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La vuelta al mundo en la Numancia/XIII

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XIII

El interesante episodio referido por Binondo inmergió al Oficial de mar en mayores cavilaciones y tristezas. Sus sentimientos, agitados por pavorosa crisis, no sabían si estacionarse en el amor o en el odio. Sólo sus obligaciones rudas le distraían en estos internos afanes. El 28 por la mañana recaló la fragata en Valparaíso, y aproximándose al puerto, paró y se puso al habla con el Comandante de la goleta Vencedora. ¡Qué placer y qué descanso recibir noticias frescas, fidedignas! Los de la Numancia oyeron confirmar la buena nueva de que nuestro Gobierno había concertado un arreglo con el Perú. La escuadra, al mando del Almirante Pareja, estaba en el Callao. Hacia el Callao hizo rumbo la Numancia sin perder horas, navegando con cuatro calderas encendidas y ayuda del velamen. Serena mar y viento Norte fresquecito facilitaron aquella etapa, por todos estilos venturosa. En temperatura iban ganando de día en día; la salud era excelente a bordo, y todos vivían en espera de sucesos pacíficos más que guerreros, aunque no faltaba quien se apenase de que no sobreviniesen hostilidades duras, que en la profesión militar nada repugna tanto a los corazones enteros como la ociosidad.

Aunque se reponía bajo la acción de la subida temperatura, Binondo no recobraba por entero su vigor y aptitud para el trabajo. O era que se hacía el remolón para que le dieran mimo y le llenaran la pandorga, dejándole las horas muertas sentadito al sol, o a la sombra cuando el sol picaba más de la cuenta. En este periodo avanzado de su convalecencia, se hizo el hombre muy rezador: andaba siempre con el rosario entre las manos, y en sus pláticas con los compañeros, a estos recomendaba que tuviesen el alma preparada para un buen morir, pues en las dudas de paz o guerra, nadie podía decir «a tal hora viviré».

«Aquí donde me ves, Diego querido, no estoy menos libre de la muerte que lo estaba en el Estrecho, porque las cuadernas del pecho no acaban de arreglarse, y el corazón me dice a cada momento que no cuente con él para una larga travesía. Pero yo no me apuro, Diego, y tan hecho estoy a la idea de morirme, que me digo: 'Cuanto antes mejor, que de este mundo perverso no saca uno más que sofocos y berrinches que pudren el alma. Muérame yo pronto, que eso voy ganando, y así veré a mi querida Rosa en la Eternidad'. Paréceme que ya la estoy viendo... Cuando tengo esta visión, el aliento se me corta, como si la máquina del respirar quisiera pararse y decir: 'hasta aquí llegué'».

-¡Valiente marrullero estás tú!... Con tantos rezuqueos y visiones lo que busca mi amigo es que no le den de alta, para seguir en esta gandulería y pasarse el tiempo sentadito en cubierta.

-Poco a poco: yo no trabajo porque no puedo. Ya sabes que como bien, porque así me lo mandó don Luis. Por mi gusto no comería más que lo preciso para no desfallecer. Duermo toda la noche y parte del día, porque así me lo recomiendan los doctores, que el sueño es el estero donde el corazón se va carenando... como te lo digo... Pero el dormir mío no es todo lo sosegado que fuera menester, porque el soñar me quebranta, y despierto tan molido como si me hubieran pasado de verdad las cosas que sueño... Es el corazón enfermo... que adivina... Y a cuento de esto, sabrás que anoche he soñado contigo y con tu hija... Y era lo que soñé tan conforme con la razón, que desperté creyéndolo cierto. Vas a oírlo... Pues soñé que entrábamos en puerto... ¿Sabes tú cuándo llegaremos al Callao?

-Mañana. Esta tarde hemos de señalar las islas Chinchas.

-Dime otra cosa: ¿hay mucha distancia del Callao a Lima?

-Media hora o poco más en ferrocarril.

-Pues no te canses en ir a Lima, porque si vas no encontrarás a tu hija. Yo he soñado que Mara y don Belisario navegan hacia Panamá, caminito de Europa. Van casados por la Iglesia y cargados de dinero hasta las escotillas... Llevan la idea de que los perdones Diego, y les eches tu bendición... Pero Dios, que ve tus muchos pecados, dispone que ni ellos ni tú tengáis la satisfacción de veros y perdonaros. También ellos son pecadores... Dios castiga sin palo ni piedra, y así, mientras tus hijos van, tú vienes... Equivocados navegáis todos... Dios, que gobierna con una mano los corazones y con otra los mares, te trae al Perú cuando tu hija no está aquí, y a ella la manda para España cuando tú andas por acá... ¿No ves bien claro los designios del patrón de todo el Universo?

Al oír esto, trabajo le costó a Diego reprimirse. Impulsos tuvo de coger a Binondo por el cogote y darle un fuerte achuchón contra el cabrestante próximo, chafándole el rostro hasta dejárselo enteramente raso. «Tunante -le dijo-, guárdate tus sueños malditos, y no atormentes al hombre honrado y bueno, que no hace mal a nadie».

-Bueno eres -replicó Binondo con extremada mansedumbre, acariciando las cuentas de su rosario-; pero ya sabes que el justo peca siete veces al día. Que Dios quiera probarte, que Dios pruebe a los justos para ver su temple y fortaleza, es cosa corriente en nuestra religión, y si lo dudas, llama a nuestro Capellán y pregúntaselo.

Ansúrez le volvió la espalda. En actitud de oración se mantuvo José, la cara plana y verde caída sobre el pecho con expresión de recogimiento budista. El otro, echando sus miradas y sus pensamientos sobre el mar, también quedó en éxtasis de amarguísimas dudas, del cual le sacó el pito de Sacristá llamando a maniobra. Poco después se marcaron a barlovento las islas Chinchas. El terral fresquecito trajo al olfato de los marinos efluvios amoniacales... Tan-tan cuatro veces. Se cambiaron las guardias... Y al día siguiente, cuando sólo distaban cinco o seis millas del puerto del Callao, volvió Binondo a dar tormento a su amigo con el relato de sus estupendas soñaciones.

«Óyeme, Diego, y pásmate de que Dios se digne revelarme lo que ha de pasarnos a ti y a mí. Tú y yo somos buenos, y para que seamos mejores nos manda Dios tribulaciones grandes. He soñado, amigo, he soñado lo que voy a decirte para que te vacíes de orgullo y te llenes de resignación... Pues ello es que... No pongas cara fosca ni me hagas temblar con tus miradas... Yo digo lo que soñé, y tú lo crees o no lo crees... Ello es que ya no verás a tu hija en la tierra, sino en el Cielo... Estamos iguales, amigo del alma, y hemos de morirnos para ver a las prendas de nuestro corazón... Para mí es esto tan cierto y verídico como el mar es mar, el cielo, cielo, y esta embarcación la Numancia bendita... que Dios favorezca para que viva más que nosotros. Dúdalo si quieres; pero la realidad se encargará de convencerte... A tu hija verás en el Cielo; antes de ir allá, si vas, no podrás verla... Créelo, Ansúrez, y disponte pronto, pronto para un morir cristiano... Debemos prepararnos, porque nunca sabemos si hemos de vivir estos momentos o los otros. Podrá ser hoy, podrá ser mañana o en mañanas que aún están lejos. Pero que no nos coja desprevenidos... ¡Qué gozo el tuyo y el mío cuando las veamos en la Gloria!... mi Rosa tan linda, con aquella carita de marfil ahumado y aquellos ojuelos negros, como los de los ángeles que encienden los relámpagos y disparan los truenos en una noche de tempestad... tu Mara desmejoradilla y muy rebajada de su belleza... porque has de saber que muere o morirá de parto...».

Ya no pudo tener Ansúrez el arrebato de su displicencia, y le dio un cosque más que regular, que humilló la cabeza budista y puso la cara plana a dos dedos de la borda, junto a la cual se hallaban. «Poco a poco -exclamó Binondo-. Esos no son saludos de los que se acostumbran entre amigos. Bárbaro estás, rebelde contra las verdades que Dios te anuncia por mi boca. De tus desdichas no tengo yo la culpa... ni de que Dios ame a nuestras dos hijas por igual, y se las lleve de este mundo nuestro tan malo, al suyo, que es la Gloria...».

No llegaron estas últimas razones al oído del Oficial de mar, que se alejó rezongando amenazas contra Binondo. La idea de la muerte de Mara, sugerida por el zorro malayo, le desconcertaba. A creerla se resistía; pero la idea penetraba en su entendimiento, como la carcoma royendo y labrándose su casa... Aliviábase el buen hombre de esta confusión con la esperanza de que el sol de Lima despejara pronto sus dudas.

La entrada en el puerto del Callao fue de teatral efecto resonante. Allí estaba la escuadra española mandada por Pareja: la componían las fragatas de hélice Villa de Madrid, Blanca, Berenguela y Resolución y la goleta Covadonga. El primer saludo fue para la insignia de Pareja; después se saludó a la plaza, que contestó al instante; y apenas disipado el humo de estas salvas, se cañoneó en honor de las escuadras extranjeras allí fondeadas, inglesa, francesa y americana. Devolvían todos la cortesía con igual número de estampidos, y aquello fue como una batalla naval con pólvora sola, espectáculo precioso, inmenso vocerío de guerreros en paz.

Presentaba el puerto en aquellos instantes un golpe de vista espléndido. Deleitaban los ojos la flotante población de barcos de guerra y paz, y el bosque de sus mástiles, así como los mezclados colorines de tantas banderas de diferentes Estados. Entre los buques mercantes, había los más hermosos tipos de vela entonces existentes en el mundo: fragatonas y corbetas clipper, de cascos elegantes y gallardísimas arboladuras. Todas estas naves esperaban vez para el embarque de guano en las Chinchas. Si es maravilla de la Naturaleza el almacenaje secular del excremento de las aves atlánticas en aquellas ínsulas, no lo es menos el ingenio y artes del hombre para transportarlo por tan largos caminos de mar de un hemisferio a otro... El labrador piamontés o valenciano no acababa de comprender que abonaran sus tierras las aves del Pacífico.

Terminados los saludos, empezaron las visitas. No era sólo el jubileo de amigos y parientes entre unos y otros barcos: era la curiosidad que en todas las tripulaciones de las fragatas de madera despertaba la Numancia, potente y airosa; era el prodigio de haber esta navegado sin tropiezo desde Cádiz al Perú, desmintiendo la opinión de que un guerrero vestido de armadura no podía sin peligro arrostrar caminata tan penosa y larga. Pero el Comandante, hombre de arrestos indomables, la Oficialidad y marinería, orgullosos de su feliz empresa, decían como Segismundo: «¡Vive Dios que pudo ser!».

Tal invasión de visitas hubo en la fragata, que las escalas crujían del peso de los curiosos entrantes y salientes. Superiores y oficialidad, guardias marinas, marineros, en fin, y gente de maestranza, acudieron a saciar sus ojos, a explayar sus corazones en parabienes, que eran la expresión de la amistad y el orgullo, fundido todo en un tono general de patriotismo. La Numancia vio subir a su cubierta y penetrar en sus cámaras y sollados al Almirante Pareja, hombre de mediana estatura, delgado, con patillas blancas, de continente grave y maneras muy corteses; a don Miguel Lobo, Mayor General, gran náutico y geógrafo, hombre de ciencia y de voluntad; a don Claudio Alvargonzález, curtido y fosco, de barba erizada y ojos fulgurantes, el primer lobo de mar de España; a don Juan Topete, corazón fuerte, ávido de pelea y gloria; a don Manuel de la Pezuela, ducho en artes políticas y en el trato de gentes, que aplicar supo al arte de la guerra; a don Carlos Valcárcel, marino excelente y guerrero de tesón, y a otros muchos que ganaron después celebridad. La fragata les recibió con alegría, mostrándoles todas sus bellezas, así las exteriores como las más ocultas. Convites parciales y refrescos se improvisaron en los camarotes, y en tanto los grupos de marineros celebraban con modestas libaciones el feliz encuentro de amigos y hermanos, en latitud tan distantes del solar paterno.

Fue por la mañana cuando Ansúrez distinguió entre los visitantes una cara conocida. «¿Será...? Si no fuera tan gordo, diría que es Mendaro». A estas dudas fugaces siguió la exclamación de ambos amigos, que se abrazaron con júbilo después de una ausencia de cinco años. «Por el ranchero Ibarrola -dijo Mendaro- supe que estabas aquí. He venido a verte a ti primero, después a esta hermosa fragata que os traéis acá... ¿Sabes que estás viejo?... ¿Qué ha sido de tu vida? Cuéntame». Con frase concisa notificó Ansúrez a su amigo la muerte de Esperanza, y de la pérdida de Mara hizo una indicación vacilante, como los apuntes con que los pintores esbozan el intento de una figura. A continuación enseñó al forastero el interior del barco; le obsequió con Jerez y galletas, y despidiéronse con mutuos ofrecimientos y cariños.

Mendaro y Ansúrez, después de navegar juntos, habían vivido en Cartagena pared por medio. Su amistad era sólida, íntima, como fundada en las excelentes cualidades de uno y otro. Enviudó Mendaro el 59 y se embarcó para el Perú, donde contrajo segundas nupcias. El 65 era poseedor de una de las más frecuentadas pulperías del Callao de Lima, establecimiento que bien podía llamarse famoso, porque en él encontraban alivio de su sed y reparo de su hambre los marineros de diferentes banderas, cargadores y truchimanes, y allí solían congregarse también mujeres que al socorro de necesidades no espirituales acudían, buena gente toda, fermento y espuma de la humanidad afanosa que hierve en los puertos de mar. En la pulpería quedó citado Ansúrez para comer con su amigo, y charlar de los reinos de España y de las indianas repúblicas.