La vuelta al mundo en la Numancia/XXIV
XXIV
Apenas llegaron al Callao las asendereadas naves españolas, los tres mil (o los que fueran) que las montaban, no pensaron más que en acometer, sin perder días, la militar empresa, apretandose a ello la noticia de la fortísima resistencia que habían de encontrar y del grave daño que les harían los cañones de monstruoso calibre traídos del viejo continente... La Escuadra echó sus anclas en el fondeadero de la isla de San Lorenzo. No se le cocía el pan a Méndez Núñez hasta poder enterarse por propio conocimiento de la fuerza y defensas de su contrario; con esta idea montó en la Vencedora, que por su poco puntal podía ceñirse fácilmente a tierra, y recorrió todo el frente fortificado y artillado, examinando las obras a que innumerables trabajadores daban la última mano.
Al Norte de la ciudad vio don Casto dos baterías rasantes, con veinte cañones la una, la otra con doce, y en medio de ellas una torre blindada con dos piezas Armstrong. En los extremos de la batería había cañones del sistema Blakely. Las baterías al Sur de la población eran tres, y se extendían hacia la punta en cuyo término está el Boquerón, entrada del puerto para embarcaciones menores. En aquella parte contó el General unas treinta piezas, entre ellas algunas de los poderosos tipos antes citados, y vio otra torre blindada, como la del lado Norte. Frente al muelle vio los monitores Loa y Victoria, armados de cañones, y un Blakely campaba en mitad del muelle. Las viejas fortificaciones del tiempo del virreinato estaban desartilladas, como indignas de desempeñar en las epopeyas modernas otro papel que el de espectadoras. El Castillo del Sol parecía decoración de teatro, arrumbada por inútil. En él no había piedra que no hablase del último ayacucho, el heroico Rodil... Las defensas nuevas revelaban en su disposición y estructura manos muy expertas y una dirección inteligentísima.
Mientras los peruanos no se daban punto de reposo para rematar sus imponentes aprestos de guerra, los españoles, en el fondeadero de San Lorenzo, no se descuidaban. Todos los barcos desmontaron sus vergas y calaron los masteleros, dejando no más que los palos machos a la exposición de los tiros enemigos. Algunas de las fragatas de madera blindaron con cadenas la parte central de sus costados, correspondiente a la caja de la máquina, y todas pintaron de negro las fajas blancas de las portas. Interiormente se previno lo necesario y lo accesorio para acudir a las eventualidades del combate, y las enfermerías de guerra quedaron listas para recibir a cuantos heridos quisiera enviarles la suerte adversa. Desde los cañones hasta los botiquines, todo fue puesto en punto de servicio eficaz. No faltaba más que la acción, el fuego, el ardor de las almas, y la divina sentencia que había de dar o negar la victoria.
Falta decir que los diplomáticos extranjeros se presentaron al General, apenas fondeó la Escuadra, con la súplica de que aplazara el ataque por unos días para dar tiempo a la salvación de los neutrales. Méndez Núñez concedió cuatro días, y en esto su generosidad de caballero fue más allá que su precaución de caudillo, pues en media semana podía el Perú perfeccionar sus medios ofensivos. La guerra había llegado a concretarse en el trámite decisivo de un duelo personal entre los dos combatientes. Incapaz la torpe diplomacia para dirimir las cuestiones pendientes entre España y las Repúblicas; ciegos los Gobiernos de acá y de allá, y encastillados en ridículos puntos de amor propio, quedó la Marina sola, con toda la responsabilidad sobre sí, a tres mil leguas de la Patria, y obligada a proceder con acción tanto diplomática como militar, hasta dar por liquidada y conclusa una empresa cuya finalidad era tan obscura en el terreno comercial como en el político.
Hizo don Casto cuanto pudo por sacar a su país de aquel atolladero dispendioso. No hallando ocasión de batirse con las escuadras chilena y peruana, fue a buscarlas a los caños y esteros de Chiloe. A esta expedición ardua, que era un reto para que los enemigos salieran a mar abierto, respondieron ellos encerrándose más en sus inabordables refugios. Obligado se vio entonces al castigo de Valparaíso, acto de penosa y desigual lucha, que a su corazón de soldado repugnaba; y sabedor de que el Callao se pertrechaba de armas, allá corrió, anhelando el duelo final y decisivo entre el viejo y el nuevo hispanismo, entre el hemisferio Norte y el hemisferio Sur del planeta, que ya desde las edades heroicas se conocían.
Al duelo final iban los españoles sin reparar en que el contrario se había provisto de mayor fuerza que la de los barcos, con la ventaja de combatir en tierra, en la cabecera de una Nación, de la cual obtendría todo lo que perdiese mientras los españoles no tenían tras sí más que el Pacífico inmenso, y en él los peces que se los habían de comer en caso de un desastre... En esto pasaron los cuatro días de plazo que había dado el General para la retirada de los neutrales... Gran número de españoles que se habían refugiado en una fragata francesa trasbordaron a la Escuadra, entre ellos el simpático Mendaro, que fue a embarcar en uno de los transportes del convoy... Serena y recamada de estrellas habladoras fue en sus primeras horas la noche última del plazo fatal; luego se enturbió de celajes, y en cerrada neblina amaneció el día, más fatal que la noche, 2 de Mayo de 1866.
El mal de soñación se hizo epidémico, con gravísimos caracteres de fiebre patriótica, al amanecer de aquel día que todos creyeron había de ser glorioso. La embriaguez de martirio enardece a los cuerpos armados en vísperas de batalla. Aún no han bebido la primera pólvora, y ya están borrachos. Acabó de trastornar a marineros y tropa la proclama que a las nueve de la mañana fue leída en todos los barcos, y era conforme al patrón consagrado por la costumbre en casos tales. Con más laconismo del que suelen usar los caudillos españoles, Méndez Núñez fijó los tópicos imprescindibles, la perfidia del enemigo, la urgencia de castigarlo, la recomendación de que todos se aplicaran al castigo con decisión y entusiasmo, y, por fin, la seguridad de añadir una página a las glorias de la Nación, etc...
Terminada la lectura, todos aquellos infelices, quebrantados ya de la navegación larguísima, mal comidos y sufriendo mil privaciones, prorrumpieron en exclamaciones delirantes, declarando el gusto que les causaba morir por una Reina que no habían visto nunca, y por una Patria que a tres mil leguas de distancia no pedía otra cosa que la terminación de la guerra insensata. Roncos quedaron del furioso entusiasmo... En el Callao, a la misma hora, pasaría lo propio, y se oirían exclamaciones semejantes proferidas en la misma lengua. En tierra y en el mar se invocaba el fantasma de la gloria, y allá como aquí se pediría el auxilio de Dios y los Santos, que se habían de ver bien perplejos para contentar a todos. Por de pronto, los peruanos habían puesto su mejor batería bajo la tutela y patrocinio de Santa Rosa de Lima, suponiéndola muy enojada con los españoles. Difícil era, no obstante, que la santa, con ser de ideal hermosura mística, tuviese bastante valimiento para lograr que quedase desairada la Virgen del Carmen, a quien casi todos los marinos nuestros, verbal o silenciosamente, se encomendaban.
Levaron anclas todos los barcos, y acudieron a las posiciones que les designaba el telégrafo de banderas en el mesana de la Numancia. Esta y la Blanca y Resolución habían de batir las fortificaciones del Sur; las del Norte corrían de cuenta de la Berenguela y Villa de Madrid; la Almansa con la Vencedora se encargaban de los monitores fondeados en el muelle, así como de causar todo el estrago posible en el interior de la población. La Capitana, a la cabeza de la división del Sur, llegó la primera frente a las baterías enemigas. Claramente distinguían los españoles las piezas peruanas y sus servidores, en pie junto a ellas con rigidez marcial. Y apenas las vieron, disparó la Numancia sus primeros tiros, colocándolos en la batería que llevaba el nombre de Santa Rosa. Contestó sin tardanza el Perú. Tronaron luego las demás fragatas, conforme iban llegando frente a las baterías, y bien pronto el humo denso envolvió la tragedia, y un estruendo pavoroso arrojó de los aires todo el silencio de la Naturaleza. El tiempo era absolutamente olvidado. Sólo lo sabían los cronómetros, que al empezar la función marcaban poco más de las once y media.
Desde la Numancia no se podía saber con exactitud lo que pasaba en el ala del Norte. El humo tapaba las partes lejanas, y no podía la atención distraerse del cuidado próximo. No obstante, en una clara, se vio que la Villa de Madrid pedía remolque. Había quedado sin gobierno por avería considerable. Acudió la Vencedora con prontitud a sacarla fuera, y la Berenguela quedó sola cañoneando las baterías y la torre blindada, cuyas piezas de gran calibre inutilizó al poco tiempo. En el ala Sur, la Numancia requería la mayor eficacia de sus disparos aproximándose a tierra... Pasó muy cerca de los artificios que los peruanos habían dispuesto para inutilizar las hélices; llegó a tocar en el fondo; tuvo que dar atrás precipitadamente... En aquel instante, la batería de Santa Rosa y la torre multiplicaban sus disparos contra la fragata. Méndez Núñez, en el puente, acompañado de Antequera y un Oficial, en todo ponía sus ojos vivos, y con ellos el alma.
Sereno casi siempre, risueño cuando veía el torbellino de humo y de polvo que levantaban los parapetos de la batería llamada de Abtao al recibir los proyectiles de la Resolución, iracundo al sentir que su barco tocaba en el fondo, don Casto no perdía un instante la majestad que sus graves funciones le imponían en medio de sus subordinados y frente al enemigo. Al gritar ¡Cía!, su voz dominaba la voz de los cañones... La fragata salió al fin del mal paso, removiendo con su hélice el fango de la bahía, y continuó la función sin que la maniobra marinera interrumpiese el fuego. Méndez Núñez hablaba con las dos fragatas de su división, como si ellas pudieran entenderle. Era un acto instintivo, de que él mismo no se daba cuenta en momentos tan críticos... y no les hablaba por el nombre de ellas, sino por el de sus Comandantes. «¿Qué haces, Topete? No te acerques tanto... Valcárcel, firme contra esa batería de Abtao, que con Santa Rosa me entenderé yo... Y los tres a una tiremos contra la torre blindada...». Cuando esto decía, un proyectil pasó entre el brazo derecho y el costado del General, rozándole... Los astillazos que el mismo proyectil despidió del pasamanos del puente y de la bitácora, causaron en las piernas de don Casto heridas de menos importancia que la recibida en el brazo.
Que no era nada dijo, y lo mismo creyeron los que estaban a su lado. El fuego arreciaba por una parte y otra; las baterías peruanas redoblaban su furor. Pasaron minutos. Méndez Núñez, por la pérdida de la sangre que del interior de la manga descendía enrojeciendo la mano, sufrió un desvanecimiento; le sostuvieron los más próximos a su persona... Se le bajó al Alcázar... Tomó el mando el Mayor General don Miguel Lobo, sin decir palabra, pues la ocasión no permitía el rigor de los trámites... En el Alcázar acudieron en auxilio del General los médicos Oliva y Gutiérrez, y cuatro marineros que le bajaron a la enfermería. Tendiéronle en la cama... Viendo que corría la sangre por distintas partes de su cuerpo, palpaban los médicos aquí y allí para reconocer los sitios lesionados; y cuando empezaban a desabotonarle levita y chaleco, un marinero atrevido tiró de navaja, y cortando de cuatro tajos la ropa, facilitó la operación de apartar las telas y descubrir el cuerpo herido.
Al punto procedieron los facultativos a contener la hemorragia... En aquel punto llegaron a la enfermería vivas exclamaciones de la gente de batería y cubierta. Había volado la torre blindada de los peruanos, con terrible estruendo y espantoso escupitazo de humo, que por largo rato impidió distinguir los efectos de la explosión. Fue que una granada española penetró en aquel recinto, incendiando las grandes masas de pólvora allí depositadas. Al disiparse el humo, se advirtió que la torre estaba hundida, y en completa inutilidad sus terribles cañones. Luego se supo que habían perecido los defensores de la torre, y con ellos el popular Gálvez, Ministro de la Guerra, el Coronel Zabala, hermano de nuestro General del mismo nombre, y otros militares de graduación. Cada una de las tres fragatas que contra la torre disparaban se atribuía la gloria de haber mandado proyectil que tan tremendo daño causó al enemigo; pero Topete, que era el más próximo a tierra, sostenía su derecho con razones que difícilmente podían ser debatidas. Cuando voló la torre blindada, los cronómetros marcaban las doce y diez minutos.