Ir al contenido

La vuelta al mundo en la Numancia/XXIII

De Wikisource, la biblioteca libre.

XXIII

El 23 de Marzo saludó el fuerte de Valparaíso con vivo cañoneo a las banderas de las aliadas de Chile, que a más del Perú, eran Bolivia y Ecuador; sorpresa histórica, pues ningún agravio ni cuestión pendiente con la madre tenían estas dos repúblicas. En tanto la madre, llevada por lastimosos errores de toda la familia a los extremos del coraje, no tenía más remedio que saludar a Chile con algo más que ruido y humo de pólvora. Los enojos no aplacados y los ultrajes no satisfechos, forzosamente conducían a la violencia; que las naciones, cuanto más viejas, más aferradas viven a la rutina caballeresca del honor. El honor no existe sin valentía. La valentía puede salvar las situaciones de hostilidad entre dos países, y es a veces más eficaz que el derecho y que la razón misma. El apocamiento del ánimo no resuelve nada, ni aun cuando le asiste la razón. Así lo comprendió Méndez Núñez cuando dispuso el bombardeo de Valparaíso, acto inevitable ya, derivación lógica y fatal de los hechos pasados.

No lo comprendían así los Jefes de las escuadras inglesa y americana, que protestaron del bombardeo, y aun se pusieron los moños de que lo impedirían... Para no llegar a la extremidad de tirotearse con los españoles, el Contralmirante Denman (inglés) y el Comodoro Rodgers (yanqui) llevaron a tierra sus buenos oficios para conseguir del Gobierno chileno las tan disputadas satisfacciones que España pedía. Pero Chile no quiso darlas por no parecer pusilánime. Las cosas habían llegado al punto delicado en que se pasa por todo antes de dejar salir al rostro la menor sombra de miedo. Verdaderamente, las hijas no mostraban ningún respeto a la madre, olvidando que de ella habían recibido sus virtudes guerreras, así como sus flaquezas políticas. Debieron ser las primeras en ceder de su rigurosa tirantez, y seguramente la madre no se habría quedado atrás en las concesiones para llegar a las paces. Pero, en fin, el acto de fuerza era inexcusable; don Casto no podía envainar la espada, y cuando los Comandantes de las flotas extranjeras daban a entender que se interpondrían entre los españoles y la plaza, les decía con arrogante concisión que no le importaba perder sus barcos si conservaba su honra.

Dados los correspondientes avisos al Comandante militar de la plaza para que señalara con bandera blanca los puntos que debían ser invulnerables, hospitales, casas de asilo, iglesias, etc., y para que se retirasen los no combatientes, se señaló el bombardeo para el 31, Sábado Santo. Amaneció este día con inquietud grande de los españoles. ¿Se decidirían los extranjeros a proteger la plaza, obligando a Méndez Núñez a desistir de su propósito? Este recelo se disipó bien pronto, porque apenas iniciado el movimiento de las fragatas para situarse en los puntos de ataque, ingleses y americanos levaron anclas y se retiraron mar afuera, dejando libre el campo... Resolución, Blanca y Villa de Madrid fueron las designadas para cañonear la ciudad. La Berenguela se retiró al fondeadero de Viña del Mar, al cuidado del convoy. La Numancia, después de aproximarse a la población para dar, con dos cañonazos sin bala, la señal de que empezaba la función, se volvió a retaguardia de las tres naves combatientes.

A las nueve se rompió el fuego, dirigido exclusivamente contra los edificios del Estado más próximos: Ferrocarril, almacenes de la Aduana, Intendencia y Bolsa. Al fuerte se lanzaron también gran número de proyectiles sin obtener respuesta, pues los cañones estaban desmontados, y los artilleros no tenían allí nada que hacer. Un disparo certero de la Villa de Madrid partió el asta de la bandera chilena, que ondeaba en el Fuerte. Los edificios condenados a sufrir el bombardeo dieron pronto señales del estrago que causaban nuestros proyectiles. La Aduana y almacenes caían a pedazos; columnas de negro humo señalaban el incendio en diferentes puntos de la ciudad. Era un espectáculo deslucido y triste. Faltaba la excitación y armonía del combate, la acción ofensiva de una parte y otra. Los españoles no celebraban ciertamente la indefensión de la plaza, y habrían visto con gusto que el Fuerte respondiera al fuego con el fuego. No les satisfacía la forma de escarmiento que tomaba en aquella ocasión la guerra, ni se sentían airosos manejando los instrumentos de castigo. Sus arreos eran las armas, no las disciplinas.

Todo terminó a las doce menos cuarto. El cañoneo no llegó a durar tres horas: ya era bastante; aun era quizás demasiado para simple castigo o reprimenda de una madre austera, harto pagada de su carácter venerable y de sus históricos blasones. La hija, herida y maltrecha de los crueles disciplinazos de la madre, miraba a esta desde tierra con el más agrio cariz que puede suponerse. Hasta entonces, sólo íbamos ganando en el Pacífico la malquerencia de las Repúblicas. España, al fin y al cabo, pagaba las culpas de sus diplomáticos y de sus gobernantes. Toda guerra tiene o debe tener una finalidad militar o mercantil: los fines de la nuestra en el Pacífico no se veían claros, como no fueran el fin sin fin de abandonar los principios de la historia nueva para reanudar una historia concluida.

Tres mil hombres mal contados constituían la dotación de las cinco naves de combate y de las embarcaciones auxiliares y de convoy que representaban a España en las aguas del Pacífico. Aquellas tres mil voluntades, de diferentes categorías, eran o creían ser la voluntad integral de la Nación; las tablas o las planchas de hierro en que los hombres se sostenían, eran el suelo mismo de la Patria flotando sobre las olas; la bandera que flameaba en los aires era el nombre, la historia, el qué dirán de los países extranjeros, el primero soy yo, que así gobierna las almas de los individuos como las de los pueblos... Bien merecían alabanzas los tres mil hombres de mar comprometidos en aquella singular aventura inconsciente, más que empresa meditada. No habían alcanzado aún, ni probablemente alcanzarían, esa gloria brillante y ruidosa que traen consigo los hechos eficaces de finalidad clara y bien comprensible. No se les podía disputar la gloria obscura y pasiva, alcanzada por el valor silencioso y la paciencia, por el cumplimiento del deber, sin más recompensa que la conciencia de haberlo cumplido. Dignos eran de alabanza, y también de lástima, porque sin ver ni aun de lejos los frutos de la campaña, se sentían agobiados de privaciones y sufrimientos. Fueron penitentes en el desierto sin fin de un mar enemigo.

Después de la dura lección a Valparaíso, la penitencia de los españoles se acentuaba, sin que se agotara ni mucho menos el caudal de abnegación que las almas llevaban consigo. Incomunicados con tierra, se alimentaban de substancias secas, de carnes y tocinos en mediana conservación. El tabaco, que hace llevadera la soledad y el exceso de trabajo, escaseaba de tal modo, que cualquier porción de hierba fumable adquiría fabulosos precios. Pero la falta de buena comida y de estimulantes no quebrantaba la salud de los tres mil hombres tanto como la vida de continua ansiedad y alarma en que todos vivían, obligados a una vigilancia minuciosa y sin respiro. Fatigosos eran los días, cruelísimas las noches. Entre los barcos de combate y los del convoy no se interrumpía el ir y venir de lanchas, faena de hormigas presurosas, que acarreaban víveres, utensilios de maquinaria. Era la escuadra como una ciudad que tenía todos sus arrabales sobre el agua, y no precisamente en aguas tranquilas, que algunos días la fuerte marejada dispersaba la procesión hormiguera.

De noche, los hombres se consagraban a la silenciosa operación de reconocimiento y patrulla, voltijeando en derredor de la ciudad flotante, bien al remo, bien en la lancha vapora. Felices eran los que por turno podían descabezar un sueño de media hora, sin manta, bajo la acción de la humedad y el sereno. Y no había esperanza de descansar a bordo, porque las primeras luces del alba traían imprevistas obligaciones, a más de las tareas ordinarias. Ni los cuerpos se rendían, ni las voluntades desmayaban. La rutina del deber en pie les mantenía, esperando un reposo que bien podía ser el de la muerte.

Las sombras de tristeza que dejó en todas las almas el vapuleo de una plaza inerme, cruzada de brazos ante el fiero castigo, no podían disiparse sino repitiendo el ataque contra un enemigo armado de todas armas, como era el Callao. ¿Qué hacían, que no iban corriendo allá? El Perú les provocaba con la jactancia de sus baluartes novísimos y el montaje de cañones potentes. Para acudir a la cita del furioso enemigo, se esperaba el refuerzo de la fragata Almansa. Felizmente, esta se incorporó a la Escuadra el 9 de Abril, que fue día de gran regocijo y algazara, porque todos echaron su cana al aire, recibiendo con aclamaciones a los que venían de España de refresco, y traían, con las memorias de la Patria, algo de comer, y de beber y de fumar. Mandaba la Almansa el Capitán de navío Sánchez Barcáiztegui, y venía muy airosa y envalentonada: había hecho la travesía desde Montevideo a la vela, por el Cabo de Hornos, con tan buena fortuna, que no se podía pedir prueba más decisiva de su poder marinero... Sin perder tiempo, se dispuso la salida para el Callao en dos divisiones. ¡Otra vez hacia el Norte, a lo largo de la costa, dilatada con prolongaciones de pesadilla! ¡Otra vez la visión ensoñadora de los Andes, que parecían más altos, más ceñudos, más enemigos de los que venían a turbar la juvenil alegría de las repúblicas!

Hacia el Perú navegaban los tres mil con la ilusión de un acto decisivo que pusiera fin a la campaña; ya era tiempo de tomar tierra en alguna parte, aunque fuera en el más desolado rincón del mundo. Sobre esto sostenían en la Numancia largos coloquios Ansúrez y Fenelón, el cual aseguró que sin mujeres no nos ofrece la vida ningún bienestar, y que las guerras y revoluciones no son ni han sido nunca más que movimientos instintivos de los pueblos para ir en busca de nuevo surtido de mujeres, o para cambiar las conocidas por otras de ignorados encantos. Al propio tiempo, a sus amigos repartía tabaco, obsequio recibido del maquinista del transporte Uncle Sam, que antes del bombardeo de Valparaíso había llegado de San Francisco de California con víveres. El tabaco era virginio, de la clase fuerte, capaz de tumbar la cabeza más firme y de volcar los estómagos más equilibrados; pero por sus cualidades mortíferas lo estimaban y preferían los marineros de blindadas fauces. Aceptaron estos muy agradecidos las cortas raciones que Fenelón les daba, y hacían de ellas partijas para obsequiar a otros amigos. Binondo tomó cuanto pudo, ocultando las porciones recibidas para que le dieran otras, y así juntaba en previsión de futuras escaseces.

Trabajaba el pobre malayo en ayuda de los mayordomos y rancheros, llevándoles las cuentas, y en sus ratos de ocio se engolfaba en la lectura, prefiriendo la del Sermonario, a su parecer la más devota, la más apropiada a la ruindad de los tiempos y a las calamidades previstas. Muchos trozos de aquel libro, compuesto para socorro y guía de predicadores, se le quedaron en la memoria, y vinieran o no a cuento, a los compañeros los endilgaba. «Dame, hijo mío, limosna de tabaco, que si no acudes a mi pobreza, no acudirá Dios a la tuya, que será el desamparo en que te veas a la hora de la muerte si antes no te limpias de tus pecados... En verdad os digo que si no miráis por el pobre, el pobre no mirará por vosotros, y os pondré el caso de un mendigo que recibía zoquetes de pan, y era tan santo y bueno, que Dios le dio la facultad milagrosa de multiplicar los mendrugos que recibía. Y sucedió, pues, que en la ciudad donde aquel pobre moraba, llamada Gangópolis, si no me falla la memoria, sobrevino una gran hambre desoladora, por el aquel de un cerco que le pusieron los del reino vecino de Capadocia; y hallándose todo el pueblo moribundo del no comer, presentose el mendigo y mostró almacenes de pan, que era la milagrosa multiplicación de los mendrugos, con otro milagro encima, a saber: que la dura masa se había enternecido, y parecía recién sacada del horno... Pues bien, hijos míos: lo que hizo con los mendrugos aquel venturado de Dios, puedo hacerlo yo con las hojitas de tabaco que me dais, y bien podrá suceder que os las multiplique cuando llegue la gran carencia de todo lo comible, bebible y fumable...».

En estas y otras accidentales conversaciones y sucesos, indignos de la historia, transcurrió el viaje. Si el mar y el viento fueron bonancibles en toda la travesía, la inquietud de las almas crecía conforme se aproximaban al Callao. En el momento solemnísimo de reconocer el puerto peruano, Ansúrez no pensó en el duelo empeñado entre España y la plaza, ni en la artillería y baluartes de esta. Mirando hacia tierra, veía tan sólo los ardientes ojos de Mara, fulminando ira contra los barcos españoles. ¡Ingrata, ingrata! ¡Y él, mísero padre, obligado a disparar contra ella!