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La vuelta al mundo en la Numancia/IX

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IX

La campana picó el tan-tan de las nueve, y aún charlaban maquinista y contramaestre arrimados a la borda, junto a la amura de estribor. Repitió Ansúrez sus conceptos de incredulidad; insistió en que nada comprendía de las explicaciones enrevesadas que daba Fenelón al suceso de autos, y por fin, buscó nueva luz con esta pregunta: «¿Y qué hacía Belisario con tanto dinero? Me figuro que emplearía buenos patacos en pagar a los traidores que le ayudaron en su robo».

-En esto fue tan liberal el hombre, que hay en Cartagena quien se ha puesto las botas, como suele decirse, con la fuga de la niña de Ansúrez. La criada, por ejemplo, que servía en la casa cuando usted trajo a Mara del convento, y que luego siguió visitando a la familia con pretexto de vender tortas y polvorones, se casó en Noviembre y puso una pastelería en la calle de la Caridad.

-¡Ah!... Venancia -exclamó Ansúrez apretando los puños-; ¡esa traidora, que a todos nos engañó!... Yo le haría pagar sus tercerías villanas si ahora la cogiera... ¡Indecente, hija de tal, y tal ella misma, gran perra...!

-Y no es esa la única que se ha redondeado con los dineros del amigo... Muchos estrenaron ropa y pusieron gallina en el puchero días y días y semanas. Y aquí mismo tiene usted al Cabo de mar, ese José Binondo, que también se guarneció el bolsillo... mi palabra... con la plata del americano. No me ponga esa cara de santo en éxtasis. Es usted un inocente, un buenazo, que se fía de cualquiera, y va por la calle diciendo: «¿No hay por ahí alguno que me engañe?».

-Pues mire usted, señor Fenelón -declaró Ansúrez con franqueza candorosa-: yo sospechaba de Binondo, yo tenía la idea de que este amigo no era fiel... Y no me fundaba en rumores ni hablillas, sino en algo que notaba yo en él cuando hablábamos... una sombra, un mirar para otro lado, un tonillo dengoso que tiene la voz de los traidores... Ya puede andar con cuidado el hombre, porque esa cuenta tiene que pagármela... ¿Y cómo ganó Binondo los duros del peruano?

-Al sacar a la niña, la condujeron a una casa de pescadores en Santa Lucía. Binondo se encargó de llevarla en su lancha a bordo de la goleta; servicio arriesgado... que realizó al amanecer, después de untar de amarillo las manos de un cabo de la Comandancia. Cuando esta pesquisaba con Roque Pinel, y revolvía el puerto y la ciudad, la niña y su amante se mecían tranquilamente en la goleta, contando los minutos que habían de tardar en salir a la mar...

-Salieron, ¡ajo! -clamó Ansúrez entre suspiros hondos-, sin que la autoridad de mar ni la de tierra supieran cumplir su obligación. El dolor de un padre no significa nada para los que mandan... La autoridad, como tal autoridad, no tiene hijas... Y dígame usted ahora, ya que todo lo sabe o dice saberlo: ¿es cierto que la goleta llevaba la vuelta del Pacífico?... ¡Ajo!, pongamos que lleva retraso de tres meses por malos tiempos y averías gordas... Tendría gracia que la encontrásemos, desarbolada y sin gobierno, que nos pidiera auxilio, que se lo diéramos, y que al traernos a bordo a los náufragos viéramos entre ellos a mi querida hija y a mi aborrecido yerno. Sería como si los pescáramos en alta mar.

-No sueñe usted ni se nos vuelva también romántico. La goleta Lady Seymour habrá pasado por estas aguas... sabe Dios cuándo... Pero en ella no van Belisario y Mara: su plan era quedarse en Gibraltar, y tomar el vapor inglés que sale de allí el 15 de cada mes para Aspinwall, istmo de Panamá...

-Entendido... A fe que no son tontos. Esto sí lo entiendo; como que es de mi oficio de mareante, y aquí no hay romanticismo que valga. Vea por dónde nos fastidia el condenado istmo. Ya conocen esos pícaros el atajo... Vaya, que la juventud afina... sabe más que los viejos... Bien recuerdo que el americano de presa tenía grande afición desde chiquito a las cosas de mar, y debía conocer los caminos entre su tierra y Europa, que son caminos endemoniados por acá y por allá... Dios permite que la gente joven se nos adelante y nos tome las vueltas. Si es cierto lo que usted dice, ya estarán esos locos en el Perú.

-Por mi cuenta, habrán llegado en Diciembre... a no ser que se los haya tragado el mar... que todo podría ser...

Ansúrez miró al francés como reconviniéndole por su pesimismo. Golpeando la borda, dijo: «¡Ajo!, no faltaba más sino que mi niña se ahogara con ese tunante. Santo y bueno que se haya dejado robar; pero irse al fondo con él... eso no puedo consentirlo... Dispense usted, señor de Fenelón: no sé lo que digo... Quiero tanto a esa criatura, que todo se lo paso, todo se lo perdono, con tal que viva. Si en mi mano tuviera yo el gobierno del mar y de los hombres que andan en él; si tocando mi pito de contramaestre pudiera echar a pique una embarcación y salvar a unos tripulantes y a otros no, yo sacaría del agua por los cabellos a mi querida Mara, y al negro ese lo dejaría para merienda o almuerzo de los tiburones. Pero estamos soñando... que esto es hablar de la mar, o sea hablar dormidos... ¡Quién sabe dónde estará mi hija, ni si vive o muere, ni si volveré yo a verla!... Pongamos a Dios donde debe estar, por encima de todas las cosas, y no nos metamos en averiguaciones de las cosas distantes ni de las cosas venideras».

-Respetemos, sí... los caprichos del Acaso -dijo Fenelón entornando sus ojos con vaga soñolencia-, y lo que sea... será y sonará... Yo pregunto: ¿vamos, por ejemplo, al Callao? ¿Vamos en son de paz, o en son de guerra?

-Dios y nuestro Comandante don Casto dirán a dónde vamos, y lo que tenemos que hacer por allá.

Esto replicó Ansúrez, añadiendo a sus palabras un ademán o intento de santiguarse. Pero la intención se quedó a medio camino entre la mano y la frente. El maquinista, soñoliento y ajerezado, manifestó deseos de embutir su persona en la litera, y en esto sonó la campana. Tan-tan, tan-tan: las diez.

«Usted se acuesta, yo no -murmuró Ansúrez despidiéndose con una cabezada-. Aquí me quedo pensando...».

Pensando estuvo largo tiempo de aquella noche estrellada y apacible. Por la mañana, entre la algarabía de pitos marineros y de militares cornetas, salió de San Vicente la fragata, bien arranchada de carbón, que gastaba con economía, aprovechando la brisa frescachona para navegar a un largo con todo su aparejo. Días hubo en que se retiraron los fuegos de las calderas para marchar en brazos del aire vago. Los pies, o sea la hélice, reposaban, y sueltas al viento las alas daban un andar de cuatro a cinco millas. Así transcurrieron días, durante los cuales el buen Ansúrez no cesó de cavilar en su asunto; y revolviéndolo y mirándolo por todas sus caras, trataba de reconstruir el rapto de su hija para convertirlo de novela en historia. De la vaguedad iba saliendo el sentido real del suceso; y si a veces este se anegaba en las tinieblas de su origen, de improviso resurgía iluminado por la verdad.

Con los preciosos datos aportados por el hispano-francés, llegó Diego a modificar su apreciación del hecho que había dejado huella tan honda en su alma. «Será muy raro -pensaba- que ahora salgamos con que no es el Belisario tan malo como pensé, y que la condenada poesía y los versos no le estorban para ser hombre honrado, caballero y buen cristiano. ¿Tendré yo la culpa, por mi brutalidad de aquella tarde en la correduría; tendré yo la culpa, digo, de que mi niña se me escapara por el aire, viendo que yo le cortaba los caminos naturales de tierra? Pero él debió decirme: 'Tengo posición; soy nacido de buenos padres, y quiero casarme por la ley de Dios y con toda la decencia del mundo'. Si esto no dijo, por mor de la condenada romantiquería, no es mía la culpa, sino de él... O será culpa de los dos, y resultará que yo también soy lo que se dice román... ¡Romántico yo!, no puede ser. Un padre no es eso, diga lo que quiera ese borrachín de Fenelón... un padre no es poeta en lo tocante a nada de su hija...». Cuando estas cosas discurría, la fragata cortaba la Línea Equinoccial.

El paso de la Línea fue, como es costumbre en la mar, festejado con alegría carnavalesca. Ansúrez estaba en todo, firme en sus funciones de contramaestre, sin dejar de hilar en su interior el pensamiento que le dominaba. Dos seres, uno dentro de otro, existían en él: el padre de Mara, y el hombre solitario que amansaba su pena con las obligaciones fielmente cumplidas, y con el cariño al barco, que era su casa y su templo...

Navegaban ya por el hemisferio Sur; ya no veían las amadas estrellas de la Osa Mayor; en el firmamento austral servíales de guía la espléndida Cruz. Ante ella, como en otros días ante la Osa, seguía el buen Ansúrez hilando su pensamiento; del copo salía la hebra, que nuevamente se deshacía, volviendo a la maraña de donde salió... A los 10 grados de latitud Sur, en el paralelo de Pernambuco, se hallaba Diego plenamente convencido de que toda la responsabilidad de su desdicha era de Belisario y de su arrastrada poesía... A los 24 grados, paralelo de Río Janeiro, creía firmemente que la culpa era suya, y que él también hacía versos sin saberlo. En los 30 grados, remachaba esta idea, llegando a sostener que cuanto dijo en la correduría contra el americano era pura poesía rabiosa, pues también la rabia es romántica, como se podía ver en el teatro, donde todo el interés consiste en que lloren las mujeres, y los hombres amenacen y griten como locos...

En esto llegaron a Montevideo, donde encontraban descanso, la alegría de víveres frescos, del bajar a tierra y tratar con españoles. Aunque políticamente no fueran aquellos nuestros hermanos, por el habla y los sentimientos no podían negar la casta. Prueba plena del parentesco daban los valientes americanos con su afición al juego de la guerra civil. Como nosotros, se dividían en furiosos bandos, y se perseguían y se fusilaban por dar gusto al dedo. Cuando fondeó nuestra fragata en aguas del Uruguay, había terminado una guerra fratricida; pero como el abolengo hispánico no se avenía con el reposo de las armas, pronto los orientales declararon la guerra al Paraguay. El Brasil, que había sido enemigo, trocose en aliado; la Argentina también sintió ganas de quimera. Aquellos pueblos, establecidos en las regiones más feraces del mundo, tenían horror, como su madre España, a la ociosidad militar, que es la paz. Allá, como aquí, la turbaban por un daca esas pajas, o simplemente por esa ironía del tiempo que llamamos pasar el rato.

Por su mucho calado, la Numancia echó el ancla a seis millas de la ciudad. El carboneo se hacía difícilmente; el trabajo era rudo. En las clases de marinería y tropa, pocos individuos tuvieron permiso para saltar a tierra. Oficiales y Guardias Marinas gozaron algunos días de aquel esparcimiento, y más aún el personal de máquinas. Todos volvían diciendo que la ciudad parecía un campamento, y que en ella no se hablaba más que de aprestos militares. A pesar de esto, el amigo Fenelón, que en la mar se sentía por lo común fuera de su elemento, pasaba en tierra todo el tiempo que se le permitía, empalmando las tardes con las noches y estas con las mañanas.

«Puede usted creerme, mi querido Ansúrez -decía contándole a este sus correrías urbanas-, que las mujeres de este país son preciosas, francas, sensibles, y más instruiditas que las de allá... Bajo mi palabra de honor, afirmo que me han gustado veintitrés, que me he sentido enamorado bárbaramente de cinco, y locamente de dos. He vuelto a bordo con el corazón en pedazos y el cerebro como un volcán... Yo soy así... Mi naturaleza es la adoración de la mujer, y mi destino entregarle mi alma para que juegue con ella, aunque con estos juegos me deje alma y almario hechos trizas... No puedo remediarlo. Si en vez de tocar en esta ciudad hermosa y culta, hubiéramos arribado a un lugar de tribus salvajes, no habría faltado una negra bozal que me hiciera tilín, como ustedes dicen, ni yo habría dejado de enloquecer por ella, trayéndome acá su negra imagen estampada en mi corazón... Ya, ya sé lo que va usted a decirme: que soy romántico. No, amigo mío: soy clasicote, un poquito pagano y un muchito sensualista y experimental. Entiendo que este culto mío de la mujer es una pequeña filosofía, mi palabra de honor... Vámonos a mi camarote, y adormeceremos nuestras penas con unas copas de Jerez... Venga usted, acompáñeme... ¿Cuándo seguiremos nuestro viaje?... Ganas tengo ya de ver otras tierras. Usted, que ha pasado dos veces ese infernal Estrecho, dígame: ¿cuál es el tipo y cariz de la hembra patagona? ¿Es bravía, procerosa de talla, alta de pechos, de ojos flamígeros y boca hasta las orejas? ¿Se pinta, por ejemplo, rayas negras en la cara, y se cuelga de la nariz un arete?... Vamos, no sea remolón: nos espera el amigo Jerez, que es mi alegría y el descanso de mis penas... ¿Se ríe usted, camarada?... ¿Esa risita quiere decir que me admira o que me compadece?... Sea lo que quiera, yo no me enfado, mi palabra de honor...».

Cogidos del brazo descendieron al segundo sollado, y en el camarote de Fenelón trincaron de lo lindo. Ansúrez era hombre de fabulosa resistencia contra la embriaguez; el otro, por la reiteración de su vicio, necesitaba dosis extremadas para perder el dominio de la palabra y del pensamiento. Ambos permanecieron en el punto fisiológico a que habitualmente les llevaba una ingestión no excesiva del precioso licor. El Jerez del mecánico solía ser alegre; el de Ansúrez era siempre triste y aplanante. «Mi estimado señor Fenelón -dijo a su amigo-: yo, la verdad, no me alegro mucho de haber conocido a usted... porque... también lo aseguro bajo mi palabra de honor... más me gustaba creer que Belisario era un pillo vagabundo, que no creerle honrado y caballero de posibles... Con odiarle me consolaba yo, y ahora resulta que... por ejemplo, como usted dice... debo quererle. Esto me pone triste, pero muy triste, señor de Fenelón... ¡Ajo!, yo le juro por mi sangre, que a veces me dan ganas de arrojarme al agua. Ahogándome, no me atormentará la idea de que Belisario es un hombre de bien, y de que mi hija le querrá más que me quiso a mí. Esto me pone loco... He pedido a la Virgen del Carmen el favor de que no me deje morir sin ver a mi hija... He llegado a creer que me lo concederá... pero ¡ajo!, me carga una cosa, señor de Fenelón. En la cara de la señora Virgen del Carmen, cuando le rezo, he visto un cierto guiñar de ojos y un cierto mover de labios, como si se burlara de mí. También la Virgen cree que Belisario es bueno, y que mi Mara hizo bien en irse con él, dejando a su padre en esta soledad... Y cuando ella lo cree, cierto será que mi hija está contenta, que ha hecho una gran boda, y que yo debo consumirme de rabia, condenado a tocar un día y otro el pito de contramaestre para que los marineros entren en faena; y mientras yo doy mis pitidos, allá están mi morenita y el negro gozando de sus amores, quizás dándome nietos, que yo no he de ver... Dígame usted bajo su palabra de honor, o por encima de ella, que esto es muy triste, pero muy triste, y que lo mejor que yo puedo hacer es tirarme al agua... Como estoy de buen año, ya usted lo ve, ¡vaya una meriendita que voy a dar a los tiburones!».