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La vuelta al mundo en la Numancia/X

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X

-No te tires, Diego, no te tires -le dijo Fenelón, que en sus alegrías vínicas trataba de tú a todo el mundo-. El mar es muy frío... Comprendo todos los amores, menos los amores de los peces... Yo me agarro a la vida, y no la suelto... ¡Se encuentra uno tan bien en este mundo, aun estando condenado a galeras!... El galeote rema y rema pensando en la mujer que ha dejado en tierra, o en la que va a encontrar en el primer puerto de escala. ¿Cómo será esta mujer esperada? ¿Será morena o rubia?... El galeote la ve en su imaginación, y sigue remando... Boga, boga, marinerito, que la bella te aguarda... Mi remo es la hélice; la máquina mi corazón, la hulla mi sangre... Yo te empujo, navecita mía: llévame pronto junto a mi morena, junto a mi rubia...

Vencido de un sopor intenso, Ansúrez empezó a dar cabezadas; Fenelón le agarró del brazo, y con sacudidas quiso despabilarle. Irguiendo la cabeza, el contramaestre aprovechó aquel despejo para poner a salvo su dignidad. Dio a su amigo las buenas noches con palabra tartajosa, y palpando mamparos llegó a su dormitorio, y en el coy se arrojó, que fue como si se arrojara en el mar del sueño, porque al instante se quedó dormido... Y antes de amanecer le despertó el viento de la Pampa, que se inició con un silbar prolongado y lúgubre en el aparejo. Acudieron los de guardia y los de retén a las maniobras precisas para defender la nave de la cólera rapaz del pampero, que algo quería llevarse de arboladura o de cubierta. Calaron masteleros, pusieron al filo las vergas, y largo tiempo emplearon en trincar todo lo que arriba o abajo podía ser arrebatado por el huracán: botes, toldos, mangueras y el sin fin de objetos movibles que toda gran embarcación lleva consigo como y donde puede. El viento la obliga, cuando menos se piensa, a meterse sus chirimbolos en los bolsillos, o a sujetarlos fuera con esos apretados nudos que sólo saben hacer los marineros.

Por fin, tras luengos días terminó el carboneo, y la Numancia zarpo acompañada del transporte Marqués de la Victoria, que le llevaba el combustible para la travesía del Estrecho y mares del Sur del Pacífico. No empezaba con bendición la nueva etapa, porque a las pocas horas de salida la máquina dijo que no daba una vuelta más, y no hubo más remedio que arribar a la boca del Plata y fondear en el Banco Inglés... ¿Qué ocurría? La recalentadura de un cojinete había inutilizado la máquina... En aquellos tiempos cualquier accidente de esta naturaleza llevaba la consternación y la ansiedad a las almas de los tripulantes.

Los maquinistas, franceses todos, diagnosticaron con pesimismo; por fortuna el oficial de Ingenieros don Eduardo Iriondo, tan animoso como entendido, tomó a su cargo la cura del organismo enfermo, y a las veinticuatro horas, vencida la parálisis y recobrado el movimiento, salió la Numancia mares afuera, cortando las olas con su arrogante espolón. El transporte no podía seguirla en conserva; hubo de moderar la fragata su paso ligero, atizando fuego en sólo tres calderas. A los dos días de navegar en esta forma, repitiéronse los casos de mala suerte, y el más lastimoso fue que el segundo Comandante, don Juan Bautista Antequera, resbaló bajando la escala del falso sollado, y en la violenta caída se rompió una pierna... Desgraciada y reincidente avería, pues la misma pierna por el mismo sitio se había roto meses antes en Nápoles, cayendo, no de la escala de un buque, sino de la silla de un caballo... Triste fue aquel día: el Segundo Comandante era muy querido de iguales e inferiores. Mientras en el camarote de popa los médicos reducían, entablillaban y bizmaban la rotura del hueso, la fragata, insensible al accidente, se columpiaba sobre las olas con cabezadas y balances harto expresivos. Quería juego, y hacer alarde de arrogancia marinera.

La mala sombra seguía. Un pobre marinero llamado José López, que murió de fiebre de reabsorción, fue arrojado al agua al amanecer de un brumoso día. Las tristezas no querían abandonar a la Numancia, que bailando seguía, retozona y ligera de cascos, como adolescente que se estrena en la vida y no conoce los peligros del mundo... Luego vino mar gruesa tendida, con viento racheado y duro: la fragata, poseída de verdadero frenesí coreográfico, lucía su elegancia y poder, y ya se inclinaba hasta hundir el espolón en las turbulentas ondas, ya se erguía majestuosa, sacudiéndose el agua y despidiendo a un lado y otro chorretazos de espuma. Menos airoso en su lucha con el viento y la mar, el caballero que a la dama escoltaba y servía, el buen Marqués de la Victoria, se encontró en gran apuro por la obligación de marchar en conserva. No tuvo más remedio el pobre galán que ponerse a la capa, con rumbo distinto del que su señora llevaba, y navegando de tal suerte, se perdió de vista. La Numancia siguió su camino, segura de que el caballero sirviente parecería mares adelante...

He dicho que sin interrupción se sucedían las desgracias, y una de ellas fue que el Cabo de mar José Binondo, que se hallaba en el palo mayor aferrando la gavia, sufrió un grave accidente. Apoyaba los pies en el tamborete, las manos en la verga, cuando un fuerte balance de la fragata le hizo perder el equilibrio, y cayó sobre el aro mismo de la cofa con fuerte golpe en el pecho. Tuvo bastante destreza en aquel crítico instante para engancharse de pies y manos en la burda del mastelero, y pudo deslizarse hasta coger la escala del obenque mayor. Allí no pudo tenerse, porque el tremendo porrazo en el pecho le privaba de respiración. Los compañeros subieron a socorrerle, y no sin dificultad le bajaron a cubierta, donde le recibió Sacristá, el cual, viéndole demudado y sin habla, le mandó a la enfermería. Allá quedó el infeliz en manos del médico don Luis Gutiérrez, que diagnosticó rotura de dos costillas y hundimiento del esternón... El pobre Binondo arrojaba sangre por la boca, y en los intervalos de sus arcadas angustiosas pedía que le llevasen el Cura y los Sacramentos, pues ya se veía difunto y amortajado con las parrillas en los pies, para descender rápidamente al fondo de las aguas.

Seguía la Numancia su rumbo hacia la boca del temido Estrecho. En aquellos días y noches, Sacristá y Ansúrez no se daban punto de reposo, alternando en el servicio, o haciéndolo mancomunadamente cuando la complejidad de maniobras en tan difícil navegación lo exigía. El pito marinero no cesaba de lanzar al aire su estridor agudísimo, rasgando el claro son de las cornetas, que llamaban a galleta y café, a zafarrancho de camas, a baldeo, a instrucción, a ejercicio... El Oficial de derrota no bajaba del puente, y don Casto Méndez Núñez, incansable en las observaciones y estudio del derrotero, no apartaba sus ojos, con catalejo o sin él, de las brumas que por estribor ofuscaban la costa.

El 11 de Abril amaneció benigno: cayeron la mar y el viento; la fragata navegaba con cuatro calderas encendidas, ayudándose de las mayores y foques; era su marcha arrogantísima; la proa potente saludaba con graves cortesías a las olas que hacia ella corrían de Sur a Norte, lentas, más ceremoniosas que hinchadas. En la amura de estribor, Sacristá y Ansúrez lanzaban sus miradas de aves de mar al paredón neblinoso del horizonte. Poco después de que el vigía cantase Tierra desde la cofa, Ansúrez, conocedor de aquella región, anunció la recalada al Estrecho.

Llamado al puente por Méndez Núñez, el Segundo Contramaestre saludó como práctico al jefe. «Mi Comandante -le dijo-, la tierra alta que vemos es Cabo Vírgenes; sigue hacia el Sudeste una tierra más baja, Punta Miera, que los ingleses llaman Pungeness... Hay un banco... el Banco del Cabo». A una pregunta seca de Méndez Núñez, tan hombre de mar como el primero, y que buscaba un buen informe donde quiera que pudiesen dárselo, Ansúrez contestó con la misma sequedad y modestia que usar solía don Casto: «Mi Comandante, con cuatro millas de resguardo no puede haber peligro...».

Lahera ordenó la virada en el punto y ocasión convenientes. Al mediodía la fragata derivaba hacia el Oeste su proa; poco después tenía por estribor las alturas patagónicas, por babor las soledades de la Tierra del Fuego. Montada la Punta, se enmendó la marcha, arrimando a la costa Norte para precaverse de los bajos del Sur. A las cinco de la tarde fondeó la Numancia en la bahía de Posesión, para tomar respiro y aguardar a su extraviado caballero el Marqués de la Victoria, cuyo rumbo y suerte se desconocían. La dama, intranquila, no cesaba de preguntar a todos sus tripulantes si sabían o sospechaban dónde había ido a parar el galante satélite.

A menudo se informaba Diego del estado de Binondo, pues aunque le cobró gran ojeriza por haber auxiliado al seductor de Mara, como buen cristiano le compadecía. En peligro de muerte estaba el Cabo de mar, y sus horas en la enfermería de paz eran de infinita tristeza, que si los dolores de la caja del cuerpo y las angustias de la respiración le abrumaban, no se sentía menos agobiado y enfermo del espíritu. Habló con Ansúrez el médico don Luis Gutiérrez, y después de explicarle el por qué de hallarse Binondo tan abocado a la muerte, le dijo: «Bien puedes bajar a verle, que está el hombre deseoso de hablar contigo; y si tardas en darle ese gusto, quizás no le encuentres vivo... Según entiendo, tiene contigo una deudilla de conciencia: no quiere irse al otro mundo sin quedar en regla con sus acreedores, y me parece que a ti ha de pagarte a toca-teja. Algo me ha dicho del caso... pero como es cuenta particular, allá los dos».

Bajó Ansúrez a la enfermería, y a la tristísima claridad de aquel recinto, que sólo recibía una limosna de luz solar por la escala de entrada, y el aire por una manguera de lona, vio al que fue su amigo postrado en la colchoneta colgante, cubierto de un oleaje de mantas, por entre las cuales sólo asomaba su cabeza, tocada de un pañolón a guisa de turbante, y el hombro y brazo derechos. El rostro de Binondo modelo de fealdad malaya, era de los que no se alteran visiblemente, ni con las alegrías del vivir, ni con las agonías mortales. Ansúrez no halló en él otra novedad que el cambio de color amarillo cobrizo en un verde sucio con arrebato febril en los pómulos. La débil claridad hacía más plano el rostro, como bajo-relieve tallado en una tabla con muy poco saliente de las anchas narices aplastadas y de la rasgada hendidura bucal... Los ojuelos negros y chicos, de brillantez canina, animaban aquella careta que sin el mirar no habría parecido cosa humana. Sentose Diego frente a su amigo, y puso la mano sobre las mantas, en el bulto que hacían las rodillas; y cuando pensaba las primeras palabras que había de pronunciar en la visita, habló el enfermo, y dijo: «Ya ves, Diego... qué malo estoy... Se me ha roto el casco por la cuaderna mayor y el bao real... Quebrados tengo los palmajares y los trancaniles... En fin, que me voy de este mundo malo a otro mejor... ¡Y tú, Diego, como si no fuéramos amigos de toda la vida! Si no te mando llamar no vienes a verme, perro, mal hombre, todo porque el francés maquinista te puso la bocina en la oreja para decirte que si yo, que si tal, que si tu niña... Óyeme a mí, Diego, que verdad como la que yo te diga no has de oír de nadie... Ya mis aljibes están llenos del agua limpia de la verdad... y para esto se vaciaron del agua corrompida de la mentira».

Esta figura, empleada ingenuamente por el rudo marinero, impresionó y enterneció al amigo que le visitaba. «Ya sé, ya sé -le dijo con emoción-, que no has de ocultarme la verdad... Estás en franquía para vida mejor... ya has comulgado, ya tienes el práctico a bordo... No has de salirte con embustes, porque si lo hicieras, llevarías tu alma llena de contrabando... y el contrabando ya sabes que no pasa, no pasa en aquellas aduanas... En fin, José Binondo, si no quieres molestarte, nada me digas, que yo, sabedor de lo que has de decirme, te perdono de todo corazón, como cristiano que soy...».

-Poco a poco... -dijo el enfermo extendiendo el brazo que tenía fuera de mantas-. No te des por enterado con las verdades que te soltó el francés, y escucha las mías, que son más de ley... Él te habrá dicho que favorecí la escapada de tu niña, y que la llevé a la goleta con tanto cuidado como hubiera embarcado a mi propia hija, si viviera.

-Sí... Te portaste mal... Fue acción fea la tuya: olvidaste nuestra buena amistad...

-Poco a poco. Diego... Déjame que te diga... que te diga el por qué, pues no hay acción que no tenga su por qué.

-El por qué no me importa ya. Yo te perdono, y con perdonarte queda liquidada nuestra cuenta, Binondo.

-Déjame, déjame que sea yo quien liquide... Lo que dije y referí a don José Moirón para que me absolviera de mis pecados, ¿no has de saberlo tú? Nuestro capellán me encargó mucho que a ti te diera mis razones, y te las doy. Con el práctico a bordo, como dices, te llamo, y al despedirme de ti te dejo mis razones, Diego; óyelas: yo favorecí la fuga de tu Mara, porque yo también tuve una hija... ya sabes cuánto quería yo a mi Rosa... Era un ángel: feíta, eso sí; ¡pero qué mona de Dios!... Las narices tenía chatas, como yo; los ojos chiquitos, como los míos, pero con mucho aquel; la color quebrada; el cuerpo con una salazón que ya ya... Se parecía más a mí que a su madre, que era Pepona la lagarta, bien lo recuerdas, lavandera de la ropa de maquinistas en el Arsenal... Pues mi niña era una verdadera rosa sin espinas... Aunque por broma la llamaban la Rosa amarilla o Rosita la fea, para mí era más guapa que los serafines... Bien sabes, Diego, cuánto la quería yo, y cómo me miraba en ella... Me muero con gusto, porque sé que voy a verla... Así me lo ha dicho nuestro capellán... Pues recordarás que mi adorada hija se enamoriscó de un fogonero italiano. No era mal chico; pero yo me indigné de que la niña pusiera en persona tan baja su voluntad. Pues la cogí un día, y con una estaca le di tal paliza, que quedó mi ángel hecho una lástima. ¡Ay, ay, Diego, cuánto he llorado aquella brutalidad que hice...! Mi Rosa, mientras yo la pegaba, me decía: «Aunque usted me mate, padre, querré siempre a mi Curtis». Así llamaban al italiano... Un día la vi que derrengadita y paticoja, salía en busca de Curtis, y yo, ¿qué hice?... la cogí por un brazo y me la llevé a casa, donde le di bofetadas y me parece que algún mordisco... ¡Oh, qué malvado fui!... Pues desde aquel día la niña empezó a desmejorar... a caer y entristecerse... ¡Ay, qué pena tan grande! La llevé al médico, y el médico me dijo que la niña padecía mal del corazón... En fin, que una mañana la oí quejarse... Corrí a ella, y se me quedó muerta entre los brazos... ¡Ay de mí!, yo no tenía consuelo... yo quería matarme para que me enterraran con aquella prenda querida. Los palos y bofetadas que le di me dolían entonces en el corazón y en toda el alma. ¡Yo verdugo, y ella una mártir inocente! La enterramos al siguiente día al anochecer... Curtis venía detrás cuando la llevábamos... Yo me moría de dolor... Curtis y yo la bajamos al hoyo... El italiano era un mar de lágrimas, y yo un mar de amargura...

Vio Diego el llanto que corría por las mejillas verdes y por la cara plana del Cabo de mar. Contagiado por su duelo, pero sin comprender la relación que pudiera tener el caso de Rosita la fea con el de Mara la bonita, Ansúrez, transcurrida una larga pausa, le dijo: «Bien, José... tu hija se murió... Ni Mara ni yo teníamos la culpa de tu desgracia. Si Dios te quitó a tu hija, ¿qué adelantabas con quitarme la mía?».

-Poco a poco, Diego -replicó Binondo acopiando todo el aliento posible para expresar lo que faltaba-. No me has entendido... Sabrás que la muerte de mi niña, de aquel cielo mío, fue una lección que Dios me daba... una lección terrible... Dios me decía esto, Ansúrez: «Padres, antes que dejar morir a vuestras hijas, dejad que se vayan con sus novios».