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La vuelta al mundo en la Numancia/IV

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IV

Las desgracias del valeroso navegante, que tan furioso temporal corría tierra adentro, no tenían término ni alivio. Confinado con su familia en una estrecha y miserable celda del piso alto de la Casa de Postas, no hallaba medio de proseguir avante ni atrás en el viaje emprendido. Daba el aposento a un corredor que se extendía por dos lados del patio, y en el término de una de estas alas estaba la escalera. El blanqueo de las paredes dentro y fuera de la estancia no era reciente: la suciedad reinaba en todo el edificio, y los olores de cuadra y cubiles discurrían de un lado a otro como únicos inquilinos que allí sin estorbo moraban.

Lo peor fue que cuando doña Esperanza, en aparente mejoría, se prestaba a pasar algún alimento, anocheció sosegada y amaneció en completo desbarajuste de sus facultades mentales, que ya venían de días atrás algo descaecidas. Debilitado por el no dormir y el no comer el cerebro de la buena señora, dio esta en el más extraño desvarío que puede imaginarse. Fue una retroacción de sus pensamientos, un salto atrás, un desandar de lo andado en las vías del tiempo. A la madrugada, habíase tendido Ansúrez en el suelo sobre unas enjalmas; despertole Mara ya de día claro, diciéndole con palabras angustiosas que algo insólito y de mucha gravedad ocurría. Lo primero que advirtió don Diego al abrir los ojos fue que su esposa no estaba en el camastro. Como dormían vestidos, no tardaron en salir del aposento hija y padre, y con espanto vieron a doña Esperanza que a lo largo del corredor venía parloteando en alta voz y gesticulando con demasiada viveza, como si disputara con seres invisibles. Corrieron a ella, y con gran dificultad la llevaron adentro.

Opuso la buena señora resistencia breve, que se revelaba en su voz más que en sus ademanes, diciendo: «Déjame, Diego, déjame, que esa tarascona insolente, Sor Emerilda del Descendimiento, quiere meterme en la leñera. ¿No has oído a mis enemigas las valencianas aullar contra mí? La Priora es de tierra de Jumilla y no me quiere mal; pero está impedida de ambas piernas y no puede salir a defenderme. ¡Que no entren, por Dios, que no entren en esta celda!... Es lo que llamamos el desván de la fruta, y aquí me recojo, aquí me refugio entre calabazas... Tú eres el hombre de los aires, que anda de chimenea en chimenea y horada los techos... Vienes manchado de hollín, porque pasas por los caminos del humo... Silencio, que las monjas vamos al coro... En el coro somos las monjas ángeles que rezan dormidos... Despertamos, y nos volvemos demonios...». Estos y otros disparates que dijo la señora, pusieron a la hija y al esposo en gran consternación. Con palabras dulces trataron de apartar su mente de aquel furioso desvarío; pero las ideas de la infeliz mujer se habían dispersado como pájaros, cuya jaula se abre por las cuatro caras, y no había manera de atraerlas de nuevo a su prisión.

Lejos de calmarse con halagos ni con esfuerzos de raciocinio la locura de doña Esperanza, se fue determinando más en el curso del día, hasta el punto de que Diego y Mara llegaron a creer que también ellos habían perdido el juicio. Terrible fue la tarde: la pobre señora persistía en la demencia de creerse monja, y de repetir en memoria y en voluntad los actos y sucesos que precedieron a su evasión del claustro. Ya no sabían el esposo y la hija qué pensar, ni qué hacer, ni qué decir. En vano pedían auxilio a los viejos y mujeres de la casa, que no acertaban de ningún modo a sacarles de tan doloroso conflicto. Por la noche, el delirio de la enferma fue más desatinado y violento. Desconociendo a su hija, la llamaba negra, intrusa, y mandábala salir de su presencia. También a su marido le trataba como a persona subida de color. Creyéndose monja y de inmaculada blancura, decía: «Quiero escaparme, quiero salir de esta triste cárcel; pero no me salvarán hombres tiznados... no me salvarás tú, que traes el rostro obscuro de andar con los negros de Indias».

Espantosa fue la noche, y más aún la madrugada. Muertos de inanición, Ansúrez y su hija pidieron alimento a sus aposentadores, que les franquearon cuanto tenían. Una mujerona huesuda y desapacible, no por esto privada de sentimientos cristianos, se puso a las órdenes de los huéspedes; les sirvió sopas y una fritanga, y brindose a velar a la enferma para que el señor y la niña pudieran descansar algunos ratos... ¡Buen descanso nos dé Dios! Cayó doña Esperanza en un sopor del que no podían sacarla con sacudidas de los brazos, ni con voces pronunciadas en los propios oídos de ella. Sudor copioso y frío brotaba de su frente, y de su boca se escapaba un áspero soplido cadencioso, que no traía ningún acento de locución humana.

Pensó Ansúrez que aquel singular estado podía ser un recalmón intenso de los alborotados nervios de su esposa; pero la mujerona de la casa, que era un tanto curandera y había presenciado bastantes casos como el que a la vista tenía, dio dictamen muy distinto, y sin nombrar la muerte, expresó el parecer de que no debían buscar remedios corporales, sino aplicarse todos, deprisa y corriendo, a encomendar el alma de la señora. Firme en esta intención edificante, bajó y trajo un cazolillo con aceite, en el cual sobrenadaban encendidas varias mechas de algodón, que eran como un holocausto a las benditas ánimas del Purgatorio, y el mejor socorro que se podía dar a una persona moribunda. Nada dijo Ansúrez, y comprendiendo que acertaba la mujer en su fúnebre pronóstico, echó todo su dolor del lado de la resignación, encastillándose en esta con todo el rendimiento de su alma cristiana. Menos fuerte Mara en su espíritu, rompió en llanto; y entre lágrimas de la niña, oraciones de la huesuda, silencio torvo de Ansúrez, y un desaforado ladrar de perros que del campo venía, los alientos broncos que salían del pecho de doña Esperanza fueron menguando, hasta que con uno más suave y hondo terminó su existencia mortal.

La claridad del alba entró a deslucir el amarillo resplandor de las luces mortuorias. Hija y padre se vieron en plena esfera de la realidad, y de su propio dolor sacaron fuerzas para ocuparse en dar a la querida muerta la compostura y grave continente que debía llevar al sepulcro. Arregláronle el pelo, que se le había desordenado con las manotadas de su locura. Sin quitarle la ropa interior, pusiéronle su mejor basquiña negra, y un manto, negro también, que con monjil recato le cubría la cabeza y busto. Formaba como un rostril ovalado, sujeto con alfileres, que sólo dejaba al descubierto la cara. En las manos le pusieron el Crucifijo que consigo solía llevar; hecho esto, se sentaron junto a la cama por uno y otro lado, esperando la ocasión del sepelio. El cansancio venció la voluntad de Ansúrez. La cabeza le pesaba más que su propósito de tenerla derecha, y se dejó caer entre los brazos y sobre el lecho. Quedose el hombre profundamente dormido, y en sueños le turbaba un ruido intenso y mugiente: creyó que era el oleaje del Mediterráneo rompiendo en las peñas de Cabo Palos o en los cantiles de Porman. Soñó que estaba en aquella costa oyendo la voz iracunda del mar... Su hija le despertó sacudiéndole el brazo, y le dijo: «Padre, ¿oyes ese ruido?».

-Sí, oigo -respondió Ansúrez entre dormido y despierto-. Tenemos levante duro.

-No es eso, padre. Es ruido de soldados. Los soldados están aquí. No caben en el corral. Del corral han subido al corredor: algunos han abierto esta puerta, y al vernos han vuelto a cerrar.

Cerciorose Ansúrez por sus propios ojos de lo que Mara le decía; vio la inquieta turbamulta militar, que sin duda iba de camino hacia la ciudad insurrecta, y se le daba parada y rancho en la Casa de Postas. Como acontece en estas invasiones, no faltan muchachos alegres que se lanzan a una requisa indiscreta, en busca de las vituallas que comúnmente se guardan en altos desvanes. Perseguían jamones o cecina, y hallaron cosa muy distinta de lo que anhelaban. Algunos eran tan desahogados, que el hábito de la galantería se sobrepuso a los respetos debidos a la muerte; y ante Mara llorosa junto al cuerpo frío de su madre, repararon en la belleza picante de la chavala, y más prontos estuvieron para requebrarla que para compadecerla. Viendo que unos tras otros entreabrían la puerta sin más objeto que curiosear, Ansúrez abrió de golpe y les dijo: «Pasen, si gustan de ver cosas tristes. Esta señora difunta es mi esposa, y esta muchacha, mi hija. Si buscan comida, sepan que aquí no la hay, ni creo que puedan encontrarla en parte alguna de este caseretón desamparado. Aquí no hay más que soledad y lágrimas. Íbamos hacia Granada... Mi esposa enferma no pudo resistir el quebranto del viaje ni la falta de todo socorro de víveres y medicinas, y esta madrugada su alma se ha ido a la presencia de Dios. Mi hija y yo no saldremos de aquí sino para llevar a nuestra querida muerta a donde podamos darle sepultura cristiana. Si son ustedes piadosos, como parece, ayúdennos a cumplir esta santa faena, y les quedaremos muy agradecidos... Guardaremos en el corazón el recuerdo de estos buenos chicos, aunque no volvamos a vernos. Ustedes van a Loja; nosotros, al puerto más cercano, que entiendo es Motril, pues yo no soy hombre de guerra, sino de mar».

Los soldados oyeron respetuosos estas razones tan sinceras como expresivas, y el más despabilado de ellos, en nombre de todos, dijo que de buen grado complacerían al señor viudo y a la niña huérfana, ayudándoles a la conducción y entierro de la señora finada; pero que habían de partir en cuanto se racionara la tropa, que ello sería obra de veinte minutos todo lo más. Detrás llegaría un batallón de Cazadores, y estos no habían de ser menos generosos y cristianos que los presentes. Con esto, y con dar a los atribulados hija y padre dos panes de munición de a dos libras, se despidieron.

Al son de tambor y cornetas se alejó la tropa, y Ansúrez, otra vez solo, trató con la mujerona y los vejetes de dar tierra a la pobre doña Esperanza. Convinieron todos, mediante conquibus, en facilitar la indispensable función mortuoria. El cementerio más próximo era el de Cijuela, distante una legua o poco más. No faltarían cuatro hombres que, turnando, transportasen el cadáver, y delante iría un propio que previniese al cura para que no faltara un buen responso. Por fin, como en el curso del día habían de volver de Granada mozos, caballos y algún carricoche (que ya con la presencia de la tropa se iba restableciendo la vida normal), después del sepelio podrían tener el viudo y su hija un galerín en que molerse los huesos por el camino de arrecife, que así llamaban a las carreteras.

Pasaron al mediodía los Cazadores sin detenerse, y a la tarde se puso en camino con solemne tristeza y soledad la pobre comparsa que acompañaba los restos de doña Esperanza, encerrados en una caja tosca que a toda prisa carpintearon los viejos de la Casa de Postas, y que conducían en parihuela otros viejos y mendigos alquilones. Seguían don Diego y su hija en el coche llamado de San Francisco, y tras ellos lucido cortejo de chicos y gitanas que iban al reclamo de una limosna. Con lento andar llegó la procesión a su término, que era un camposanto humilde, sin mausoleos pomposos, poblado de cruces, las unas derechas, otras caídas o inclinadas con dejadez, como si quisieran descender al reposo que gozaban los muertos. Un cura del mal pelaje, esmirriado y anémico, que apenas podía con la capa pluvial, y un monaguillo pitañoso y descalzo, aguardaban con puntualidad mendicante.

Breve y patética fue la ceremonia. Cuando la pobre doña Esperanza bajó a la tierra, prorrumpieron las gitanas en teatral llanto, que fue como un fondo coral en que vivamente se destacaba el verídico duelo de la huérfana y el viudo. Todo terminó al caer de la tarde, cuando sobre el rústico cementerio revoloteaban las golondrinas, que en próximos techos tenían sus nidos. Pagó don Diego los servicios funerarios con largueza de indiano. Moneda de oro puso en la mano negra y flaca del cura, que, al recibirla y verla tan brillante, apretó el puño cual si temiese que se la quitaran. Quedó el hombre muy agradecido, y ofreciendo rogar por muertos y vivos, se fue a toda prisa, que cenar solía tempranito. A los portadores recompensó Ansúrez con buenas monedas de plata, que por más señas eran pesetas columnarias, y entre las gitanas y chiquillos repartió alguna plata y cobre en abundancia, con lo que todos quedaron muy satisfechos, y al donante como a la niña desearon largos años de vida y aumento de sus caudales. Al regreso, las gitanas, ya con más ganas de canto que de llorera, propusieron a Mara decirle la buenaventura; pero la niña no quiso escucharlas, sintiéndose en tal ocasión lejos de todo consuelo.

A campo traviesa anduvieron, guiados por los viejos, dos o tres horas, pasando por tierras del Soto de Roma, propiedad del inglés Duque de Wellington, y a las diez de la noche fueron a parar a un ventorro, donde les esperaba el birlocho dispuesto para proseguir su caminata. Todo lo que tenía de excelente la moneda de Ansúrez, teníalo de perverso y desvencijado el armatoste que le alquilaron aquellos chalanes. Tiraban de él dos caballejos cansinos y llenos de mataduras, y lo guiaba un perillán tuerto y cojo, que, apenas tratado, daba el quién vive con su aliento de borrachín y sus trapacerías rateriles. Pero no habiendo cosa mejor, los viajeros pasaron por todo, que para eso traían grande acopio de resignación. Dando tumbos, oyendo sin cesar las groserías del cochero y los palos con que a los pobres animales arreaba, llegaron después de media noche a un parador de la ciudad de Santa Fe, donde hicieron alto para descansar algunas horas. Pero la fatiga y el sueño atrasado que ambos traían les retuvieron en los duros colchones hasta más de las doce; y como el calor era sofocante, se acordó retrasar la salida hasta el anochecer, lo que agradecieron los caballos tanto como el gandul que los regía.

Anhelaba Diego recorrer con la mayor presteza posible la distancia que le separaba de Motril. Forzoso era pasar por Granada, donde despediría el carricoche de Lachar para tomar mejor vehículo. En Granada se detendría lo menos posible: le asustaba la idea de encontrar parientes o amigos, que con halagos y cumplimientos dilatorios le indujeran a mayor tardanza. Tal como lo pensó, lo hizo: llegaron los viajeros a la ciudad morisca al filo de media noche, y en una posada del arrabal del Triunfo se alojaron, y de allí no salieron hasta saldar cuentas con el ladronzuelo que les trajo, y ajustar un galerín que debía llevarles hasta donde alcanzaba el camino de arrecife. Desde Béznar seguirían a caballo hasta el término de su odisea terrestre. En estos tratos chalanescos se les fue un día entero y parte de otro. A ningún conocido vieron, ni hablaron más que con arrieros y trajinantes que en el mesón se alojaban... Partieron en alas, no diremos del viento, sino de la impaciencia y prisa que empujaban el alma de Ansúrez hacia el mar, y en los últimos ratos del parador, así como en el trayecto hasta Padul, tuvieron noticia del desastroso acabamiento de la revolución de Loja.