La vuelta al mundo en la Numancia/III

De Wikisource, la biblioteca libre.

III

Hallábase el navegante fuera de su centro, y la nostalgia del mar y del trajín costero entristecía sus horas. Por su gusto allá se volvería; pero su mujer le sujetaba con el descanso que la tierra natal y la familia daban a sus achaques, y su hija Mara con la intensa afición que iba tomando al suelo y a la gente de Andalucía. De tal modo reinaban en su corazón los dos seres queridos, hija y esposa, que al gusto de ellas subordinaba siempre su conveniencia y toda su voluntad. Las labores del campo, que al principio le interesaban y distraían, ya le causaban tedio. La mar inquieta era su campo, que él araba con la quilla de sus naves para extraer el fruto comercial, único verdadero y positivo. Según él, las bodegas de los barcos son como estómagos que reciben y dan toda la sustancia de que se nutre el cuerpo de la Humanidad.

A Loja iba algunas tardes con su cuñado Matías y dos compadres de este. La última vez que estuvo en la ciudad, pasó largo rato en el café, respirando espesa atmósfera de humo y rencores, y oyendo el mugido de las disputas, para él más pavoroso que el de las tempestades. Allí conoció a Rafael Pérez del Álamo, inventor y artífice principal de aquel tinglado de la organización democrática y socialista. Embobado le oía referir sus audacias, y tanto admiraba su agudeza como su indomable tesón. Aunque parezca extraño, Ansúrez sentía en sí mismo cierta semejanza con Rafael Pérez. Ambos luchaban con poderes superiores: el uno con los elementos naturales, el otro con los desafueros del orgullo humano. Y siendo en su interna estructura tan semejantes, diferían sensiblemente en la proyección de sus voluntades, llegando a ser ininteligibles el uno para el otro. Si Ansúrez no comprendía el heroico trajín de las revoluciones políticas, Rafael Pérez desconocía en absoluto los heroísmos de la mar. Falta decir que el organizador del pueblo contra las demasías del poder constituido era un pobre albéitar, que se ganaba la vida herrando caballos y mulas.

En la última visita que hizo al café, conoció también Ansúrez a uno de los principales mantenedores del feudalismo narvaísta, don Carlos Marfori, joven vigoroso y resuelto, emparentado con la familia del General. Distinguíase por la temeraria llaneza con que descendía de su posición para discutir con los caudillos de la plebe, cara a cara, las candentes cuestiones que enloquecían a todos. Invitaba Marfori a Rafael Pérez a tomar café juntos. Alardeaba el albéitar de convidar a don Carlos y a los caballeros y genízaros que le acompañaban. Bebían disputando, juraban, y confundían sus voces airadas sin llegar a las manos. Por la noche era ella. La contenida saña con que debatían el villano y el noble, estallaba en las obscuras calles. Por un daca esas pajas se embestían los dos bandos. Palos, cuchilladas y muertes eran la serenata usual de las noches que, por ley de Naturaleza, debían ser plácidas en aquel delicioso rincón de Andalucía.

Recluido en el campo, el pobre navegante sobrellevaba sus añoranzas con la paz y los goces de la familia. Doña Esperanza no empeoraba, y su mortal inapetencia se iba remediando con los guisos y golosinas de la tierra. La chiquilla era un portento de agudeza y precocidad, y el mayor alivio de las penas de su padre, que la amaba con delirio y no ponía freno a sus antojos. En Mara, el desarrollo espiritual y físico de la niña traía tempranamente las gracias de mujer hecha y bien plantada. El suelo y aire andaluz habían extremado la ligereza de sus pies, y la flexibilidad de su cuerpecillo en el baile, en los andares, hasta en el saludo. Habíase asimilado el ceceo de la tierra, el donaire anecdótico, el arte de las réplicas prontas, epigramáticas, chispeantes de sal y donosura. Mara reinaba en el corazón de todos, y era para sus padres el sol de la vida.

Pasaron días; avanzaba el verano; la familia de Ansúrez, invitada por el cura del Salar, fue a pasar un par de semanas en la casa de este, que era de gran desahogo y abundancia. Mas no quiso Dios que los forasteros hallaran tranquilidad junto al generoso don Prisco, porque a los seis días de su llegada al Salar echó al campo la conjura democrática todas sus legiones, y la tierra de Loja fue como un volcán que por diferentes cráteres arroja su fuego. Ya sabía don Prisco que Rafael Pérez preparaba un alzamiento general, mas no pensaba que fuese para tan pronto. Diferentes rumores contradictorios llegaron al Salar. Según unos, el albéitar, preso y encarcelado por el Corregidor, se había escapado de la prisión, corriendo con sus leales amigos camino de Antequera; según otros, en Antequera prendieron al herrador, metiéndole en un calabozo subterráneo, y hacia allá iban decididos a salvarle sus más ardientes partidarios. De la noche a la mañana, no quedaron en el Salar más que mujeres, chiquillos y algunos viejos. Salió don Prisco en averiguación de lo que pasaba; aproximose a los arrabales de Loja; volvió a su casa sobrecogido y algo tembloroso, diciendo a su sobrina y a sus huéspedes que la insurrección no era cosa de broma, y que no tardarían en sobrevenir acontecimientos de padre y muy señor mío.

Aunque el reverendo Armijana era de los buenos amigotes de Rafael Pérez del Álamo, y sentía por la Sociedad toda la simpatía compatible con la prudencia sacerdotal, viendo las cosas tan lanzadas a mayores y la revolución sacada de la obscuridad masónica a la luz de la realidad, echose atrás el hombre, y no cesaba de pedir a Dios que devolviese la paz a los ciudadanos. «Camará -dijo a don Diego, refiriéndole lo que había visto-, esto no va por el camino natural, y para mí que al amigo Rafael se le ha metido algún diablo en el cuerpo... Arrimado al ventorro de Lucas vi pasar una porción de hombres que gritaban como locos. Daban vivas calientes a la Libertad y al Democratismo, y mueras fríos a doña Isabel, a los Narváez y al Corregidor. Cuando me vieron, soltaron el grito escandaloso de ¡muera el Papa!... Por la sotana que llevo, que quise protestar... pero no me atreví. Las turbas armadas empezaron a echar por aquellas bocas tacos y porquerías horripilantes, no sólo contra el Sumo Pontífice, sino contra la Virgen Nuestra Señora; y Curro Tintín, el vendedor de periódicos, me amenazó con la escopeta y me dijo que se chiflaba en San Torcuato, el santo de mi mayor devoción, como hijo de Guadix que soy. Esto, amigo Ansúrez, pasa de la raya, y yo digo que si no nos manda tropas el Gobierno de O'Donnell es porque el gachó quiere perdernos, envidioso del poder de Narváez... Tropas, vengan tropas, o nos veremos muy mal, pero que muy mal».

Apenas enterado de lo que ocurría, Ansúrez no pensó más que en trasladarse a Granada con su familia; pero cuantas diligencias hizo aquella tarde para encontrar caballerías o un carricoche, resultaron inútiles. A la mañana siguiente, se supo que toda la caterva de paisanos armados se encontraba en Iznájar, Aventino andaluz, donde la plebe se organizaría con marcial unidad y compostura para ir sobre Roma. Roma, o sea Loja, era desalojada por los narvaístas, que escapaban medrosos, llevándose cuanto de valor poseían. Con ellos abandonaron la ciudad el Corregidor y las escasas fuerzas de Guardia Civil y Carabineros que allí tenía el Gobierno. De este dijeron los moderados que estaba en connivencia con los insurrectos, y que todo era obra del masonismo, del protestantismo y de la marrullería de O'Donnell y Posada Herrera, en quienes el orden no era más que una máscara hipócrita para engañar al Trono y al Altar. ¿Qué hacían que no mandaban tropas? Esto llegó a ser en don Prisco idea fija. El buen señor terminaba todas sus peroratas, como todos sus rezos, con la devota exclamación de «¡Soldados, soldados!».

No cejaba el pobre Ansúrez en su afán de ausentarse con la familia, apretándole a ello el grave susto de doña Esperanza y su horror ante la tragedia. Al menor ruido temblaba la infeliz señora, creyendo escuchar cañonazos próximos; sus males se acerbaban, y el sueño no quería cuentas con ella. Por el contrario, la inocente Mara gustaba de la trifulca, ansiaba ver sucesos extraordinarios y encuentros formidables de hombres con hombres. Su viva imaginación extraía de los hechos más vulgares la leyenda poemática. A pesar de esto, viendo a su madre tan empeorada de puro medrosa, no cesaba de decir: «Vámonos, padre, y que nos acompañe María Santísima». Y don Prisco, en vez de ora pro nobis, repetía: «¡Soldados, soldados!».

Buscando medios de transporte, se encontró al fin el borrico de un salinero: esto por el pronto bastaba. Ansúrez y su hija irían a pie hasta llegar a la Venta de Lachar, donde esperaban encontrar mejor acomodo de viaje. Fue con ellos el cura don Prisco hasta el camino real, y allí los despidió con frase zalamera, deseándoles la protección de la Virgen, y agregando que esta sería más eficaz si el maldito Gobierno enviara tropas en apoyo de los altos designios. Siguió adelante la caravana, doña Esperanza en su borrico, mal encaramada en un sillín de tijera; la hija y el marido a pie, por un lado y otro, sosteniéndola para que no se cayese, y delante el vejete salinero, que marcaba el paso con un tristísimo canturrio entre dientes.

Diego Ansúrez, cuya mollera continuaba cerrada para las cosas de tierra adentro, no cesaba de meditar en ellas, buscando una clave de las absurdas contradicciones que veía. ¿Por qué se peleaban los hombres en aquel delicioso terreno, en aquellos risueños valles fecundísimos que a todos brindaban sustento y vida, con tanta abundancia que para los presentes sobraba, y aun se podía prevenir y almacenar riqueza para los de otras regiones? La sierra fragosa enviaba a las vegas lozanas el torrente de sus aguas cristalinas. Daba gloria ver la riqueza que descendía por aquellas encañadas, la cual asimismo prodigaba tesoros de sal, mármoles y ricos minerales. Las lomas de secano se cubrían de olivos, almendros y vides lozanas; en las vegas verdeaban los opulentos plantíos de trigo, cáñamo, y de cuanto Dios ha criado para la industria, así como para el sustento de hombres y animales... Si los que en aquella tierra nacieron podían decir que habitaban en un nuevo Paraíso terrenal, ¿para qué se peleaban por el mangoneo de Juan o Pedro, o por el reparto de los bienes de la Naturaleza, que en tal abundancia concedían el suelo y el clima? ¿Quién demonios había traído aquel rifirrafe de la política, de las elecciones, y aquel furor porque salieran diputados o concejales estos o los otros ciudadanos? Ansúrez no lo entendía, y razonando en términos más rudos de los que en esta relación histórica se indican, acababa por declarar que o los españoles son locos sueltos en el manicomio de su propia casa, o tontos a nativitate.

Rendidísimos llegaron todos a la Casa de Postas de Lachar, ya entrada la noche. Doña Esperanza no podía tenerse, y fue menester llevarla en brazos a un camastro que en el único aposento vividero de aquel caserón se le ofrecía. Lejos de restablecerse de su pánico, la fatiga y quebranto del viaje la pusieron en mayor desazón, la cual iba labrando la ruina en su ánimo más que en su cuerpo. El sueño no vino a calmarla, por más sugestiones que se hicieron para provocarlo; negábase a tomar alimento, que si los manjares eran malos, el asco invencible de la enferma los hacía peores. Ansúrez no sabía, en tal situación, a qué santo encomendarse. Discurrió enviar un propio al Tocón para que la familia acudiese en su auxilio: no pudo encontrar para tal servicio más que a una muchachuela jorobadita, y esta fue y tardó diez horas en volver con la noticia de que don Matías estaba en la faición, y que las señoras no podían moverse de la casa. No había más remedio que revertirse de paciencia y esperar lo que dispusiese la Divina Voluntad. El salinero se despidió, ansioso de agregar su burro a la Caballería ligera de Rafael; y como la Casa de Postas no podía proporcionar medios de transporte, pues todos los caballos y mulas se los habían llevado los señores de Loja en su retirada, resolvió don Diego quedarse allí en espera de cualquier contingencia favorable.

Tan abrumado, tan fuera de su equilibrio natural estaba el navegante celtíbero, que no se daba cuenta del tiempo que en aquella lúgubre y calmosa expectación transcurría. Doña Esperanza languidecía por falta de alimento, sin que a la soledad de aquel mechinal desamparado se le pudiera llevar el socorro de médico y medicinas. Mara no se apartaba de ella; Ansúrez hacía sus escapadas al corralón solitario, donde únicamente hallaba un par de vejestorios que le ponían al tanto de los acontecimientos. Los insurrectos, reunidos en Iznájar, descendían orillas abajo del Genil, y en orden y aparato de guerra caminaban hacia Loja, de cuyo desamparado recinto se apoderaban, poniendo allí su capital democrática y el asiento de su fuerza civil y militar. Ya eran dueños de Roma; ya ocupaban y guarnecían el alto castillo, que de los moros conserva el nombre de Alcazaba; ya fortificaban los robustos edificios que fueron conventos, y abrían trincheras en todos los puntos indefensos de la ciudad. Considerable número de combatientes, que en totalidad no bajaban de cinco mil, se alojaban en la iglesia Mayor, en San Gabriel, en Jesús Nazareno y en el santuario de la Caridad, donde residía la patrona del pueblo. Como no quitaba lo democrático a lo piadoso, casi todos los prosélitos del temerario Rafael Pérez confiaban en que nuestra Señora de la Caridad les diese la victoria sobre la insufrible tiranía. Contaron a don Diego aquellos vejetes que al huir de Loja los moderados quisieron llevarse a la santa patrona de la ciudad; pero que no les fue posible arrancar la imagen de la peana que desde inmemorial tiempo la sostenía. Ni con palancas ni con ninguna suerte de artificios lograron despegarla. Peana y Virgen pesaban tanto, que ni con cien mil pares de bueyes habrían podido apartarla ni el canto de un duro, señal de que la Señora no quería cuentas con los narvaístas, y protegía resueltamente al democrático albéitar Rafael Pérez.

Como Ansúrez no diera crédito a esta conseja, la confirmó con juramentos y arrumacos una gitana vieja que de Loja venía, agregando que Rafael tenía ya más poder que el santo ángel de su nombre.