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La vuelta al mundo en la Numancia/XV

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XV

-¿Y el Cuzco está cerca? -preguntó Ansúrez, sintiendo dentro de sí al patriarca Job con toda su paciencia-. ¿Podremos irnos allá y volver en una tarde?

Rompió Josefa en carcajadas estrepitosas, que empalmaron con estas expresiones de su marido: «Sí, hombre, sí... Está cerquita... cerquita el Cuzco... ahí, a la vuelta del primer cerro... Poca distancia... Para que te hagas cargo... es como tres veces de Cartagena a Madrid... Caminito muy llano, como una sala... Subes los Andes... después los bajas... para volver a subirlos... Cuestión de diez y ocho días...».

-Para que vean ustés -dijo la hembra talluda sin dejar de reír- que los caminos de América son caminos grandes, no como los de España, caminos de juguete. Aquí no gastamos distancias de broma. O vamos lejos, o no vamos a ninguna parte.

-No te precipites, Diego, a coger la vuelta del Cuzco, que está donde Nuestro Señor Jesucristo perdió las sandalias... Antes de ir tan lejos, entérate por ti mismo de lo que ocurre. Bien podría suceder que mi compadre Amador, aficionadillo al pisco, haya empinado hoy más de lo regular... Vámonos, pues, a Lima, y preguntaremos en la propia casa de los Chacones.

No necesitó Ansúrez que su amigo se lo dijera dos veces. Propuesto el paseo a Lima, quiso emprenderlo sin perder minutos. Requirió Mendaro la chaqueta y sombrero, empuñó un bastón nudoso, y pasando por la tienda, donde imperante quedaba la gallarda Josefa, salió con Ansúrez a la calle. Momentos después cogían el tren; a la media hora de traqueteo suave llegaban a la ciudad de los Reyes, y a buen paso tomaron la calle que conduce a la plaza. Ni en personas ni edificios ponía su atención Diego, que llevaba dentro de sí los espectáculos de su personal interés. «Esta es la Catedral -decía Mendaro con inflexión encomiástica-; aquel el palacio de los Virreyes, hoy de la Presidencia y Gobierno de la República...». Contestaba el Oficial de mar con un mugido y una mirada de indiferencia, y seguían adelante. «Por aquí es -dijo Mendaro, guiando a una calle que de la esquina del palacio arzobispal arrancaba, extendiéndose recta en toda su longitud-. Al final, en la última cuadra, viven los tales Chacones. Repara en las buenas casas de gente noble que hay por aquí. Muchas son del tiempo de los señores Virreyes; otras, fabricadas después, tienen la misma traza y adorno de puertas y balcones».

La única observación que hizo Ansúrez fue para indicar la semejanza del caserío de Lima con el de algunas ciudades andaluzas, y el tono claro de las fachadas, blancas las unas, otras de ocre o azul muy bajo. Fijose también en que no había tejados, sino azoteas, observación que sugirió a Mendaro esta otra, pertinente a la meteorología: «Te diré que aquí no sabemos lo que es llover, ni se conocen los paraguas. No tenemos más que un rocío, que llaman garúa, el cual por las noches, así refresca la tierra como nos moja y cala hasta los huesos. Por este beneficio del cielo, no echamos de menos la lluvia, y no se gastan aquí canalones ni aljibes».

-Dímelo a mí -observó Ansúrez-, que todas las mañanas me encuentro la cubierta como acabada de baldear, y el velamen y toldos tan mojados, que se les podría torcer... No te diré yo que sea beneficio el caer el agua del cielo en esa forma de rocío; paréceme más bien maleficio, porque si lloviera de golpe, quedarían las calles más limpias de lo que están... ¿Tenéis por ventura río caudaloso?

-Río tenemos: se llama el Rimac, y es nombrado, más que por el caudal de sus aguas, por el magnífico puente de piedra, obra de los españoles, que luego veremos. Por allí se pasea la gente para tomar la fresca en las tardes de bochorno...

Observó también Ansúrez el grandor y pintoresca hechura de los balcones de las casas principales, al modo de estancias voladas, con adorno exterior arabesco y celosías verdes. Eran la comunicación romántica de la casa con la calle y con el mundo; el conducto de las miradas, del suspirar y del amoroso acecho; eran el rostro enmascarado de la pasión, y un emblema étnico más español que la propia España. Hallábase el celtíbero absorto en el examen de uno de aquellos balcones, el más historiado y holgón de la calle, al extremo de esta, cuando Mendaro le puso la mano en el hombro y le dijo: «Esta casa que miras es la de los Chacones. Veo que está cerrada a piedra y barro, por lo que entiendo ser verdad lo que nos dijo el borrachín de Amador. Si te parece, llamaremos, que alguien habrá dentro que guarde el edificio». Y antes que Ansúrez respondiera, llegose a la puerta, y agarrando el pesado aldabón, dio golpes y más golpes, sin que de dentro viniera voz de quién vive ni respuesta alguna.

La emoción de Ansúrez ante la casa en que moraba la familia de Belisario fue tal, que no pudo tenerse en pie. Arrimose a la pared frontera, y en el escalón de una puerta, cerrada también como puerta de inquilinos ausentes, se dejó caer: llanto amarguísimo vino a sus ojos, y para disimularlo y esconderlo, con ambas manos puso máscara en su rostro. Mendaro, dejando pasar medio minuto, volvió a empuñar el aldabón y repitió los furibundos porrazos... La casa hacía esquina, de la cual partía un callejón estrecho, y a lo largo de este, como por el tubo de una bocina, vino una voz bronca que gritaba: «¡Quién... quién!». Asomose Mendaro al callejón, y a su vez gritó: «Los quiénes somos nosotros, gandul, que estamos aquí llamando hace dos horas, sin que nos responda nadie: ven aquí, y ven con respeto, y dinos dónde están tus amos».

Apareció doblando la esquina un hombre que por el color del hocicudo rostro y la largura de sus brazos y la corva inclinación de su cuerpo, más parecía cuadrumano amaestrado para racional que racional efectivo, y apenas le vio Mendaro, lo cogió por el cuello, y con voces descompuestas le dijo: «Cholo, sin vergüenza, ¿por qué no has abierto a la primera llamada? ¿Así cuidas la casa de tus señores? ¿Qué hacías, borracho? ¿Dormías el pisco?».

-Suéltame, gachupín -gritó el hombre feísimo, queriendo desprenderse de la garra de Mendaro. Pero en este había estallado la fiereza un tanto insolente del español educado con el catecismo de los tiempos heroicos, y no soltaba su presa, ni suavizaba su duro acento-. Ven aquí, perro, y contesta sin mentir a lo que te preguntamos.

-Suélteme, ¡carachitas!... ¡Ay, ay!... Le diré la verdad, patrón; suélteme.

A los chillidos del infeliz cholo (así llaman a los últimos retoños degenerados de la raza india), víctima de la ingénita altanería de Mendaro, acudió Ansúrez enjugando sus lágrimas y con formas de lenguaje más benignas: «Déjale; no le trates con dureza... Vele ahí por qué no nos quieren en América... Por eso, José, por tus modos tiránicos... Oiga usted, buen hombre: queremos saber... Esperamos que usted nos diga con toda verdad...».

-No esperes de él la verdad si le tratas con esas blanduras, Diego -dijo Mendaro-. No te fíes de estos ladinos y traidores. Verás cómo te sale con algún despapucho, con alguna sandez o mentira gorda que te desoriente y te vuelva tarumba.

-No tendrá tan mal corazón -indicó Ansúrez-, que engañe a un pobre padre... de quien no ha de recibir ningún daño, sino todo lo contrario, quiero decir, una buena recompensa.

-El caso es este -declaró Mendaro algo amansado de su fiereza por el ejemplo del amigo-: sabemos que tus amos se han ausentado, y deseamos saber dónde están... pero sin engaño.

Fosco y sombrío, el indio no desmentía la condición suspicaz de su raza humillada y decadente. No miraba a la cara de los españoles, sino al suelo, como más digno de sus miradas, y al suelo arrojaba también la respuesta desdeñosa, que rebotó en pregunta: «No hay engaño... yo no tengo por qué engañar... ¿Pero a qué cuento quieren saber los gachupines dónde están mis amos?».

-Este caballero -afirmó Mendaro- es el padre de tu señora, quiero decir, de la señorita esposa que el hijo de tu ama, don Belisario, ha traído de España. ¿Te enteras, animal?... Levanta tus ojos del suelo, zorrocloco, y mírale, mira a este señor, que es el padre, el padre... ¿Sabes lo que es padre, zopenco?

Recogió del suelo sus miradas el cholo, y las paseó por el cuerpo de Ansúrez. Como este vestía de uniforme, cada uno de los botones fue un punto en que el mirar del indio se detenía con asombro y una risa estúpida. Sacó Diego una monedita de oro, y se la mostró como una hostia, diciéndole: «Esto para ti si hablas con verdad». Pero a Mendaro le pareció excesiva la oferta, y quiso atajar el movimiento generoso de su amigo con estas palabras: «No, no, Diego. Con cuatro soles habría para comprar a todos los cholos que quedan en esta tierra. Ofrécele un sol (duro), y el hombre tendrá para comprarse unos calzones, que, ya lo ves, le hacen mucha falta».

El pobre indio, que en su desmedrada catadura y cobrizo rostro cuarteado no revelaba claramente su edad, aunque esta debía estar ya muy lejos de la juventud, quedose como encandilado al ver la moneda, y alargando hacia ella sus manos, dio una zapateta en el aire, y soltó la respuesta que Ansúrez esperaba: «Mi patrón, démela y se lo digo. Me llamo Santos, y por todos los mis patronos de la Corte celestial, le juro que de mi boca no saldrá mentira: los amos míos, mi ama doña Celia, mi amo don Belisario y mi ama doña Marina, están en Jauja».

Oyó Diego el nombre de Jauja como cosa de burleta o de pasar el rato, pues aunque no ignoraba la existencia de tal pueblo peruano, en aquel instante, hallándose en la plenitud de sus ideas españolas, Jauja era el cuento de los perros atados con longaniza y de los árboles que dan chorizos y jamones; se acordó de la Pata de Cabra y de los mil chistes jaujanos, y puso en cuarentena el dicho del indio. Pero Mendaro le sacó de este yerro, diciendo: «Puede ser, puede ser verdad, que allí tienen los Chacones haciendas muchas».

-Buen amigo -dijo Ansúrez a Santos, sin dejarse arrebatar la moneda que este quiso coger antes de tiempo-, necesito más referencias... y que me pongas en conocimiento de muchas cosas que ignoro. ¿Te gusta el pisco? Pues vente con nosotros, y en cualquier pulpería te convidaremos, para que sueltes la sin hueso y me resuelvas todas las dudas.

Cuando esto decía el Oficial de mar, ya se habían arrimado al grupo algunos zanganotes, mujeres y chicos. Ni Ansúrez ni su compañero se habían fijado en esta adherencia de público, que fue creciendo, creciendo, cuando los dos amigos y el cholo iban camino de la pulpería más cercana, Mendaro fue el primero en revolverse contra la molesta escolta, que a los pocos pasos se desmandó, haciendo befa del uniforme de Ansúrez y arrojando sobre los dos gachupines pelotadas de barro y algunas almendras de arroyo. Movido de su impetuoso genio, que en trances de peligro siempre se mostraba, Mendaro se plantó en medio de la calle, y mirando a la chusma se dejó decir: «¿A que saco la navaja? ¿A que alguno de estos sinvergüenzas nos va a enseñar el mondongo?». El prudente Ansúrez acudió a contenerle. Santos, en la expectativa de la moneda de oro, dirigió a la muchedumbre palabras conciliadoras. Con los dimes y diretes de una y otra parte, la cuestión fue tomando mal cariz, y en esto acertó a presentarse en escena, saliendo de una calle lateral, el maquinista Fenelón, vestido de paisano, con dos amigos suyos limeños de la mejor apariencia social. Aplacaron estos el incipiente tumulto, declarándose defensores de los dos gachupines, y dispersando a los grupos plebeyos.

Mientras esto ocurría, informó Diego a Fenelón del motivo de su presencia en aquella parte de la ciudad, y de llevar consigo al indio Santos. El maquinista, con el aplomo y superioridad que en sus palabras sabía poner, le dijo: «¡Pobre Ansúrez, yo te habría sacado de dudas a bordo esta noche! Felizmente, he podido enterarme hoy de lo que pasa en tu familia, y te lo contaré. Nadie podrá informarte con más exactitud, mi palabra de honor... Este cholo te ha dicho que tu hija está en Jauja... Ha mentido sin mala intención... no le pegues... O no sabe la verdad, o se le ha mandado que diga lo que has oído... Dale los cuatro soles, y que se vaya a la porra. No es ese el guardián de la casa de los Chacones; no es más que un galopín del verdadero guardián, Arístides Canterac, francés, con quien he jugado al billar hace dos horas, mi palabra. Por él he sabido que tu hija no está en Jauja, sino en Arequipa».

Sosegados todos, incluso Mendaro, que aún daba resoplidos patrióticos; desaparecido el cholo, que partió con la chusma, guardando su moneda donde no pudiesen quitársela, los dos españoles, el maquinista y los peruanos se dirigieron a un restaurant francés, donde refrescarían charlando. Ansúrez les siguió, más que por querencia de charla y frescura, por calmar el ardor de su alma, sedienta de verdad. ¿Por qué no estaba su hija en Lima? ¿Huía de su padre, o de quién huía? ¿Era dichosa...?