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La vuelta al mundo en la Numancia/V

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V

Razón tuvo el Cura don Prisco al poner en sus letanías la piadosa invocación al brazo militar: «¡Soldados, soldados!». Oída fue por Dios y por el Gobierno esta devotísima plegaria. Soldados acudieron de Granada, de Málaga y de Jaén, y reunidos frente a Loja, bajo el mando de un valeroso General, saludaron a los insurrectos con la estimación de rendirse y poner fin al democrático juego. Pronto comprendieron los secuaces de Rafael Pérez que habían perdido su causa, metiéndose en una plaza que más tarde o más temprano había de ser victoriosamente debelada por la tropa. La hueste revolucionaria no debió abandonar nunca la táctica de guerrillas: su fuerza estaba en la movilidad, en la rapidez de las sorpresas y embestidas parciales. Estacionarse en un punto, aun contando con defensas rocosas o con trincheras abiertas sin conocimiento del arte de la castrametación, era ir a muerte segura. Un ejército disciplinado y regularmente dirigido debía dar cuenta, como aquel la dio, del tan entusiasta como aturdido ejército popular. Apretado el cerco con la idea de que no escapase ninguno de los cinco mil republicanos que en la plaza bullían, resultó que después de andar en tratos y parlamentos, se escabulleron todos por las mallas de la red.

Se dijo que Serrano había llegado a última hora con instrucciones de lenidad, que practicó a estilo masónico, haciéndose el cieguecito y el sordo ante los grupos que huían de la plaza. Serrano era liberal, no debe esto olvidarse, y en Madrid mandaban un astuto y un escéptico que se llamaban O'Donnell y Posada Herrera. Si hubiera estado el mango de la sartén en manos de Narváez, de fijo no queda un republicano comunista para contarlo. Don Prisco Armijana, espíritu que se balanceaba en los medios pidiendo mucha libertad y mucha religión, diría frente al Socialismo vencido: «Soldados, no matéis. Dios quiere que todos vivan... y que todos coman. Soldados y paisanos, comed juntos».

Venturosa fue la evaporación rápida de los insurrectos, tomando por este o el otro resquicio los caminos del aire, porque así se evitaron las duras represalias y castigos. Algunos cayeron, no obstante, para que quedasen en buen lugar los fueros del orden santísimo. La vista gorda del General no fue tanta que dejase pasar a todos sin coger los racimos de prisioneros que debían justificar, llenando las cárceles, la autoridad del Gobierno. No faltaron infelices que con el holocausto de sus vidas proporcionaron a la misma autoridad el decoro y gravedad de que en todo caso debe revestirse. De Rafael Pérez, nada se supo. Luego se dijo que había ido a parar a Portugal. Hombre extraordinario fue realmente, dotado de facultades preciosas para organizar a la plebe, y llevarla por derecho a ocupar un puesto en la ciudadanía gobernante. Tosco y sin lo que llamamos ilustración, demostró natural agudeza y un sutil conocimiento del arte de las revoluciones; arte negativo si se quiere, pero que en realidad no va nunca solo, pues tiene por la otra cara las cualidades del hombre de gobierno. Representó una idea que en su tiempo se tuvo por delirio. Otros tiempos traerían la razón de aquella sinrazón.

Más que en estas cosas de la vida general pensaba Diego Ansúrez en las propias, corriendo en la galera por el camino que faldea las moles de Sierra Nevada en dirección a la fragosa Alpujarra. Pasó la divisoria que llaman Suspiro del Moro, sin duda porque allí suspiró y lloró el desconsolado Boabdil, y también el viudo de doña Esperanza lanzó de su pecho suspiros hondos recordando su amor perdido, y pesando las desventuras que su viudez le traía. Luego consideraba el enflaquecimiento de su bolsa, a la que, con las enfermedades de la mujer, los viajes, los obsequios y otras socaliñas, había tenido que dar innumerables tientos. En Granada y Loja habíanle tomado por indiano rico, y no faltaron parientes pobres, Castriles o Armijanas, a quienes hubo de consolar gallardamente con algún socorro. Ello es que por el chorreo continuo de gastos en tan largo periodo de inacción, al mar, su verdadera patria, volvía con sólo el dinero preciso para llegar a Cartagena.

Pasando por la memoria, como se pasan las cuentas de un rosario, sus desdichas en tierra granadina, pensaba el buen hombre que la causa de ellas no podía ser otra que el haber infringido y olvidado las leyes morales y religiosas. Su casamiento libre y sacrílego con Esperanza, sin duda tenía muy incomodado al Padre Eterno, de donde resultaba que fueran siempre desfavorables los que llamamos designios de la Providencia. Pero luego, razonando con buen sentido, añadía: «Yo no fui a sacar a Esperanza del convento de Consolación, sino que ella, descolgándose para coger la calle y la libertad, cayó sobre mí como si cayera del cielo. ¿Qué había yo de hacer con ella? ¿Restituirla al convento, a donde no quería volver ni a tiros? ¡Ajos y cebolletas, esto no podía ser! Después, mares adentro, el amor, fuero imperante sobre toda ley, nos casó. ¿Cómo lo habíamos de arreglar, si por el aquel de los malditos cánones no podíamos casarnos por la Iglesia? Yo no diré nunca, líbreme Dios, como decían los de Loja: ¡muera el Papa!; pero sí diré a gritos: '¡mueran los cánones!'. ¿Y qué culpa tengo yo de que don Prisco no pudiera sacar la dispensa de votos, ni arreglar todas las demás zarandajas para echarnos las bendiciones?... Culpa mía no es esto, y porque la culpa es del Papa y no mía, siento mi conciencia muy aliviada, pues hay cosas en que el deseo debe valer tanto como la ejecución». A pesar de la relativa serenidad que le daban estos razonamientos, Ansúrez no se veía libre de inquietud: el temor religioso iba ganando su alma, y recordando la escena tristísima del cementerio de Cijuela, se proponía practicar el culto, cuidar de sus relaciones con Dios hasta desenojarle.

Siguieron su camino hacia la Alpujarra, bordeando abismos y salvando cuestas. En Padul descansaron, en Dúrcal comieron, y en Béznar1 se les acabó la carretera, dejándoles a pie si no franqueaban a caballo las seis leguas que les separaban de Motril. Las maletas quedaron en Béznar para ser transportadas en mulo durante la noche. Dos borricos llevaron a los viajeros a Tablate, y uno solo de Tablate a Vélez. No se crea que en un asno montaban los dos: Mara iba sentadita en el albardón de un alto pollino, y Ansúrez lo llevaba del diestro: era torpe jinete, y más a gusto andaba con sus pies que con los de la mejor cabalgadura.

Pasada la divisoria de Lújar, se ofreció a los ojos de ambos el sublime espectáculo del mar, grande espacio de azul, tan vago y misterioso en su inmensa lejanía, que no parecía mar, sino una prolongación del Cielo que se arqueaba hasta besar la costa. Tal fue la emoción de Ansúrez ante el grandioso elemento en quien veía su patria espiritual, que le faltó poco para ponerse de hinojos y entonar una devota oración sacada de su cabeza en aquel sublime momento. Palabras de asombro, cariño y gratitud pronunció santiguándose, y no tuvo reparo en mostrar una infantil y ruidosa alegría, primer respiro del alma del marino después de su viudez reciente.

El camino que faltaba, no muy extenso y todo cuesta abajo, bien podían recorrerlo a pie. Así lo propuso el padre a la hija, y ambos se lanzaron intrépidos y gozosos a la pendiente por ásperos caminos bordeados de piteras, chumbos y otros ejemplares lozanos de la flora meridional. Sin novedad anduvieron largo trecho; pero el cansancio agotó las fuerzas de Mara, y cuando aún faltaban como tres cuartos de legua para llegar a Motril, la pobre niña, dolorida de los pies y cortado el aliento, dijo a su padre que le concediera un largo reposo, o buscase algún jumento en las casuchas que a un lado y otro se veían. «Hija del alma -replicó Ansúrez, a quien se hacían siglos los minutos que tardase en llegar al puerto-, no perdamos tiempo en buscar caballería, que aquí tienes a tu padre que te llevará con tanto cuidado y mimo como si te cargaran los ángeles». Dicho esto, la cogió en sus brazos y siguió adelante con ella sin gran trabajo, pues la chica era de poco peso y él un gigante forzudo.

Iban por un sendero pedregoso, flanqueado de pitas, cuando les alcanzó y se les puso al habla otro viajero andante que tras ellos venía. Era un muchachón de buena presencia y estatura, muy desastrado de ropa, como si llevara largo tiempo de corretear por caminos ásperos y pueblos míseros. Visto de lejos, parecía negro: tan extremadamente había tostado el sol y curtido el aire su tez morena. El polvo, además, lo jaspeaba con feísimos toques; pero ni la suciedad ni la negrura desfiguraban las varoniles facciones del sujeto. Las primeras palabras que dirigió a los Ansúrez fueron contestadas con desabrimiento. ¿Era mendigo, ladrón o vagabundo? Hija y padre se detuvieron en estas dudas antes de responderle con urbanidad. «Bueno -dijo Ansúrez, vencido al fin de la cortesía del extraño individuo negruzco más bien que negro-: no nos enfadamos porque tú nos hables, ni tenemos a desdoro el hablar con un pobre. Nosotros vamos en demanda de Motril. Tú, a lo que parece, llevas el mismo camino».

-A Motril voy -respondió el hombre ennegrecido y empolvado-; y antes de que el señor me lo pregunte, le diré que me trae a este puerto el mucho cansancio y ninguna utilidad que he sacado de trabajar tierra adentro, en el campo, en el monte, en las canteras de mármol; y ahora buscaré trabajo en la vida de mar, porque el mar es mi elemento, quiero decir, que me gusta sobre todas las cosas, y que en él está el hombre mejor que en tierra. Esto digo, esto sostengo, aunque usted lo lleve a mal.

-¿Qué he de llevarlo a mal, ajo? -exclamó Ansúrez parándose ante el hombre de color obscuro y mirándole cara a cara-. ¡Si yo, aquí donde me ves, soy del mismo parecer que tú, y después de los peces no hay nadie en el mundo que sea más hijo del mar que yo! De tierra adentro vengo sin timón ni compás, no sé si huyendo de mis desdichas o trayéndolas conmigo. Al interior me fui con mi esposa y mi hija. Sólo con la hija vuelvo. El corazón se me ha partido, y la mitad he dejado allá en un cementerio chico...

Ya con esta entrada vieron ambos abierto el camino para una conversación franca. El negro era listo: su lenguaje contrastaba rudamente con su bárbara facha y su vestir lastimoso. Por el acento reveló a las primeras frases su abolengo americano, y a la pregunta que sobre el particular le hizo Diego, contestó así: «Yo soy del Perú; me llamo Belisario, y en España estoy por locuras y calaveradas mías, que ahora pago con usura, pues han caído sobre mi cabeza más desdichas de las que merezco... Ya ve por mi facha lo rebajado que estoy de mi nacimiento y categoría... No le pido limosna, aunque bien la necesito, sino protección para poder embarcarme y salir a buscar el sustento, aunque sea con fatigas, que las pasadas en el mar han de consolarme de las que llevo sufridas en tierra».

Con esta ingenua manifestación, el americano empezó a ganarse la simpatía de Ansúrez. En lo restante del camino, hija y padre le pidieron más noticias de su vida, y él no se cortó para darlas. Había nacido al pie de los Andes; sus primeros pasos los dio sobre pavimento de barras de plata. Su padre era español, que cruzó los mares y se fue en busca de la madre gallega, que así llaman allí a la fortuna. Casó con una limeña muy guapa... Las limeñas son las mujeres más bonitas del mundo, y mejorando lo presente, a todas ganan en desenvoltura y malicia graciosa. La digresión que hizo el narrador hablando de las limeñas, no se copia en este relato por no agrandarlo más de lo debido. Habló luego del mal genio de su padre, que era más adusto que un pleito, y conservaba en su carácter el dejo de las fierezas inquisitoriales, que en toda alma española están adheridas, como se adhieren a la lengua los sonidos del idioma.

De la dureza del padre y de la propensión del hijo a la independencia, resultaron castigos, rebeldías y sucesos lamentables. No tenía veinte años cuando se emancipó de la autoridad paterna, retirándose al Callao, donde con otros chicos de su edad, como él indisciplinados y ociosos, cultivó su afición al mar. Todo el día se lo pasaba en botes o chalanas, jugando a la navegación de vela y remo. El cariño de la madre le atrajo de nuevo a la casa de Lima. Pero la inflexibilidad del padre no tardó en reproducir las discordias. Escapó al fin, buscando la deseada libertad, y se fue a las islas Chinchas, donde halló medio de ser admitido en la tripulación de una fragata inglesa que le trajo a Europa. Contar todo lo que en el viaje le pasó, desde su salida de las Chinchas hasta su arribo a Valencia, sería historia larguísima y fastidiosa para el señor y señorita que le escuchaban... Terminó diciendo que el recuerdo de su madre y hermanos no se apartaba de él, y que ignoraba en absoluto lo que había ocurrido en su familia desde que su delirio de aventuras le separó de ella.

No sabía Diego si creer todo o una parte no más de lo que el americano refería. Pero a su desconfianza se impuso su buen corazón, y dijo al vagabundo que él no era más que un pobre naviero de faluchos de costa, y en tan pobres barcos no podía ofrecerle empleo ventajoso. Pues buscaba trabajo de mar, le llevaría gustoso a Cartagena, donde hallaría medios de enrolarse en buenos buques mercantes, o en los de guerra si le llamaba y era de su gusto la marina militar. A esto dijo Belisario que el ser llevado a Cartagena lo consideraba como la mayor caridad que podía recibir, y con grandes aspavientos y cierto lirismo en su dicción fácil, expresó su gratitud al generoso señor y a su bella hija.