La vuelta al mundo en la Numancia/XIV

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XIV

Ansiosos de admirar la ciudad de Lima, que en todas las imaginaciones españolas se representaba con formas y colores de un seductor romanticismo, iban a tierra oficiales y guardias marinas en correctísima y elegante apostura, con pantalón blanco, indumentaria impuesta por los 12 grados de latitud Sur. Del muelle corrían en grupos alegres a la estación, y media hora después divagaban por las calles y plazas de Lima. Esparciendo con avidez sus ojos de una parte a otra, aplicaban su observación a cosas y personas, juzgándolo todo con juvenil calor, así en el elogio como en la censura. Tras las abstinencias y soledades de la navegación, anhelaban la vida social, el trato y compañía de señoras discretas, finas y hermosas, de mujeres, en fin, sin reparar en su clase y condición. Por desgracia, encontraban retraída la sociedad. Las clases opulentas, así como las mediocres, se recluían en sus casas por estímulo de la gazmoñería política, no menos adusta que la religiosa. La cordialidad y el agasajo entre naturales y forasteros no existían en aquellos días de incertidumbre y desconfianza; días turbados, además, por interna enfermedad revolucionaria.

Los Oficiales españoles recorrían con actividad un poco melancólica la Ciudad de los Reyes. La sombra de Pizarro les acompañaba; las remembranzas de la patria salían a recibirles en las fachadas de los edificios de la época vice-real. A cada instante surgía la Anagnórisis, o sea el descubrimiento y declaración de parentesco. Anagnórisis era el gozo con que los españoles contemplaban el barroquismo amable, risueño, consanguíneo, de la Catedral fundada por el conquistador. Nuestro, de casa, de familia, era el rostro de aquel monumento; nuestra también el alma, el interior, impregnado de dulce misterio y de místico encanto. Igual impresión de parentesco les daba el palacio de los Virreyes, hogaño presidencial.

De calle en calle, se fijaban en los balcones a la turquesca, en las rejas y celosías, por cuyos huequecitos veían o creían ver los negros ojos de las limeñas. ¡Qué ilusión! ¿Pero estaban en la América del Sur, o en Ronda, Tarifa o Algeciras? La mujer limeña, sutilizada por la imaginación, era el tormento de aquellas pobres almas españolas, condenadas por un melindre internacional al desconsuelo de Tántalo. Cerrado el teatro, suspendidas las reuniones y tertulias, no se mostraban las limeñas más que en la calle, y para mayor desventura no eran entonces muy callejeras. Por lo poco que vieron los Oficiales al paso y de refilón, reconocían y declaraban que era la hija de Lima traslado fiel de la mujer de acá, más bien refinada que desmerecida en sus cualidades. Por aquellos días no podían extenderse a más detalladas apreciaciones del tipo físico y moral de tan seductoras hembras. El famoso manto negro a estilo de Tarifa ya poco se usaba. Sólo por las mañanas, cuando iban a misa, se las veía entapujadas con exquisita gracia y travesura, sin dejar ver más que los ojos: el misterio, el juego de tapa y destapa, los hacía más ardientes y luminosos, más afilados de malicia o recargados de amoroso fluido. Por junto al suelo se veían los pies chiquitos, y se apreciaba el andar ligero... andar de gacelas cuando van al paso.

Y vistas estas preciosidades, que parecían huir de las miradas del hombre antes que solicitarlas, iban los españoles a las partes excéntricas de la ciudad, donde percibían el rumor popular, nada benévolo ciertamente. Esquivando el trato con personas, hablaban con los edificios: vieron y examinaron exteriores ampulosos de parroquias y conventos, y a cada paso descubrían rastros del pasado, que confirmaban el parentesco entre los observadores y las cosas observadas. Clarísimo resultaba el rastro de la superabundancia frailuna, y el paso de la Inquisición había dejado huellas indelebles. La fiereza española, todo lo grande de la raza y todo lo violento y vicioso adherido a lo grande, permanecían escritos allí en cosas y personas, con más vivos caracteres que los que aún conserva en su propio rostro la madre común.

Pulpería de Mendaro.- Este y su amigo Ansúrez, sentados a los dos lados de una mesa sin manteles, en un patinillo interior de la casa, platican de los reinos de España y de los achaques de aquellas repúblicas, sus hijas.

«Todo este torbellino -decía Mendaro- ha venido, ¿sabes de qué? Pues de añejos piques y desavenencias entre peruanos y españoles; del pleito viejo por si reconocemos o no reconocemos la independencia del Perú... del mal trato que aquí dieron a unos catalanes y valencianos... de bofetadas, palos y mojicones que han llovido en la tierra donde no llueve agua... de que España se metió en Santo Domingo y quiso meterse en Méjico... de una gravísima trapatiesta que hubo en Talambo, peruanos ofendidos, españoles muertos... de que en Chile atropellaron a unos vizcaínos... de las muchísimas desvergüenzas que escriben aquí los periódicos, y, en fin, de que los Gobiernos de una banda y otra están dejados de la mano de Dios... Allá se les subió a la cabeza el humo de la guerra de África, y acá tienen los humos de su republicanismo y el no ser menos que la vecina de abajo, Chile, y que las vecinas de arriba, Ecuador y Colombia».

-Bien se ve que hay humos. En España se dice que este furor de camorra nos lo ha pegado la Francia, nuestra vecina por el Pirineo, pues el imperio segundo que hay allí, obra de ese Luis Napoleón, nos da la moda de encender guerras con tal o cual país. La miaja de gloria que va sacando el ejército de mar y tierra, es el torniquete, como quien dice, con que los mandones trincan y aseguran a los que obedecen.

-Moda es que os viene de Francia. Aquí tenemos otra que recibimos de los Estados Unidos, y es el cansado estribillo de América para los americanos, que quita el seso a toda la gente de acá. Es moda, manía, aire natural de estos países, que se mete en el corazón y en la cabeza de cuantos aquí vivimos. Y así verás que los españoles, a los pocos años de llegar a estos climas, nos volvemos americanos, y tomamos a este terruño un amor tan grande como si en él hubiéramos nacido. Nada te quiero decir de los niños que de padre español nacen aquí, pues yo tengo uno de tres años, que apenas empezó a soltar la lengua, lo primero que aprendió fue llamarme gachupín, gallego, patón, godo y otras perrerías con que los naturales nos motejan... Pues volviendo al por qué de esta campaña, te diré que el Gobierno de la Isabel no supo lo que hacía cuando nos mandó a ese Almirante Pinzón con la Resolución, la Triunfo y la Covadonga. No es que yo le quite su mérito y circunstancias a ese buen General de Marina que nos mandasteis; pero... hablemos claro. ¡Por los pelos del diablo, que no era Pinzón hombre para estas incumbencias delicadas, porque tenía demasiado vapor en sus calderas, y no templaba, sino que metía más coraje en las almas peruanas! A cada brindis que echaba en las comilonas, ceceando como buen majo andaluz, se armaba una gran tremolina. Cosas decía con la idea de meter miedo, para que temblaran todas estas Américas, como si aún se sintieran en el suelo, a la vera de los Andes, las patadas de aquel bárbaro y grande hombre que llamaron Francisco Pizarro.

-No toques, amigo -dijo Ansúrez-, no toques a esos caballeros, a quienes tengo yo por gigantes que no dejaron sucesión, ni con ellos compares a nuestra familia enana de estos tiempos.

-Dices bien, Diego, que al comparar modernos con antiguos, resulta que no levantamos más de media cuarta del suelo... Sigo mi cuento. Para echarlo a perder, nos mandaron también al señor Salazar y Mazarredo, que por las ínfulas y prepotencia que se traía, cayó muy mal aquí. Y lo que mayor enojo levantaba era el título de Comisario Regio, que en los oídos de esta gente sonó como el nombre de Virrey o cosa tal. En fin, era corriente aquí que entre Pinzones y Salazares nos iban a quitar la bendita independencia... ¿Y qué te diré de la ocupación de las islas Chinchas, que fue como quitarle al Perú el corazón y el estómago? Los españoles no querían ser la buena madre, sino la madrastra de América... Todo iba mal, y esta gente, cada vez más encendida. Llegó un día fatal, mejor diré, la noche en que se quemó la Triunfo. Te aseguro que la fragata era como un volcán... Las llamas pintaban de rojo todo el cielo.

-Aguárdate, Mendaro, y perdona que te interrumpa -dijo Ansúrez inquieto, poniendo la mano en el hombro de su amigo-. Mucho me interesa tu cuento; pero deja para otro día lo que falta, y hablemos de lo que a mí particularmente me coge toda el alma. ¿Podré saber hoy mismo si está mi Mara en Lima, si me será fácil verla y hablar con ella? Bien enterado estás ya de lo que me pasó, ¡Jesús me valga!, y yo confío en que me ayudarás a encontrar a mi querida niña. Ya te dije que no vengo de malas; traigo el corazón dispuesto para perdonarlos y hacer las paces, siempre que ellos quieran hacerlas conmigo.

-Voy creyendo que más que distraído estás trastornado -replicó Mendaro-, pues ya te dije que nada podré saber de esa cuestión tuya, mientras no vuelva mi compadre Amador con respuesta al encargo que le di de averiguarme esos puntos. Yo no conozco a los Chacones más que por la fama de su riqueza: sé que murió el padre, español bragado y de sangre en el ojo; que el hijo mayor, coplero, avispado, loco por ver tierras, se fue y volvió... y no sé más. Amador, que conoce a esa familia, no tardará en traernos informes. No te impacientes, ni con el pensamiento te vayas a Lima volando por los aires, que luego iremos por el ferrocarril, y algo hemos de saber de tu hija Mara, que, por lo que recuerdo, es una morenita muy salada.

-La más salada y graciosa que ha echado Dios al mundo -dijo Ansúrez conteniéndose para no llorar-. Ella fue toda mi alegría, y después mi tormento y desesperación. No hablemos de esto; no quiero afligirte. Sigue tu cuento, y yo haré por escucharlo sin perder gota, digo, sílaba.

-Se fue Pinzón enhorabuena, y nos vino Pareja con las fragatas Blanca, Berenguela y Villa de Madrid. Este señor Pareja nos pareció más templado que el otro, y de buena mano para los arreglos de paz. Así fue: tuvimos paces, y en ellas descansaríamos sin el maldito suceso del Cabo Fradera, en Febrero de este año. ¡Ay, qué atroz barbarie! Y tengo que reconocer que esta vez la culpa fue del Perú, por el descuido y pachorra de estas autoridades... Aquí se armó el tumulto; aquí vimos la reunión de gente vaga, y oímos sus gritos contra los tripulantes de la Resolución que bajaron a tierra. Los españoles, advirtiendo la que se armaba cogieron las lanchas para volverse a bordo; quedó rezagado el pobre Fradera; trató de ganar a nado un bote, pero el botero no quiso recogerle; volvió el infeliz a tierra, y con los pies en el agua, en la mano un cuchillo, se defendía bravamente de los malos patriotas que le acosaban. En fin, que muerto cayó entre agua y arena, y estos perdidos y borrachos cantaron su hazaña con berridos espantosos. La justicia les metió mano; hubo prisiones y castigos; pero al mal efecto de aquel atropello bárbaro no se pudo echar tierra, y por él quedaron las relaciones entre españoles y peruanos tan agrias y picajosas como las encuentra la Numancia al arribar al Callao.

A este punto llegaba Mendaro de su cuento, cuando compareció en el patinillo una mujer alta, fornida, de solidez estatuaria, ojos negros, gruesa y bien formada boca, pecho sobresaliente. No era de abolengo incaico, ni su regia estampa provenía de imperio del Sol; era una cuarterona de las que llaman zambas, ejemplar excelente de la mezcla de sangres etiópica y ariana, que suele aunar el cuerpo admirable y las facciones bellas. Traía de la mano un chiquillo gracioso, que en cuanto vio a Mendaro corrió hacia él y se montó en sus piernas. El niño era el hijo, y la mujer, la esposa del pulpero, y los tres se llaman lo mismo: José, Josefa y Pepito. Con un gesto autoritario indicó la mujer a los dos varones que se apartaran de la mesa para poner los manteles y el servicio. Obedecieron. Tan pronto gastaba Josefa su saliva en reñir al chiquillo, que enredaba con los platos y cucharas, como en recomendar a su marido que vigilase la tienda mientras la familia se disponía para comer... Y entre col y col, ponía la señora vanidosos programas de la comida, que era extraordinaria en honor del amigo forastero.

Acudió Mendaro a la tienda con una solicitud presurosa, que era como la medida de los pantalones que en el gobierno doméstico gastaba su mujer; y esta, entre tanto, hizo cumplido elogio de los platos que serviría y de su condimento. «Señor Diego, ¿le gusta a usté el arroz con pato? ¿Sí? Pues como el que yo he guisado para usté no lo habrá comido nunca, ni lo comerá mejor la Reina de España... ¡Ay, qué cosas dicen acá de su Reina de ustés, la Isabel!... Pues también le pondré un tamal que ha de saberle a gloria... Los españoles no saben hacer buena comida... ¿Verdá que en España no hay maíz?... Por eso vienen aca ustés tan amarillos... por eso andan doblados por la cintura, como si se les cayeran los calzones... ¿Le gusta a usté el sancochado? ¿En España hay sancochado? ¿Qué dice? Ya; que allá tienen el cocido. Pues yo he comido cocido español, y no me gusta... ¿Es verdá que en España no da la tierra más que garbanzos y aceitunas?... Las aceitunas las como yo cuando el médico me manda gomitivo... Y esa Reina que allí tienen, ¿cuándo la gomitan ustés?». Con estos y otros dicharachos puso la mesa, y a punto volvió Mendaro de la tienda con una botella de pisco y dos de vino del país... «Este es el Valdepeñas de acá -dijo a su amigo-. No es malo; se sube hasta el primer piso, y de ahí no pasa. Si bebes mucho, te pondrás alegre y dirás lo que dice el nombre de Arequipa: aquí me quedo. Este aguardiente blanco que llamamos pisco, es de vino... cosa buena: los que empinan mucho, ven a Dios en su trono».

Sentáronse a comer, y con alegría y buena conversación despacharon uno tras otro los platos que Josefa encarecía pomposamente antes y después de que fueran gustados. A la sopa de rabioso picante siguió el sancochado, que viene a ser como nuestro cocido; desfilaron luego el pejerrey (pescado chico) y la corvina en salsa (pescado grande); y por fin, con honores extraordinarios, el pato en arroz, que era más bien como una morisqueta con pato. Mendaro, en continua relación con las botellas del tinto de la tierra, se apimpló un poco; Josefa hablaba no sólo por la boca, sino por los codos, manifestando en cada cláusula su ojeriza contra la Reina de España; el chiquillo amenizaba el banquete, ya con llantos y berridos, ya con risas y copiosa emisión de babas y mocos. Y cuando por postre comían alfajores y chancaca, la cuarterona, limpiándole la jeta a su criollito, dijo al convidado: «Señor Diego, lo que le digo ahora no quise decírselo antes, para que comiera tranquilo, que lo primero es comer, y lo segundo, decir las cosas que han de decirse, aunque sean malas... Y es que no se canse usté en buscar a su hija, porque Amador vino y yo le pregunté: 'Amador, ¿qué hay de eso?' y él me contestó: 'Comadre, hay que los señores de Chacón no están en Lima'. Con que ya lo sabe. Para verlos y enterarse, tiene usté que ir al Cuzco».