La vorágine/Tercera parte

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Tercera Parte

¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses.

A mil leguas del hogar donde nací, maldije los recuerdos porque todos son tristes: ¡el de los padres, que envejecieron en la pobreza, esperando el apoyo del hijo ausente; el de las hermanas, de belleza núbil, que sonríen a las decepciones, sin que la fortuna mude el ceño, sin que el hermano les lleve el oro restaurador!

¡A menudo, al clavar la hachuela en el tronco vivo sentí deseos de descargarla contra mi propia mano, que tocó las monedas sin atraparlas; mano desventurada que no produce, que no roba, que no redime, y ha vacilado en libertarme de la vida! ¡Y pensar que tantas gentes en esta selva están soportando igual dolor!

¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incalmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío? Nuestra madrastra fue la pobreza, nuestro tirano, la aspiración. Por mirar la altura tropezábamos en la tierra; por atender al vientre misérrimo fracasamos en el espíritu. La medianía nos brindó su angustia. ¡Sólo fuimos los héroes de lo mediocre!

¡El que logró entrever la vida feliz no ha tenido con qué comprarla; el que buscó la novia halló el desdén; el que soñó con la esposa, encontró la querida; el que intentó elevarse, cayó vencido ante los magnates indiferentes, tan impasibles como estos árboles que nos miran languidecer de fiebres y de hambre entre sanguijuelas y hormigas!

¡Quise hacerle descuento a la ilusión pero incógnita fuerza disparóme más allá de la realidad! ¡Pasé por encima de la ventura, como flecha que marra su blanco, sin poder corregir el fatal impulso y sin otro destino que caer! ¡Y a esto lo llamaban mi «porvenir»!

¡Sueños irrealizables, triunfos perdidos! ¿Por qué sois fantasmas de la memoria, cual si me quisierais avergonzar? ¡Ved en lo que ha parado este soñador: en herir al árbol inerte para enriquecer a los que no sueñan; en soportar desprecios y vejaciones en cambio de un mendrugo al anochecer!

Esclavo, no te quejes de las fatigas; preso, no te duelas de tu prisión; ignoráis la tortura de vagar sueltos en una cárcel como la selva, cuyas bóvedas verdes tienen por fosos ríos inmensos. ¡No sabéis del suplicio de las penumbras, viendo al sol que ilumina la playa opuesta, adonde nunca lograremos ir! ¡La cadena que muerde vuestros tobillos es más piadosa que las sanguijuelas de esos pantanos; el carcelero que os atormenta no es tan adusto como estos árboles, que nos vigilan sin hablar!

Tengo trescientos troncos en mis estradas y en martirizarlos gasto nueve días. Les he limpiado los bejuqueros y hacia cada uno desbrocé un camino. Al recorrer la taimada tropa de vegetales para derribar a los que no lloran, suelo sorprender a los castradores robándose la goma ajena. Reñimos a mordiscos y a machetazos, y la leche disputada se salpica de gotas enrojecidas. ¿Mas qué importa que nuestras venas aumenten la savia del vegetal? ¡El capataz exige diez litros diarios y el foete es usurero que nunca perdona!

¿Y qué mucho que mi vecino, el que trabaja en la vega próxima, muera de fiebre? Ya lo veo tendido en las hojarascas, sacudiéndose los moscones que no lo dejan agonizar. Mañana tendré que irme de estos lugares, derrotado por la hediondez; pero le robaré la goma que haya extraído y mi trabajo será menor. Otro tanto harán conmigo cuando muera. ¡Yo, que no he robado para mis padres, robaré cuanto pueda para mis verdugos!

Mientras le ciño al tronco goteante el tallo acanalado del «caraná», para que corra hacia la tazuela su llanto trágico, la nube de mosquitos que lo defiende chupa mi sangre y el vaho de los bosques me nubla los ojos. ¡Así el árbol y yo, con tormento vario, somos lacrimatorios ante la muerte y nos combatimos hasta sucumbir!

Mas yo no compadezco al que no protesta. Un temblor de ramas no es rebeldía que me inspire afecto. ¿Por qué no ruge toda la selva y nos aplasta como a reptiles para castigar la explotación vil? ¡Aquí no siento tristeza sino desesperación! ¡Quisiera tener con quién conspirar! ¡Quisiera librar la batalla de las especies, morir en los cataclismos, ver invertidas las fuerzas cósmicas! ¡Si Satán dirigiera esta rebelión!...

¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! ¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puede hacerlo contra los hombres!

* * *

—Sepa usted, don Clemente Silva —le dije al tomar la trocha del Guaracú—, que sus tribulaciones nos han ganado para su causa. Su redención encabeza el programa de nuestra vida. Siento que en mí se enciende un anhelo de inmolación; mas no me aúpa la piedad del mártir, sino el ansia de contender con esa fauna de hombres de presa, a quienes venceré con armas iguales, aniquilando el mal con el mal, ya que la voz de paz y justicia sólo se pronuncia entre los rendidos. ¿Qué ha ganado usted con sentirse víctima? La mansedumbre le prepara terreno a la tiranía y la pasividad de los explotados sirve de incentivo a la explotación. Su bondad y su timidez han sido cómplices inconscientes de sus victimarios.

Aunque ya mis iniciativas parecen súplicas al fracaso, porque mi mala suerte las desvía, tengo el presentimiento de que esta vez se mueven mis pasos hacia el desquite. No sé cómo se cumplirán los hechos futuros, ni cuántas pruebas ha de resistir mi perseverancia; lo que menos me importa es morir aquí, con tal que muera a tiempo. ¿Y por qué pensar en la muerte ante los obstáculos, si, por grandes que sean, nunca cerraron al animoso la posibilidad de sobrevivirlos? La creencia en el destino debe valernos para caldear la decisión.

—Estos jóvenes que me siguen son hazañosos; mas si usted no quiere afrontar calamidades, escoja al que le provoque y escápese en una balsa por este río.

—¿Y mi tesoro? ¿No sabe que el Cayeno guarda los despojos de Lucianito? ¿Cree usted que sin esa prenda andaría yo suelto?

Por lo pronto nada tuve que replicar.

—Los huesos de mi hijo son mi cadena. Vivo forzado a portarme bien para que me permitan asolearlos. Ya les dije a ustedes que ni siquiera los poseo todos: el día que los exhumé, tuve que dejarle a la sepultura algunas falanges que aún estaban frescas. Los cargaba envueltos en mi cobija, y cuando el Cayeno me capturó, a mi regreso del Vaupés, en la trocha que enlaza al Isani y al Kerari, pretendía botármelos por la fuerza. Ahora los conservo, limpios, blancos, dentro de una caja de kerosén, bajo la barbacoa de mi patrón.

—Don Clemente, tiene usted evidencia de que esos restos...

—¡Sí! ¡Ésos son! ¡La calavera es inconfundible: en la encía superior un diente encaramado sobre los otros! Tal vez con la pica alcancé a perforar el cráneo, pues tiene un agujero en el frontal.

Hubo una pausa. No sé si en aquel momento se había agrietado la decisión de mis compañeros, que callaban en corro meditabundo. El mulato dijo, aproximándose a don Clemente:

—Camaráa, siempre es mejorcito que nos volvamos. Mi mamá se quedó sola, y mi ganao se mañosea. Tengo cuatro cachonas de primer parto, y de seguro que ya tan parías. Déjese de güesos, que son guiñosos. Es malo meterse en cosas de dijuntos. Por eso dice la letanía: «Aquí te encierro y aquí te tapo, el diablo me yeve si un día te saco». Ruéguele a estos señores que reclamen la güesamenta y la sepulten bajo una cruz y verá usté que se le compone la suerte. ¡Resuelva ligero, que ya es tarde!

—¡Cómo! ¿Arriesgarnos a que nos prenda Funes? Usted no sabe en qué tierra está. Los secuaces del coronel merodean por aquí.

—Y ya no es tiempo de indecisiones —exclamé colérico—. ¡Mulato, adelante! ¡Ya te pasó la hora!

Helí Mesa, entonces, acercóse al «tambo», a prenderle fuego. Don Clemente lo miraba sin protestar.

—¡No, no! —ordené— se quemarían los mapires envenenados. ¡Los cazadores de indios pueden volver, y ojalá que se envenenen todos!

* * *

Hubiera deseado que mis amigos marcharan menos silenciosos; me hacían daño mis pensamientos y una especie de pánico me invadía al meditar en mi situación. ¿Cuáles eran mis planes? ¿En qué se apoyaba mi altanería? ¿Qué debían importarme las desventuras ajenas, si con las propias iba de rastra? ¿Por qué hacerle promesas a don Clemente, si Barrera y Alicia me tenían comprometido? El concepto de Franco empezó a angustiarme: «Era yo un desequilibrado impulsivo y teatral».

Paulatinamente llegué a dudar de mi espíritu: ¿estaría loco? ¡Imposible! La fiebre me había olvidado unas semanas. ¿Loco por qué? Mi cerebro era fuerte y mis ideas limpias. No sólo comprendía que era apremiante ocultar mis cavilaciones, sino que me daba cuenta hasta de los detalles minuciosos. La prueba estaba en lo que iba viendo: el bosque en aquella parte no era muy alto, no había camino, y don Clemente abría la marcha, partiendo ramitas en el rastrojo para dejar señales del rumbo, como se acostumbra entre los cazadores; Fidel llevaba la carabina atravesada sobre el pecho, engarzando con el calibre, por encima de las clavículas, los cabestros de la talega, rica en mañoco, que fingía sobre su espalda inmensa joroba; portaba el mulato el hatillo de las hamacas, un caldero y dos canaletes; Mesa, en aquel momento, bajo sus bártulos, saboreaba un cuesco maduro y mecía en el aire el tizón humeante, que cargaba en la diestra, a falta de fósforos.

¿Loco yo? ¡Qué absurdo más grande! Ya se me había ocurrido un proyecto lógico: entregarme como rehén en las barracas del Guaracú, mientras el viejo Silva se marchaba a Manaos, llevando secretamente un pliego de acusaciones dirigido al Cónsul de mi país, con el ruego de que viniera inmediatamente a libertarme y a redimir a mis compatriotas. ¿Quién que fuera anormal razonaría con mayor acierto?

El Cayeno debía aceptar mi ventajosa propuesta: en cambio de un viejo inútil adquiría un cauchero joven, o dos más, porque Franco y Helí no me abandonaban. Para halagarlo, procuraría hablarle en francés: «Señor, este anciano es pariente mío; y como no puede pagarle la cuenta, déjele libre y dénos trabajo hasta cancelarla». Y el antiguo prófugo de Cayena accedería sin vacilar.

Cosa fácil habría de serme adquirir la confianza del empresario, obrando con paciencia y disimulo. No emplearía contra él la fuerza sino la astucia. ¿Cuánto iban a durar nuestros sufrimientos? Dos o tres meses. Acaso nos enviara a «siringuear» a Yaguanarí, pues Barrera y Pezil eran sus asociados. Y aunque no lo fuesen, le expondríamos la conveniencia de sonsacar para sus gomales a los colombianos de aquella zona. En todo caso, al oponerse a nuestros deseos, nos fugaríamos por el Isana, y, cualquier día, enfrentándome a mi enemigo, le daría muerte, en presencia de Alicia y de los enganchados. Después, cuando nuestro Cónsul desembarcara en Yaguaraní, en vía para el Guaracú, con una guarnición de gendarmes, a devolvernos la libertad, exclamarían mis compañeros: ¡El implacable Cova nos vengó a todos y se internó por este desierto!

Mientras discurría de esta manera, principié a notar que mis pantorrillas se hundían en la hojarasca y que los árboles iban creciendo a cada segundo, con una apariencia de hombres acuclillados, que se empinaban desperezándose hasta elevar los brazos verdosos por encima de la cabeza. En varios instantes creí advertir que el cráneo me pesaba como una torre y que mis pasos iban de lado. Efectivamente, la cara se me volvió sobre el hombro izquierdo y tuve la impresión de que un espíritu me repetía: «¡Vas bien así, vas bien así! ¡Para qué marchar como los demás!».

Aunque mis compañeros caminaban cerca, no los veía, no los sentía. Parecióme que mi cerebro iba a entrar en ebullición. Tuve miedo de hallarme solo, y, repentinamente, eché a correr hacia cualquier parte, ululando empavorecido, lejos de los perros, que me perseguían. No supe más. De entre una malla de trepadoras mis camaradas me desenredaron.

—¡Por Dios! ¿Qué te pasa? ¿No nos conoces? ¡Somos nosotros!

—¿Qué les he hecho? ¿Por qué me amenazan? ¿Por qué me tienen amarrado?

—Don Clemente —prorrumpió Franco—, desandemos este camino: Arturo está enfermo.

—¡No, no! Ya me tranquilicé. Creo que quise coger una ardilla blanca. Las caras de ustedes me aterraron. ¡Tan horribles muecas...!

Así dije, y aunque todos estaban pálidos, porque no dudaran de mi salud me puse de guía por entre el bosque. Un momento después se sonrió don Clemente:

—Paisano, usted ha sentido el embrujamiento de la montaña.

—¡Cómo! ¿Por qué?

—Porque pisa con desconfianza y a cada momento mira atrás. Pero no se afane ni tenga miedo. Es que algunos árboles son burlones.

—En verdad no entiendo...

—Nadie ha sabido cuál es la causa del misterio que nos trastorna cuando vagamos en la selva. Sin embargo, creo acertar en la explicación: cualquiera de estos árboles se amansaría, tornándose amistoso y hasta risueño, en un parque, en un camino, en una llanura, donde nadie lo sangrara ni lo persiguiera; mas aquí todos son perversos, o agresivos, o hipnotizantes. En estos silencios, bajo estas sombras, tienen su manera de combatirnos: algo nos asusta, algo nos crispa, algo nos oprime, y viene el mareo de las espesuras y queremos huir y nos extraviamos, y por esta razón miles de caucheros no volvieron a salir nunca.

«Yo también he sentido la mala influencia en distintos casos, especialmente en Yaguanarí».

* * *

Por primera vez, en todo su horror, se ensanchó ante mí la selva inhumana. Arboles deformes sufren el cautiverio de las enredaderas advenedizas, que a grandes trechos los ayuntan con las palmeras y se descuelgan en curva elástica, semejantes a redes mal extendidas, que a fuerza de almacenar en años enteros hojarascas, chamizas, frutas, se desfondan como un saco de podredumbre, vaciando en la yerba reptiles ciegos, salamandras mohosas, arañas peludas.

Por doquiera el bejuco de «matapalo» —rastrero pulpo de las florestas— pega sus tentáculos a los troncos acogotándolos y retorciéndolos, para injertárselos y transfundírselos en metempsicosis dolorosas. Vomitan los «bachaqueros» sus trillones de hormigas devastadoras, que recortan el manto de la montaña y por anchas veredas regresan al túnel, como abanderadas del exterminio, con sus gallardetes de hojas y de flores. El comején enferma los árboles cual galopante sífilis, que solapa su lepra supliciatoria mientras va carcomiéndoles los tejidos y pulverizándoles la corteza, hasta derrocarlos, súbitamente, con su pesadumbre de ramazones vivas.

Entretanto, la tierra cumple las sucesivas renovaciones: al pie del coloso que se derrumba, el germen que brota; en medio de las miasmas, el polen que vuela; y por todas partes el hálito del fermento, los vapores calientes de la penumbra, el sopor de la muerte, el marasmo de la procreación.

¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, dónde están las mariposas que parecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que sólo conocen las soledades domesticadas!

¡Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de panoramas sentimentales! Aquí, los responsos de sapos hidrópicos, las malezas de cerros misántropos, los rebalses de caños podridos. Aquí la parásita afrodisíaca que llena el suelo de abejas muertas; la diversidad de flores inmundas que se contraen con sexuales palpitaciones y su olor pegajoso emborracha como una droga; la liana maligna cuya pelusa enceguece los animales; la «pringamosa» que inflama la piel, la pepa del «curujú» que parece irisado globo y sólo contiene ceniza cáustica, la uva purgante, el corozo amargo.

Aquí, de noche, voces desconocidas, luces fantasmagóricas, silencios fúnebres. Es la muerte, que pasa dando la vida. Oyese el golpe de la fruta, que al abatirse hace la promesa de su semilla; el caer de la hoja, que llena el monte con vago suspiro, ofreciéndose como abono para las raíces del árbol paterno; el chasquido de la mandíbula, que devora con temor de ser devorada; el silbido de alerta, los ayes agónicos, el rumor del regüeldo. Y cuando el alba riega sobre los montes su gloria trágica, se inicia el clamoreo sobreviviente: el zumbido de la pava chillona, los retumbos del puerco salvaje, las risas del mono ridículo. ¡Todo por el júbilo breve de vivir unas horas más!

Esta selva sádica y virgen procura al ánimo la alucinación del peligro próximo. El vegetal es un ser sensible cuya psicología desconocemos. En estas soledades, cuando nos habla, sólo entiende su idioma el presentimiento. Bajo su poder, los nervios del hombre se convierten en haz de cuerdas, distendidas hacia el asalto, hacia la traición, hacia la asechanza. Los sentidos humanos equivocan sus facultades: el ojo siente, la espalda ve, la nariz explora, las piernas calculan y la sangre clama: ¡Huyamos, huyamos!

No obstante, es el hombre civilizado el paladín de la destrucción. Hay un valor magnífico en la epopeya de estos piratas que esclavizan a sus peones, explotan al indio y se debaten contra la selva. Atropellados por la desdicha, desde el anonimato de las ciudades, se lanzaron a los desiertos buscándole un fin cualquiera a su vida estéril. Delirantes de paludismo, se despojaron de la conciencia, y, connaturalizados con cada riesgo, sin otras armas que el winchester y el machete, sufrieron las más atroces necesidades, anhelando goces y abundancia, al rigor de las intemperies, siempre famélicos y hasta desnudos porque las ropas se les pudrían sobre la carne.

Por fin, un día, en la peña de cualquier río, alzan una choza y se llaman «amos de empresa». Teniendo a la selva por enemigo, no saben a quién combatir, y se arremeten unos a otros y se matan y se sojuzgan en los intervalos de su denuedo contra el bosque. Y es de verse en algunos lugares cómo sus huellas son semejantes a los aludes: los caucheros que hay en Colombia destruyen anualmente millones de árboles. En los territorios de Venezuela el «balatá» desapareció. De esta suerte ejercen el fraude contra las generaciones del porvenir.

Uno de aquellos hombres se escapó de Cayena, presidio célebre, que tiene por foso el océano. Aunque sabía que los carceleros ceban los tiburones para que ronden la muralla, sin zafarse los grillos se arrojó al mar. Vino a las vegas del Papunagua, asaltó los tambos ajenos, sometió a los caucheros prófugos, y, monopolizando la explotación de goma, vivía con sus parciales y sus esclavos en las barracas del Guaracú, cuyas luces lejanas, al través de la espesura, palpitaban ante nosotros la noche que retardamos la llegada.

¡Quién nos hubiera dicho en ese momento que nuestros destinos describirían la misma trayectoria de crueldad!

* * *

Durante los días empleados en el recorrido de la trocha hice una comprobación humillante: mi fortaleza física era aparente, y mi musculatura —que desgastaron fiebres pretéritas— se aflojaba con el cansancio. Sólo mis compañeros parecían inmunes a la fatiga, y hasta el viejo Clemente, a pesar de sus años y lacraduras, resultaba más vigoroso en las marchas. A cada momento se detenían a esperarme; y aunque me aligeraron de todo peso, del morral y la carabina, seguía necesitando de que el cerebro me mantuviera en tensión el orgullo para no echarme a tierra y confesarles mi decaimiento.

Iba descalzo, en pernetas, malhumorado, esguazando tembladeros y lagunas, por en medio de un bosque altísimo cuyas raigambres han olvidado la luz del sol. La mano de Fidel me prestaba ayuda al pisar los troncos que utilizábamos como puentes, mientras los perros aullaban en vano porque les soltara en aquel paraíso de cazadores, que ni por serlo, me entusiasmaba.

Esta situación de inferioridad me tornó desconfiado, irritable, díscolo. Nuestro jefe en tales emergencias era, sin duda, el anciano Silva, y principié a sentir contra él una secreta rivalidad. Sospecho que aposta buscó ese rumbo, deseoso de hacerme experimentar mi falta de condiciones para medirme con el Cayeno. No perdía don Clemente oportunidad de ponderarme los sufrimientos de la vida en las barracas y la contingencia de cualquier fuga, sueño perenne de los caucheros, que lo ven esbozarse y nunca lo realizan porque saben que la muerte cierra todas las salidas de la montaña.

Estas prédicas tenían eco en mis camaradas y se multiplicaron los consejeros. Yo no les oía. Me contentaba con replicar:

—Aunque vosotros andáis conmigo, sé que voy solo. ¿Estáis fatigados? Podéis ir caminando en pos de mí.

Entonces, silenciosos, me tomaban la delantera y al esperarme cuchicheaban mirándome de soslayo. Esto me indignaba. Sentía contra ellos odio súbito. Probablemente se burlaban de mi jactancia. ¿O habrían tomado una dirección que no fuera la del Guaracú?

—Oigame, viejo Silva —grité deteniéndole—. ¡Si no me lleva al Isana, le pego un tiro!

El anciano sabía que no lo amenazaba por broma. Ni sintió sorpresa ante mi amenaza. Comprendió que el desierto me poseía. ¡Matar a un hombre! ¿Y por qué? ¿Por qué no? Era un fenómeno natural. ¿Y la costumbre de defenderme? ¿Y la manera de emanciparme? ¿Qué otro modo más rápido de solucionar los diarios conflictos?

Y por este proceso —¡oh selva!— hemos pasado todos los que caemos en tu vorágine.

* * *

Agachados entre la fronda, con las manos en las carabinas, atisbábamos las luces de las barracas, miedosos de que alguien nos descubriera. En aquel escondite debíamos pernoctar sin encender fuego. Sollozando en la oscuridad pasaba una corriente desconocida. Era el Isana.

—Don Clemente —dije abrazándolo— en esto de rumbos es usted la más alta sabiduría.

—Sin embargo, le cogí miedo a la profesión: anduve perdido más de dos meses en el siringal de Yaguanarí.

—Tengo presentes los pormenores. Cuando su fuga para el Vaupés...

—Éramos siete caucheros prófugos.

—Y quisieron matarlo...

—Creían que los extraviaba intencionalmente.

—Y unas veces lo maltrataban...

—Y otras me pedían de rodillas la salvación.

—Y lo amarraron una noche entera...

—Temiendo que pudiera abandonarlos.

—Y se dispersaron por buscar el rumbo...

—Pero sólo toparon el de la muerte.

Este mísero anciano Clemente Silva siempre ha tenido el monopolio de la desventura. Desde el día que yendo de Iquitos para Manaos oyó noticias del hijo muerto, cifró su esperanza en prolongar la esclavitud. Quería ser cauchero unos años más, hasta que la tierra le permitiera exhumar los restos. La selva, indirectamente, lo reclamaba como a prófugo, y era el espectro de Lucianito el que le pedía volver atrás.

Aunque la madona hubiera querido darlo libre, ¿qué ganaría con la libertad si de nuevo debía engancharse, obligado por la indigencia, en la cuadrilla de cualquier amo que quizás lo alejara del Vaupés? En Manaos recorrió las agencias donde buscan trabajo los inmigrantes, y salió descorazonado de esos tugurios donde la esclavitud se contrata, porque los patrones sólo «avanzaban» gente para el Madeira, para el Purús, para el Ucayali. Y él quería irse al infausto río que guardaba al pie de su raudal la enmalezada tumba, distinguida por cuatro piedras.

El turco Pezil no tenía trabajos en esos parajes, pero se lo llevaba al alto Río Negro, y eso era mucho. Solo que fingía no querer comprarlo, y al fin accedió a sus ruegos, estipulando con la madona una retroventa, por si no le satisfacían las aptitudes del «colombiano». Lo trajo a su hermosa quinta de Naranjal, en la margen opuesta de Yaguanarí, y lo tuvo un tiempo en oficios fáciles, bajo su vigilancia de musulmán, despreciativo y taciturno, sin maltratarlo ni escarnecerlo.

Mas cierta vez riñeron unas mujeres en la cocina y despertaron a su señor, que dormía la siesta. Don Clemente estaba en el corredor, observando el mapa del muro. En esa actitud lo sorprendió el amo. Ordenóle a gritos que desnudara a las contrincantes hasta la cintura y las azotara. El viejo Silva se resistió a cumplir la orden. Esa misma tarde lo despacharon a siringuear a Yaguanarí.

Una de las cuitadas era la antigua camarera de la madona, la que conoció en el Vaupés a Luciano Silva cuando su mancebía con doña Zoraida. «No lo vio muerto», pero sabía el lugar de la sepultura, junto al correntón de Yavaraté, y le había dado ya a don Clemente todas las señas indispensables para hallarla.

La desobediencia del colombiano no consiguió indultarla de los azotes, porque el turco feroz, con un látigo en cada mano, la llenó de sangre y contusiones. Gimoteando entre la despensa escribió un papel para su querido, que trabajaba en los siringales, y rogó a don Clemente que se lo entregara al destinatario, sin omitir detalle alguno sobre la cobarde flagelación.

Este hombre, que se llamaba Manuel Cardoso, era capataz en un barracón del caño Yurubaxi. Al saber los percances de la mujer, ofreció matar a Pezil donde lo encontrara, y, por vengarse interinamente, quiso proceder contra los intereses de su patrón, aconsejándoles a los gomeros que se fugaran con la goma que tenían en el tambo.

El viejo Silva aparentó rechazar esa idea, receloso de alguna celada. Sin embargo, en los días siguientes, comentaba con los peones la insinuación del vigilante, mientras procedían a fumigar la leche extraída. La respuesta no cambió nunca: «Cardoso sabe que no hay rumbero capaz de enfrentársele a estas montañas».

De noche, los caucheros dictaminaban sobre tal hipótesis, tan sugestionadora como imposible, por tener de qué conversar:

—Es claro que la fuga sería irrealizable por el Río Negro: las lanchas del amo parecen perros de cacería.

—Mas logrando remontar el Cababurí es fácil descender al Maturacá y salir al río Casiquiare.

—Conforme. Pero el Río Negro tiene una anchura de cuatro kilómetros. Hay que descartar los afluentes de su banda izquierda. Más bien, aguas arriba por este caño Yurubaxí, a los sesenta y tantos días de curiara, dizque se encuentra un «igarapé» que desemboca en el Caquetá.

—¿Y para el río Vaupés no hay rumbo directo?

—¿A quien se le ocurre esa estupidez?

El barracón estaba situado sobre un arrecife que no se inunda, único refugio en aquel desierto. Mensualmente llegaba la lancha de Naranjal a recoger la goma y a dejar víveres. Los trabajadores eran escasos y el beriberi mermaba el número, sin contar los que perecían en las lagunas, lanzados por la fiebre desde el andamio donde se trepaban a herir los árboles.

Pese a todo, muchos pasaban meses enteros sin verle la cara al capataz, guareciéndose en chozas mínimas, y volvían al tambo con la goma ya fumigada, convertida en bolones, que entregaban a la corriente en vez de conducirlos en las curiaras. Acostumbrados a no alejarse de las orillas, carecían del instinto de orientación, y esta circunstancia ayudó al prestigio de don Clemente, cuando se aventuraba por la floresta y clavando el machete en cualquier lugar, los instaba días después a que lo acompañaran a recogerlo, partiendo del sitio que quisieran.

Una mañana, al salir el sol, vino una catástrofe impresentida. Los hombres que en el caney curaban su hígado, oyeron gritos desaforados y se agruparon en la roca. Nadando en medio del río como si fueran patos descomunales, bajaban los bolones de goma, y el cauchero que los arreaba venía detrás, en canoa minúscula, apresurando con la palanca a los que se demoraban en los remansos. Frente al barracón, mientras pugnaban por encerrar su rebaño negro en la ensenada del puertecito, elevó estas voces, de más gravedad que un pregón de guerra:

—¡Tambochas, tambochas! ¡Y los caucheros están aislados!

¡Tambochas! Esto equivalía a suspender trabajos, dejar la vivienda, poner caminos de fuego, buscar otro refugio en alguna parte. Tratábase de la invasión de hormigas carnívoras, que nacen quién sabe dónde y al venir el invierno emigran para morir, barriendo el monte en leguas y leguas, con ruidos lejanos, como de incendio. Avispas sin alas, de cabeza roja y cuerpo cetrino, se imponen por el terror que inspiran su veneno y su multitud. Toda guarida, toda grieta, todo agujero; árboles, hojarascas, nidos, colmenas, sufren la filtración de aquel oleaje espeso y hediondo, que devora pichones, ratas, reptiles, y pone en fuga pueblos enteros de hombres y de bestias.

Esta noticia derramó la consternación. Los peones del tambo recogían sus herramientas y «macundales» con revoltosa rapidez.

—¿Y por qué lado viene la ronda? —preguntaba Manuel Cardoso.

—Parece que ha cogido ambas orillas. ¡Las dantas y los cafuches atraviesan el río desde esta margen, pero en la otra están alborotadas las abejas!

—¿Y cuáles caucheros quedan aislados?

—¡Los cinco de la ciénaga de «El Silencio», que ni siquiera tienen canoa!

—¿Qué remedio? ¡Que se defiendan! ¡No se les puede llevar socorro! ¿Quién se arriesga a extraviarse en estos pantanos?

—Yo —dijo el anciano Clemente Silva.

Y un joven brasileño, que se llamaba Lauro Coutinho:

—Iré también. ¡Allá está mi hermano!

* * *

Recogiendo los víveres que pudieron y provistos de armas y de fósforos, aventuráronse los dos amigos por una trocha que, partiendo de la barraca, profundiza las espesuras en dirección del caño Marié.

Marchaban presurosos por entre el barro de las malezas, con oído atento y ojo sagaz. De pronto, cuando el anciano, abriéndose de la senda, empezó a orientarse hacia la ciénaga de El Silencio, lo detuvo Lauro Coutinho.

—¡Ha llegado el momento de picurearnos!

Don Clemente ya pensaba en ello, mas supo disimular su satisfacción.

—Habría que consultarlo con los caucheros...

—¡Respondo de que convienen, sin vacilar!

Y así fue, porque al día siguiente los hallaron en un bohío, jugando a los dados sobre un pañuelo y emborrachándose con vino de «palmachonta», que se ofrecían en un calabazo.

—¿Hormigas? ¡Qué hormigas! ¡Nos reímos de las tambochas! ¡A picurearnos! ¡A picurearnos! ¡Un rumbero como usted es capaz de sacarnos de los infiernos!

Y allá van por entre la selva, con la ilusión de la libertad, llenos de risas y de proyectos, adulando al guía y prometiéndole su amistad, su recuerdo, su gratitud. Lauro Coutinho ha cortado una hoja de palma y la conduce en alto, como un pendón; Souza Machado no quiere abandonar su balón de goma, que pesa más de dieciocho kilos, con cuyo producto piensa adquirir durante dos noches las caricias de una mujer, que sea blanca y rubia y que trascienda a brandy y a rosas; el italiano Peggi habla de salir a cualquier ciudad para emplearse de cocinero en algún hotel donde abunden las sobras y las propinas; Coutinho, el mayor, quiere casarse con una moza que tenga rentas; el indio Venancio anhela dedicarse a labrar curiaras; Pedro Fajardo aspira a comprar un techo para hospedar a su madre ciega; don Clemente Silva sueña en hallar una sepultura. ¡Es la procesión de los infelices, cuyo camino parte de la miseria y llega a la muerte!

¿Y cuál era el rumbo que perseguían? El del río Curí-curiarí. Por allí entrarían al Río Negro, setenta leguas arriba de Naranjal, y pasarían a Umarituba, a pedir amparo. El señor Costanheira Fontes era muy bueno. En aquel sitio el horizonte se les ampliaba. En caso de captura, era incuestionable la explicación: salían del monte derrotados por las tambochas. Que le preguntaran al capataz.

Al cuarto día de montaña principió la crisis: las provisiones escasearon y los fangales eran intérminos. Se detuvieron a descansar, y, despojándose de las blusas, las hacían jirones para envolverse las pantorrillas, atormentadas por las sanguijuelas. Souza Machado, generoso por la fatiga, a golpes de cuchillo dividió su bolón de goma en varios pedazos para obsequiar a sus compañeros. Fajardo se negó a recibir su parte: no tenía alientos para cargarla. Souza la recogió. Era caucho, «oro negro», y no se debía desperdiciar.

Hubo un indiscreto que preguntaba:

—¿Hacia dónde vamos ahora?

Todos replicaron reconviniéndolo:

—¡Hacia delante!

Mientras tanto, el rumbero había perdido la orientación. Avanzaba a tientas, sin detenerse ni decir palabra, para no difundir el miedo. Por tres veces en una hora volvió a salir a un mismo pantano, sin que sus camaradas reconocieran el recorrido. Concentrando en la memoria todo su ser, mirando hacia su cerebro, recordaba el mapa que tantas veces había estudiado en la casa de Naranjal, y veía las líneas sinuosas, que parecían una red de venas, sobre la mancha de un verde pálido en que resaltaban nombres inolvidables: Teya, Marié, Curí–curiarí. ¡Cuánta diferencia entre una región y la carta que la reduce! ¡Quién le hubiera dicho que aquel papel, donde apenas cabían sus manos abiertas, encerraba espacios tan infinitos, selvas tan lóbregas, ciénagas tan letales! Y él, rumbero curtido, que tan fácilmente solía pasar la uña del índice de una línea a otra línea, abarcando ríos, paralelos y meridianos, ¿cómo pudo creer que sus plantas eran capaces de moverse como su dedo?

Mentalmente empezó a rezar. ¡Si Dios quisiera prestarle el sol!... ¡Nada! La penumbra era fría, la fronda transpiraba un vapor azul. ¡Adelante! ¡El sol no sale para los tristes!

Uno de los gomeros declaró con certeza súbita que le parecía escuchar silbidos. Todos se detuvieron. Eran los oídos que les zumbaban. Souza Machado quería meterse entre los demás: juraba que los árboles le hacían gestos.

Estaban nerviosos, tenían el presentimiento de la catástrofe. La menor palabra les haría estallar el pánico, la locura, la cólera. Todos se esforzaban por resistir. ¡Adelante!

Como Lauro Coutinho pretendía mostrarse alegre, le soltó una pulla a Souza Machado, que se había detenido a botar el caucho. Esto forzó los ánimos a resignarse a la hilaridad. Hablaron un trecho. No sé quién le hizo preguntas a don Clemente.

—¡Silencio! —gruñó el italiano—. ¡Recuerden que a los pilotos y a los rumberos no se les debe hablar!

Pero el anciano Silva, deteniéndose de repente, levantó los brazos, como el hombre que se da preso, y, encarándose con sus amigos, sollozó:

—¡Andamos perdidos!

Al instante, el grupo desventurado, con los ojos hacia las ramas y aullando como perros, elevó su coro de blasfemias y plegarias:

—¡Dios inhumano! ¡Sálvanos, mi Dios! ¡Andamos perdidos!

* * *

«Andamos perdidos». Estas dos palabras, tan sencillas y tan comunes, hacen estallar, cuando se pronuncian entre los montes, un pavor que no es comparable ni al «sálvese quien pueda» de las derrotas. Por la mente de quien las escucha pasa la visión de un abismo antropófago, la selva misma, abierta ante el alma como una boca que se engulle los hombres a quienes el hambre y el desaliento le van colocando entre las mandíbulas.

Ni los juramentos, ni las advertencias, ni las lágrimas del rumbero, que prometía corregir la ruta, lograban aplacar a los extraviados. Mesábanse las greñas, retorcíanse las falanges, se mordían los labios, llenos de una espuma sanguinolenta que envenenaba las inculpaciones.

—¡Este viejo es el responsable! ¡Perdió el rumbo por querer largarse para el Vaupés!

—¡Viejo remalo, viejo bandido, nos llevabas con engañifas para vendernos quién sabe dónde!

—¡Sí, sí, criminal! ¡Dios se opuso a tus planes!

Viendo que aquellos locos podían matarlo, el anciano Silva se dio a correr, pero un árbol cómplice lo enlazó por las piernas con un bejuco y lo tiró al suelo. Allí lo amarraron, allí Peggi los exhortaba a volverlo trizas. Entonces fue cuando don Clemente pronunció aquella frase de tanto efecto:

—¿Queréis matarme? ¿Cómo podríais andar sin mí? ¡Yo soy la esperanza!

Los agresores, maquinalmente, se contuvieron.

—¡Sí, sí, es preciso que viva para que nos salve!

—¡Pero sin soltarlo, porque se nos va!

Y aunque no le quitaron las ligaduras, postráronse de rodillas a implorarle la salvación, y le limpiaban los pies con besos y llantos.

—¡No nos desampare!

—¡Regresemos a la barraca!

—¡Si usted nos abandona, moriremos de hambre!

Mientras unos plañían de este jaez, otros halábanlo de la cuerda, suplicando el regreso. Las explicaciones de don Clemente parecían reconciliarlos con la cordura. Tratábase de un percance muy conocido de rumberos y de cazadores y no era razonable perder el ánimo a la primera dificultad, cuando había tantos modos de solucionarla. ¿Para qué lo asustaron? ¿Para qué se pusieron a pensar en el extravío? ¿No los había instruído una y otra vez en la urgencia de desechar esa tentación, que la espesura infunde en el hombre para trastornarlo? Él les aconsejó no mirar los árboles, porque hacen señas, ni escuchar los murmurios, porque dicen cosas, ni pronunciar palabra, porque los ramajes remedan la voz. Lejos de acatar esas instrucciones, entraron en chanzas con la floresta y les vino el embrujamiento, que se transmite como por contagio; y él también, aunque iba adelante, comenzó a sentir el influjo de los malos espíritus, porque la selva principió a movérsele, los árboles le bailaban ante los ojos, los bejuqueros no le dejaban abrir la trocha, las ramas se le escondían bajo el cuchillo y repetidas veces quisieron quitárselo. ¿Quién tenía la culpa?

Y luego, ¿por qué diablos se ponían a gritar? ¿Qué lograban con hacer tiros? ¿Quién sino el tigre correría a buscarlos? ¿Acaso les provocaba su visita? ¡Bien podían esperarla al oscurecer!

Esto los aterró y guardaron silencio. Mas tampoco hubieran podido hacerse entender a más de dos yardas: a fuerza de dar alaridos, la garganta se les cerró, y dolorosamente, hablaban a la sordina, con un jadeo gutural y torpe como el de los gansos.

Antes de la hora en que el sol sanguíneo empenacha las lejanías, fuéles imperioso encender la hoguera, porque entre los bosques la tarde se enluta. Cortaron ramas, y, esparciéndolas sobre el barro, se amontonaron alrededor del anciano Silva a esperar el suplicio de las tinieblas. ¡Oh, la tortura de pasar la noche con hambre, entre el pensar y el bostezar, a sabiendas de que el bostezo ha de intensificarse al día siguiente! ¡Oh, la pesadumbre de sentir sollozos entre las sombras cuando los consuelos saben a muerte! ¡Perdidos! ¡Perdidos! El insomnio les echó encima su tropel de alucinaciones. Sintieron la angustia del indefenso cuando sospecha que alguien lo espía en lo oscuro. Vinieron los ruidos, las voces nocturnas, los pasos medrosos, los silencios impresionantes como un agujero en la eternidad.

Don Clemente, con las manos en la cabeza, estrujaba su pensamiento para que brotara alguna idea lúcida. Sólo el cielo podía indicarle la orientación. ¡Que le dijera de qué lado nace la luz! Eso le bastaría para calcular otro derrotero. Por un claro de la techumbre, semejante a una claraboya, columbró un retazo de éter azul, sobre el cual inscribía su varillaje una rama seca. Esta visión le recordó el mapa. ¡Ver el sol, ver el sol! Allí estaba la clave de su destino. ¡Si hablaran aquellas copas enaltecidas que todas las mañanas lo ven pasar! ¿Por qué los árboles silenciosos han de negarse a decirle al hombre lo que debe hacer para no morir? ¡Y, pensando en Dios, comenzó a rezarle a la selva una plegaria de desagravio!

Treparse por cualquiera de aquellos gigantes era casi imposible: los troncos eran tan gruesos, las ramas tan altas y el vértigo de la altura acechando en las frondas. Si se atreviera Lauro Coutinho, que nervioso dormía abrazándolo por los pies... Quiso llamarlo, pero se contuvo: un ruidillo raro, como de ratones en madera fina, rasguñó la noche... ¡eran los dientes de sus compañeros que roían pepas de tagua!

Don Clemente sintió por ellos tal compasión que resolvió darles el alivio de la mentira.

—¿Qué hay? —le susurraron a media voz, acercándole las caras oscuras.

Y palparon los nudos de la soga que le ciñeron.

—¡Estamos salvados!

Estúpidos de gozo repitieron la misma frase: «¡Salvados! ¡Salvados!». Y, postrándose en tierra, apretaban el lodo con las rodillas, porque el dolor los dejó contritos, y entonaron un gran ronquido de acción de gracias, sin preguntar en qué consistía la salvación. Bastó que otro hombre la prometiera para que todos la proclamaran y bendijeran al salvador.

Don Clemente recibió abrazos, súplicas de perdón, palabras de enmienda. Algunos querían atribuírse el exclusivo mérito del milagro:

—¡Las oraciones de mi madrecita!

—¡Las misas que ofrecí!

—¡El escapulario que llevo puesto!

Mientras tanto, la Muerte debió reírse en la oscuridad.

* * *

Amaneció.

La ansiedad que los sostenía les acentuó en el rostro la mueca trágica. Magros, febricitantes, con los ojos enrojecidos y los pulsos trémulos, se dieron a esperar que saliera el sol. La actitud de aquellos dementes bajo los árboles infundía miedo. Olvidaron el sonreír, y cuando pensaban en la sonrisa, les plegaba la boca un rictus fantástico.

Recelaban del cielo, que no se divisaba por ninguna parte. Lentamente empezó a llover. Nadie dijo nada, pero se miraron y se comprendieron.

Decididos a regresar, moviéronse sobre el rastro del día anterior, por la orilla de una laguna donde las señales desaparecían. Sus huellas en el barro eran pequeños pozos que se inundaban. Sin embargo, el rumbero cogió la pista, gozando del más absoluto silencio como hasta las nueve de la mañana, cuando entraron a unos «chuscales» de plebeya vegetación donde ocurría un fenómeno singular: tropas de conejos y guatines, dóciles o atontados, se les metían por entre las piernas buscando refugio. Momentos después, un grave rumor como de linfas precipitadas se sentía venir por la inmensidad.

—¡Santo Dios! ¡Las tambochas!

Entonces sólo pensaron en huir. Prefirieron las sanguijuelas y se guarecieron en un rebalse, con el agua sobre los hombros.

Desde allí miraron pasar la primera ronda. A semejanza de las cenizas que a lo lejos lanzan las quemas, caían sobre la charca fugitivas tribus de cucarachas y coleópteros, mientras que las márgenes se poblaban de arácnidos y reptiles, obligando a los hombres a sacudir las aguas mefíticas para que no avanzaran en ellas. Un temblor continuo agitaba el suelo, cual si las hojarascas hirvieran solas. Por debajo de troncos y raíces avanzaba el tumulto de la invasión, a tiempo que los árboles se cubrían de una mancha negra, como cáscara movediza, que iba ascendiendo implacablemente a afligir las ramas, a saquear los nidos, a colarse en los agujeros. Alguna comadreja desorbitada, algún lagarto moroso, alguna rata recién parida eran ansiadas presas de aquel ejército, que las descamaba, entre chillidos, con una presteza de ácidos disolventes.

¿Cuánto tiempo duró el martirio de aquellos hombres, sepultados en cieno líquido hasta el mentón, que observaban con ojos pávidos el desfile de un enemigo que pasaba, pasaba y volvía a pasar? ¡Horas horripilantes en que saborearon a sorbo y sorbo las alquitaradas hieles de la tortura! Cuando calcularon que se alejaba la última ronda, pretendieron salir a tierra, pero sus miembros estaban paralizados, sin fuerzas para despegarse del barrizal donde se habían enterrado vivos.

Mas no debían morir allí. Era preciso hacer un esfuerzo. El indio Venancio logró cogerse de algunas matas y comenzó a luchar. Agarróse luego de unos bejucos. Varias tambochas desgaritadas le royeron las manos. Poco a poco sintió ensancharse el molde de fango que lo ceñía. Sus piernas al desligarse de lo profundo produjeron chasquidos sordos. «¡Upa! ¡Otra vez y no desmayar! ¡Animo! ¡Animo!».

Ya salió. En el hoyo vacío burbujeó el agua.

Jadeando, boca arriba, oyó desesperarse a sus compañeros que imploraban ayuda. «¡Déjenme descansar!». Una hora después, valiéndose de palos y maromas, consiguió sacarlos a todos.

Ésta fue la postrera vez que sufrieron juntos. ¿Hacia qué lado quedó la pista? Sentían la cabeza en llamas y el cuerpo rígido. Pedro Fajardo empezó a toser convulsivamente y cayó bañándose en sangre por un vómito de hemoptisis.

Mas no tuvieron lástima del cadáver. Coutinho, el mayor, les aconsejaba no perder tiempo. «Quitarle el cuchillo de la cintura y dejarlo ahí. ¿Quién lo convidó? ¿Para qué se vino si estaba enfermo? No los debía perjudicar». Y en diciendo esto, obligó a su hermano a subir por una copaiba para observar el rumbo del sol.

El desdichado joven, con pedazos de su camisa, hizo una manea para los tobillos. En vano pretendió adherirse al tronco. Lo montaron sobre las espaldas para que se prendiera de más arriba, y repitió el forcejeo titánico, pero la corteza se despegaba y lo hacía deslizarse y recomenzar. Los de abajo lo sostenían apuntalándolo con horquetas y, alucinados por el deseo, como que triplicaban sus estaturas para ayudarlo. Al fin ganó la primera rama. Vientre, brazos, pecho, rodillas, le vertían sangre. «¿Ves algo? ¿Ves algo?», le preguntaban. ¡Y con la cabeza decía que no!

Ya ni se acordaban de hacer silencio para no provocar la selva. Una violencia absurda les pervertía los corazones y les requintaba un furor de náufragos, que no reconoce deudos ni amigos cuando, a puñal, mezquina su bote. Manoteaban hacia la altura al interrogar a Lauro Coutinho. «¿No ves nada? ¡Hay que subir más y fijarse bien!».

Lauro sobre la rama, pegado al tronco, acezaba sin responderles. A tamaña altitud, tenía la apariencia de un mono herido, que anhelaba ocultarse del cazador. «¡Cobarde, hay que subir más!». Y locos de furia lo amenazaban.

Mas, de pronto, el muchacho intentó bajarse. Un gruñido de odio resonó de abajo. Lauro, despavorido, les contestaba: «¡Vienen más tambochas! ¡Vienen más tambo...!».

La última sílaba le quedó magullada entre la garganta, porque el otro Coutinho, con un tiro de carabina que le sacó el alma por el costado, lo hizo descender como una pelota.

El fratricida se quedó viéndolo. «¡Ay, Dios mío, maté a mi hermano, maté a mi hermano!». Y, arrojando el arma se echó a correr. Cada cual corrió sin saber a dónde. Y para siempre se dispersaron.

Noches después los sintió gritar don Clemente Silva, pero temió que lo asesinaran. También había perdido la compasión, también el desierto lo poseía. A veces lo hacía llorar el remordimiento, mas se sinceraba ante su conciencia con sólo pensar en su propia suerte. A pesar de todo, regresó a buscarlos. Halló las calaveras y algunos fémures.

Sin fuego ni fusil, vagó dos meses entre los montes, hecho un idiota, ausente de sus sentidos, animalizado por la floresta, despreciado hasta por la muerte, masticando tallos, cáscaras, hongos, como bestia herbívora con la diferencia de que observaba qué clase de pepas comían los micos para imitarlos.

No obstante, alguna mañana tuvo repentina revelación. Paróse ante una palmera de «cananguche», que, según la leyenda, describe la trayectoria del astro diurno, a la manera del girasol. Nunca había pensado en aquel misterio. Ansiosos minutos estuvo en éxtasis, constatándolo, y creyó observar el alto follaje moviéndose pausadamente, con el ritmo de una cabeza que gastara doce horas justas en inclinarse desde el hombro derecho hasta el contrario. La secreta voz de las cosas le llenó su alma. ¿Sería cierto que esa palmera, encumbrada en aquel destierro como un índice hacia el azul, estaba indicándole la orientación? Verdad o mentira, él lo oyó decir. ¡Y creyó! Lo que necesitaba era una creencia definitiva. Y por el derrotero del vegetal comenzó a perseguir el propio.

Fue así como al poco tiempo encontró la vaguada del río Tiquié. Aquel caño de estrechas curvas parecióle rebalse de estancada ciénaga, y se puso a tirarle hojitas para ver si el agua corría. En esa tarea lo encontraron los Albuquerques, y, casi a la rastra, lo condujeron al barracón.

—¿Quién es ese espantajo que han conseguido en la cacería? —les preguntaron los siringueros.

—Un picure que sólo sabe decir: ¡Coutinho!... ¡Peggi!... ¡Souza Machado!...

De allí, al terminar el año, se les fugaba en una canoa para el Vaupés.

Ahora está aquí, sentado en mi compañía, esperando que raye el alba para que lleguemos a las barracas del Guaracú. Quizás piensa en Yaguanarí, en Yavaraté, en los compañeros extraviados. «No vaya usted a Yaguanarí», me aconseja siempre. Yo, recordando a Alicia y a mi enemigo, exclamo colérico:

—¡Iré, iré, iré!

* * *

Al amanecer suscitóse una discusión en que, por fortuna, no perdí el aplomo. Tratábase de la forma como debíamos demandar la hospitalidad.

Era indudable que la presencia inesperada de cuatro hombres desconocidos provocaría en los tambos serias alarmas. Uno de nosotros debía arriesgarse a explorar el ánimo del empresario, para que los demás, que quedarían en expectativa, con la selva libre, no se expusieran a sufrir irreparable servidumbre. Al fin se convino en que aquella misión me correspondía; pero mis compañeros se negaban resueltamente a dejarme ir armado.

Con esta precaución ofendían mi cordura, y, sin embargo, la acepté de manera tácita. Evidentemente, ciertos actos como que se anticipan a mis ideas: cuando el cerebro manda, ya mis nervios están en acción. Era bueno privarme de cualquier medio que pudiera encender mi agresividad; y todo hombre armado está siempre a dos pasos de la tragedia.

Entregándoles el revólver que tenía al cinto, les repetí mis advertencias:

—Esperadme aquí; si algo grave sucede, escaparé esta misma noche y nos reuniremos para...

Y partí solo, con el día ya entrado, hacia la vivienda del capataz.

Mientras que marchaba con paso azaroso, empezó a tomar cuerpo mi decisión y recordé el proyecto del Catire Mesa: asaltar la barraca, apoderarnos del «tesoro» de don Clemente, coger los víveres que halláramos y huir con el rumbero por entre los bosques, en busca de las cercanas fuentes del río Guainía, apercibidos para descenderlo, sin correr contingencias con el Isana, su tributario.

¿No sería mejor invadir los tambos a plomo y cuchillo? ¿Por qué llegar como pordiosero a pedir amparo? Me detuve indeciso y miré atrás. Mis camaradas, sacando las cabezas por entre las frondas, esperaban alguna orden. En otra situación, les hubiera gritado con ásperas voces: «¡Mentecatos! ¡Para qué dejan venir los perros!».

Porque Martel y Dólar corrían presurosos sobre mi rastro; y en breve instante, desesperándome de inquietud, llevaban por las barracas el anuncio de mi presencia. ¡Imposible retroceder!

Avancé. No creía lo que estaba viendo. ¿Esas pobres ramadas de estilo indígena eran los tan mentados barracones del Guaracú? ¿Esas viles casuchas, amenazadas por el rastrojo, podían ser la sede de un sátrapa, que tenía esclavos y concubinas, señor de los montes y amo de los ríos? Cierto que los caucheros sólo construyen habitaciones ocasionales y mudan su residencia de un caño a otro, conforme a la abundancia del siringal; cierto que el Cayeno, establecido años antes cerca de los raudales del Guaracú, fue moviéndose Isana arriba, sin cambiarle el nombre a la empresa, hasta situarse en el istmo de Papunagua para ejercer dominio sobre el Inírida, en contra de Funes. Pero estas razones no aliviaban mi desencanto ante el mal aspecto de la cauchería.

Uno de los tambos, a paciencia de sus moradores, estaba casi enmallado por andariego bejuco de hojas lanudas y calabacitas amarillentas. En el suelo, espinas de pescado, conchas de armadillo, vasijas de latas carcomidas por el orín. En sucios chinchorros, tendidos sobre un humazo de tizones que ahuyentaba zancudos, se aburrían unas mujeres de fístulas hediondas a yodoformo y pañuelos amarrados en la cabeza. No me sintieron, no se movieron. Parecíame haber llegado a un bosque de leyenda donde dormitaba la Desolación.

Fueron mis cachorros los que disiparon el marasmo: en el caney próximo hicieron chillar a un mico, que amarrado por la cintura, colgábase de un palo al extremo de la correa. La dueña salió. Gentes enfermas aparecieron. Por todas partes chicuelos desnudos y mujeres grávidas.

—¿Usted trajo mañoco para vender?

—Sí. ¿El amo está en casa?

—En aquel caney. Dígale que compre. ¡Estamos con hambre!

—¡Mañoco, hay mañoco! ¡De cualquier modo se lo pagamos!

Y con anticipada salivación saboreaban su propio deseo.

El caney del amo no tenía paredes; tabiques de palma dividían los departamentos. Propiamente carecía de puertas, pero sus huecos se tapaban con planchas de «chusque». Yo no supe en aquel momento a dónde llamar. Por encima de la palmicha que le servía de muro a una alcoba, miré hacia adentro, con sutil sospecha. En una hamaca de floreados flecos fumaba una mujer vestida de encajes. Era la madona Zoraida Ayram. ¡Y me vio fisgándola!

—¡Váquiro! ¡Váquiro! ¡Aquí hay un hombre!

No hallé qué decir. Me acerqué a la puerta inmediata. La madona tenía en la mano un revólver, pequeñito como un juguete. Mis camaradas estarían observando mis movimientos. El entrar sin sombrero en el barracón era señal de que el capataz estaba presente. Más tardé yo en pensarlo que él en salir de la pieza próxima encapsulando la carabina.

—¿Qué quiere «busté»?

—Señor, soy Arturo Cova. Gente de paz.

La madona, como burlándose de sus nervios, dijo con pintoresca pronunciación, reparando en mí, mientras que guardaba el revólver entre el corpiño:

—¡Oh, Alá! ¡Lleven a ese mugroso a la cocina!

El Váquiro repuso extendiéndome su cuadrada mano.

—¡Soy Aquiles Vácares, veterano de Venezuela, «guapo» pal plomo y pa cualquier hombre!

Por lo cual murmuré descubriéndome reverente:

—¡Salud, General!

* * *

El Váquiro ocupó su chinchorro del corredor, con la carabina en las piernas. Ordenóme que me sentara en el banco próximo. Quedéme perplejo, pero expliqué mi indecisión con estas razones:

—General, ¿podría ser posible que yo tome asiento al lado de un jefe? Sus fueros militares me lo prohiben.

—Eso sí es verdá.

El Váquiro era borracho, bizco, gangoso. Sus bigotes, enemigos del beso y la caricia, se le alborotaban, inexpugnables, sobre la boca, en cuyo interior la caja de dientes se movía desajustada. En su mestizo rostro pedía justicia la cicatriz de algún machetazo, desde la oreja hasta la nariz. Por el escote de su franela irrumpía del pecho un reprimido bosque de vello hirsuto, tan ingrato de emanaciones como abundante en sudor termal. Su cinturón de cuero curtido se daba pretensiones de muestrario bélico: cuchillo, puñal, cápsulas, revólver. Vestía pantalones de kaki sucio y calzaba cotizas sueltas, que, al moverse, le palmoteaban bajo los talones.

—¿Cómo hizo busté para adivinar los grados que tengo?

—Un veterano tan eminente debe haber recorrido el escalafón.

—¿El qué?

—El escalafón.

—Dígame: ¿y en Colombia suena mi nombre?

—¿Quién no ha oído nombrar al «valiente Aquiles»?

—Eso sí es verdá.

—¡Paladín homérida!

—Le advierto que no soy de Mérida sino de Coro.

En ese momento, en grupo acezante, aparecieron mis camaradas, desarmados, en la extremidad del corredor. El Váquiro, sospechoso, se mantuvo en pie. Hice una modesta presentación.

—Señor General, éstos son compañeros míos.

Los tres, sin acercarse, murmuraron confusos:

—¡Señor General!... ¡Señor General!

Comprendí que era tiempo de improvisar un discurso lírico para que el Váquiro se calmara. Tergiversé las instrucciones de don Clemente. Pronto adquirió mi lengua un tono irresistible de convicción. Yo mismo me admiraba de mi inventiva, riendo, por dentro, de mi propia solemnidad.

Eramos barraqueros del río Vaupés y residíamos en una zona equidistante de Calamar y de la confluencia del Itilla y el Unilla. Trabajábamos en mañoco, siringa y tagua. Teníamos en Manaos un cliente espléndido, la casa Rosas, en cuyo poder me quedaba un ahorro de unas mil libras, que representaba mi trabajo de penosos meses como productor y comisionista.

Al decir esto, noté que la madona ponía cuidado a mi relato, porque dejó de sonar la hamaca en el cuarto próximo. Este detalle me produjo cierta zozobra y viré de rumbo en mis fantasías.

—Señor General, por desgracia, el Vaupés nos opone raudales pérfidos; y perdimos en un «trambuque», en el correntón de Yavaraté, nuestra cosecha de ahora tres años.

Y repetí intencionalmente:

—En el propio raudal de Yavaraté, contra las raíces de un jacarandá.

La madona asomó a la puerta, llenando con su figura quicio y dintel. Era una hembra adiposa y agigantada, redonda de pechos y de caderas. Ojos claros, piel láctea, gesto vulgar. Con sus vestidos blancos y sus encajes tenía la apariencia de una cascada. Luengo collar de cuentas azules se descolgaba desde su seno, cual una madreselva sobre una cima. Sus brazos, resonantes por las pulseras y desnudos desde los hombros, eran pulposos y satinados como dos cojincillos para el placer, y en la enjoyada mano tenía un tatuaje que representaba dos corazones atravesados por un puñal.

¡Entretanto que miraba, absolví mentalmente tu inexperiencia, desventurado Luciano Silva, y adiviné el desenlace de tu pasión!

—¿Cuáles son los muchachos que conocen el río Vaupés? —preguntó regando en la atmósfera el cálido perfume de su abanico.

—Los cuatro, señora.

—¿Y el afiliado a la casa Rosas? ¿El comisionista?

—Su admirador.

—¿A cómo le ordenaron pagar el caucho?

—El de primera, a un conto de reis. Poco más o menos a trescientos pesos.

—¿No te lo dije, Váquiro, que no se puede pagar a más?

—¡Mire: no le permito apodarme así! Dígame por mi nombre: ¡General Vácares! Aprenda del joven Cova, que sí sabe tratar a los jefes.

—Nada tengo que ver con nombres y títulos. Devuélvame mi plata o páguemela en caucho, a razón de trescientos pesos, menos el flete, porque yo no viajo de balde. ¡Lo demás me importa un comino!

—¡No sea grosera!

—¡Pues entonces no sea tramposo, no sea canalla, ni tal por cual! Sepa que a las damas se les atiende con guante blanco. Aprenda también de este caballero, que me ha dicho «su admirador».

—Calma, mi señora; calma, General.

El sofocado jefe ordenóme con gesto heroico:

—¡Vámonos pa juera, onde no nos vengan a interrumpir!

Al despedirme de la madona hice una profunda reverencia.

* * *

—Y como le decía, la casa Rosas me ordenó que en lo sucesivo esquiváramos el Vaupés y por Caño Grande descendiéramos al Inírida, hacia San Fernando del Atabajo, donde podíamos consignarle al Gobernador los productos que consiguiéramos, pues era agente suyo y tenía el encargo de remitírselos, por el Orinoco, a la isla de Trinidad.

—¡Chicos! ¿Y no sabían que a Pulido lo asesinaron?

—General, vivimos en el limbo de los desiertos...

—Pues lo descuartizaron, por robarle lo que tenía y por coger la Gobernación.

—¡El coronel Funes!...

—¡Qué coronel! ¡Está degradado! ¡Escupa ese nombre! ¡Cuidao con volverlo a mentar aquí!

Y por darme ejemplo, dejó caer ancha saliva y la refregó con los calcañales.

—Señor General, yo fui precavido: le hice saber a la casa Rosas que en ningún caso respondería por los accidentes que la nueva ruta ocasionara; y, aprobada esta base, dejamos nuestras barracas hace ya dos meses, cargados de mañoco, sarrapia y goma. ¡Pero el Inírida es tan envidioso como el Vaupés, y al llegar a la boca del Papunagua perdimos todo! ¡Hemos venido por entre el monte, en el colmo de la miseria, a pedir amparo!

—¿Y qué será lo que busté quiere?

—Que me tripulen una canoa para enviar un correo a Manaos, a llevar el aviso de la catástrofe y a traer dinero, sea de la caja de nuestro cliente, sea de mi cuenta; y que nos den posada a los cuatro náufragos hasta que regrese tal expedición.

—¡No tenemos marina..., estamos escasísimos de mañoco!

—Déme usted un boga conocedor y el mulato Correa se irá con él. Pagaremos lo que se nos pida. Los jefes no conocen dificultades.

—¡Eso sí es verdá!

La madona, que oía este diálogo, me llamó aparte:

—Caballero, yo le podría vender un boga que es mío.

—¡No interrumpa busté! ¡Déjenos conversar!

—¿Es que acaso no es mío el rumbero Silva? ¿No les probé que era el picure del personal de Yaguanarí? ¿No saben que Pezil no me lo pagó?

—Señora, si usted desea... Si el General no me lo prohibe...

—¡Qué General! ¡Éste no es el que manda sino el Cayeno! Éste es un pobre diablo que fanfarronea de administrador.

—¡No sea deslenguada! ¡Le voy a probar que sí tengo mando: joven, puede contar con la embarcación!

—¡Gracias! ¡Gracias! En cuanto al boga, si la señora me vende el picure, si me acepta un giro sobre Manaos...

—¿Y qué me da en prenda mientras lo pagan?

—Nuestras personas.

—¡Oh, no! ¡Eso no! ¡Alá!

—No me sorprende la desconfianza. Es verdad que nuestras figuras nos contradicen la solvencia: descalzos, astrosos, necesitados. Sólo aspiro a poner en manos de ustedes cuanto poseemos. Escojan el personal que ha de realizar la comisión. Lo indispensable es que salga pronto con nuestras cartas y tenga cuidado con los valores y mercancías que solicitamos y que ustedes mismos recibirán: drogas, vituallas, y especialmente algunos licores, porque conviene alegrar la vida en este desierto.

—Eso sí es verdá.

Cuando la madona, pensativa, nos dejó solos, le rogué al jefe:

—¡Júreme, General, que contaremos con su valía!

—Joven, poco me gusta jurar en cruz, porque soy ateo. ¡Mi religión es la de la espada!

Y llevando la diestra al cinto, como garantía de su juramento, murmuró solemne:

—¡Dios y Federación!

* * *

Al atardecer la madona reapareció. Por frente a la ramada que nos destinó el Váquiro, me hizo el honor de pasear su tedio, cubierta con un velo de gasa nívea que la defendía de los «jejenes».

Junto al fogón ocioso bostezábamos en silencio, esperando a los pescadores que fueron al río a conseguir la cena. Franco vació mañoco del bolsillo y lo comíamos a puñados, cuando reparamos en la mujer. Al verla, volví la cara a otro lugar, con el sombrero sobre la frente, avergonzado de la miseria en que me hallaba.

—¿Me está mirando?

—Mucho, pero aparenta disimular.

—¿Se fue?

—Les está haciendo cariños a los perros.

—Déjate de observarla porque se acerca.

—¡Ya viene! ¡Ya viene!

Levanté el rostro para afrontarla, y la vi venir hollando las yerbas, blanca, entre la penumbra semilunar. Pasó junto a mí, saludándome con la mano, y envolvió este reproche en una sonrisa:

—¡Caramba! Estamos esquivos. ¡No hay como tener saldo en la casa Rosas!

Mudo, la vi alejarse hacia su caney, cuando Franco me sacudió:

—¿Oíste? Ya está intrigada por el dinero. ¡Hay que conquistarla inmediatamente!

—¡Sí! A ver si vuelve a decirme «mugroso». ¡Caerá! ¡Caerá! ¡El desprecio de una mujer no tiene perdón! ¡Mugroso! Esta noche lavaremos nuestros vestidos y los secaremos a la candela. Mañana...

La turca extendió en el patio su silla portátil y se reclinó bajo los luceros a respirar fragancias del monte. Aquella actitud no tenía más fin que el de fascinarme, aquellos ojos dirigidos a las alturas querían que los contemplara, aquel pensamiento que fingía vagar en la noche estaba conspirando contra mi reposo. ¡Otra vez, como en las ciudades, la hembra bestial y calculadora, sedienta de provechos, me vendía su tentación!

Observándola de reojo, comencé a sentir la agresividad que precede a los desafíos. ¡Mujer singular, mujer ambiciosa, mujer varonil! Por los ríos más solitarios, por las correntadas más peligrosas, atrevía su batelón en busca de los caucheros, para cambiarles por baratijas la goma robada, exponiéndose a las violencias de toda suerte, a la traición de sus propios bogas, al fusil de los salteadores, deseosa de acumular centavo a centavo la fortuna con que soñaba, ayudándose con su cuerpo cuando el buen éxito del negocio lo requería. Por hechizar a los hombres selváticos ataviábase con grande esmero, y al desembarcar en los barracones, limpia, olorosa, confiaba la defensa de sus haberes a su prometedora sensualidad.

¡Cuántas noches como ésta, en desiertos desconocidos, armaría su catre sobre las arenas todavía calientes, desilusionada de sus esfuerzos, ansiosa de llorar, huérfana de amparo y protección. Tras el día sofocante, cuyo sol retuesta la piel y enrojece los ojos con doble llama al quebrarse en la onda fluvial, la sospecha nocturna de que los bogas van a disgusto y han concebido algún plan siniestro; tras el suplicio de los mosquitos, el tormento de los zancudos, la cena mezquina, el rezongo del temporal, la borrasca encendida y vertiginosa! ¡Y aparentar confianza en los marineros que quieren robarse la embarcación, y relevarlos en la guardia, y aguantarles refunfuños y malos modos, para que al alba continúe el viaje, hacia el raudal que prohibe el paso, hacia las lagunas donde el gomero prometió entregar un kilo de goma, hacia los ranchos de los deudores que nunca pagan y que se ocultan al divisar la nave tardía!

Así, continuando el éxodo repetido, al monótono chapoteo de los canaletes, debió de medir la inmensa distancia que hay entre la miseria y el oro espléndido. Sentada sobre los fardos, en la proa del batelón, al abrigo de su paraguas, repasaría en la mente sus cuentas, confrontando deudas e ingresos, viendo impaciente cómo pasaba un año tras otro sin dejarle en las manos valiosa dádiva, igual a esos ríos que donde confluyen sólo arrojan espumas en el arenal. Quejosa de la suerte, agravaría su decepción al pensar en tantas mujeres nacidas en la abundancia, en el lujo, en la ociosidad, que juegan con su virtud por tener en qué distraerse, y que aunque la pierdan siguen con honra, porque el dinero es otra virtud. Y ella, uncida al yugo de la pobreza, luchando a brazo partido para comprar el descanso de la vejez, y volver a su tierra, que le negó todos los placeres, menos el de quererla, el de recordarla. Quizás tendría madre a quien mantener, hermanos que educar, deudas sagradas que redimir. Y por eso la forzaría la necesidad a pulir su rostro, ataviar su cuerpo, refinar su labia, para que los artículos adquirieran categoría; los cobros, provecho; las ofertas, solicitud.

Esto pensaba yo con juicio romántico, desposeído de encono, viéndola ingeniarse por adquirir imperio sobre mi ser. ¿Ambicionaba mi oro o mi juventud? Bien podía escoger lo que le placiera. En aquel momento sentía por ella la solidaridad de los desgraciados. Su alma, endurecida por el comercio, debía pagar tributo a la pesadumbre y a la ilusión, aunque sus ambiciones fueran siempre vulgares. Quizás, como yo, del amor humano sólo conocería la pasión sexual, que no deja lágrimas sino tedio. ¿Alguien habría rendido su corazón? Pareció no acordarse de Lucianito cuando, al mencionar al Yavaraté, hice veladamente la evocación de la sepultura. Acaso otros pesares constituirían el patrimonio de su dolor, pero era seguro que su maciza femineidad no vivía insensible a las sugestiones espirituales: sus grandes ojos denuncian a ratos una congoja sentimental, que parece contagiada por la tristeza de los ríos que ha recorrido, por el recuerdo de los paisajes que no ha vuelto a ver.

Lentamente, dentro del perímetro de los ranchos, empezó a flotar una melodía semirreligiosa, leve como el humo de los turíbulos. Tuve la impresión de que una flauta estaba dialogando con las estrellas. Luego me pareció que la noche era más azul y que un coro de monjas cantaba en el seno de las montañas, con acento adelgazado por los follajes, desde inconcebibles lejanías. Era que la madona Zoraida Ayram tocaba sobre sus muslos un acordeón.

Aquella música de secreto y de intimidad daba motivo a evocaciones y a saudades. Cada cual comenzó a sentir en su corazón que lo interrogaba una voz conocida. Varias mujeres con sus chicuelos vinieron a acurrucarse junto a la tañedora. Paz, misterio, melancolía. Elevado en pos del arpegio, el espíritu se desligaba de la materia y emprendía fabulosos viajes, mientras el cuerpo se quedaba inmóvil, como los vegetales circunvecinos.

Mi psiquis de poeta, que traduce el idioma de los sonidos, entendió lo que aquella música les iba diciendo a los circunstantes. Hizo a los caucheros una promesa de redención, realizable desde la fecha en que alguna mano (ojalá fuera la mía) esbozara el cuadro de sus miserias y dirigiera la compasión de los pueblos hacia las florestas aterradoras; consoló a las mujeres esclavizadas, recordándoles que sus hijos han de ver la aurora de la libertad que ellas nunca miraron, e individualmente nos trajo a todos el don de encariñarnos con nuestras penas por medio del suspiro y de la ensoñación.

En breves minutos volví a vivir mis años pretéritos, como espectador de mi propia vida. ¡Cuántos antecedentes indicadores de mi futuro! ¡Mis riñas de niño, mi pubertad agreste y voluntariosa, mi juventud sin halagos ni amor! ¿Y quién me conmovía en aquel momento hasta ablandarme a la mansedumbre y desear tenderles los brazos, en un ímpetu de perdón, a mis enemigos?

¡Tal milagro lo realizaba una melodía casi pueril! ¡Indudablemente, la madona Zoraida Ayram era extraordinaria! Intenté quererla, como a todas, por sugestión. ¡La bendije, la idealicé! Y recordando las circunstancias que me rodeaban, lloré por ser pobre, por andar mal vestido, por el sino de la tragedia que me persigue.

* * *

Franco fue a despertarme por la mañana y encontró el chinchorro vacío. Corrió luego al caño donde yo cumplía mi ablución matinal y me dio esta noticia despampanante:

—¡Vístete ligero, que la madona va a proponerte una transacción!

—¡Mis ropas están húmedas todavía!

—¿Qué importa? ¡Hay que aprovechar! Ella salió del baño al amanecer, y ya nos hizo un presente regio: galletas, café, dos potes de atún. Quiere hablar contigo, ahora que estamos solos, pues el Váquiro se marchó desde temprano a vigilar a los siringueros y sólo volverá de tardecita.

—¿Y qué quiere decirme?

—Que la prefieras en el negocio. Que si pides dinero para comprar caucho, le tomes al Cayeno todo el que tenga en estos depósitos, a ver si él le paga lo que le está debiendo. ¡Aprisa, vamos!

La madona, en el patio, conversaba animadamente con el Mulato y el Catire, mostrándoles los encajes y los dedos, cual si quisiera instarlos a desmayarse de admiración.

—Es un muestrario andante, —advirtióme Franco— nos propone que le compremos telas, sortijas, joyas, semejantes a las que usa o de mejor laya. Dice que llegó sola en una curiara, tripulada por tres naturales, y que dejó su lancha en el caserío de San Felipe, en pleno Río Negro, porque el alto Isana es intransitable. ¿Pero dónde tiene la mercancía que nos ofrece? Podría yo jurar que su batelón está escondido en alguna ciénaga, por temor de que puedan desvalijarlo, y que gentes adictas la esperan allí.

Al calor de la siesta, resolví presentármele a la mujer en su propia alcoba, sin anunciarme, repensando un discurso preparado y con cierta emoción que aumentaba mi palidez. La sorprendí aspirando su cigarrillo en boquilla de ámbar, tendida en la hamaca soporosa, un pie sobre el otro, y el ruedo de la falda barriendo el suelo en tardo compás. Al verme, logró sentarse, con fingido disgusto de mi imprudencia, ajustóse la blusa desabrochada, y, observándome, enmudeció.

Entonces, con ilusoria teatralidad, que, por cierto, fue muy sincera, murmuré bajando los ojos:

—No repares, señora, en mis pies descalzos, ni en mis remiendos, ni en mi figura; mi porte es la triste máscara de mi espíritu, mas por mi pecho pasan todas las sendas para el amor.

Me bastó una mirada de la madona para comprender mi equivocación. Tampoco entendía la necesidad de mi rendimiento, cuando hubiera podido darle a mi ánima, ansiosa de un afecto cualquiera, las orientaciones definitivas; tampoco supo velarse con el espíritu para hacerme olvidar la hembra ante la mujer.

Disgustado por mi ridículo, me senté a su lado, decidido a vengarme de mi estupidez, y tendiéndole el brazo sobre los hombros la doblé contra mí, bruscamente, y mis dedos tenaces le quedaron impresos en la piel. Arreglándose las peinetas, protestó anhelante:

—¡Estos colombianos son atrevidos!

—¡Sí, pero en empresas de mucha monta!

—¡Quieto! ¡Quieto! ¡Déjame reposar!

—¡Eres insensible como tus cabellos!

—¡Oh! ¡Alá!

—Te besé la cabeza y no sentiste.

—¡Para qué!

—¡Cual si hubiera besado tu inteligencia!

—¡Oh, sí!

Durante un momento quedóse inmóvil, menos pudorosa que alarmada, sin mirarme ni protestar. De repente, se puso en pie.

—¡Caballero, no me pellizque! ¡Está equivocado!

—¡Nunca se equivoca mi corazón!

Y diciendo esto, le mordí la mejilla, una sola vez, porque en mis dientes quedó un saborcillo de vaselina y polvos de arroz. La madona, estrechándome contra su seno, prorrumpió llorosa:

—¡Ángel mío, prefiéreme en el negocio! ¡Prefiéreme!

¡Lo demás fue cuenta mía!

* * *

Hasta diez chiquillos panzudos me cercaron con sus totumas, gimoteando un ruego enseñado por sus mamás, quienes en corrillo famélico los instigaban desde otro caney, ayudándoles con los ojos en la súplica mendicante:

—¡Mañoco, ay, mañoco!

Entonces, la madona Zoraida Ayram, con su mano usurera y blanca, que aún tenía la agitación de las últimas sensaciones, quiso demostrar su munificencia y obtener mi aplauso: ejerciendo derechos de ama de casa, franqueó la despensa a los pedigüeños y les ordenó colmar sus vasijas hasta saciarse. Abalanzáronse los muchachos sobre el mapire, como chisgas sobre el trigal, cuando, de súbito, una vieja envidiosa los alarmó con estas palabras:

—¡Uiií! ¡Güipas! ¡El viejo!

Y la turba despavorida desbandóse con tal precipitación que algunos cayeron derramando el afrecho precioso, pese a lo cual, los más listos recogieron del suelo varios puñados y lleváronlos a la boca con tierra y todo.

El «espanto» de aquellos párvulos era el rumbero Clemente Silva, que, habiendo ido a pescar, regresaba con las redes ineficaces. Grave recelo sienten ante el anciano, con quien los asustan desde que salen de la lactancia, enseñándoles que, cuando crezcan, va a extraviarlos en el centro de los rebalses, bajo siringales oscurecidos, donde la selva habrá de tragárselos.

La arisca timidez de los indiecitos crece al influjo de grotescas supersticiones. Para ellos el amo es un ser sobrenatural, amigo del «maguare», es decir, el diablo, y por eso los montes le prestan ayuda y los ríos le guardan los secretos de sus violencias. Ahí está la isla del «Purgatorio», en donde han visto perecer, por mandato del capataz, a los caucheros desobedientes, a las indias ladronas, a los niños díscolos, amarrados a la intemperie en total desnudez, para que los zancudos y los murciélagos los ajusticien. Semejante castigo amedrenta a los pequeñuelos, y antes de cumplir cinco años de edad salen a los cauchales, en la cuadrilla de las mujeres, y con miedo al patrón, que los obliga a picar los troncos, y con miedo a la selva, que debe odiarlos por su crueldad. Siempre anda con ellos algún hachero que les derriba determinado número de árboles, y es de verse, entonces, cómo, en el suelo, torturan al vegetal, hiriéndole ramas y raíces con clavos y puyas, hasta extraerle la postrera gota de jugo.

—¿Qué opina usted, don Clemente, de estos rapaces?

—Que en mí le tienen miedo a su porvenir.

—Pero usted es hombre de buen agüero. Compare nuestros temores de hace dos días con la tranquilidad de que gozamos.

Así dije; y pensando en nuestra pronta separación, nos arrepentimos íntimamente de haber hablado, y enmudecimos, procurando que nuestros ojos no se encontraran.

—¿Hoy ha conferenciado con mis compañeros?

—Como amanecimos pescando, estarán durmiendo la siesta.

—¡Vamos a verlos!

Y cuando pasamos ante un caney, cercano al río, vi un grupo de niñas de ocho a trece años, sentadas en el suelo, en círculo triste. Vestían todas chingues mugrientos, terciados en forma de banda y suspendidos por sobre el hombro con un cordón, de suerte que les quedaban pecho y brazo desnudos. Una espulgaba a su compañera, que se le había dormido sobre las rodillas; otras preparaban un cigarrillo en una corteza de «tabarí», fina como papel; ésta, de cuando en cuando, mordía con displicencia un caimito lechoso; aquélla, de ojos estúpidos y greñas alborotadas, distraía el hambre de una criatura que le pataleaba en las piernas, metiéndole el meñique entre la boquita, a falta del pezón ya exhausto. ¡Nunca veré otro grupo de más infinita desolación!

—Don Clemente, ¿qué se quedan haciendo estas indiecitas mientras tornan sus padres a la barraca?

—Éstas son las queridas de nuestros amos, se las cambiaron a sus parientes por sal, por telas y cachivaches o las arrancaron de sus bohíos como impuesto de esclavitud. Ellas casi no han conocido la serena inocencia que la infancia respira, ni tuvieron otro juguete que el pesado tarro de cargar agua o el hermanito sobre el cuadril. ¡Cuán impuro fue el holocausto de su trágica doncellez! Antes de los diez años, son compelidas al lecho, como a un suplicio; y descaderadas por sus patronos, crecen entecas, taciturnas, ¡hasta que un día sufren el espanto de sentirse madres, sin comprender la maternidad!

Mientras íbamos caminando, estremecidos de indignación, observé un semitecho de «mirití», sostenido por dos horcones, de los cuales pendía un chinchorro misérrimo, donde descansaba un sujeto joven de cutis ceroso y aspecto extático. Sus ojos debían tener alguna lesión porque los velaba con dos trapillos amarrados sobre la frente.

—¿Cómo se llama aquel individuo que se tapó la cara con la cobija, como disgustado por mi presencia?

—Un paisano nuestro. Es el solitario Esteban Ramírez, que tiene la vista a medio perder.

Entonces, acercándome al chinchorro y descubriéndole la cabeza, le dije con voz tenue y emocionada:

—¡Hola, Ramiro Estévanez! ¿Crees que no te conozco?

Un singular afecto me ligó siempre a Ramiro Estévanez. Hubiera querido ser su hermano menor. Ningún otro amigo logró inspirarme aquella confianza que, manteniéndose dignamente sobre la esfera de lo trivial, tiene elevado imperio en el corazón y en la inteligencia.

Siempre nos veíamos, nunca nos tuteábamos. Él era magnánimo; impulsivo, yo. Él, optimista; yo, desolado. Él, virtuoso y platónico; yo, mundano y sensual. No obstante, nos acercó la desemejanza, y, sin desviar innatas inclinaciones, nos completábamos en el espíritu, poniendo yo la imaginación, él la filosofía. También, aunque distanciados por las costumbres, nos influimos por el contraste. Pretendía mantenerse incólume ante la seducción de mis aventuras, pero al censurármelas lo inundaba cierta curiosidad, una especie de regocijo pecaminoso por los desvíos de que lo hizo incapaz su temperamento, sin dejar de reconocerles vital atractivo a las tentaciones. Creo que, por encima de sus consejos, más de una vez hubiera cambiado su temperancia por mis locuras. De tal suerte llegué a habituarme a comparar nuestros pareceres, que ya en todos mis actos me preocupaba una reflexión: ¿Qué pensará de esto, mi amigo mental?

Amaba de la vida cuanto era noble: el hogar, la patria, la fe, el trabajo, todo lo digno y lo laudable. Arca de sus parientes, vivía circunscripto a su obligación, reservándose para sí los serenos goces espirituales y conquistando de la pobreza el lujo real de ser generoso. Viajó, se instruyó, comparó civilizaciones, comprendió a hombres y mujeres, y por todo aquello, adquirió después una sonrisilla sardónica, que tomaba relieve cuando ponía en sus juicios la pimienta del análisis y en sus charlas la coquetería de la paradoja.

Antaño, apenas supe que galanteaba a cierta beldad de categoría, quise preguntarle si era posible que un joven pobre pensara compartir con otra persona el pan escaso que conseguía para sus padres. Nada le traté a fondo porque me interrumpió con frase justa: «¿No me queda derecho ni a la ilusión?».

Y la loca ilusión lo llevó al desastre. Tornóse melancólico, reservado, y acabó por negarme su intimidad. Con todo, algún día le dije por indagarlo: «Quiera el destino reservarle mi corazón a cualquier mujer cuya parentela no se crea superior, por ningún motivo, a mi gente». Y me replicó: «Yo también he pensado en ello. ¿Pero qué hacer? ¡En esa doncella se detuvo mi aspiración!».

Al poco tiempo de su fracaso sentimental no lo volví a ver. Supe que había emigrado a no sé dónde, y que la fortuna le fue risueña, según lo predicaban, tácitamente, las relativas comodidades de su familia. Y ahora lo encontraba en las barracas de Guaracú, hambreado, inútil, usando otro nombre y con una venda sobre los párpados.

Gran desconcierto me produjo su pesadumbre, y, por compasiva delicadeza, no me atreví a inquirir detalle ninguno de su suerte. En vano esperé a que iniciara la confidencia. El tal Ramiro estaba cambiado; ni un apretón, ni una palabra cordial, ni un gesto de regocijo por nuestro encuentro, por todo ese pasado que en mí renacía y en el cual poseíamos partes iguales. En represalia, adopté un mutismo glacial. Después, por mortificarlo, le dije secamente:

—¡Se casó! Sí, ¿sabías que se casó?

Al influjo de esta noticia resucitó para mi amistad un Ramiro Estevánez desconocido, porque en vez del suave filósofo apareció un hombre mordaz y amargo, que veía la vida tal como es por ciertos aspectos. Asiéndome de la mano interrogó:

—¿Y será verdadera esposa, o sólo concubina de su marido?

—¿Quién lo podrá decir?

—Claro que ella posee virtudes para ser la esposa ideal de que nos habla el Evangelio; pero unida a un hombre que no la pervirtiera y «encanallara». Entiendo que el suyo es uno de tantos como conozco, viudos de mancebía, momentáneos, desertores de los burdeles, que se casan por vanidad o por interés, hasta por adquirir hembra de alcurnia a beneplácito de la sociedad. Pero pronto la depravan y la relegan, o en el santuario del hogar la convierten en meretriz, pues su ardor marital ya no prospera sino reviviendo prácticas de prostíbulo.

—¿Y eso qué importa? Con tal de llevar apellido ilustre que se cotice en el gran mundo...

—¡Bendito sea Dios, porque aún existe la candidez!

Esta frase me hizo la impresión de un alfilerazo en mi epidermis de hombre corrido. Y me di a acechar el momento de probarle a Estévanez que yo también entendía de mordacidad; pero la ocasión no se presentaba y él expuso:

—A propósito de apellidos, recuerdo cierta anécdota de un ministro, de quien fui escribiente. ¡Qué ministro tan popular! ¡Qué despacho tan visitado! Pronto me di cuenta de un fenómeno paradójico: los aspirantes salían sin gangas, pero rebosaban de orgullo prócer. Una vez penetraron en la oficina dos caballeros de punta en blanco, elegantes de oficio, profesores de simpatía en garitos y salones. El ministro, al tenderles la mano, puso atención a sus apellidos.

“—Yo soy Zárraga —dijo uno.

»—Yo soy Cómbita —murmuró el otro.

»—¡Ah, sí! ¡Ah, sí! ¡Cuánto honor, cuánto gusto! ¡Ustedes son descendientes de los Zárragas y de los Cómbitas!

”Y cuando salieron, le pregunté a mi augusto jefe:

»—¿Quiénes son los antepasados de estos señorones, cuya prosapia arrancó a usted un elogio tan espontáneo?

»—¿Elogio? ¡Qué sé yo! ¡Mi pleitesía fue de simple lógica: si el uno es Cómbita y el otro es Zárraga, sus respectivos padres llevarán esos apellidos! ¡Nada más!».

Porque Ramiro no advirtiera que su talento provocaba mi admiración, aparenté displicencia ante sus palabras. Quise tratarlo como a pupilo, desconociéndolo como a mentor, para demostrarle que los trabajos y decepciones me dieron más ciencia que los preceptores de filosofismo, y que las asperezas de mi carácter eran más a propósito para la lucha que la prudencia débil, la mansedumbre utópica y la bondad inane. Ahí estaban los resultados de tan grande axioma: entre él y yo, el vencido era él. Retrasado de las pasiones, fracasado de su ideal, sentiría el deseo de ser combativo, para vengarse, para imponerse, para redimirse, para ser hombre contra los hombres y rebelde contra su destino. Viéndolo inerme, inepto, desventurado, le esbocé con cierta insolencia mi situación para deslumbrarlo con mi audacia:

—Hola, ¿no me preguntas qué vientos me empujan por estas selvas?

—La energía sobrante, la búsqueda de El Dorado, el atavismo de algún abuelo conquistador...

—¡Me robé una mujer y me la robaron! ¡Vengo a matar al que la tenga!

—Mal te cuadra el penacho rojo de Lucifer.

—¿Pero no crees acaso en mi decisión?

—¿Y la tal mujer merece la pena? Si es como la madona Zoraida Ayram...

—¿Sabes algo?

—Me pareció que entrabas en su caney...

—¿De modo que tus ojos no están perdidos?

—Todavía no. Fue una incuria mía, mientras fumigaba un bolón de goma. Prendí fuego, y, al taparlo con el embudo que se habilita de chimenea, una rama rebelde que chirriaba quemándose me lanzó al rostro un chorro de humo.

—¡Qué horror! ¡Como si se tratara de una venganza contra tus ojos!

—¡En castigo de lo que vieron!

* * *

Esta frase fue para mí una revelación; Ramiro era el hombre que, según don Clemente Silva, presenció las tragedias de San Fernando del Atabapo y solía relatar que Funes enterraba la gente viva. Él había visto cosas extraordinarias en el pillaje y la crueldad, y yo ardía por conocer detalles de esa crónica pavorosa.

Hasta por ese aspecto Ramiro Estévanez resultaba interesantísimo; y como, al parecer, reaccionaba contra el divorcio de nuestra fraterna intimidad, fuese amenguando en mi corazón el resentimiento y empezamos a hacer el canje de nuestras desdichas, refiriéndolas a grandes rasgos. Aquel día no cambiamos palabra sobre la tiranía del coronel Funes, porque Ramiro no cesaba de hacerme el inventario de sus cuitas, como urgido de protección. Lo que más me dolió de cuanto contaba fueron las inauditas humillaciones a que dio en someterlo un capataz a quien llamaban el Argentino, por decirse oriundo de aquel país. Este hombre, odioso, intrigante y adulador, les impuso a los siringueros el tormento del hambre, estableciendo la práctica insostenible de pagar con mañoco la leche del caucho, a razón de puñado por litro. Había llegado a las barracas del Guaracú con unos prófugos del río Vestuario, y, queriendo vendérselos al Cayeno, convirtióse en explotador de sus propios amigos, forzándolos con el foete a trabajos agobiadores, para demostrar la pujanza física de los cuitados y exigir por ellos óptimo precio. Gerenciaba también el zarzo de las mujeres, premiando con sus cuerpos avejentados la abyección de ciertos peones y a fuerza de mala índole ganóse el ánimo del Cayeno, hasta posponer al Váquiro mismo, que lo odiaba y reñía.

En el preciso instante que relataba Ramiro Estévanez tan torpes abusos, principió a llegar a los tambos la desolada fila de caucheros, con los tarros de goma líquida y las ramas verdes del árbol «massaranduba», que prefieren para fumigar porque produce humo denso. Mientras unos guindaban sus chinchorros para tenderse a sudar la fiebre o a lamentarse del beriberi que los hinchaba, otros prendían fuego, y las mujeres amamantaban a sus criaturas, que no les daban tiempo para quitarse de la cabeza las tinajas rebosantes de jugo.

Llegó con ellos y con el Váquiro un individuo que usaba abrigo impermeable y esgrimía en los dedos un latiguillo de balatá. Hizo limpiar una gran vasija y se puso a medir con una totuma la leche que cada gomero presentaba atortolándolos con insultos, con amenazas y reclamos, y mermándoles el mañoco a que tenían derecho para cenar.

—Mira —exclamó temblando Ramiro—. ¡Mi hombre es aquel sujeto del impermeable!

—¡Cómo! ¿Ése que me observa por bajo el ala del sombrero? ¡No hay tal argentino. Ése es el famoso «Petardo Lesmes», popularísimo en Bogotá!

Al sentirse objeto de mi atención, multiplicaba las reprensiones y trajinaba de aquí y de allí, como para que yo quedara lelo ante sus portentosas actividades de hombre de empresa y me diera cuenta de lo difícil que me sería contentar al futuro patrón. Dándoselas de afanoso y ocupadísimo, marchó hacia mí, fingiendo escribir, mientras caminaba, en una libreta, para tener pretexto de atropellarme.

—Amigo, ¿el nombre de usted? ¿Los informes de su cuadrilla?

Picado por la insolencia del fantoche, volví la cara hacia los caucheros y respondí por soflamarlo:

—Soy de la cuadrilla de los «pepitos». Los envidiosos que me conocieron en Bogotá me apodaron el «Petardo Lesmes», aunque hace tiempo que no les pido nada, pese a los desembolsos que ocasiona la sociedad. Preferiría empeñar mi argolla de compromiso en cubículos y trastiendas, aun a riesgo de que lo supiera mi prometida, con tal de ser munífico, cual lo requiere mi posición social. Ocupé mis ratos de estudio en dirigir anónimos a mis primas contra sus pretendientes que no eran ricos o que no eran «chic». Alegré corrillos de esquinas señalando con dedo cínico a las mujeres que desfilaban, calumniándolas en mil formas, para acreditar mi cartel de perdonavírgenes. Fui cajero de la Junta de Crédito Distrital, por llamamiento unánime de sus miembros. Los cien mil dólares del alcance no salieron todos en mi maleta: me dieron únicamente el quince por ciento. Acepté la designación con previo acuerdo de firmar recibo por un caudal que ya no existía. Palabra dada, palabra sagrada. Al principio tuve vagos escrúpulos de inexperto, pero la Junta me decidió. Recordóme el ejemplo de tanto «pisco» que saquea con impunidad habilitaciones, bancos, pagadurías, sin menoscabar su buena reputación. Fulano de tal falsificó cheques: Zutano adulteró cuentas y depósitos, Perencejo se puso por la derecha un sueldo adecuado a su categoría de novio elegante, en lo cual procedió muy bien, pues no es justo ni humano trajinar con talegas y mazos de billetones, padeciendo necesidades, con el suplicio de Tántalo día por día, y ser como el asno que marcha hambriento llevando la cebada sobre su lomo. Vine por aquí mientras olvidan el desfalco; tornaré presto, diciendo que andaba por Nueva York, y llegaré vestido a la moda, con abrigo de pieles y zapatos de caña blanca, a frecuentar mis relaciones, mis amistades, y a obtener otro empleo fructuoso. ¡Éstos son los informes de mi cuadrilla!

Así terminé, remirando a Estévenez y feliz de haber encontrado ocasión de exhibir mi mordacidad. El Petardo Lesmes, sin inmutarse, me argumentó:

—¡Mis tías y mis hermanas pagarán todo!

—¿Con qué, con qué? Ustedes son pobres, hijos de ricos. Dividida la herencia, nos igualamos.

—¿Arturo Cova igualarse a mí? ¿Cómo, de qué manera?

—¡De ésta! —Y rapándole el látigo, le crucé el rostro.

El Petardo salió corriendo, entre el ruido del impermeable, gritando que le prestaran una carabina. ¡Y no me mató!

El Váquiro, la madona y mis compañeros acudieron a contenerme. Entonces un cauchero corpulentísimo sonrió cuadrándose:

—Eso sí que no sería con yo. ¡Si usté me hubiera tocao la cara, uno de los dos estaría en el suelo!

Varios del corrillo que nos rodeaba le replicaron:

—¡No se meta de guapetón, acuérdese del Chispita, que en el Putumayo le echaba rejo!

—¡Sí, pero onde lo vea, le corto las manos!

* * *

—Franco, ¿qué te dice Ramiro Estévanez, qué se murmura en los barracones?

—Ramiro se entusiasma por tu ardentía y se apoca ante tu imprudencia. Los gomeros aplauden la humillación del Petardo Lesmes, pero en todos veo cierta inquietud, el presentimiento de alguna cosa sensacional. Yo mismo empiezo a sentir una desconfianza preocupadora. Ayudado por el Catire, he procurado cumplir tus órdenes respecto de la insurrección; pero nadie quiere meterse en sublevaciones, desconfían de nuestros planes y de ti mismo. Suponen que los quieres acaudillar para esclavizarlos cuando pase el golpe o venderlos después. Temo haberles hablado a los delatores. El Petardo Lesmes partió esta mañana en exploración y quería llevarse como rumbero a Clemente Silva. Gracias a que el Váquiro no convino en que éste marchara.

—¡Qué has dicho! ¡Es imperioso que la canoa salga esta misma noche para Manaos!

—Lo lamentable es que sea tan pequeña. Si pudiéramos caber todos...

—¿Pero no comprendes tu desvarío? Aquí debemos permanecer. Nuestra residencia en el Guaracú es la garantía de los viajeros. Si los atajaran, si los prendieran, ¿quién velaría por su destino? Hay que darles tiempo de que desciendan al Isana. Después haremos lo que se pueda para escaparnos. Mientras tanto, nuestro cónsul estará en viaje y lo avistaremos en el Río Negro. Dos meses de espera, porque la madona les presta su lancha a los emisarios y la tomarán desde San Felipe.

—Óyeme: el viejo Silva dice que no quiere dejarte solo, que no puede admitir favores que provengan de esa mujer, quien lo tuvo esclavo tras de haber sido concubina de Lucianito.

—¡Si eso quedó arreglado desde ayer! ¡Se irá don Clemente con el mulato y dos bogas más! Ya les tengo firmados los pasaportes. Los víveres listos. ¡Sólo me falta escribir la correspondencia!

Alarmado por este informe, corrí luego a buscar al anciano Silva y le rogué con acento apremiante, provocando sus lágrimas:

—¡No se detenga por mis peligros! ¡Váyase, por Dios, con los huesos de su pequeño! ¡Piense que, si se queda, descubren todo y no saldremos jamás de aquí! ¡Guarde ese llanto para ablandar el alma de nuestro cónsul y hacer que se venga inmediatamente a devolvernos la libertad! Regrese con él y viajen de día y de noche, en la seguridad de hallarnos pronto, porque para entonces estaremos en el Guainía. Búsquenos usted en el Yaguanarí, en el barracón de Manuel Cardoso; y si le dicen que nos internamos en la montaña, coja nuestra pista, que muy en breve nos encontrará. Desde ahora le repito las mismas súplicas de Coutinho y de Souza Machado, cuando, perdidos en la floresta, le besaban los pies: «Apiádese de nosotros. Si usted nos abandona, moriremos de hambre».

Después, estrechando contra mi pecho al mulato Antonio Correa:

—¡Vete, pero no olvides que merecemos la redención! ¡No nos dejen botados en estos montes! ¡Nosotros también queremos regresar a nuestras llanuras, también tenemos madre a quien adorar! ¡Piensa que si morimos en estas selvas, seremos más desgraciados que el infeliz Luciano Silva, pues no habrá quien repatrie nuestros despojos!

Y aunque el Váquiro, ebrio, y la madona concupiscente me esperaban para yantar, me encerré en la oficina del patrón, y, en compañía de don Ramiro Estévanez, redacté para nuestro cónsul el pliego que debía llevar don Clemente Silva, una tremenda requisitoria, de estilo borbollante y apresurado como el agua de los torrentes.

* * *

Esa noche, el Váquiro, deteniéndose en el umbral, interrumpía nuestra labor con impertinencias:

—¡Pida cachaza, pida tabaco y tiros de winchester!

A su vez, el Catire Mesa, provisto de una antorcha, se presentaba a repetir:

—La canoa está lista, pero no hay quien entregue el quintal de caucho que deben llevar como dinero para cubrir los costos del viaje.

Y la madona, con fastidiosa desfachatez, entraba en el cuartucho mal iluminado, me interrogaba familiarmente, me servía pocillos de café tinto, que ella misma endulzaba, a sorbos, dándome por servilleta la punta de su delantal.

En presencia del casto Ramiro, apoyó la mejilla en mi hombro, viendo correr la pluma sobre las páginas, a la resinosa luz del candil, admirada de mi destreza en trazar signos que ella no entendía, tan diferentes del alfabeto árabe.

—¡Quién supiera escribir tu idioma! Angel mío, ¿qué pones ahí?

—Le estoy diciendo a la casa Rosas que tienes un caucho maravilloso.

Ramiro, indignado, se retiró.

—Amor, no le digas eso, porque me pedirá que se lo dé en pago.

—¿Acaso le debes?

—¡La deuda no es mía, pero... quisiera que me ayudaras!...

—¿Te obligaste como fiadora?

—Sí.

—Pero el deudor te daba lotes de caucho.

—Eran para mí, no para la deuda.

—¡Y lo mató un árbol! ¿No es verdad que lo mató un árbol, el de la ciencia del bien y del mal?

—¡Oh! ¿Tú sabes? ¿Tú sabes?

—¡Recuerda que he vivido en el Vaupés!

La madona, desconcertada, retrocedía, pero yo, sujetándola por los brazos, la obligué a hablar.

—¡No te afanes, no te desesperes! ¿Es tuya la culpa de que el muchacho se matara? ¡No me niegues que se suicidó!

—¡Sí, se mató! ¡Pero no lo cuentes a tus amigos! ¡Tenía tantas deudas! ¡Quería que me quedara en los siringales viviendo con él! ¡Imposible! ¡O que nos casáramos en manaos! Un absurdo. ¡Y en el último viaje, cuando pernoctamos en el raudal, lo desengañé, le exigí que me dejara, que se volviera! Empezó a llorar. ¡Él sabía que yo cargaba el revólver entre el corpiño! Inclinóse sobre mi hamaca, como oliéndome, como palpándome. ¡De pronto, un disparo! ¡Y me bañó los senos en sangre!

La madona, sacudida por el relato, fue ganando la puerta, con las manos sobre la blusa, como si quisiera tapar la mancha caliente. ¡Y me quedé solo!

Entonces sentí ascender palabras de llanto, juramentos, imprecaciones, que salían del caney próximo. Don Clemente Silva y mis camaradas me rodearon enfurecidos:

—¡Me los botaron! ¡Ah, miserables! ¡Me los botaron!

—¡Cómo! ¡Será posible!

—¡Los huesos de mi hijo, de mi hijo desventurado, los tiraron al río, porque la madona, esa perra cínica, les tenía escrúpulos! ¡Ahora sí, cuchillo con estas fieras! ¡Mátelos a todos!

Momentos después, sobre la canoa desatracada, vi erguirse en la sombra el perfil colérico del anciano. Entré en el agua para abrazarlo una y otra vez, y escuché sus postreras admoniciones:

—¡Mátelos, que yo vuelvo! ¡Pero perdone a la pobre Alicia! ¡Hágalo por mí! Como si fuera María Gertrudis.

Y se fue la canoa, y comprendíamos que los viajeros agitaban los brazos hacia nosotros en la lobreguez del cauce siniestro. Llorando, repetimos las palabras de Lucianito: «¡Adiós, adiós!».

Arriba, el cielo sin límites, la constelada noche del trópico.

¡Y las estrellas infundían miedo!

* * *

Va para seis semanas que, por insinuación de Ramiro Estévanez, distraigo la ociosidad escribiendo las notas de mi odisea, en el libro de caja que el Cayeno tenía sobre su escritorio como adorno inútil y polvoriento. Peripecias extravagantes, detalles pueriles, páginas truculentas forman la red precaria de mi narración, y la voy exponiendo con pesadumbre, al ver que mi vida no conquistó lo trascendental y en ella todo resulta insignificante y perecedero.

Erraría quien imaginara que mi lápiz se mueve con deseos de notoriedad, al correr presuroso en el papel tras de las palabras para irlas fijando sobre las líneas. No ambiciono otro fin que el de emocionar a Ramiro Estévanez con el breviario de mis aventuras, confesándole por escrito el curso de mis pasiones y defectos, a ver si aprende a apreciar en mí lo que en él regateó el destino, y logra estimularse para la acción, pues siempre ha sido provechosísima disciplina para el pusilánime hacer confrontaciones con el arriscado.

Todo nos lo hemos dicho y ya no tenemos de qué conversar. Su vida de comerciante en Ciudad Bolívar, de minero en no sé qué afluente del Carona, de curandero en San Fernando del Atabapo, carece de relieve y de fascinación; ni un episodio característico, ni un gesto personal, ni un hecho descollante sobre lo común. En cambio, yo sí puedo enseñarle mis huellas en el camino, porque si son efímeras, al menos no se confunden con las demás. Y tras de mostrarlas quiero describirlas, con jactancia o con amargura, según la reacción que producen en mis recuerdos, ahora que las evoco bajo las barracas del Guaracú.

Si el Váquiro deletreara las apreciaciones que me suscita, se vengaría soltándome, libre de ropas, en la isla del purgatorio, para que las plagas dieran remate a las sátiras y al satírico. Pero el general es más ignorante que la madona. Apenas aprendió a dibujar su firma, sin distinguir las letras que la componen, y está convencido de que la rúbrica es elevado emblema de sus títulos militares.

A ratos escucho el taloneo de sus cotizas y penetra en el escritorio a charlar conmigo.

—Calculo que la curiara va más abajo del raudal de Yuruparí.

—¿Y no habrán tenido dificultades?... El Petardo Lesmes...

—¡Pierda cuidado! Anda por el Inírida, y en esta semana debe regresar.

—Señor general, ¿él cumple ciertas órdenes de usted?

—Lo mandé perseguir a los indios del caño Pendare, pa aumentar los trabajadores. Y busté, joven Cova, ¿qué es lo que escribe tanto?

—Ejercito la letra, mi general. En vez de aburrirme matando zancudos.

—Eso tá bien hecho. Por no haber practicao, se me olvidó lo poco que sé. Afortunadamente, tengo un hermano que es un belitre en cosas de pluma. Dicen que era de malas pa la ortografía, pero cuando me vine lo vi «jalarse» hasta medio pliego sin diccionario.

—¿Su hermano también estuvo en San Fernando del Atabapo?

—¡No, no! Ni pa qué.

—¿Mi paisano Esteban Ramírez era amigo suyo?

—¡Cuántas veces le he repetido que sí y que sí! Juntos nos le fugamos al indio Funes, porque sabrá busté que el Tomás es indio. Si nos coge, nos despescueza. Y como yo conocía al Cayeno, resolvimos venir a buscarlo. Remontamos el río Guainía, desde Maroa, y por el arrastradero de los caños Mica y Rayao pasamos al Inírida. Y aquí nos ve, establecidos en el isana.

—General, mi paisano agradece tanto...

—A él le consta que si me vine no fue de miedo, sino por no «empuercarme» matando al Funes. Busté sabe que ese bandido debe más de seiscientas muertes. Puros racionales, porque a los indios no se les lleva el número. Dígale a mi paisano que le cuente las matazones.

—Ya me las contó. Ya las anoté.

* * *

En el pueblecito de San Fernando, que cuenta apenas sesenta casas, se dan cita tres grandes ríos que lo enriquecen: a la izquierda, el Atabapo, de aguas rojizas y arenas blancas; al frente, el Guaviare, flavo; a la derecha, el Orinoco, de onda imperial. ¡Alrededor, la selva, la selva!

Todos aquellos ríos presenciaron la muerte de los gomeros que mató Funes el 8 de mayo de 1913.

Fue el siringa terrible —el ídolo negro— quien provocó la feroz matanza. Sólo se trata de una trifulca entre empresarios de caucherías. Hasta el Gobernador negociaba en caucho.

Y no pienses que al decir «Funes» he nombrado a persona única. Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico.

La costumbre de perseguir riquezas ilusas a costa de los indios y de los árboles; el acopio paralizado de chucherías para peones, destinadas a producir hasta mil por ciento; la competencia del almacén del Gobernador, quien no pagaba derecho alguno, y al vender con mano oficial recogía con ambas manos; la influencia de la selva, que pervierte como el alcohol, llegaron a crear en algunos hombres de San Fernando un impulso y una conciencia que los movió a valerse de un asesino para que iniciara lo que todos querían hacer y que le ayudaron a realizar.

Ni creas que delinquía el Gobernador al pegar la boca a la fuente de los impuestos, con un pie en su despacho y el otro en la tienda. Tan contraria actitud se la imponían las circunstancias, porque aquel territorio es como una heredad cuyos gastos paga el favorito que la disfruta, inclusive su propio sueldo. El Gobernador de esa comarca es un empresario cuyos subalternos viven de él; siendo sus empleados particulares, tienen una función constitucional. Uno se llama Juez, otro Jefe Civil, otro Registrador. Les imparte órdenes promiscuas, les fija salarios y los remueve a voluntad. Los tiempos del Pretor, que impartía justicia en las plazas públicas, reviven en San Fernando bajo otra forma: un funcionario plenipotente legisla, gobierna, y juzga por conducto de parciales asalariados.

Y no es raro ver en la población a individuos que, llegados de lueñes tierras, se detienen frente a un ventorro y dicen al ventero con urgida voz: «Señor Juez, cuando se desocupe de pesar caucho, hágame el favor de abrir la oficina para presentar nuestras demandas», y se les responde: «Hoy no los atiendo. En esta semana no habrá justicia: el Gobernador me tiene atareado en despachar mañoco para sus barranqueros del Beripamoni».

Esto allí es legal, correcto y humano. Cualquiera tiene derecho de preocuparse por las entradas del patrón: las rentas son el termómetro de los sueldos. Bolsillo flojo, pago mezquino.

El gobernador, Roberto Pulido, competidor comercial de sus gobernados, no había establecido impuestos estúpidos; sin embargo, fraguábase la conjura para suprimirlo. Su mala estrella le aconsejó dictar un decreto en el cual disponía que los derechos de exportar caucho se pagaran en San Fernardo, con oro o con plata, y no con pagarés girados contra el comercio de Ciudad Bolívar. ¿Quién tenía dinero listo? Los guardadosos. Mas éstos no lo ahorraban para prestarlo: compraban goma barata a quien tuviera necesidad de pagar tarifas de exportación. Al principio, los mismos conspiradores entraron en competencia en este negocio; luego sacaron de allí el pretexto para estallar: decir que Pulido dictó su decreto, aprovechando la carencia de numerario, para hacerse vender la goma a precio irrisorio, por intermedio de compinches confabulados. ¡Y lo mataron, lo saquearon y lo arrastraron, y en una sola noche, desaparecieron setenta hombres!

* * *

—Desde días atrás —me refiere Ramiro Estévanez— advertí los preparativos del ominoso acontecimiento. Ya se decía, a boca tapada, que varios sujetos habían logrado infundirle a Funes la creencia de que era apto para adueñarse de la región y hasta para ser Presidente de la república cuando quisiera. No resultaron falsos profetas los de aquel augurio: porque jamás, en ningún país, se vio tirano con tanto dominio en la vida y fortunas como el que atormenta la inconmensurable zona cauchera cuyas dos salidas están cerradas: en el Orinoco, por los chorros de Atures y de Maipures; y en el Guainía, por la aduana de Amanadona.

«Un día acudí a la casa del coronel, a tiempo que éste ajustaba la puerta del patio. Aunque intentó cerrarla rápidamente, alcancé a ver que en el interior había considerable número de caucheros sentados en los pretiles y en los poyos de la cocina, limpiando sus armas. Estos hombres fueron traídos de las barracas del Pasimoni, como después se dijo, y llegaron a medianoche a la población, en compañía de otros barranqueros pertenecientes al personal de distintos patrones, que los ocultaron con cautela.

»Funes alarmóse al notar que yo había observado a los gomeros y, buscando mi oído, secreteó con patibularia amabilidad:

»—¡No los dejo salir porque se emborrachan! ¡Son de los nuestros! ¿Qué se le ofrece?

»—Le debo mil bolívares a Espinosa y me tiene fundido a cobros. Si usted quisiera prestármelos...

»—¡Yo nací para los amigos! Espinosa nunca volverá a cobrarle. Usted con sus propias manos tendrá ocasión de saldar esa deuda. Esperemos que llegue el gobernador.

»Y Pulido llegó al atardecer, de regreso del Casiquiare, en una lancha de petróleo llamada “Yasaná”. En compañía de varios empleados, recogióse pronto porque venía enfermo de fiebre. Mientras tanto, sus enemigos, que habían limpiado de embarcaciones la costa para evitar fugas posibles, quitáronle el timón a la lancha y lo escondieron en la trastienda del coronel, cuyas tapias dan sobre el Atabapo.

»Vino a poco la noche, una noche medrosa y relampagueante. De la casa de Funes salieron grupos armados de winchesters, embozados en bayetones para que nadie los conociera, tambaleantes por el influjo del ron que les enardecía la amabilidad. Por las tres callejas solitarias se distribuyeron para el asalto, recordando los nombres de las personas que debían sacrificar. Algunos, mentalmente, incluyeron en esa lista a cuanto individuo les inspiraba antipatías o resentimientos: a sus acreedores, a sus rivales, a sus patrones. Marchaban recostados a las paredes, tropezando con los cerdos que dormitaban en la acera: ‘¡Marrano maldito, me hace caer!’.

»—¡Chist! ¡Silencio! ¡Silencio!

»En el estanco de Cappecci, gente indefensa jugaba a los naipes, acaballada en el mostrador. Cinco hombres, entre ellos Funes, quedaron acechándola en lo oscuro, para cuando se abriera fuego en la esquina próxima. Allá, en la alcoba del sentenciado, ardía una lámpara que lanzaba contra la lluvia lívidas claridades. El grupo de López, felonamente, se acercó a la ventana abierta. Adentro, Pulido, abrigado entre su chinchorro, sorbía la porción preparada por los enfermeros. De repente, volviendo los ojos hacia la noche, alcanzó a sentarse. ‘¿Quiénes están ahí?’ ¡Y las bocas de veinte rifles le contestaron, llenando la estancia de humo y sangre!

»Ésta fue la señal terrible, el comienzo de la hecatombe. En las tiendas, en las calles, en los solares reventaban los tiros. ¡Confusión, fogonazos, lamentaciones, sombras corriendo en la oscuridad! A tal punto cundía la matazón, que hasta los asesinos se asesinaron. A veces, hacia el río, una procesión consternaba el pasmo de las tinieblas, arrastrando cadáveres que pendían de los miembros y de las ropas, atropellándose sobre ellos, como las hormigas cuando transportan provisiones pesadas. ¿Por dónde escapar, a dónde acudir? Mujeres y chicuelos, desorbitados por un refugio, daban con la pandilla que los baleaba antes de llegar: ‘¡Viva el Coronel Funes! ¡Abajo los impuestos! ¡Viva el comercio libre!’.

»Como una saeta, como una ráfaga, empezó a correr una voz: ‘¡A la casa del Coronel! ¡A la casa del Coronel!’ Mientras tanto, en el puerto lóbrego tableteaba el motor de la Yasaná. ‘¡A dejar el pueblo! ¡A embarcarse! ¡A la casa del Coronel!’.

»Cesaron los tiros. En su sala, en su tienda, trajinaba Funes, recibiendo a las gentes incautas, separando con sonrisitas a los que pronto serían asesinados en el solar. ‘¡Usted, a la lancha! ¡Usted, conmigo!’ En breves minutos colmóse el patio de rostros pavóricos. Tras la puerta del muro que da sobre el río se situó González con el machete. ‘¡A bordo, muchachos!’ Y el que iba saliendo, rodaba decapitado, entre los hoyos que dieron tierra para levantar la edificación.

»¡Ni un grito, ni una queja!

»¡La noche, el motor, la tempestad!».

* * *

«Asomándome a la ventana del corredor, donde parpadeaba una lamparilla, vi arremolinarse en la oscuridad el rebaño de detenidos, recelosos de desfilar por la hórrida puerta, escalofriados por la intuición del peligro cruento, erizados como los toros que perciben sobre la yerba olor de sangre.

»—¡A bordo, muchachos!» —repetía la voz cavernosa, desde el otro lado del quicio feral. Nadie salía. Entonces la voz pronunciaba nombres.

»Los de adentro intentaron una tímida resistencia: ‘¡Salga primero!’ ‘¡Al que llaman es a usted!’ ‘¿Pero por qué me acosan a mí?’ ¡Y ellos mismos se empujaban hacia la muerte!

»En la pieza donde estaba yo comenzaron a descargar bultos y más bultos: caucho, mercancías, baúles, mañocos, el botín de los muertos, la causa material de su sacrificio. Unos murieron porque la codicia de sus rivales estaba clamando por el despojo; otros fueron sacrificados por ser peones en la cuadrilla de algún patrón a quien convenía mermarle la gente, para poner coto a la competencia; contra éstos fue ejecutado el fatal designio, pues debían fuertes avances, y dándoles muerte se aseguraba la ruina de sus empresarios; aquéllos cayeron, estrangulado el grito agónico, porque eran del tren gubernamental, empleados, amigos o familiares del aborrecido gobernador. Los demás, por celos, inquinas, enemistades.

»—¿Cómo es posible que lo encuentre sin carabina? —preguntóme Funes—. Usted no ha querido ayudarnos en nada. ¡Y eso que ya cubrí su deuda! ¡En este machete se lee el recibo!

»Y enseñaba contra el farol la hoja sanguinolenta y mellada.

»—No se exponga —agregó— a que el pueblo lo considere enemigo de sus derechos y su libertad. Es preciso adquirir credenciales: una cabeza, un brazo, lo que se pueda. ¡Tome este winchester y “rebúsquese»! ¡Ojalá se topara con Dellipiani o con Baldomero!

»Y cogiéndome por el hombro, muy amablemente, me puso en la calle.

»Por un lado del puerto, hacia la laja de Maracoa, se agruparon unas linternas y descendieron a lo largo de la orilla, alumbrando las aguas y el arenal. Eran unas mujeres que gimoteaban al través de los pañolones, buscando los cadáveres de sus deudos.

»—¡Ay! ¡Aquí le arrancaron los intestinos! ¡Lo tirarían a la resaca, pero ha de flotar al amanecer!

»En tanto, en los solares, tipos enmascarados movían sus velas, con afán de esconder entre los hoyos llenos de basuras los cuerpos de las víctimas y la responsabilidad de los matadores.

»—¡Bótenlos al río! No me los dejen en este patio, que no tardan en ponerse hediondos.

»Así clamaba una vejezuela, y, al verse desobedecida, amontonó ceniza caliente en las improvisadas sepulturas.

»A veces ambulaba por las esquinas alguna ronda de hombres protervos, que se atisbaban con desconfianza recíproca, disfrazando sus estaturas y sus movimientos por hacer imposible la identidad. Algunos se acercaban para tentarse la manga de la camisa, que debía estar remangada en el brazo izquierdo, pero nadie supo de fijo con quién andaba ni a quien perseguía su acompañante y se separaban sin interrogarse ni reconocerse. Pasó la lluvia, desaparecieron los cadáveres insepultos, y, sin embargo, el alba indolente se retrasaba en ponerle fin a tan nefanda noche de pesadilla. Cuando el pelotón iba a disgregarse, un hombre inclinó la cara sobre el vecino, alumbrándolo con la brasa del tabaco.

»—¿Vácares?

»—¡Sí!

»Y, en oyendo la voz gangosa, le infirió profunda facada en el ancho pómulo.

»Hoy me asegura el Váquiro que el mismo Funes fue quien le anduvo por el carrillo queriendo sajarle la yugular. Sólo que en San Fernando no se atrevía a revelar el nombre de su agresor, por miedo a las reincidencias del Coronel, ante quien daba pábulo a la leyenda de que su herida fue ocasionada en osado duelo, al abatir en la oscuridad a diez contendores apandillados.

»Y hubieras visto a qué extremos tan deplorables se abajaron los fernandinos por salvar su débil pellejo, haciéndose gratos al déspota y a sus áulicos. ¡Qué adhesiones, qué aplausos, qué intimidades! La delación fue planta parásita que enredaba a vivos y a muertos, y el chisme y la calumnia progresaron como peste. Los que sobrevivieron a la catástrofe, perdieron el derecho de lamentarse y comentar, so riesgo de que por siempre los silenciaran. Cada cual tornóse en espía, y tras de cerraduras y rendijas, hay ojos y oídos. Nadie puede salir del pueblo, ni averiguar por el deudo desaparecido, ni inquirir por el paradero del coterráneo, sin exponerse a ser denunciado como traidor y enterrado vivo hasta la tetilla, en la excavación que, forzadamente, lo obligan a hacer en un arenal, donde el calor lo vaya soasando y los zamuros le piquen los ojos.

»Mas no solo a los aledaños del caserío se circunscriben estas tropelías: por selvas, ríos y estradas va creciendo la onda del sobresalto, de la conquista, del exterminio. Cada cual mata por cuenta propia, mientras que muere, y ampara sus crímenes bajo supuestas órdenes del tirano, quien les da su aprobación tácita, para deshacerse de los autores, que deja entregados a su mutua ferocidad.

»La especie de que Pulido prosperaba adquiriendo caucho, es inicua farsa. Bien saben los gomeros que el oro vegetal no enriquece a nadie. Los potentados de la floresta no tienen más que créditos en los libros, contra peones que nunca pagan, si no es con la vida, contra indígenas que se merman, contra bongueros que se roban lo que transportan. La servidumbre en estas comarcas se hace vitalicia para esclavo y dueño... uno y otro deben morir aquí. Un sino de fracaso y maldición persigue a cuantos explotan la mina verde. La selva los aniquila, la selva los retiene, la selva los llama para tragárselos. Los que escapan, aunque se refugien en las ciudades, llevan ya el maleficio en cuerpo y alma. Mustios, envejecidos, decepcionados, no tienen más que una aspiración: volver, volver, a sabiendas de que si vuelven perecerán. Y los que se quedan, los que desoyen el llamamiento de la montaña, siempre declinan en la miseria, víctimas de dolencias desconocidas, siendo carne palúdica de hospital, entregándose a la cuchilla que les recorta el hígado por pedazos, como en pena de algo sacrílego que cometieron contra los indios, contra los árboles.

»¿Cuál podrá ser la suerte de los caucheros de San Fernando? Causa pavura considerarla. Pasado el primer acto de la tragedia, palidecieron; pero el caudillo que improvisaron ya tenía fuerza, ya tenía nombre. Le dieron a probar sangre y aún tiene sed. ¡Venga acá la Gobernación! Él mató como comerciante, como gomero, sólo por suprimir la competencia; mas como le quedan competidores en siringales y en barracas, ha resuelto exterminarlos con igual fin y por eso va asesinando a sus mismos cómplices.

»—¡La lógica triunfa!

»—¡Que viva la lógica!».

* * *

Calamidades físicas y morales se han aliado contra mi existencia en el sopor de estos días viciosos. Mi decaimiento y mi escepticismo tienen por causa el cansancio lúbrico, la astenia del vigor físico, succionado por los besos de la madona. Cual se agota una esperma invertida sobre su llama, acabó presto con mi ardentía esta loba insaciable, que oxida con su aliento mi virilidad.

Y la odio y la detesto por calurosa, por mercenaria, por incitante, por sus pulpas tiranas, por sus senos trágicos. Hoy, como nunca, siento nostalgia de la mujer ideal y pura, cuyos brazos rinden serenidad para la inquietud, frescura para el ardor, olvido para los vicios y las pasiones. Hoy, como nunca, añoro lo que perdí en tantas doncellas ilusionadas, que me miraron con simpatía y que en el secreto de su pudor halagaron la idea de hacerme feliz.

La misma Alicia, con todos los caprichos de la inexperiencia, jamás traicionó su índole aseñorada y sabía ser digna hasta en las mayores intimidades. Mi encono irascible, mi rencor perenne, el enojo que siento al recordarla, no alcanzan a deslucir esa honestidad que, por fuerza, debo reconocerle y abonarle, aunque hoy la repudie por degradada y pérfida. ¡Cuánta diferencia entre ella y la turca, a quien vence en todo, en gracia como en juventud! Porque esta jamona indecorosa alcanza los límites de la marchitez y de la obesidad. Así lo noté desde que la vi. Aunque pasa de los cuarenta, no se le descubre ni una «cana blanca», por milagro de sus cosméticos: ¡pero yo se las adivino!

¡Oh, fatiga de la presencia que disgusta! ¡Oh, asco de los besos que no se piden! Estaba obligado a disimular, en provecho de nuestros planes, esa repulsión que la madona me produce, y a no tener descanso en mi desabrimiento, pues ninguno de mis amigos ha podido sustituirme en el ruin oficio de tenerla propicia. Ella los rechaza porque sabe que el del saldo en la casa Rosas sólo soy yo. Ensayé, para libertarme, el gesto cansado, la frase dura, el desprecio que levanta ampolla. Por fin rompí con ella violentamente. Y hoy no hallo qué hacer para reconquistarla.

Sucede que estas noches los siringueros han invadido el zarzo de las mujeres, para gozarlas como premio de su semana, según vieja costumbre. Hediondos a humo y a mugre, apenas acaban de fumigar, se le presentan al centinela y con gesto lascivo encargan el turno. Los menos rijosos cambian su derecho a los impacientes por tabacos, por goma o por píldoras de quinina. Anoche, dos niñas montubias lloraban a gritos en lo alto de la escalera, porque todos los hombres las preferían y les era imposible resistir más. El Váquiro, amenazándolas con el foete, las insultó. Una de ellas, desesperada, se tiró al suelo y se astilló un brazo. Acudimos con luces a recogerla y la guarecí en mi chinchorro.

—¡Infames, infames! ¡Basta de abusos con estas mujeres, desgraciados! ¡La que no tenga hombre que la defienda, aquí me tiene!

Silencio. Algunos indígenas se me acercaron. En el otro caney sonrieron unos jayanes que estimulaban su sensualidad con chistes obscenos. Y, mirándome, continuaron su ocupación, encendidos en la trémula llamarada de los fogones, sobre cuyo humo hacían voltear —como un asador— el palo en que se cuajaba el bolón de goma, bañándolo en leche a cada instante con la «tigelina» o con la cuchara.

—Oiga —me dijo uno— si tanto le duele lo sucedido, hagamos un cambio: préstenos la madona pa probarla.

Y la madona se enfureció porque no castigué al atrevido.

—¿Te quedas manicruzado ante lo que oíste? ¿Para mí sí no habrá respeto? ¿Quieres decir que no tengo hombre? ¡Alá!

—¡Los tienes a todos!

—¡Pues entonces me paga lo que me debe!

—¡Nada te debo!

Y esta mañana, cuando por consejo de mis amigos fui a darle satisfacciones y a reconocerme deudor, la encontré ataviada, energúmena, lacrimosa.

—¡Ingrato, decirme que no cumple sus compromisos!

Cogile la mejilla, sin saber en dónde besarla, cuando, de pronto, retrocedí descolorido de emoción y gané la puerta.

—¡Franco, Franco, por Dios! ¡La madona con los zarcillos de tu mujer! ¡Con las esmeraldas de la niña Griselda!

* * *

¿Cómo pintar la impresión penosa que fue ensombreciendo el rostro de Franco al escuchar mis exclamaciones? Sentado en la barbacoa, en compañía de Ramiro Estévanez, miraba tejer mapires de palma al Catire Mesa, quien les explicaba el modo sencillo de urdir la tramazón. Con denuedo instintivo apenas pronunció el nombre de su mujer, apretó los puños como apercibiéndose para defenderla; pero luego inclinó la frente, encendida por el rubor de la honra agraviada.

—¿Qué me importa la suerte de esa señora? —afirmó rabioso.

Y, destejiendo la canastilla, aparentaba tranquilidad.

De repente dijo con tono brusco, como una cuchillada en nuestro silencio:

—¡Quiero ver los zarcillos, quiero convencerme! ¿Dónde está la turca ladrona?

—Cállate, que nos pierdes —le suplicamos— porque Zoraida venía hacia nosotros, trayendo en la boca un cigarrillo sin encender. Franco, taimado, le brindó fósforos, y cuando la madona se inclinó hacia la llama, lo vi dominar el impulso de agarrarla por las orejas.

—¡Ésos son, ésos son! —repetía al volver. Y se echó boca abajo en el chinchorro, sin decir más.

Definitivamente, desde ese momento, me abandonó la paz de espíritu. ¡Matar a un hombre! ¡He aquí mi programa, mi obligación!

Siento en mi rostro el hálito frío, anuncio de las tempestades. A mal tiempo llega la hora tan calculada, tan perseguida. Lo que pedí al futuro es presente ya. Mientras avancé sobre la venganza, el conflicto final me parecía pequeño, por lo remoto; mas hoy, al ver de cerca el desenlace, hallo desmesurada esta aventura, cuando estoy sin salud y sin energías para engallarme y arremeter.

Pero no me verán buscarle la curva al peligro. Iré de frente, contrariando la reflexión, sordo al oscuro aviso que se eleva desde el fondo de mi conciencia: ¡morir, morir!

Lo que más me agrava el aturdimiento es la opinión unánime de mis amigos sobre el modo de rematar la situación:

—Si Barrera está por aquí, ¿cuál es mi deber?

—¡Matarlo, matarlo!

Y tú mismo, Ramiro Estévanez, sostienes el fatal consejo, a tiempo que yo, tal vez por cobardía, esperaba de tu cordura, fórmulas piadosas. Seré inexorable, pues lo queréis. ¡Gracias a vosotros, vendrá la tragedia!

¡Que conste!

* * *

¡La niña Griselda, la niña Griselda!

Franco y Helí la vieron anoche, sobre el puente de un batelón que ha dado en venir al rebalse próximo a embarcar el siringa robado. Alumbraba con una lámpara la faena contrabandista, y si no distinguió a mis compañeros, al menos ya sabe que la buscamos, porque Martel y Dólar se lanzaron a agasajarla, y ella, al partir el barco, se llevó los perros.

Fue Ramiro Estévanez quien primero supo que los indios trasponían la goma de los depósitos, cargándola, entre las tinieblas, hacia embarcaderos insospechados. Dióle el denuncio mi protegida, cierta noche que le vendaba el brazo enfermo; y, enterados de la ocurrencia, nos apostó la india en un escondite para que viéramos sucederse la línea de bultos por entre la maleza encubridora. Diez, quince, veinte nativos de los que sólo entienden la lengua yeral, pasaban con sus cargas, pisando en el silencio como en una alfombra. Para mayor sorpresa cerraba el desfile la madona Zoraida Ayram.

«¡Cogerla! ¡Secuestrarla! ¡Impedir el viaje!». Así cuchicheábamos viéndola fundirse en la oscuridad. Sin tiempo de echar mano a las carabinas, ocultas desde nuestra llegada, corrimos al tambo de la mujer. La lamparilla de encandilar murciélagos latía como una víscera. El equipaje, intacto. La hamaca, aún tibia, estaba repleta de mantas y cojines, para simular bajo el mosquitero un cuerpo dormido; aquí las chinelas de piel de tigre; allá la colilla del último cigarrillo, humeando todavía en el rincón. Estos detalles nos permitían respirar con sosiego. La madona no había salido para escaparse. Pero debíamos vigilar.

En la noche siguiente dimos comienzo a nuestros planes: Franco y Helí, con taparrabos y con fardos al hombro, entraron desnudos en la fila de los cargadores, por conocer la ruta del incógnito puerto y atisbar las maniobras de los aborígenes. Mientras tanto, Ramiro entretuvo al Váquiro en su caney y yo pasé la noche con Zoraida. Sobrevino una imprevisión adversa o propicia: los perros, viéndose solos, cogieron el rastro de mis compañeros y encontraron a su antigua dueña, que, mañosamente, se los llevó, sin decir palabra.

—A no haber sido por los cachorros —me declaraba Franco al amanecer— no la hubiera reconocido. ¡Tan espectral, tan anémica, tan consumida! Grave error cometimos al desertar de los indígenas cuando columbramos las luces del barco. Abiertos de la fila, en la oscuridad, observamos a corto trecho lo que pasaba. Pero si hubieran descubierto nuestra presencia, nos habrían asesinado. La pobre mujer, alzando una luz, miraba angustiosa a todas partes; y en breve desatracaron y se fueron.

—¡Qué desgracia! ¡Corremos el peligro de que ya no vuelva!

Entonces el Catire afirmó:

—Desenterradas nuestras carabinas y en achaques de salir a cauchar, rondaremos estas lagunas desde hoy. Fácil cosa es hallar la guarida del bongo. Si la niña Griselda está con los perros, bastará silbarlos.

¡Hace cinco días que se hallan ausentes, y la incertidumbre me vuelve loco!

* * *

La madona está cavilosa. Su disimulo es incompatible con mi paciencia. A ratos he querido reducirla con amenazas, hablarle de Barrera y de los enganchados, obligarla a revelar todo. Otras veces, desligado de la esperanza, intento resignarme a los caprichos del destino, a la fatalidad de los sucesos sobrevivientes, dándoles la espalda, por sentirlos llegar sin palidecer.

¿En quién esperar? ¿En el anciano Silva? ¡Sábelo Dios si la tal curiara habrá perecido! De juro que si bajan hasta Manaos, nuestro Cónsul, al leer mi carta, replicará que su valimiento y jurisdicción no alcanzan a estas latitudes, o lo que es lo mismo, que no es colombiano sino para contados sitios del país. Tal vez, al escuchar la relación de don Clemente extienda sobre la mesa aquel mapa costoso, aparatoso, mentiroso y deficientísimo que trazó la Oficina de Longitudes de Bogotá, y le responda tras de prolija indagación: «¡Aquí no figuran ríos de esos nombres! Quizás pertenezcan a Venezuela. Diríjase usted a Ciudad Bolívar».

Y, muy campante, seguirá atrincherado en su estupidez, porque a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos.

Ante la madona, mientras tanto, es preciso vivir alerta. Odié su idiosincrasia menesterosa, que tiene dos antenas, como los cangrejos; torpeza en el amor y astucia en el lucro. Hoy, más que eso, me desazona su hipocresía, apenas inferior a mi sagacidad. Pero su habilidoso fingimiento data de pocos días.

¿Acaso como piensa Ramiro, le llegó algún aviso contra mí? ¿Qué será de Barrera, qué del Petardo Lesmes y del Cayeno?

—Zoraida, el que dijera que has cambiado conmigo, tendría razón.

—¡Alá! Como tú prefieres las indias...

—Harto convencida debes estar de lo contrario... Tu desvío tiene por causa el arrebato aquél... ¡Y hasta me reprochaste que no te pagaba! ¿Qué testimonio puedo aducir como garantía de mi honradez? Sólo un hombre, con quien tuve negocios en pasadas épocas y reside en este desierto, podría darte informes de mi rectitud. Cuando regrese la curiara que bajó a Manaos, iré a buscarlo a Yaguanarí, porque le debo varios contos. ¡Se llama Ba–rre–ra!

La madona cambió de postura en el catrecillo y pestañeaba abriendo los labios.

—¿Narciso? ¿Tu compatriota?

—Sí, que tiene negocios con un tal Pezil. Sin conocerme hízome el honor de enviarme dinero al alto Vaupés para que le enganchara indios y peones. Más tarde, recibí orden de suspender aquella gestión porque él mismo pensaba contratarlos en Casanare. ¡Hombre raro y emprendedor, de audaces ideas! Me ofrecía, a última hora, cederme a bajo precio cuantos siringueros le sobraran. ¡Sin reparar en que ya le debía las sumas que me confió! Iré a verlo, a devolvérselas y a hacer un buen trato, porque hoy a los caucheros se les gana mucho en el Vaupés. Si pudiera, no negociaría en goma sino en gomeros.

Al oír esto, la madona, poniéndome sus palmas en las rodillas, hizo la emocionante revelación:

—¡Los peones de Barrera no valen nada! ¡Todos con hambre, todos con peste! A lo largo del río Guainía desembarcaban en las casas de los «caboclos», a robarse cuanto encontraban, a tragarse lo que podían: gallinas, cerdos, fariña cruda, cáscaras de bananas. Tosiendo como demonios, devorando como langostas. En algunos sitios era indispensable hacerles disparos para obligarlos a embarcarse. Pezil subió a encontrarlos hasta su fundación en San Marcelino. Allí estaban enfermas varias colombianas y me dio una a precio de costo.

—¿Cómo se llama?

—¡No sé! ¿Te importa saberlo?

—Sí... No... Si hubiera venido hablaría con ella, primero para pedirle datos de esa gente, y, segundo, para encarecerle absoluta reserva y circunspección.

—¿En qué asunto? ¿Por qué?

—No daré mi confianza a quien me la quita.

—¡Dime! ¡Dime! ¿Cuándo tuve secretos para ti?

Entonces aboqué el problema de lleno:

—Zoraida, quiero ser generoso con la mujer que me hizo erótica dádiva de su cuerpo. Pero en ningún caso toleraré que se comprometa, imprudentemente, confiada en mí. Zoraida, aquí todos saben que de noche transportas el caucho de los depósitos de Cayeno a tu batelón.

—¡Mentira! ¡Mentira de tus amigos, que no me quieren!

—Y que una mujer llamada Griselda les ha escrito cartas a mis compañeros.

—¡Mentira! ¡Mentira!

—Y que al Cayeno se le avisó lo que está pasando.

—¡Tus amigos! ¡En eso andan! ¡Tú permitiste!

—¡Y que algunos gomeros encontraron el escondrijo de tu barco pirata!

—¡Alá! ¿Qué hago? ¡Me roban todo!

Entonces yo, esquivo a la mano que me imploraba, salí del tambo repitiendo con sardónica displicencia:

—¡Mentira! ¡Mentira!

* * *

Acabo de ver al Váquiro, tendido en su hamaca del caney, donde lo consume una fiebre alcohólica. A su redor, denunciando el soborno de la turca, hay desocupada botillería, cuyos capachos despiden aún el olor a brea, peculiar de los barcos recién arribados. Ramiro Estévanez, quien debe a la condescendencia del capataz su actual descanso, sospechó las repentinas intimidades de la pareja, que a solas se encerraba en el depósito a cambiar palabras de miel: «¡Mi señora!», «¡Mi general!». Por orden de éste vino a llamarme, advertido del disgusto con que todos ven la desaparición de mis compañeros. El Váquiro, baboso y amodorrado, parecía dormitar con hipo anhelante, sin admitir otro remedio que la cachaza.

—No lo dejes beber —dije a Ramiro— porque revienta.

Y el enfermo, clavando en mí sus ojillos idiotizados, me respondió:

—¡Nada le importa! ¡Basta de abusos! ¡Basta de abusos!

—Mi general, respetuosamente pido permiso para explicarle...

—¡Entréguese preso! ¡O me presenta sus compañeros, o queda preso!

Entonces Zoraida le confesó a Estévanez que el Petardo Lesmes llegaría con el Cayeno en hora imprevista, y que pesaban sobre nosotros no sé qué sospechas.

—¿Cómo cuál? —respondí con reposo fingido—. ¿Es que me calumnia el Petardo por mi adhesión al general Vácares? Pues si así fuere, vengan sobre mí las calamidades, porque tengo el valor de reconocer el mérito ajeno y seguiré proclamando que el hombre de espada está siempre por encima de los demás. ¡Aquí y donde quiera!

El Váquiro dijo, levantándose del chinchorro:

—¡Eso sí es verdá!

—Sí es —agregué—, porque mis amigos les comunicaron mis ideas a varios peones y éstos inducen que conspiro contra el Cayeno, la culpa no está en lo que bien se dice sino en lo que mal se entiende. Si es porque despaché a mis camaradas a trabajar en la cuadrilla que escogieran, por el pudor de verlos ociosos, por el deseo de corresponder en cualquier forma a la protección generosa de quien me hospeda, por compensar con algún esfuerzo el descanso que el general le ha concedido a Ramiro Estévanez, castíguese en mí la omisión de no haber pedido permiso previo a quien lo concede, si alguna vez necesitó la delicadeza autorización de manifestarse.

—¡Eso sí es verdá!

—Si es porque tú, Zoraida, andas repitiendo que jamás estuve en Manaos, según has colegido de mis respuestas a tus preguntas sobre edificios, plazas, bancos y calles, te enredas en tu desconfianza, porque nunca he dicho que conocí esa capital. Para ser cliente de la Casa Rosas no es indispensable pasar el umbral de sus almacenes; al menos yo no necesité de tal requisito. Le debo al cónsul de mi país el honor de ser afiliado a tan rica firma. Al Cónsul ¿oyes? Al Cónsul, quien a la fecha surca el Río Negro y viene a corregir con su autoridad no sé qué desmanes, como me lo anuncia en la última carta que recibí.

La madona y el Váquiro repitieron a dúo:

—¡El Cónsul! ¡El Cónsul!

—¡Sí, el Cónsul amigo mío, que al saber mi viaje a San Fernando del Atabapo me recomendó tomar, con sigilo, informes de los abusos y asesinatos que en tierras colombianas ha cometido Funes!

Así dije, y cuando salí haciendo campear mi falso orgullo de hombre influyente, el Váquiro y la madona no cesaban de barbotear:

—¡El Cónsul! ¡Y son amigos!

* * *

—¿Podría decirme busté —me rogaba el Váquiro—, si en estas cosas del indio Funes habrá de resultarme complicación alguna?

—¿Pero acaso mi General tomó parte activa en la noche aciaga?...

—¡Obligao! ¡Obligao!

Y la madona nos interrumpía:

—¿El señor Cónsul podría ayudarme a cobrar mis créditos? Ya ves, el Cayeno niega la deuda y se fue del tambo para no pagarme. Descríbeme en tu libro de cuentas.

—Acaso el caucho que sacaste de los depósitos...

—Es un «sernambí» de pésima clase. Por fuera, el bolón duro y pulido; por dentro, arenas, trapo y basuras. Perdí el transporte de esa goma porque no resistió la prueba: al ponerla en el agua se hundía. Si escuchara mis quejas el Cónsul...

—Habría que ir a donde está él.

—Y si no ha venido...

—Viene, viene, y ha llegado a Yaguanarí. Esa mujer llamada Griselda dice en sus cartas no sé cuántas cosas. Hay que interrogarla.

—Le tengo recelos. Es de malos hígados. Entre ella y la «otra» le cortaron la cara al pobre Barrera.

—¡Al pobre Barrera!

—Por eso no le permito andar conmigo.

—Conviene interrogarla inmediatamente.

—¿Te atreverías?

—¡Sí!

Y la niña Griselda vino.

* * *

Jamás en la vida volveré a sentir tan asfixiadora expectación como la que embargó mi ánimo aquella tarde, al oscurecer, cuando la madona Zoraida Ayram colgó su linterna en la puerta del cuarto que domina el río. Era la señal. Sobre la linfa trémula del Isana corrían los reflejos, ordenando el arribo del batelón, en cuya proa se alistarían los tripulantes para la medianoche.

Con certeza no puedo decir en qué momento convencí a la madona de que debíamos fugarnos juntos. Mi cerebro ardía más que la lámpara del dintel, fulgía como el faro que convida las naves a entrar en el puerto. Una frase, una sola frase zumbaba frenética en mis oídos, proyectando en mis ojos imágenes lúcidas. «Entre ella y la otra le cortaron la cara al pobre Barrera». La otra, la otra, ¿quién podía ser? ¿Y por qué motivo? ¿Por celos, por venganza, por escaparse? ¿Alicia, era Alicia? ¿Cuál de las dos se había anticipado con mano débil a marcar el trazo mortífero que mi encono másculo debía ensanchar? Y mientras me agobiaba la agitación, bailaba ante mis retinas la mueca de un rostro herido, que no era rostro, ni era mueca, sino la mandíbula de Millán, partida por el golpe de la cornada, que se reía injuriosamente, con risa enigmática y dolorosa como la de Barrera, ¡como la de Barrera!

¡Bebí, bebí, bebí y no me embriagué! Mis nervios resistían la acción maléfica del alcohol. Le arrebataba la copa al Váquiro, y, al apurarla, veía que el farol le prestaba al vidrio tonalidades lívidas de puñal. Impaciente por la tardanza del bongo, iba del tambo al río y avizoraba en el cielo claro la hora de la medianoche, viendo viajar la estrella tardía, calculando su llegada al cenit. Seguíame por doquiera el Váquiro tambaleante, acosándome con chismes y preguntas:

Le entregó a la madona el caucho de los depósitos por saber que yo respondería de su valor.

—«¡Muy bien, muy bien!».

Ella había instigado a Petardo Lesmes a montar resguardo en el rápido de Santa Bárbara para que detuviera la embarcación de Clemente Silva: ¡pero la curiara pasó!

—«¿Verdad, verdad?».

Si el Cayeno notaba las mermas en el caucho del almacén, indicaría a Zoraida como ladrona.

—«¡Muy bien, muy bien!».

¿Había maliciado yo que la madona intentaba fugarse? Pues pondría guarniciones para cerrar el río, a menos que el Cónsul pensara subir hasta el Guaracú y yo garantizara que él no intentaría...

«Pierda cuidado, que sólo viene a recoger informes para acogotar al tirano Funes».

¿Por qué les avisaba el Petardo Lesmes que exhibiría testimonios de que no éramos gomeros sino bandidos?

«¡Calumnias, calumnias! ¡Somos amigos del señor cónsul, y eso basta!».

—¡Zoraida, Zoraida —decíale yo, apartándome del borracho—, cuando mis camaradas regresen, abandonaremos este presidio!

Y ella insistía:

—¿Pero de veras no los has mandado a indisponerme con el Cayeno? ¿Me quieres, me quieres?

—¡Sí, sí!

Y cogiéndola por los brazos, la apretaba nervioso, hasta hacerla gritar, y la miraba con ojos alucinados, y la figura de la mujer borrábase de mi presencia, quedando sólo un paño sangriento sobre el busto lascivo que la sien de Luciano Silva empapó de cálida púrpura.

La noche era azul y los barracones estaban desiertos. Ramiro Estévanez, que no se apartaba de la orilla, vino a avisar que por el río bajaban ramas. El batelón debía hallarse arriba, en el atracadero desconocido, enviando señales.

Al oír esta nueva, operóse en mí un fenómeno orgánico: mis plantas se enfriaban, mis pulsaciones se moderaron y empecé a sentir un vago reposo que me llenaba de indolencia, a pesar de la fiebre súbita que prestaba a mi piel ardores de brasa. ¿Emocionarme yo porque una aventurera llegaba al tambo? ¡Ya no tenía interés en verla, ni en saber de nadie! ¡Si quería protección, que me buscara! ¡Y me embocé en un desdén irónico!

—¡No me invites al puerto, Zoraida, porque no voy! ¡Si aún insistes en que interrogue a tu sirvienta, ha de ser a solas y en ese caney!

Minutos más tarde, cuando advertí que las dos mujeres llegaban, quise moverme a velar la llama del farol. Di algunos pasos, y el pie derecho se me resistía: un leve hormigueo, una especie de parálisis cosquillosa me estremeció. Lerdamente avancé, sin sentir el suelo, como si pisara algodones. ¡La niña Griselda corrió a abrazarme! Rechazándola con el gesto, le dije a secas ante la madona:

—¡Salud!

* * *

Hoy escribo estas páginas en el Río Negro, río sugestivo que los naturales llaman Guainía. Desde hace tres semanas, en el batelón de la turca, huimos de las barracas del Guaracú. Sobre la cresta de estas ondas retintas que nos van acercando a Yaguanarí, frente a estas orillas, que vieron bajar a mis compatriotas esclavizados, sobre estos remolinos que venció la curiara de Clemente Silva, hago memoria de los sucesos aterradores que antevinieron a la fuga, inconforme con mi destino, que me obligó a dejar un rastro de sangre.

Aquí va la niña Griselda, de sabrosa palabra y espíritu enérgico, cuyo rostro desgastado por el dolor aprendió a sonreír entre lágrimas. Cariño y coraje infúndeme al par esta desgraciada, que no se inmuta ante el peligro y supo desarmar mi cólera estúpida la noche en que nos hallamos, frente a frente, solos en el caney de la madona.

—¡Salud! —repetí— haciendo ademán de salir del cuarto.

—Espérate, desconocío. ¡Aquí me han treído a garlar con vos!

—¿Conmigo? ¿De qué? ¿Viene usted a contarme cómo le ha ido?

—Lo mismo que a vos. ¡Fregaíta, pero contenta!

—¿Y su negocio? ¿Cómo va la asistencia de las peonadas? ¿A cómo tiene amasijo fresco?

—Pa vos no tengo, porque no fío. Pero como te veo la necesidá, vení y arreglamos. Conmovido al verla taparse el rostro con el pañuelo, le pregunté:

—¿Te enseñó a llorar el «niño» Barrera?

—¿Yorar? ¿Y por qué? Es que desde el día que me pegaron un pescozón quedé resabiáa a tarme limpiando.

Reprochándome de esta suerte la brutal escena de La Maporita, intentó reír, pero, de repente, convulsionada por los sollozos, cayó a mis pies:

—¡Déjate de burlas, mirá que somos tan desgraciaos!

Casi maquinalmente inclinéme para levantarla, con secreta satisfacción de verla rendida. Sentíame anonadado ante aquel dolor, pero mi orgullo se irguió como una esfinge, y enmudecí: ¿Preguntar por Alicia, averiguar por su paradero, demostrar interés por saber de ella? ¡Jamás! Sin embargo, creo que inconscientemente balbucí alguna pregunta, porque Griselda, sonriendo entre su llanto, replicó:

—¿A cuál de eyas te referís, a tu Clarita?

—¡Sí!

—Pues recibíme el pésame má sentío, porque ahora la tiene don Funes. Barrera se la dio en pago del permiso pa transitá por el Orinoco y el Casiquiare. De ver su suerte, yoraba la pobre, y nosotras también yorábamos, pero, metía entre una canoa, sin entregarle ni la ropita, ni el baulito, se la yevaron pa San Fernando del Atabapo, con una carta y algunos presentes.

—¿Y la otra, la otra, cuál fue la de la cortada?...

—¡Ah, descarriao! ¡Con que al fin preguntás por eya! Confesáme primero que la Clarita fue concubina tuya cuando tabas en Hato Grande. ¡Si nosotras supimos tóo!

—¡Nunca! Pero dime, aquel miserable...

—Personalmente nos yevó ese cuento, y toas las noches mandaba a Mauco a afligí a la niña Alicia: ¡que te pasabas enchinchorrao con la tal mujé, que la yevabas pa Venezuela y no sé qué má! Decí, pue, si la otra tuvo razón en desesperarse. ¡Por eso se vino! ¡Por eso me la traje, porque yo también queaba en el viento! ¡Fidel quería desenyugarse! ¡Me trataba mal!...

—¡Te advierto que no me importan esas fábulas! ¡Cada cual merece su sino! ¡Lo que no acepto es que compliques a Barrera en esa intriga, queriendo dártelas de inocente! ¿Y los paseítos en la curiara? ¿Y las entrevistas a la medianoche?

—¡Pero no eran pa náa malo! ¡Tenés razón en juzgarme así, por haberme chanceao con vos! ¡Ése fue mi pecao, pero ha sío más grave la penitencia! ¡Yo necesitaba de alguna ayúa, y como la niña Alicia quería volverse pa su casa de Bogotá con don Rafael, me sobrevino la tentación! ¡Pero harto me pesa! ¡Jamás de los jamases le falté a Franco!

—¡Ah, si hablara el espectro del capitán!...

—¡No me lo recordés! ¡La pagó caro por atrevío! ¡Pregúntale a Fidel, si querés detalles, pero no me lo recordés! ¡He sufrío tanto! ¡Imaginá lo que fue pa mí tenderlo boqueando al pie de mi honra! ¡Y dejá que Fidel se lo echara encima pa salvarme, pa defenderme! Y luego, el suplicio de ve a mi hombre, triste, desamorao, arrepentío, dejándome sola en La Maporita días y semanas pa no mirarme, pa no tené que darme la mano, repitiéndome que deseaba largarse lejos, a otros países, onde nadie supiera lo suceío y no tuviera que tar de peón jugándose la vida con las toráas. En ésas el tal Barrera se presentó, y Franco me daba rienda pal entusiasmo, como queriendo salir de mí, diciéndome unas veces que nos veníamos, otras que él se queaba; hasta que Barrera, pa obligarme a cogé otro camino, me cobró los regalos que me había hecho, ¡y yo no tenía con qué pagá, y me amenazaba con demandá al pobre Fidel! ¡Ésas eran las entrevistas! ¡Eso es lo que vos suponés de malo!

—¿Y quisiste saldar esa cuenta entregando a la «niña» Alicia?

—¡Ponéle conciencia a lo que decís! ¡Cómo me vas a hacer ese cargo! Yo le di al Barrera cuanto era mío, sortijas, zarciyos, ¡y hasta quise vendé mi máquina pa pagale! Despué de tóo, volvió a decirme que vos eras rico, que te pidiera plata prestáa. La niña Alicia, que me sentía yorá de noche, ofreció ayudarme hablando con él, pa conseguir que me rebajara siquiera el saldo. En ésas, me pegaste y querías matarnos, y te fuiste pa onde Clarita, y Barrera me fue a advertir que no esperara a Franco, porque vos le ibas a meté no sé cuántos chismes y me podía molé a palos. ¡Y huyendo, ella de vos y yo de Fidel, nos vinimos solas donde pudimos: a buscá la vida en el Vichada!

—El cariño y el viento soplan de cualquier lado.

—Hice mal en decirte eso. Como vos me gustabas y la niña Alicia quería regresá... Pero ya ves qué viento tan inhumano, tan espantoso: cayó sobre tóos y nos ha dispersao que ni basuras, lejos de nuestra tierra y de nuestro cariño.

La infeliz mujer principió a llorar y una ternura desbordante inundó mi pecho:

—¡Griselda, Griselda! ¿Dónde está Alicia?

—Tras la camorra con el Barrera, me separaron de ella y me vendieron. ¡Debe tar en Yaguanarí! Afortunadamente la enseñé a amarrarse las naguas, a sabé portarse. No la desemparaba en tóo el camino: si salíamos del bongo, salíamos juntas; si dormíamos en la playa, una contra otra, bien tapáas con la cobija. El Barrera taba chocao, pero sin atreverse a ser abusivo. Una noche, entre el bongo, destapó boteya por emborracharnos. Como náa le recibíamos, les mandó a los bogas sacarme a empellones, y se lanzó a forzá a la niña Alicia; ¡pero ésta desfondó la boteya contra la borda, y le hizo al bellaco, de un golpe, ocho sajaduras en plena cara!

Cuando la mujer acabó de hablar, había partido yo mis uñas contra la mesa, creyendo que mis dedos eran puñales. Fue entonces cuando noté que mi mano derecha estaba insensible. ¡Ocho sajaduras! ¡Y con llameantes ojos buscaba al infame en la habitación, para ultimarlo, para morderlo, para mascarlo!

La niña Griselda me suplicaba:

—¡Cálmate, cálmate! Vámonos por ella a Yaguanarí. ¡Ésa es una mujé honráa! ¡Te juro que no la han comprao, porque no sirve pa los trabajos, porque ta encinta!

Al oír esto, ya no supe de mí. Como eco lejano llegaba a mis oídos la voz de la patrona, que decía:

—¡Vámonos, vámonos! ¡Fidel y el Catire me toparon esta mañana y tán en el bongo! ¡Tóos reconciliaos!

Indudablemente, di alarmantes quejidos, porque aparecieron en el umbral Ramiro Estévanez y la madona.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Y la niña Griselda, viéndome afónico, les repetía:

—¡Nos vamos! ¡Nos vamos! ¡Dijeron los bogas que el Cayeno puée yegá!

Afanosa, Zoraida empezó a arreglar los bártulos, abrumando a su sierva con órdenes perentorias de ama gruñona. Ramiro, desconcertado, se acercó a tomarme el pulso. Las mujeres trajinaban haciendo envoltorios, y en breve, la madona, bajo su gran sombrero me preguntó:

—¿Tienes alguna cosa que llevar?

Señalando difícilmente el libro desplegado en la mesa, el libro de esta historia fútil y montaraz, sobre cuyos folios tiembla mi mano, acerté a decir:

—¡Eso! ¡Eso!

Y la niña Griselda se lo llevó.

—Dime, ¿alcanzaste a poner en claro la cuenta que te pedí? ¿La detallaste bien para mostrársela al señor Cónsul? Ya ves que Barrera todavía me debe, pues me engañó dándome joyas ordinarias. Entrégame las sumas que le tienes. ¡Podías firmarme una obligación! ¿Qué te dijo la mujerzuela? ¡Vámonos, tengo miedo!

Y Ramiro advirtió, haciendo una seña:

—¡El Váquiro está despierto en el corredor!

No acierto a describir lo que fui sintiendo en esos instantes: me parecía que estaba muerto y que estaba vivo. Evidentemente, sólo la zona del corazón y gran parte del lado izquierdo daban señales de perfecta vitalidad; lo demás no era mío, ni la pierna, ni el brazo, ni la muñeca; era algo postizo, horrible, estorboso a la par ausente y presente, que me producía un fastidio único, como el que puede sentir el árbol que ve pegada en su parte viva una rama seca. Sin embargo, el cerebro cumplía admirablemente sus facultades. Reflexioné. ¿Era alguna alucinación? ¡Imposible! ¿Los síntomas de otro sueño de catalepsia? Tampoco. Hablaba, hablaba, me oía la voz y era oído, pero me sentía sembrado en el suelo, y por mi pierna hinchada, fofa y deforme, como las raíces de ciertas palmeras, ascendía una savia caliente, petrificante. Quise moverme y la tierra no me soltaba. ¡Un grito de espanto! ¡Vacilé! ¡Caí!

Ramiro exclamó, inclinándose presuroso:

—¡Déjate sangrar!

—¡Hemiplejía! ¡Hemiplejía! —le repetía desesperado.

—¡No! ¡El primer ataque de beriberi!

* * *

Toda la madrugada estuve llorando, sin más compañía que la de Ramiro, quien, sentado a mi diestra en el chinchorro, no profería palabra. El hálito fresquísimo de la aurora me restauraba el cuerpo y por la heridilla que la lanceta hizo en mi brazo escapó la fiebre. Probé a caminar y la pierna torpe se retrasaba, desnivelándome, pues en realidad voluminosa, era en apariencia menos pesada que una pluma. Ahora sí comprendía por qué algunos gomeros, al sufrir los síntomas del beriberi, bregan enloquecidos, por amputarse de un hachuelazo el tobillo insensible, y corren, desangrándose, hacia la barraca, donde mueren comidos por la gangrena.

—No permito que nadie salga de aquí —recalcaba el Váquiro en el caney próximo, donde altercaba con la madona—. Aunque esté borracho me doy cuenta de lo que pasa. ¡Busté me conoce!

—¿Oyes? —decía Ramiro—. Es aventurado pensar en fugas. ¡Al menos, yo no lo intentaré!

—¡Cómo! ¿Piensas quedarte aquí, donde la timidez te remachó cadenas?

—La timidez y la reflexión, es decir, lo que tú no tienes. Y puedes añadir estas otras causas: el fracaso, la decepción.

—¿Pero no te entusiasma la libertad?

—Ella no me bastó para ser feliz. ¿Volver yo a las ciudades, desmedrado, pobre y enfermo? El que dejó sus lares por conquistar a la fortuna no debe tornar pidiendo limosna. Por aquí siquiera nadie conoce mis vicisitudes, y la miseria toma aspectos de obligatoria renunciación. Vete, la vida nos amasó con sustancias disímiles. No podemos seguir el mismo camino. Si algún día ves a mis padres, cúrate de decirles dónde estoy. ¡Caiga el olvido sobre el que nunca puede olvidar!

Estas frases con que Ramiro se despedía de la ilusión y de la juventud nos hicieron llorar otra vez. ¡Todo por el amor de aquella Marina, cuyo dulce nombre le escribió el destino entre dos palabras!: ¡Siempre! ¡Jamás!

* * *

—¿Por qué discuten? —le pregunté a Ramiro cuando volvía al amanecer.

—Por el caucho de los depósitos. El Váquiro sostiene que faltan más de ciento cincuenta arrobas, y afirma que le fueron robadas, porque las embarcaron sin su venia. La madona promete que tú responderás.

—¿Qué hago, Ramiro?

—Es una terrible complicación.

—Aconsejémosle a la madona que lo devuelva y nos fugaremos. ¡O si no, prendamos al Váquiro! ¡Llama a Fidel y a Helí que están en el bongo! ¡Diles que traigan las carabinas!

—El bongo está encostado en la orilla opuesta. Los que llegaron venían en canoa.

—¿Qué hago, Ramiro?

—Esperemos a que el Váquiro duerma la siesta.

—Pero te irás conmigo, ¿verdad? ¡A seguir mi suerte! ¡A encontrarnos en el Brasil! ¡Trabajaremos como peones, donde no nos conozcan ni persigan! ¡Con Alicia y nuestros amigos! ¡Esa varona es buena y yo la perdí! ¡Yo la salvaré! ¡No me reproches este propósito, este anhelo, esta decisión! No tomes a mal que sea mi querida; hoy es sólo una madre en espera de su propio milagro. ¡Tantos en el mundo se resignan a convivir con una mujer que no es la soñada, y, sin embargo, es la consentida, porque la maternidad la santificó! ¡Piensa que Alicia no ha delinquido; y que yo, despechado, la denigré! ¡Ven, sobre el cadáver de mi rival habrás de vernos reconciliados! Vamos a buscarla a Yaguanarí. Nadie la compra porque está encinta. ¡Desde el vientre materno mi hijo la ampara!

De repente, Ramiro, desencajado, exclamó alejándose:

—¡El Cayeno! ¡El Cayeno!

* * *

Aún me estremezco ante la visión de aquel hombre rechoncho y rubio, de rubicunda calva y bigotes lacios, que apercollando al General Vácares lo trincó sobre el polvo, urgiendo que lo colgaran de los pies y le pusieran humo bajo la cara.

—¡Rediablos! —repetía marcando las erres—. ¡Rediablos! ¿No mandé que montaras guarniciones en el raudal? ¿Quién despachó canoa para el Brasil?

Y mientras los verdugos ejecutaban el suplicio, rugió rapándole a la madona su fresco sombrero:

—¡Cocota! ¿No te descubres? ¿Qué haces aquí? ¿No te probé que nada te debo? ¿Dónde tienes el caucho que me robaste?

Y como la madona me señalaba, el gabacho alevoso marchó contra mí:

—¡Bandido! ¿Sigues alebrestándome los gomeros? ¡Ponte de pie! ¿Dónde se hallan tus dos amigos?

Intenté levantarme y resistirle, pero la pierna hinchada me lo impidió. Entonces el hombre, a patada y foete, me cayó encima, llamándome ladrón, llamándome aliado del indio Funes hasta dejarme exánime en el suelo.

Cuando me enderecé, cubierto de sangre, sentí que el Cayeno andaba en los depósitos. A la sazón, la antigua peonada invadió el patio, donde había una patrulla de indios prisioneros, con los puños engusanados bajo las sogas. Por entre ellos zanganeaba el Petardo Lesmes, apresurando a los capataces, que examinaban el rebaño recién cogido para distribuirlo entre sus cuadrillas. Sorda algarabía llenaba el ámbito, cuando vi sacar del montón de hombres, con las manos atadas, al Pipa, al Pipa que venía a identificarme de acuerdo con instrucciones del Petardo. Acercose a mí, y afirmando sobre mi pecho su pie inmundo, gritó:

—¡Éste es el espía de San Fernando!

—¡Y vos, animal —replicóle el cauchero corpulentísimo que lo seguía— sos el Chispita de la Chorrera, el que tantas veces me echaba rejo! ¡Préstame las uñas pa examinártelas!

Y tirándolo con la coyunda lo llevaba de rastra, entre las rechiflas de los gomeros, hasta que, furibundo, le cercenó los brazos con el machete, de un solo mandoble, y boleó en el aire, cual racimo lívido y sanguinoso, el par de manos amoratadas. El Pipa, atolondrado, levantóse del polvo como buscándolas, y agitaba a la altura de la cabeza a los muñones, que llovían sangre sobre el rastrojo, como surtidorcillos de algún jardín bárbaro.

Apenas el Cayeno reapareció, quedaron en silencio los barracones del Guaracú.

—¡Colombiano! ¡A decirme dónde está el bongo! ¡A devolverme el caucho escondido! ¡A entregarme tus compañeros!

Y cuando me metieron en la canoa y cruzábamos el río hacia el batelón, vi por última vez a Ramiro Estévanez y la madona Zoraida Ayram, sobre la barranca del puertecito, llorosos, trémulos, espantados.

* * *

La niña Griselda, al verme contuso, adivinó lo que había pasado y salió a recibirnos en la borda. El Cayeno, apagando la pipa contra la suela del zapato, pareció vacilar ante repentina sospecha, porque ordenó a los bogas de la curiara que costearan el bongo. Los perros, iracundos, defendían el puente a grandes ladridos.

—Mujer —prorrumpí—, encadena tus animales, que el señor viene a requisar esa embarcación.

—Explícale al amo que aquí no tenemos má que la mercancía. Toa la goma queó tapáa en los rebalses. ¡Si el amo quiere, vamos ayá!

El Cayeno, de un salto, se instaló en proa y mandó que desatracaran, apenas logré subir yo.

—¿Cuánta gente tienen aquí? ¿Dónde están los otros bribones?

—Mi amo, yo toy solita con los tres indios: dos pa los canaletes y el del timón.

El tirano gritó a los marineros de la canoa:

—¡Upa! ¡Vuélvanse a las barracas a traer cargueros!

Mientras tanto, el bongo seguía agua abajo y la niña Griselda vino a colocarse ante el Cayeno, barbullando contritas explicaciones, para impedirle reparar en los fardos de mercancía. Allí estaban ocultos mis compañeros, mal tapados con un costal, bajo cuyos extremos les salían los pies. Por mi cara corría un sudor de muerte. El Cayeno los vio, y, montando el revólver, bajó hacia ellos.

—¡Señor! —balbucí—. ¡Son dos muchachos que están con fiebres!

El déspota inclinóse para descubrirlos, y, súbito, Fidel le agarró el arma con ambas manos, mientras el Catire lo sujetaba por la cintura. Salté como pude para arracimármeles, pero el ex presidiario, liso como un pez, se nos zafó repentinamente, lanzándose al río. La niña Griselda le alcanzó a dar en la cabeza un canaletazo. Sobre las burbujas que el fugitivo provocó en el agua cayeron los perros. El Cayeno se sumergió. Listas, en las bandas, acechaban las carabinas. «¡Aquí está, aquí está, prendido al timón!». ¡Uno, dos, diez disparos! El hombre se puso a flote, haciéndose el muerto, mientras se alejaba de los fusiles, y después los cachorros no podían alcanzarlo. «¡Allí, allí, no lo dejen tomar respiro!». Bogábamos en el bongo furiosamente, y la cabeza desaparecía, rápida como pato zambullidor, para emerger en punto impensado, y Martel y Dólar seguían la ruta en la onda carmínea, aullando presurosos en pos de la presa, hasta que presenciamos sobre la costa el cuadro crispante: ¡uno de los perros cabestreaba el cadáver por el remanso, al extremo del intestino, que se desenrollaba como una cinta larga y siniestra!

¡Así murió aquel extranjero, aquel invasor, que en los lindes patrios taló las selvas, mató los indios, que esclavizó a mis compatriotas!

* * *

El domingo tocamos en el villorrio de San Joaquín, frente a la boca del Vaupés, y nos permitieron desembarcar. Nos creen apestados, nos ven hambrientos, temen que les robemos víveres y gallinas. Mezclando el castellano al portugués nos ordenó el alcalde salir del puerto, en tanto que la gente agrupada en la arena, viejos, mujeres, niños, nos amenazaban blandiendo escopetas, escobas y palos.

—¡Colombianos no, colombianos no!

Y lanzaban maldiciones sobre Barrera, que les llevó al Río Negro tan dañina plaga.

Y en San Gabriel, pueblo edificado sobre el congosto por donde el río gigante se precipita, hubimos de abandonar el bongo para no arriesgar en el raudal. El Prefecto Apostólico, Monseñor Massa, nos acogió benévolamente y nos ha ofrecido la gasolina de la Misión para seguir a Umarituba. Él me dio la noticia que nos ha llenado de júbilo: don Clemente bajó hace tiempos, y el Cónsul de Colombia subirá, a fines de la semana, en el vapor «Inca», que hace el recorrido entre Manaos y Santa Isabel.

* * *

¡Umarituba! ¡Umarituba! Jao Castanheira Fontes, no contento con regalarnos ropa, mosquiteros y provisiones, está equipándonos una canoa para el viaje a Yaguanarí. El martes seguiremos por el Río Negro, radiantes de esperanza, trémulos de ansiedad. El beriberi me dejó la pierna dormida, insensible, como de caucho. Pero el alma rebrilla en mis ojos, poderosos como una llama. ¡Yo no sé lo que va a pasar!

¡Hoy, agua abajo! Aquí está el solemne cerro cuya base lame el río Curí–Curiarí, el río que buscaron Clemente Silva y los siringueros cuando andaban perdidos en la floresta.

* * *

—¡Santa Isabel! En la agencia de los vapores dejé una carta para el Cónsul. En ella invoco sus sentimientos humanitarios en alivio de mis compatriotas, víctimas del pillaje y la esclavitud, que gimen en la selva, lejos de hogar y patria, mezclando al jugo del caucho su propia sangre. En ella me despido de lo que fui, de lo que anhelé, de lo que en otro ambiente pude haber sido. ¡Tengo el presentimiento de que mi senda toca a su fin... y, cual sordo zumbido de ramajes en la tormenta, percibo la amenaza de la vorágine!

* * *

—¡Animo! ¡Animo! Hoy llegaremos a Yaguanarí y bogamos a todo músculo porque supimos que mi rival sale para Barcelos. Es posible que se lleve a Alicia.

Aquí el río se divide en inmensos brazos, para estrechar mejor las islas incultas. En esa península del lado derecho, se ve el caney de los apestados, detenidos en cuarentena. Por detrás desemboca el Yurubaxi.

—Catire, algún capataz puede reconocerte. ¡Toma mi revólver! Guárdalo en la pretina.

¡Vamos a llegar!

* * *

Esto lo escribo aquí en el barracón de Manuel Cardoso, donde vendrá a buscarnos don Clemente Silva. Ya libré a mi patria del hijo infame. Ya no existe el enganchador. ¡Lo maté! ¡Lo maté!

Aún me veo saltando de la curiara sobre el escueto patio que precede al caney de Yaguanarí. Circundados por hogueras medicinales, tosían los apestados entre el humo, sin darme razón de mi enemigo, por quien yo preguntaba anheloso, antes que me viera. En tal momento me había olvidado de buscar a Alicia. La niña Griselda la tenía abrazada al cuello. Yo me detuve sin saludarla: ¡sólo quería mirarle el vientre!

No sé quién me dijo que Barrera estaba en el baño, y corrí inerme entre el gramalote hacia el río Yurubaxi. Hallábase desnudo sobre una tabla junto a la margen, desprendiéndose los vendajes de las heridas, ante un espejo. Al verme, abalanzóse sobre la ropa, a coger el arma. Yo me interpuse. Y empezó entre los dos la lucha tremenda, muda, titánica.

Aquel hombre era fuerte, y, aunque mi estatura lo aventajaba, me derribó. Pataleando, convulsos, arábamos la maleza y el arenal en nudo apretado, trocándonos el aliento de boca a boca, él debajo unas veces, otras encima. Trenzábamos los cuerpos como sierpes, nuestros pies chapoteaban la orilla, y volvíamos sobre la ropa, y rodábamos otra vez, hasta que yo, casi desmayado, en supremo ímpetu, le agrandé con mis dientes las sajaduras, lo ensangrenté, y, rabiosamente, lo sumergí bajo la linfa para asfixiarlo como a un pichón.

Entonces, descoyuntado por la fatiga, presencié el espectáculo más terrible, más pavoroso, más detestable: millones de caribes acudieron sobre el herido, entre un temblor de aletas y centelleos, y aunque él manoteaba y se defendía, lo descarnaron en un segundo, arrancando la pulpa a cada mordisco con la celeridad de pollada hambrienta que le quita granos a una mazorca. Burbujeaba la onda con hervor dantesco, sanguinosa, túrbida, trágica; y, cual se ve sobre el negativo la armazón del cuerpo radiografiado, fue emergiendo en la móvil lámina el esqueleto mondo, blancuzco, semihundido por un extremo al peso del cráneo, ¡y temblaba contra los juncos de la ribera como en un estertor de misericordia!

¡Allí quedó, allí estaba cuando corrí a buscar a Alicia, y alzándola en mis brazos, se lo mostré!

Lívida, exánime, la acostamos en el fondo de la curiara, con los síntomas del aborto.

* * *

Anteanoche, entre la miseria, la oscuridad y el desamparo nació el pequeñuelo sietemesino. Su primera queja, su primer grito, su primer llanto fueron para las selvas inhumanas. ¡Vivirá! ¡Me lo llevaré en una canoa por estos ríos, en pos de mi tierra, lejos del dolor y la esclavitud, como el cauchero del Putumayo, como Julio Sánchez!

* * *

Ayer aconteció lo que preveíamos: la lancha de Naranjal vino a tirotearnos, a someternos. Pero le opusimos fuerza a la fuerza. Mañana volverá. ¡Si viniera también la del Cónsul!

Franco y Helí vigilan sobre la peña para impedir que encosten las «montarías» de los apestados. Allá escucho toser la flotilla mendiga, que me clama ayuda, pretendiendo alojarse aquí. ¡Imposible! En otra circunstancia me sacrificaría para aliviar a mis coterráneos. ¡Hoy no! ¡Peligraría la salud de Alicia! ¡Pueden contagiar a mi hijo!

* * *

Es imposible convencer a estos importunos, que me apellidan su «redentor». Hablé con ellos, exponiéndome al contagio, y están resistidos a regresar. Ya les repetí que no tengo víveres. Si me acosan, nos obligarían a tomar el monte. ¿Por qué no se van al caney de Yaguanarí en espera del vapor «Inca»? De hoy a mañana arribará.

* * *

Sí, es mejor dejar este rancho y guarecernos en la selva, dando tiempo a que llegue el viejo Silva. Improvisaremos algún refugio a corta distancia de aquí donde sea fácil a nuestro amigo encontrarnos y se consiga leche de seje para el niño.

¡Que preparen la parihuela donde vaya acostada la joven madre! La llevarán en peso Franco y Helí. La niña Griselda portará la escasa ración. Yo marcharé adelante, con mi primogénito bajo la ruana.

¡Y Martel y Dólar, detrás!

* * *

Don Clemente: Sentimos no esperarlo en el barracón de Manuel Cardoso, porque los apestados desembarcan. Aquí, desplegado en la barbacoa, le dejo este libro, para que en él se entere de nuestra ruta por medio del croquis, imaginado, que dibujé. Cuide mucho esos manuscritos y póngalos en manos del Cónsul. Son la historia nuestra, la desolada historia de los caucheros. ¡Cuánta página en blanco, cuánta cosa que no se dijo!

* * *

Viejo Silva: Nos situaremos a media hora de esta barraca, buscando la dirección del caño Marié, por la trocha antigua. Caso de encontrar imprevistas dificultades, le dejaremos en nuestro rumbo grandes fogones. ¡No se tarde! ¡Sólo tenemos víveres para seis días! ¡Acuérdese de Coutinho y de Souza Machado! ¡Nos vamos, pues!

* * *

¡En nombre de Dios!