: quitaron el cepo, el día que llegó, y pusiéronselo de puente al desembarcar, sin que se le ocurriera reparar en los agujeros que tiene, o en las manchas de sangre que lo vetean; fuimos al patio, al lugar donde estuvo puesta esa máquina de tormento, y no advirtió los trillados que dejaron los prisioneros al debatirse, pidiendo agua, pidiendo sombra. Por burlarse de él, olvidaron en la baranda un rebenque de seis puntas, y preguntó el muy simple si estaba hecho de verga de toro. Y Macedo, con gran descaro, le dijo riéndose: ‘Su Señoría es hombre sagaz. Quiere saber si comemos carne vacuna. Evidentemente, aunque el ganado cuesta carísimo, en aquel botalón apegamos las “resecitas».

»—Me consta —le argüí—, que el Visitador es hombre enérgico.

»—Pero sin malicia ni observación. Es como un toro ciego que sólo embiste al que le haga ruido. ¡Y aquí nadie se atreve a hablar! Aquí ya estaba todo muy bien arreglado y las cuadrillas reorganizadas: a los peones descontentos o resentidos los concentraron quién sabe dónde, y los indios que no entienden el español ocuparon los caños próximos. Las visitas del funcionario se limitaron a reconocer algunas cuadrillas, de las ciento y tantas que trabajaban en estos ríos y en muchos otros inexplorados, de suerte que en recorrerlas e interrogarlas nadie gastaría menos de cinco meses. Aún no hace una semana que llegó el Visitador y ya está de vuelta.

»Su Señoría se contentará con decir que estuvo en la calumniada selva del crimen, les habló de “habeas corpus” a los gomeros, oyó sus quejas, impuso su autoridad y los dejó en condiciones inmejorables, facultados para el regreso al hogar lejano. Y de aquí en adelante, nadie prestará crédito a las torturas y a las expoliaciones, y sucumbiremos irredentos, porque el informe que presente Su Señoría será respuesta obligada a todo reclamo, si quedan personas cándidas que se atrevan a insistir sobre asuntos ya desmentidos oficialmente.

»Paisano, no se sorprenda al escucharme estos razonamientos, en los cuales no tengo parte. Es que se los he oído a los empresarios. Ellos temblaron ante la idea de salir de aquí con la soga al cuello; y hoy se ríen del temor pretérito porque aseguraron el porvenir. Cuando el Visitador se movía para tal caño, en ejercicio de sus funciones, quedábamos en casa sin más distracción que la de apostar a que no pasarían de tres los gomeros que se atrevieran a dar denuncias, y a que Su Señoría tendría para todos idéntica frase: ‘Usted puede irse cuando le plazca’.

»—Paisano, ¡si estamos libres! ¡Si nos han dado la libertad!

»—No, compañero, ni se lo sueñe. Quizás algunos podrían marcharse, pero pagando, y no tienen medios. No saben el por dónde, ni el cómo, ni el cuándo. ‘Mañana mismo’. ¡Ése es un adverbio que suena bien! ¿Y el saldo y la embarcación y el camino y las guarniciones? Salir de aquí por quedar allá no es negocio que pague los gastos, muy menos hoy que los intereses sólo se abonan a látigo y sangre.

»—¡Yo me olvidaba de esa verdad! ¡Me voy a hablarle al Visitador!

»—¡Cómo! ¿A interrumpir sus coloquios con la madona?

»—¡A pedirle que me lleve de cualquier modo!

»—No se afane, que mañana será otro día. El boga con quien hablé al venir aquí dañará el motor de la lancha esta misma noche y durará el daño hasta que yo quiera. Para eso está en mis manos la pulpería. Ya ve que los lambones de algo servimos.

»—¡Perdóneme, perdóneme! ¿Qué debo hacer?

»—Lo que manda Dios: confiar y esperar. ¡Y lo que yo mando: seguir oyendo!

»Sin hacer caso de mi angustia, Balbino Jácome prosiguió:

»—Su Señoría no se lleva ni un solo preso, aunque se le hubieran dado algunitos, por peligrosos; no a los que matan o a los que hieren, sino a los que roban. Pero el Visitador no pudo hacer más. Antes que llegara, fueron espías a las barracas a secretear el chisme de que la empresa quería cerciorarse de cuáles eran los servidores de mala índole, para ahorcarlos a todos, con cuyo fin les tomaría declaraciones cierto socio extranjero, que se haría pasar por Juez de Instrucción. Esta medida tuvo un éxito completísimo: Su Señoría halló por doquiera gentes felices y agradecidas, que nunca oyeron decir de asesinatos ni de vejámenes.

»Mas el crimen perpetuo no está en las selvas, sino en dos libros: en el Diario y en el Mayor. Si Su Señoría los conociera, encontraría más lectura en el DEBE que en el HABER, ya que a muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según lo que informan los capataces. Con todo, hallaría datos inicuos: peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos: indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirían en toda su vida, porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud.

»Mi compañero hizo una pausa, mientras me ofrecía su tabaquera. Yo, aunque consternado por tanta ignominia, quise defender al Visitador:

»—Probablemente Su Señoría no tendrá orden judicial para ver esos libros.

»—Aunque la tuviera. Están bien guardados.

»—¿Y será posible que Su Señoría no lleve pruebas de tantos atropellos que fueron públicos? ¿Se estará haciendo el disimulado?

»—Aunque así fuera. ¿Qué ganaríamos con la evidencia de que fulano mató a zutano, robó a mengano, hirió a perencejo? Eso, como dice Juanchito Vega, pasa en Iquitos y en dondequiera que existan hombres: cuánto más aquí en una selva sin policía ni autoridades. Líbrenos Dios de que se compruebe crimen alguno, porque los patrones lograrían realizar su mayor deseo: la creación de Alcaldías y de Panópticos, o mejor, la iniquidad dirigida por ellos mismos. Recuerde usted que aspiran a militarizar a los trabajadores, a tiempo que en Colombia pasan cosillas reveladoras de algo muy grave, de subterránea complicidad, según frase de Larrañaga. ¿Los colonos colombianos no están vendiendo a esta empresa sus fundaciones, forzados por falta de garantías? Ahí están Calderón, Hipólito Pérez y muchos otros, que reciben lo que les dan, creyéndose bien pagados con no perderlo todo y poder escurrir el bulto. ¿Y Arana, que es el despojador, no sigue siendo, prácticamente, Cónsul nuestro en Iquitos? ¿Y el Presidente de la República no dizque envió al general Velasco a licenciar tropas y resguardos en el Putumayo y en el Caquetá, como respuesta muda a la demanda de protección que los colonizadores de nuestros ríos le hacían a diario? ¡Paisano, paisanito, estamos perdidos! ¡Y el Putumayo y el Caquetá se pierden también!

”Oigame este consejo: ¡no diga nada! Dicen que el que habla yerra, pero el que hable de estos secretos errará más. Vaya, predíquelos en Lima o en Bogotá, si quiere que lo tengan por mendaz y calumniador. Si le preguntan por el francés, diga que la empresa lo envió a explorar lo desconocido; si le averiguan la especie aquélla de que «El Culebrón» mostró cierto día el reloj del sabio, adviértales que eso fue con ocasión de una borrachera, y que por siempre está durmiéndola. Al que lo interrogue por «El Chispita», respóndale que era un capataz bastante ilustrado en lenguas nativas: yeral, carijona, huitoto, muinana; y si usted, por adobar la conversación, tiene que referir algún episodio, no cuente que esa paloma les robaba los guayucos a los indígenas para tener el pretexto de castigarlos por inmorales, ni que los obligaba a enterrar la goma, sólo por esperar que llegara el amo y descubrirle ocasionalmente los escondites, con lo cual sostenía su fama de adivino, honrado y vivaz; hable de sus uñazas, afiladas como lancetas, que podían matar al indio más fuerte con imperceptible rasguñadura, no por ser mágicas ni enconosas, sino por el veneno de «curare» que las teñía.

»—¡Paisano —exclamé—, usted me habla de Lima y de Bogotá, como si estuviera seguro de que puedo salir de aquí!

»—Sí, señor. Tengo quien lo compre y quien se lo lleve: ¡la madona Zoraida Ayram!

»—¿De veras? ¿De veras?

»—Como ser de noche. Esta mañana cuando Su Señoría lo mandó llamar para interrogarlo, la madona lo veía desde la baranda, con el binóculo, y cuando usted declaró en alta voz que no quería trabajar más, ella pareció muy complacida por tal insolencia. ‘¿Quién es —me preguntó—, ese viejo tan arriesgado?’ Y yo respondí: ‘Nada menos que el hombre que le conviene: es el rumbero llamado “El Brújula», a quien le recomiendo como letrado, ducho en números y facturas, perito en tratos de goma, conocedor de barracas y de siringales, avispado en lances de contrabando, buen mercader, buen boga, buen pendolista, a quien su hermosura puede adquirir por muy poca cosa. Si lo hubiera tenido cuando el asunto de Juan Muñeiro, no me contaría complicaciones’.

»—¿Asunto de Juan Muñeiro? ¿Complicaciones?

»—Sí, descuidillos que pasaron ya. La madona les compró el caucho a los picures de Capalurco y en Iquitos querían decomisarlos. Pero ella triunfó. ¡Para eso es hermosa! Les habían prohibido a las guarniciones que la dejaran subir estos ríos, y ya ve usted que el Visitador le compuso todo, y hasta de balde. Sin embargo: la mujer cuando da, pide; y el hombre pide cuando da.

»—¡Compañero, la madona tendrá noticias de Lucianito! ¡Voy a hablar con ella! ¡Aunque no me compre!

»Veinte días después estaba en Iquitos».

* * *

«La lancha de la madona remolcaba un bongo de cien quintales, en cuya popa gobernaba yo la “espadilla», sufriendo sol. Frecuentemente atracábamos en bohíos del Amazonas, para realizar la corotería aunque fuera permutándola por productos de la región, «jebe», castañas, «pirarucú», ya que hasta entonces la agricultura no había conocido adictos en tan dilatados territorios. Doña Zoraida misma pactaba las permutas con los colonos, y era tal su labia de mercachifle, que siempre al reembarcarse tuvo el placer de verme inscribir en el Diario las cicateras utilidades obtenidas.

»No tardé en convencerme de que mi ama era de carácter insoportable, tan atrabiliaria como un canónigo. Negóse a creerme que era el padre de Lucianito, habló despectivamente de Muñeiro, y a fuerza de humillaciones pude saber que los prófugos, tras de engañarla con una siringa, que ‘era robada y de ínfima clase’, burlaron las guarniciones del Amazonas y remontaron el Caquetá hasta la confluencia del Apoporis, por donde subieron en busca del río Taraira, que tiene una trocha para el Vaupés, a cuyas márgenes fue a buscarlos para que la indemnizaran de los perjuicios, sin lograr más que decepciones y hasta calumnias contra su decoro de mujer virgen, pues hubo deslenguados que se atrevieron a inventar un drama de amor.

»—¡No olvides, viejo, —gritóme un día—, tu vil condición de criado mendigo! No tolero que me interrogues familiarmente sobre puntos que apenas serían pasables en conversaciones de camaradas. Basta de preguntarme si Lucianito es mozo apuesto, si tiene bozo, buena salud y modales nobles. ¿Qué me importan a mí semejantes cosas? ¿Ando tras los hombres para inventariarles sus lindas caras? ¿Está mi negocio en preferir los clientes gallardos? ¡Sigue, pues, de atrevido y necio, y venderé tu cuenta a quien me la compre!

»—¡Madona, no me trate así, que ya no estamos en los siringales! ¡Harto estoy de sufrir por hijos ingratos! ¡Ocho años llevo de buscar al que se vino, y él, quizás, mientras yo lo anhelo, nunca habrá pensado en hallarme a mí! ¡El dolor de esta idea es suficiente para abreviar mi pesadumbre, porque soy capaz, en cualquier instante, de soltar el timón del bongo y lanzarme al agua! ¡Sólo quiero saber si Luciano ignora que lo busco; si topaba mis señas en los troncos y en los caminos; si se acordaba de su mamá!

»—¡Ay, arrojarte al agua! ¡Arrojarte al agua! ¿Será posible? ¿Y mis dos mil soles? ¿Mis dos mil soles? ¿Quién paga mis dos mil soles?

»—¿Ya no tengo derecho ni de morir?

»—¡Eso sería un fraude!

»—¿Pero cree usted que mi cuenta es justa? ¿Quién no cubre en ocho años de labor continua lo que se come? ¿Estos harapos que envilecen mi cuerpo no están gritando la miseria en que viví siempre?

»—Y el robo de tu hijo...

»—¡Mi hijo no roba! ¡Aunque haya crecido entre bandoleros! No lo confunda con los demás. ¡Él no le ha vendido caucho ninguno! Usted hizo el trato con Juan Muñeiro, recibió la goma y se la debe en parte. ¡He revisado ya los libros!

»—¡Ay, este hombre es un espía! ¡Me engañaron los de El Encanto! ¡Traición del viejo Balbino Jácome! ¡Pero de mí no te burlarás! ¡Cuando desembarquemos, te haré prender!

»—¡Sí, que me entreguen al Juez Valcárcel, para quien llevo graves revelaciones!

»—¡Ajá! ¿Piensas meterme en nuevos embrollos?

»—¡Pierda cuidado! No seré delator cuando he sido víctima.

»—Yo arreglo eso. ¡Me echarás encima el odio de Arana!

»—No mentaré lo de Juan Muñeiro.

»—¡Vas a crearte enemigos muy poderosos! ¡En Manaos te dejaré libre! ¡Irás al Vaupés y abrazarás a Luciano Silva, tu hijo querido, quien de seguro anda buscándote!

»—No desistiré de hablar con mi Cónsul. ¡Colombia necesita de mis secretos! ¡Aunque muriera inmediatamente! ¡Ahí le queda mi hijo para luchar!

»Horas después desembarcamos».

* * *

«El altercado con la madona me enalteció. A las últimas frases, me troqué en amo, temido por mi dueña, mirado con respeto por la servidumbre de la lancha y del bongo. El motorista y el timonel, que en días anteriores me obligaban a lavar sus ropas, no sabían qué hacer con el “señor Silva». Al saltar a tierra, uno de ellos me ofreció cigarrillos, mientras que el otro me alargaba la yesca de su eslabón, sombrero en mano.

»—¡Señor Silva, usted nos ha vengado de muchas afrentas!

»La mestiza del Parintins, camarera de la madona, pidió a los hombres, desde la lancha, que descorrieran las cortinas de a bordo.

»—Pronto, que la señorita tiene cefálicos. Ya se ha tomado dos aspirinas. ¡Es urgente guindarle la hamaca!

»Mientras los marineros obedecían, medité mis planes: ir al Consulado de mi país, exigirle al Cónsul que me asesorara en la Prefectura o en el Juzgado, denunciar los crímenes de la selva, referir cuanto me constaba sobre la expedición del sabio francés, solicitar mi repatriación, la libertad de los caucheros esclavizados, la revisión de libros y cuentas en la Chorrera y en El Encanto, la redención de miles de indígenas, el amparo de los colonos, el libre comercio en caños y ríos. Todo, después de haber conseguido la orden de amparo a mi autoridad de padre legítimo, sobre mi hijo menor de edad, para llevármelo, aun por la fuerza, de cualquier cuadrilla, barraca o monte.

»La camarera se me acercó:

»—Señor Silva, nuestra señora ruega a usted que ordene sacar del bongo lo que allí venga, y que haga en la Aduana las gestiones indispensables, como cosa propia, por ser usted el hombre de confianza.

»—Dígale que me voy para el Consulado.

»—¡Pobrecita, cómo ha llorado al pensar en “Lu»!

»—¿Quién es ese “Lu»?

»—Lucianito. Así le decía cuando anduvieron juntos en el Vaupés.

»—¡Juntos!

»—¡Sí señor, como beso y boca! Era muy generoso, la conseguía lotes de caucho. La que tiene detalles ciertos es mi hermana mayor, que actualmente está en el Río Negro, como querida de un capataz del turco Pezil, y fue primero que yo camarera de la madona.

»Al escuchar esta confidencia temblé de amargura y resentimiento. Volví el rostro hacia la ciudad, disimulando mi indignación. Ignoro en qué momento me puse en marcha. Atravesé corrillos de marineros, filas de cargadores, grupos del resguardo. Un hombre me detuvo para que le mostrara el pasaporte. Otro me preguntó de dónde venía, y si en mi canoa quedaban legumbres para vender. No sé cómo recorrí calles, suburbios, atracaderos. En una plaza me detuve frente a un portón que tenía un escudo. Llamé.

»—¿El Cónsul de Colombia se encuentra aquí?

»—¿Qué Cónsul es ése? —preguntó una dama.

»—El de Colombia.

»—¡Ja, ja!

»En una esquina vi sobre el balcón el asta de una bandera. Entré.

»—Perdone, señor. ¿El Consulado de la República de Colombia?

»—Éste no es.

»Y seguí caminando de ceca en meca, hasta la noche.

»—Caballero —le dije a un nadie—. ¿Dónde reside el Cónsul de Francia?

»Inmediatamente me dio las señas. La oficina estaba cerrada. En la placa de cobre, leí: Horas de despacho, de nueve a once».

* * *

«Pasada la primera nerviosidad, me sentí tan acobardado, que eché de menos la salvajez de los siringales. Siquiera allá tenía “conocidos» y para mi chinchorro no faltaba un lugar; mis costumbres estaban hechas, sabía desde por la noche la tarea del día siguiente y hasta los sufrimientos me venían reglamentados. Pero en la ciudad advertí que me faltaba el hábito de las risas, del albedrío, del bienestar. Vagaba por las aceras con el temor de ser importuno, con la melancolía de ser extranjero. Me parecía que alguien iba a preguntarme porqué andaba de ocioso, por qué no seguía fumigando goma, por qué había desertado de mi barraca. Donde hablaban recio, mis espaldas se estremecían; donde hallaba luces, encandilábanse mis ojos, habituados a la penumbra. La libertad me desconocía, porque no era libre: tenía un amo, el acreedor; tenía un grillo, la deuda, y me faltaba la ocupación, el techo y el pan.

»Varias veces había recorrido el pueblo, sin comprender que no era grande. Al fin me di cuenta de que los edificios se repetían. En uno de ellos desocupábanse los vehículos. Adentro, aplausos y música. La madona bajó de un coche, en compañía de un caballero gordo, cuyos bigotes eran gruesos y retorcidos como cables. Quise volver al puerto y vi en una tienda al motorista y al timonel.

»—Señor Silva, estamos aquí porque no hay cuidado en la embarcación. Ya entregamos todo. Mañana, a las once en punto sale el vapor de línea que entra en el Río Negro. La madona compró pasaje. Pero los tres viajaremos en nuestra lancha. Saldremos cuando usted lo ordene. Le aconsejaríamos dejar sus secretos para Manaos. Aquí no le oyen. ¿Qué esperanzas le dio su Cónsul?

»—Ni siquiera sé dónde vive.

»—¿Podrían decirme —les preguntó el timonel a los parroquianos— si el Consulado de Colombia tiene oficina?

»—No sabemos.

»—Creo que donde Arana, Vega y Compañía —insinuó el motorista—. Yo conocí de Cónsul a don Juancho Vega.

»La ventera, que lavaba las copas en un caldero, advirtió a sus clientes:

»—El latonero de la vecindad me ha contado que a su patrón lo llaman El Cónsul. Pueden indagar si alguno de ellos es colombiano.

»Yo, por honor del hombre, rechacé la burla.

»—¡Ustedes no sospechan por quién les pregunto!

»Sin embargo, al amanecer tuve el pensamiento de visitar la latonería y pasé varias veces por la acera opuesta, con actitudes de observador, mientras llegaba la hora de presentarme al Cónsul de Francia. La gente del barrio era madrugadora. No tardó en abrirse la indicada puerta. Un hombre que tenía delantal azul, soplaba fuera del quicio, con grandes fuelles, un brasero metálico. Cuando llegué, comenzó a soldar el cuello de un alambique. En los estantes se alineaba una profusa cacharrería.

»—Señor, ¿Colombia tiene Cónsul en este pueblo?

»—Aquí vive y ahora saldrá.

»Y salió en mangas de camisa, sorbiendo su pocillo de chocolate. El tal no era un ogro, ni mucho menos. Al verlo, aventuré mi campechanada:

»—¡Paisano, paisano! ¡Vengo a pedir mi repatriación!

»—Yo no soy de Colombia, ni me pagan sueldo. Su país no repatria a nadie. El pasaporte vale cincuenta soles.

»—Vengo del Putumayo, y esto lo compruebo con la miseria de mis “chanchiras», con las cicatrices de los azotes, con la amarillez de mi rostro enfermo. Lléveme al Juzgado a denunciar crímenes.

»—Ni soy abogado ni sé de leyes. Si no puede pagar a un procurador...

»—Tengo revelaciones sobre la exploración del sabio francés.

»—Pues que las oiga el Cónsul de Francia.

»—A un hijo mío, menor de edad, me lo secuestraron en esos ríos.

»—Eso se debe tratar en Lima. ¿Cómo se llama el hijo de usted?

»—¡Luciano Silva! ¡Luciano Silva!

»—¡Oh, oh, oh! Le aconsejo callar. El Cónsul de Francia tiene noticias. Ese apellido no le será grato. Un tal Silva fue a La Chorrera, después que el sabio desapareció, usando los vestidos de éste. La orden de captura no tardará. ¿Conoce usted al rumbero apodado El Brújulo? ¿Cuáles van a ser sus revelaciones?

»—Versarán sobre cosas que me refirieron.

»—Las sabrá de seguro el señor Arana, quien se interesa por ese asunto; pero cuénteselas usted y pídale trabajo de mi parte. Él es hombre muy bueno y le ayudará.

»Porque no percibiera mi agitación, me despedí sin darle la mano. Cuando salí a la calle, no acertaba a encontrar el puerto. El motorista y el timonel estaban a bordo de la lancha con unos peones.

»—Vámonos —les rogué.

»—Venga, conozca a tres compañeros del personal del señor Pezil, el caballero grueso que anoche estuvo en el cine con la madona. Todos vamos para Manaos, y vamos solos porque nuestros patrones tomaron el buque.

”Al instalarnos para partir, me dijo alguno de esos muchachos:

»—De todo corazón lo acompañamos en sus desgracias.

»—De igual manera les agradezco sus expresiones.

»—En el propio raudal del Yavaraté, contra las raíces de un jacarandá.

»—¿Qué me dice usted?

»—Que es preciso esperar tres años para poder sacar los huesos.

»—¿De quién? ¿De quién?

»—De su pobre hijo. ¡Lo mató un árbol!

»El trueno del motor apagó mi grito:

»—¡Vida mía! ¡Lo mató un árbol!».